8

—Un poco antes de medianoche —tartamudeó.

—¿Qué le dijiste?

—La verdad.

—¿Qué verdad?

—Que su mujer y Manuel estaban en el piso…

—¿Cómo se te ocurrió esta idea?

Justin volvió la cabeza con el rubor de un escolar sorprendido en falta.

—Contesta…

—No sé… Quería vengarme…

—¿De qué?

—De todo… Intenté entrar en la banda hace dos años… Sabía cómo trabajaban… Sé casi todo lo que ocurre en el barrio Pigalle y en Montmartre…

»Le pedí a Manuel que me dejara entrar en la banda, y me contestó que no necesitaba renacuajos como yo…

Fue entonces Manuel el que dijo:

—Está mintiendo…

Las pipas de Maigret se sucedían, y el aire estaba azul de humo.

—Puede fumar —dijo.

—¿Y yo? —preguntó Lina.

—También.

—No tengo cigarrillos, y no quiero nada de ese cerdo…

Maigret le tendió un paquete que sacó del cajón, pero le costó trabajo encender el cigarrillo. Las manos le temblaban a la mujer de tal modo que necesitó tres cerillas.

—¿Y cuál es su verdad, Manuel?

—Jamás me propuso entrar en la banda. Yo sólo lo conocía de encontrarlo a veces en las calles de Montmartre… Todo el mundo sabía que es un soplón…

—No es verdad…

—A ver: cada uno cuando le toque. Habla tú, Justin.

—Llamé por vengarme del desprecio de este hombre…

—¿Desde dónde llamaste?

—Desde la cabina telefónica más próxima. Podía ver de lejos las luces del restaurante.

—¿Sabías que ibas a desencadenar un drama?

—No con seguridad…

—Pero la perspectiva no te disgustaba, ¿verdad?

—No…

—Si se hubiera tratado de otro, ¿habrías hecho lo mismo?

Esta pregunta le dejó un poco desconcertado. Tuvo que pensar la respuesta.

—No sé —confesó.

—No es tu estatura y tu cara, que la gente se volvía a mirar, lo que intentaste vengar con la llamada…

—No sé —contestó.

—Escucha atentamente la pregunta que voy a hacer… Acabas de mentir, porque tú tenías miedo de Manuel…

El pánico se apoderó de nuevo del pequeñajo como si los hermanos Mori siguieran siendo todopoderosos.

—He dicho la verdad…

—No. La verdad es que alguien te pagó para que llamaras a una hora determinada…

—¿Quién iba a pagarme?

—Precisamente Manuel…

—¡Protesto! —exclamó éste—. Quisiera saber por qué me iba a hacer atrapar en flagrante delito de adulterio por el marido de mi amante…

Y entonces Justin habló al fin:

—Me dio mil francos… Me amenazó con hacerme matar si decía una palabra… Y luego dijo:

»—Tengo gente mía en todas las partes y harán lo necesario si yo no puedo hacerlo…

»Lo sentía por Maurice, porque le quería bien…

—Pero obedeciste…

—No tenía ganas de recibir una bala en el pellejo…

—¿No se te ocurrió que podría ser que Maurice disparara primero?

—Pero como este hombre… —indicaba a Manuel.

—Pero como este hombre había decidido la manera como iba a ocurrir todo… Es un diablo…

Maigret no pudo evitar una sonrisa, y Lina saltó otra vez a primer plano.

—Ya ve, comisario, que yo no mentía… No estaba al corriente de esta llamada telefónica… No esperaba la entrada de mi marido y, en consecuencia, no tenía ningún arma…

—¡Miente! ¡Esta mujer miente como respira! La idea de la llamada fue suya. Aún la oigo decirme:

»—Si le matas o le haces matar, sea donde sea, acabarán por acusarte a ti, pues no tardará la policía en estar al corriente de nuestras relaciones… Supón, por el contrario, que nos agarra con las manos en la masa, como se dice… Le conozco… No vendrá desarmado… Te amenaza, o bien me amenaza a mí… En ambos casos hay legítima defensa…

—Esto no prueba que no haya sido usted quien disparó…

Le cayeron unas lágrimas de rabia.

—¿Pero qué he de hacer para que usted me crea?

—No importa que yo la crea o no. Le digo una vez más que van a ser los jurados quienes decidirán…

—En mi vida he tenido un arma en la mano…

—Es mentira —intervino Manuel—. En Bandol la vi disparar contra las gaviotas…

—¿Con pistola?

—Con la de su marido.

—¿Y daba en el blanco?

—Derribó a varias delante de mí…

—Justin…

—Dígame, señor comisario…

—¿Cuándo y dónde te habló Manuel de la llamada?

—La noche del asesinato, en la calle Pigalle… Venía de llevar a Blanche al Canari… Voy todos los días.

—¿Y te dijo que llamaras a medianoche?

—Sí.

—¡Ya ve! —exclamó Lina—. Yo ni siquiera sabría dónde encontrar a La Pulga, y Manuel se cuidó mucho de no decirme nada de la llamada…

Maigret tenía sed. Habría dado algo por que le subieran una cerveza, pero habría tenido que pedir para todos.

Había obtenido un resultado importante, el más importante. Los dos amantes, enfrentándose entre sí, no negaban el asesinato de Maurice en el piso de la plaza La Bruyère.

En cuanto a la culpabilidad, Maigret no le daba demasiada importancia al hecho de que recayera en él o en ella.

No era sólo el disparo de pistola lo que contaba, sino lo que había pasado antes, es decir, la preparación.

Se volvió hacia Manuel, que fumaba un cigarrillo con expresión desafiante.

—¿Por qué, dado que había organizado lo del drama pasional, llamó a su hermano para que le ayudara a llevar el cadáver a la Avenida Junot?

—Ésa es precisamente la prueba de que no fui yo quien disparó. Si lo hubiera hecho, lo habría admitido, pues se trataría de un caso de legítima defensa… Pero desde el momento en que fue Lina quien disparó, era más difícil hacerlo creer. Le dije que se fuera a su casa, y le prometí hacer lo necesario…

Maigret iba mirando sucesivamente a los dos amantes. Eran tan capaces de mentir el uno como la otra. Mori era un cínico. ¿No habría en Lina más sinceridad que en él?

Una voz chillona vino del sitio donde estaba La Pulga.

—¡Es él! —dijo.

—¿Lo viste?

—Lo oí.

—¿Dónde estabas?

—Seguí al señor Maurice hasta el tercero. Estaba escondido en el rellano. Oí la voz de la mujer que gritaba:

»—¡Tira de una vez!… ¿No ves que va a matarme?…

»Aún no había dicho ella la última palabra, cuando oí una detonación… Bajé a toda prisa…

Hubo un silencio. La Pulga tenía ahora una extraña sonrisa en la boca inmensa.

Manuel fue el primero en reaccionar.

—¡Miente! Maurice no iba a disparar contra ella…

Maigret se levantó, los miró con expresión dura.

—¿Nadie tiene algo más que decir?

—No —gruñó Manuel.

—Repito que está mintiendo… —dijo Lina.

—¡Janvier! Ponles las esposas a los tres…

—Pero yo no hice nada… —protestó Jo, el menor de los Mori.

—Ayudó a su hermano a trasladar el cadáver…

—Eso no es un crimen…

—Es complicidad… Ponles las esposas…

—¿También a mí? —gritó Lina, a punto de ser víctima de un ataque de nervios.

—También…

—Ayuda a Janvier a llevarlos al calabozo…

Estaba cansado. Tenía ganas de pensar en otra cosa. Se puso el sombrero y bajó la escalera.

Empezaban a caer goterones de agua que formaban discos negros en la acera.

Llegó a la plaza Dauphine, donde dos colegas tomaban un pastis. Se sintió tentado y al fin cedió.

—El mayor vaso de vino que tenga… —dijo al dueño.