Cuando Maigret volvió al Quai, eran ya más de las tres, y la primera persona a quien vio fue al eterno inspector Louis en un banco del pasillo con el sombrero negro en las rodillas.
El comisario lo hizo entrar en su despacho, y Louis se sentó una vez más al borde de una silla.
—Creo que ha habido suerte, señor comisario…
Tenía la voz mate de los tímidos y raramente miraba cara a cara a su interlocutor.
—Cuando le dejé esta mañana, di una vuelta por bares y cafés, en lo alto de Montmartre y en los alrededores del Tertre… Sé que es una manía… Llegué a los Tres Toneles, una taberna de parroquianos fijos, en la calle Gabrielle… me quedé un rato en el mostrador, como siempre, y tomé mi Vichy habitual.
Maigret sabía que de nada servía darle prisa. El inspector hablaba a su ritmo, con la preocupación por la exactitud que era la nota dominante de su carácter.
—En un rincón, bajo un reloj de propaganda, había cuatro hombres jugando a cartas… Eran ya de cierta edad, y sin duda llevaban años jugando su partida siempre a la misma hora y en el mismo sitio…
»Me quedé de piedra cuando oí:
»—Te toca a ti, guardia…
»El hombre a quien hablaba debía de tener de setenta a setenta y cinco años, pero aún se conserva bien.
»Tres veces en diez minutos se dirigieron a él, y siempre le llamaron guardia.
»—¿Es policía? —le pregunté al dueño a media voz.
»—Lo fue durante cuarenta años… Era un guardia de aquellos de antes, una figura popular en el barrio. Para los muchachos era como un padre…
»—¿Hace mucho que se jubiló?
»—Al menos diez años. Viene todas las tardes a jugar una partida… Vive solo, ahora que se le casó un hijo… Vive en Meaux… Su hija es enfermera en el hospital Bichat, y tiene otro hijo que se dedica a no sé qué, nada bueno, creo…
»—¿Vive cerca?
»—No lejos… en la calle Tholozé… Justo delante del único baile de la calle… Hace cinco años se murió su mujer. Él mismo se hace ahora la comida y arregla la casa… Hay aquí muchos de estos viejos que viven de una pensión modesta…
Maigret conocía bastante Montmartre para saber que es una ciudad aparte dentro de la ciudad. Algunos de sus habitantes no bajan nunca más allá de la plaza Clichy.
—¿Ha logrado su dirección exacta?
—Me fui de la taberna, para no llamar la atención. El hombre salió media hora después y se detuvo en una carnicería para comprar dos costillas…
»Lo seguí hasta la calle Tholozé, de muy lejos, pues debe de estar habituado a estos trucos. Entró en una casa de tres pisos enfrente del Tam-Tam, un baile. Telefoneé a la comisaría del XVIII para pedir un inspector que me ayudara durante una hora o dos… Vino uno, joven, que está vigilando la casa…
Se calló. A su manera, lo había dicho ya todo.
—¿Has oído, Janvier?
Éste había entrado en el despacho al mismo tiempo que el comisario.
—¿Vamos?
—Desde luego.
—¿Nos llevamos algunos hombres?
—No vale la pena. Hay que actuar con la mayor discreción posible…
Tomaron uno de los pequeños coches negros estacionados en el patio de la Policía Judicial.
—¿Es de sentido único la calle Tholozé?
—Tiene que serlo, pues termina al fondo con unas escaleras…
Vieron de lejos al joven agente, que se mantenía a una cierta distancia de la casa.
—Entraré solo —dijo Maigret—. No hay que ahuyentarlo.
Se dirigió al portero y le mostró la placa de la policía.
—¿Está el Guardia en su casa?
—¿El señor Colson? Todo el mundo sigue llamándole el Guardia… Volvió hará unas dos horas… Ahora es posible que esté durmiendo la siesta…
—¿En qué piso?
—Segundo izquierda…
No había ascensor, desde luego. La casa era vieja, como todas las de la calle, y en la escalera reinaba un espeso olor a cocina.
No había timbre, y Maigret llamó con los nudillos.
—¡Entre! —dijo una voz grave.
El piso era pequeño, lleno de muebles que habían sido los de todo un matrimonio. En el dormitorio, a la derecha, había dos camas, una de las cuales había servido sin duda sucesivamente para los chicos.
Todo estaba allí por duplicado o triplicado. No había frigorífico, pero sí una alambrera-despensa colgando del exterior de la ventana.
—¡No es posible! ¡El comisario Maigret en mi casa!… Entre, por favor… Aquí hay uno que se va a poner muy contento cuando le vea…
Hizo entrar al comisario en una habitación pequeña que servía a la vez de comedor y de salón. Un hombre que no medía más de metro y medio y que parecía un chiquillo con la cara accidentalmente arrugada, miró con angustia al visitante.
—¿Lo han detenido? —preguntó ante todo.
—No. Aún no, pero puedes estar tranquilo, no corres ningún peligro…
Intervino el guardia Colson.
—Le he repetido diez veces que debía llamarle y decirle dónde estaba… Llegó aquí temblando… Está aterrorizado por los hermanos Mori… ¿Se llaman así?… En mi tiempo no los conocíamos…
—Apenas tendrán treinta años…
—Yo miro la televisión, por la noche, pero no leo los periódicos… Justin se ha acordado de mí… Lo conocí cuando andaba por el barrio con unas viejas alpargatas por todo calzado…
—¿Qué van a hacer de mí?
La Pulga no lograba ahuyentar el miedo, y se le notaba tenso.
—Vamos a ir los dos al Quai des Orfèvres. En mi despacho podremos hablar largo y tendido. Es probable que luego sean detenidos los hermanos Mori…
—¿Cómo ha dado conmigo?
—El inspector Louis encontró tu rastro…
—¡Los otros podrían haberlo hecho también!…
—Le agradezco la hospitalidad que ha brindado a Justin, señor Colson, y espero que las costillas estén buenas…
—¿Cómo sabe…?
—Siempre el inspector Louis… ¡Y que le vaya bien la partida mañana!
Se volvió hacia el pequeñajo, que aún no se había recuperado del todo…
—¡Ven, tú!…
El jubilado los acompañó hasta la puerta y se los quedó mirando, no sin cierta melancolía, mientras bajaban la escalera.
—Sube al coche…
La Pulga se encontró sentado en el asiento de detrás, junto con el inspector Louis.
—¡Y yo que me creía tan bien escondido!… —suspiró Justin dirigiéndose a éste.
—Encontré tu pista por casualidad…
Se mantenía lo más lejos posible de la puerta, por temor a que le vieran desde fuera.
Subieron juntos las escaleras de la P. J., que La Pulga miraba con temeroso respeto. Maigret dudó sobre lo que iba a hacer: que entraran los tres en su despacho, o bien interrogar a solas a Justin Crotton.
Y se decidió por lo último.
—Los veré luego —dijo dirigiéndose a Janvier y a Louis—. Y tú, entra…
Había estado a punto de decir, «tú, pequeño», pero se contuvo a tiempo.
—Siéntate… ¿Fumas?
—Sí.
—¿Tienes cigarrillos?
—Me quedan dos…
—Coge ese paquete…
Maigret tenía siempre dos o tres en el cajón para sus eventuales interlocutores.
—¿Qué es lo que…?
—Un momento.
Había una nota sobre la mesa.
«Del laboratorio. Dicen que les llame.»
Hizo que le pusieran en comunicación con Moers.
—¿Algo nuevo?
—Sí. El laboratorio ha trabajado a fondo. El experto en tejidos ha ido a ver al vendedor de alfombras más importantes de París… Sus primeras impresiones han sido confirmadas… Las hilachas de seda proceden de una alfombra china antigua… Del siglo XVI o del XVII… Aparte de las que haya en los museos, en Francia no habrá más de tres o cuatro…
»El comerciante no sabe quién posee alfombras de éstas… Va a informarse… Y otra cosa más importante… Se han encontrado huellas mínimas de sangre en la moqueta, en el lugar donde estaba la alfombra… Es sangre muy diluida en agua… Han debido de lavar y relavar la mancha con un cepillo de grama. Se encontraron también rastros…
—¿Es posible determinar el grupo de la sangre?
—Ya lo hemos hecho. Es AB.
—Desgraciadamente, a nadie se le ocurrió examinar la sangre de Marcia antes de que fuera demasiado tarde… A menos que el forense…
—Sí. Quizá se le haya ocurrido hacerlo… ¿Ha recibido su informe?
—No dice nada…
La Pulga miraba al comisario como si no pudiera imaginar lo que le esperaba. Pero ¿por qué no conseguía mostrarse más tranquilo? ¿De qué tenía miedo aún?
Maigret fue a abrir la puerta.
—Janvier, localízame al forense lo antes posible… Pregúntale de mi parte si se le ocurrió analizar la sangre de Marcia. Si no lo hizo, pregúntale qué ha sido de la ropa del muerto.
Una veintena de inspectores estaban pasando sus informes a máquina.
Entre ellos estaba Louis, muy rígido en su silla, con el sombrero en las rodillas.
Vuelto al despacho, el comisario se dirigió a La Pulga otra vez.
—Vamos a ver… ¿Qué hora es?… Las cuatro… Aún es posible que encontremos a tu chica en casa…
Y, en efecto, se oyó al otro extremo del hilo la voz de Blanche Pigoud.
—¿Eres tú, Justin?
—No… soy el comisario Maigret…
—¿Tiene noticias?
—Está en mi despacho.
—¿Fue él mismo?
—No… Tuvimos que ir a buscarle…
—¿Dónde estaba?
—En Montmartre, como esperábamos.
—¿Ha detenido ya a los…?
—¿A los hermanos Mori?… No… Cada cosa a su tiempo… Se pone Justin…
—¿Blanche?… ¿Eres tú?
Estaba torpe, impresionado.
—No sé… Hace sólo un cuarto de hora que estoy aquí y aún no me han preguntado nada… Estoy bien… Sí. No sé cuándo volveré… Hasta la vista, Blanche…
—No tardará mucho —dijo Maigret cogiendo el auricular que La Pulga le tendía—. De todas formas, puede estar tranquila…
Después de colgar, volvió a encender la pipa lentamente mientras miraba a Justin Crotton con atención. No se explicaba el nerviosismo que le dominaba aún.
—¿Tiemblas siempre así?
—No.
—¿Y de qué tienes miedo ahora, aquí, en mi despacho? ¿De mí?
—Quizá.
—¿Por qué?
—Porque me impresiona… Todo lo de la policía me impresiona…
—Y sin embargo fuiste a buscar refugio a casa de un antiguo agente…
—Para mí, el señor Colson no es un verdadero guardia… Lo conocí cuando tenía apenas dieciséis años y gracias a él nunca me agarraron por andar vagabundeando.
—Mientras que yo…
—Usted es tan importante…
—¿Cómo supiste que Lina era la amante de Manuel?
—Todo el mundo lo sabía en el barrio…
—¿Y Maurice tardó tres años en enterarse?
—Por lo visto.
—¿Estás seguro?
—El más interesado es siempre el último en saberlo, ¿no? El señor Maurice era un hombre muy rico, lleno de influencias. Nadie, digo yo, se habría atrevido a ir a decirle en sus narices:
»—Su mujer le engaña a usted con un buen amigo suyo…
—¿Marcia y los Mori eran buenos amigos?
—Sí, desde hacía algunos años.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los Mori iban a menudo a La Sardina, y el señor Maurice se sentaba a su mesa. A veces se quedaban después del cierre…
—¿Iban también a la calle Ballu?
—Les he visto entrar varias veces…
—¿Cuando Marcia estaba en casa?
—Sí.
—¿Y cómo sabes tú todo eso?
—Porque ando siempre de aquí para allá… Tengo el oído fino… Escucho lo que dicen… De mí no desconfía nadie…
—¿Has estado a menudo en La Sardina?
—En el bar, sí. Freddy es casi un amigo.
—No creo que lo sea ahora…
—El día del asesinato estaba en la calle Fontaine cuando el señor Maurice salió precipitadamente, a una hora que no era la habitual en él…
—¿A qué hora?
—Poco después de las doce… No tomó el auto, y se dirigió a paso rápido hacia la plaza La Bruyère…
—¿Sabías que su mujer estaba en el piso de Manuel?
—Sí.
—¿Cómo sabías que estaba allí precisamente aquella noche?
—Porque la había seguido…
—Es decir, que tu manía es seguir a la gente, ¿no?
—Me hubiera gustado ser policía… No pude, por la talla… Quizá también porque no tengo cultura…
—Bien… sigues a Maurice… Éste entra en casa de Manuel… ¿Había luz en las ventanas?
—Sí…
—¿Cuánto tiempo hacía que estaba Lina allí?
—Menos de una hora.
—¿No entraste en la casa?
—No.
—¿Adivinaste lo que iba a ocurrir?
—Sí… Salvo que no sabía cuál de los dos iba a ser el muerto…
—¿Oíste el disparo?
—No… Los otros inquilinos tampoco, o creyeron quizá que era el tubo de escape de un coche…
—Sigue…
—Al cabo de un cuarto de hora poco más o menos, la señora Marcia salió de la casa y volvió a su piso a toda prisa…
—¿La seguiste?
—No. Preferí quedarme allí…
—¿Qué pasó luego?
—Llegó un coche en tromba y estuvo a punto de aplastarme. Era el otro Mori, Jo… Su hermano debió de llamarle diciéndole que viniera a toda prisa.
Maigret seguía el relato con un interés creciente. Hasta el momento no había ningún fallo, pero sentía un malestar bastante vago.
—¿Y luego?
—Los dos hombres salieron llevando una alfombra enrollada y con algo pesado dentro…
—¿El cuerpo de Marcia?
—Casi seguro. Metieron el paquete en el auto y arrancaron hacia la plaza Constantin-Pecqueur. Yo no tenía auto y no podía seguirles.
—¿Y qué hiciste?
—Me quedé allí, esperando.
—¿Tardaron mucho en volver?
—Una media hora.
—¿Traían la alfombra?
—No. No volví a verla. Subieron los dos al piso y Jo volvió a salir una hora después…
Todo encajaba. Los dos hombres habían llevado el cadáver a la parte más oscura de la Avenida Junot. En cuanto a la alfombra, había posibilidades de que la hubiesen lanzado al Sena.
De vuelta a la plaza La Bruyère, habían borrado con cuidado las huellas de lo que había ocurrido.
—¿Qué hiciste al día siguiente?
—Esperé un día, antes de llamar al inspector Louis.
—¿Por qué a él, y no al comisario o a la Policía Judicial, por ejemplo?
—Porque esto me impresiona…
Y estaba realmente impresionado.
—¿No era la primera vez que le telefoneabas?
—No. Desde hace tiempo vengo dándole informaciones… Le conozco de vista… Frecuentamos más o menos los mismos sitios… Él está siempre solo…
—¿Por qué te ocultaste?
—Porque me di cuenta de que los hermanos Mori iban a pensar en mí…
Maigret frunció las cejas. Era la parte menos convincente de la declaración.
—¿Y por qué iban a pensar en ti? ¿Has estado en relación con ellos?
—No… Pero me han visto en los bares… Saben que ando siempre por todos los rincones de Montmartre y que estoy bien informado…
—No —dijo de súbito Maigret.
La Pulga le miró desconcertado, luego con temor.
—¿Qué quiere decir?
—Se necesitaría algo más para que tomaran la decisión de acabar contigo…
—Le juro…
—¿Nunca les hablaste?
—Nunca… Pregúnteselo y verá…
Mentía, y Maigret se daba cuenta, aunque no tenía pruebas.
—Pues bien, vamos a detenerlos. Mientras tanto, ven conmigo al despacho de al lado.
* * *
—Quédate tranquilamente aquí y espérame… Quizá alguno de los inspectores tenga un diario y te lo deje…
—No me gusta leer…
—Bueno… No te preocupes…
Maigret hizo una señal a Janvier y éste le siguió a su despacho.
—¿Has ido al Instituto Médico-Legal?
—Hablé personalmente con el doctor Bourdet por teléfono… Los vestidos y la ropa interior están allá… La sangre es del grupo AB…
—Como la de la alfombra…
—Pero por lo visto es la más frecuente…
—Voy a ver al juez de instrucción y luego os necesitaré a Lucas y a ti… También a Lapointe…
Maigret pasó por el amplio pasillo de los jueces de instrucción. Los bancos estaban casi todos ocupados por gente que esperaba su turno para comparecer. Algunos, entre dos policías, llevaban puestas las esposas. Otros estaban en libertad condicional o eran testigos y no tenían la mirada tan fija.
Maigret llamó a la puerta del juez Bouteille, entró, encontró al magistrado dictando al escribano.
—Perdón…
—Siéntese. Es sólo papeleo administrativo. No se acaba nunca… ¿Ha utilizado los mandatos?
—Sólo el de registro… Una alfombra antigua ha desaparecido del dormitorio de los hermanos Mori… La moqueta que quedó al descubierto tenía algunas manchas de sangre… Sangre AB… La ropa de Marcia, examinada por el doctor Bourdet, tiene también en el lugar de la herida manchas de sangre del mismo tipo…
—No es una prueba definitiva. Comprende, ¿no?
—Es un indicio… Hay otro. Desde el día del entierro, Manuel Mori duerme en el piso de la calle Ballu, y los dos hermanos han tomado prácticamente posesión de La Sardina…
—¿Han encontrado a ese pequeñajo?… ¿Cómo se llama?
—Le llaman La Pulga… Está abajo, bien guardado… Confirma que a medianoche vio entrar a Marcia en la casa de la plaza La Bruyère, donde vive Manuel Mori… Un cuarto de hora después salió Lina Marcia y se dirigió rápidamente a su casa… Luego, llegó el Mori menor, como llamado por teléfono para que sirviera de ayuda…
»Media hora más tarde los dos hermanos bajaron con un fardo pesado que dejaron en el coche…
»La Pulga no pudo seguirlos hasta la Avenida Junot, porque no tiene coche. El cuerpo estaba envuelto en una alfombra multicolor…
—¿Piensa detenerlos?
—Esta tarde… Quisiera, sin embargo, otro mandato. Éste a nombre de la señora Lina Marcia…
—¿Cree que ella…?
—Desde luego, es cómplice… Y sospecho que le dio el arma al amante… Me pregunto incluso si no dispararía ella…
El magistrado se volvió hacia el escribano.
—Ya ha oído… Haga la orden… Tengo la impresión de que van a ser difíciles…
—También yo… Y sería imprudente llevarlos al tribunal sin pruebas firmes. Se van a pagar los mejores abogados de París y todos los testigos falsos que necesiten…
Poco después, Maigret volvía a su despacho e hizo un gesto que era poco frecuente en él: sacó la pistola del cajón y se la guardó en el bolsillo.
Luego llamó a Janvier, Lapointe y Lucas.
—Entrad, hijos míos… Esta vez nos jugamos el todo por el todo… Tú, Janvier, vienes conmigo… Coge la pistola; con esta gente hay que preverlo todo…
»Vosotros dos también… —dijo a Lucas y a Lapointe—. Iréis a la calle de El Cairo… Posiblemente encontraréis allí al Mori pequeño… Si no, buscadlo en su domicilio, en el Hôtel des Îles, en la Avenida Trudaine…
»En fin, si tampoco está allí, buscadlo en La Sardina… Aquí está la orden de detención a su nombre… Llevaros también un par de esposas… Tú también, Janvier…
Se separaron en el patio y los dos automóviles se dirigieron a su destino.
—¿A dónde vamos?
—Primero a casa de Manuel…
El portero les dijo que probablemente no estaba, pero que la mujer de la limpieza sí estaba arriba. Subieron. La asistenta era de una delgadez espantosa y cabía preguntarse cómo se las arreglaban aquellas piernas para sostenerla. Tendría unos sesenta años, y debía de estar enferma. La expresión de su rostro era amarga, agresiva.
—¿Qué es lo que quieren?
—¿El señor Manuel Mori?
—No está.
—¿A qué hora salió?
—No sé nada.
—No durmió aquí, ¿verdad?
—Eso no les importa.
—Policía.
—Policía o no policía, no les importa si un hombre duerme o no en su cama.
—¿Se ha dado cuenta de que ha desaparecido la alfombra del dormitorio?
—¿Y qué? Si ha hecho un agujero con una colilla y la ha mandado a zurcir, es cosa suya…
—¿Es amable el señor Mori con usted?
—Como las rejas de una cárcel…
Estaban hechos para entenderse.
—Bueno, así que por lo visto no se van, ¿eh? Pues yo voy a seguir pasando el aspirador. No tengo tiempo que perder…
Minutos después los dos hombres se detenían ante el domicilio del difunto Marcia.
—¿Está arriba la señora Marcia? —preguntó Maigret a la portera.
—Creo que no ha salido… Pero siempre es posible que lo haya hecho por la puerta del jardín, que está abierta…
—¿Día y noche?
—Sí.
—¿Entonces, usted no sabe quién entra y quién sale?
—Los inquilinos no utilizan prácticamente esta puerta.
—Tengo la impresión de que la señora Marcia no pasó la noche sola en casa, ¿verdad?
—También yo tengo esa impresión…
—¿Vio salir un hombre esta mañana?
—No… Y debe de estar aún arriba… Según la criada, es posible que se convierta en inquilino…
—¿A quién tenía más simpatía la criada?
—Más bien al señor Maurice…
—Gracias…
Maigret y Janvier subieron al primer piso. Maigret llamó a la puerta y pasaron varios minutos antes de que respondieran.
—La señora Marcia, por favor…
—No sé si podrá recibirlos… Entren…
Los pasó al gran salón, que había recobrado su aspecto habitual.
—Tendremos que volver aquí con los expertos en muebles antiguos —murmuró Maigret mientras esperaban.
En lugar de Lina, apareció Manuel Mori en el marco de la puerta.
—¿Otra vez?
—Había preguntado por Lina Marcia…
—No le da la gana de recibirles. Y yo no voy a permitir que le den la lata…
—Y yo, pese a todo, voy a darles la lata a los dos. En nombre de la ley, le detengo…
—Ah, ¿sí? La famosa orden de detención…
—Esta vez traigo otra, a nombre de Lina Marcia, Polin de soltera…
—¡No se habrá atrevido!…
—Me he atrevido. Y le aconsejo que no ponga el menor obstáculo… Podría costarle muy caro…
Pareció que Manuel iba a llevarse la mano al bolsillo, donde se adivinaba la forma de una pistola. Maigret se limitó a decir suavemente:
—Abajo las manitas, mozo…
El amante de Lina estaba pálido.
—Mejor será que no le pierdas de vista, Janvier…
Buscó un timbre, y lo encontró cerca de la chimenea monumental. Lo pulsó. Instantes después aparecía la criada, desconcertada, en el umbral de la puerta del salón.
—Llame a la señora Marcia… Dígale que traiga vestidos, ropa interior y las cosas de tocador para unos días…
Lina llegó momentos después con las manos vacías.
—¿Qué es esto? ¿Qué…?
Se detuvo al ver a Janvier con la pistola en la mano.
—Traigo aquí una orden de detención a su nombre… Vengo a detenerlos a los dos…
—¡Pero yo no hice nada!…
—Por lo menos, asistió al asesinato, e intentó encubrir la responsabilidad del culpable… Eso se llama complicidad…
—Si cada vez que una mujer tiene un amante corre peligro de…
—No todas las amantes encubren al asesino de su marido… Vaya a buscar sus ropas… Un momento… Deme su arma, Manuel…
Éste vaciló. Su rostro adoptó una dura expresión y Maigret, que esperaba cualquier reacción, le miró fijamente a los ojos.
Acabó por entregarle el arma.
—¡Quédate con él, Janvier…! No me gusta dejar sola a la mujer… No estaría seguro de encontrarla luego…
—Pero voy a cambiarme…
—No será usted la primera mujer a quien veo desnudarse… ¿Qué llevaba cuando bailaba en Tabarin?…
La atmósfera era densa y aún se notaba la amenaza en el aire. Maigret siguió a Lina hasta el fondo del vestíbulo, y entró en una habitación gris perla y amarillo amueblada en estilo Luis XIV. La cama estaba deshecha. En una mesita había una botella de whisky y dos vasos mediados.
La creía capaz de todo, incluso de agarrar la botella y rompérsela en la cabeza…
Llenó uno de los vasos y puso la botella lejos de su alcance.
—¿Usted no quiere?
—No. Arréglese…
—¿Cuánto tiempo cree usted que vamos a estar ausentes? ¿Es decir, que voy a estar ausente yo?
—Depende.
—¿De quién?
—De usted y del juez de instrucción…
—¿Qué es lo que ha hecho que decida detenernos cuando aún ayer no se atrevía a hacerlo?
—Digamos que, desde ayer, hemos hecho importantes descubrimientos…
—Pero no habrá encontrado el arma con que mataron a mi marido…
—Sabe usted muy bien que esta arma está en el Sena, con la alfombra empapada en sangre…
—¿A qué prisión nos lleva?
—En primer lugar a los calabozos del sótano del Palacio de Justicia…
—¿No es allí adonde llevan a las prostitutas?
—Normalmente, sí…
—¡Y se atreve!…
Maigret indicó la cama.
—No ha dejado siquiera tiempo de que se enfriara…
—Es usted un tipejo repugnante…
—De momento, sí. Dese prisa, por favor…
Expresamente, como en un gesto de desafío, la mujer se desnudó.
—Voy a ducharme… No debe de haber duchas allá adonde me llevan…
Tenía un cuerpo bello y flexible de bailarina, pero el comisario ni se inmutó.
—Le doy cinco minutos…
Y se colocó en la puerta del cuarto de baño, que tenía otra salida.
Tardó casi un cuarto de hora en estar lista. Se puso el mismo traje sastre de color negro que llevaba el día anterior, el mismo sombrero blanco. Metió un poco de ropa en un maletín y, con la ropa, objetos de tocador.
—Le sigo porque no tengo más remedio, pero espero que esto le cueste caro…
En el salón encontraron a los dos hombres. Por la mirada sorprendida de Manuel, se notaba que se preguntaba por qué su amante les había hecho esperar tanto. ¿Sabía, también él, que era capaz de todo?
—Las esposas, Janvier…
—¿Van a ponerme las esposas? —preguntó Manuel, pálido, con la mano cerrada y dispuesta a alzarse.
Era mucho más fuerte que Janvier, pero una mirada fija de Maigret le hizo bajar el puño y las esposas se cerraron con un chasquido.
—Espero que no se las pondrá a ella…
—Sólo si es necesario…
La criada fue a abrirles la puerta con una extraña sonrisa en los labios.
—Bajen…
Hizo entrar a Mori en la parte de atrás del coche, donde se instaló él también, mientras la mujer se sentaba delante, con Janvier. No intentaron evadirse, lo que por otra parte tampoco hubieran conseguido.
—¿Y mi hermano?
—Debe de estar ya en la P. J. A menos que no hayan podido dar con él…
—¿Han mandado a su gente a la calle de El Cairo?
—Sí.
—Debía de estar allí… Mi hermano no tiene nada que ver con esto… Ni siquiera lo vi aquella noche…
—Miente.
—Tendrá que probarlo.
El coche penetró en el patio, y los cuatro hombres subieron la escalera.
—A mi despacho, Janvier…
La ventana había quedado abierta. La tempestad, ahora, parecía próxima, y se habría jurado que llovía ya en Montparnasse.
—Siéntense los dos… Tú, Janvier, mira si han vuelto Lucas y Lapointe…
El inspector volvió instantes después.
—Está ahí al lado, bien guardado…
—Que entre…
Jo estaba tan furioso como su hermano.
—Voy a presentar una demanda…
—Bien. Y dígaselo todo al juez de instrucción…
—¿Cuánto tiempo van a tenernos encerrados?
—Eso dependerá del jurado. Uno de ustedes corre el riesgo de pasarse veinte años o más en la cárcel… Y usted, por su parte, no va a salir hasta dentro de unos años…
—No he hecho nada…
—Sé que no fue usted quien disparó, pero sé también que cuando su hermano le llamó a medianoche, usted le ayudó a bajar el cuerpo de Marcia, lo metieron en su coche y lo dejaron en la Avenida Junot…
—Es falso…
—¡Janvier!… Haz entrar a ése que está esperando…
—Es él…
—Exactamente él… Entra, Justin… Siéntate…
Janvier se quedó de pie, como vigilándolos, mientras Lapointe, en un extremo del despacho, tomaba el interrogatorio en taquigrafía.
—¿Y esto es lo que llaman un testigo? —gruñó Manuel más desdeñoso que nunca—. Por cien francos puede comprársele y dirá lo que uno quiera…
Maigret fingió no haber oído y se volvió hacia Lina.
—¿Quiere decirme, señora, si la noche del lunes al martes estaba usted en un piso de la plaza La Bruyère, alquilado por Manuel Mori, aquí presente?
—Eso no le importa.
—¿Debo deducir de su actitud que no está dispuesta a contestar a mis preguntas?
—Dependerá de las preguntas…
Su amante la miraba con la frente fruncida.
—¿Admite que ha sido la amante de este hombre?
—Soy la amante de quien me place, y, que yo sepa, no hay ningún artículo del código que me lo prohíba…
—¿Dónde pasó usted la noche pasada?
—En mi casa.
—¿Con quién?
La misma respuesta.
—¿Sabía usted que su amante tenía un arma cargada en o sobre la mesita de noche?
Ninguna respuesta.
—Me permito insistir sobre esta cuestión, en su propio interés, porque es muy importante, para usted en particular.
»Cuando su marido llamó a la puerta, estaba usted acostada, desnuda, bajo las sábanas. Manuel se puso una bata para ir a abrir, pero no había cogido la pistola…
»Su marido sí tenía un arma en la mano… Se dirigió inmediatamente al dormitorio y tiró de las sábanas… No sé lo que le diría a usted… Luego se volvió hacia Manuel… Éste se acercó a la cama y luego, inmediatamente, tenía una pistola en la mano… Fue él el primero en disparar… Ésta es la primera versión… Durante la reconstrucción del crimen, que tendrá lugar próximamente, se verá si es cierta…
»Porque existe otra hipótesis, también plausible… Usted sabía dónde estaba el arma… Su marido estaba a punto de disparar contra su amante, y usted disparó primero… ¿Qué me dice?
—Digo que es una pura insensatez. En primer lugar sería preciso que yo estuviera allá. Luego…
Maigret, sin escucharla, se volvió hacia Manuel.
—¿Y usted? ¿Qué me dice?
El mayor de los Mori le miró con rostro sombrío y acabó por mover la cabeza negativamente.
—No digo nada.
—¿No protesta contra esta teoría?
—Repito que no digo nada.
—¿Es así como me ayudas? Bien, pequeño, no vamos a tardar mucho en…
—Yo he dicho que no decía nada…
—Habrías podido negar, ¿no?
—Hablaré quizá más tarde, ante el juez de instrucción, en presencia de mi abogado…
—Pues, mientras tanto, voy a ser yo quien tire de la manta. Escuche, comisario…
Avanzó, furiosa, hacia la mesa de Maigret, y empezó a hablar mientras gesticulaba aparatosamente. Ya no era la elegante Lina Marcia, sino una hembra desmelenada.