Un poco al margen de la multitud vio un rostro que conocía muy bien. Era Boutang, comisario de la Policía Judicial de Tolón.
—Es curioso —dijo éste al tiempo que le daba la mano—. Pensé en usted esta mañana, mientras me afeitaba. Tenía el presentimiento de que vendría…
Indicó a la multitud.
—¿Qué me dice de esto? Vaya redada, ¿eh? Aquí está la crema de los bribones de Tolón, y además los de Marsella, los de Cannes, los de Niza…
Alguien se acercaba y Boutang le dio la mano e hizo las presentaciones.
—Charmeroy, comisario de Bandol… Supongo, Charmeroy, que ha reconocido usted a Maigret…
—Es un honor…
Eran sólidos, fuertes los dos. Hombres que conocían su oficio y que no se impresionaban fácilmente.
—Nueve de cada diez de entre estos individuos viven al margen de la ley, y lo más curioso es que no tenemos pruebas contra ninguno de ellos…
—¿Recibía Marcia a mucha gente en Bandol durante el verano, cuando estaba aquí?
—Al contrario, a muy poca. Sólo a algunos íntimos, en particular a los hermanos Mori…
—¿Pasaban la noche en la casa de Marcia?
—Sí. Y como por casualidad estaban aquí siempre en la época de los grandes robos… Ya lo habrá leído en los diarios… Veraneantes que tienen grandes casas en la costa, que tienen también un yate y que en julio o en agosto se van a dar una vuelta por las islas griegas… A la vuelta quedan estupefactos al ver que se les han llevado los muebles y todos los objetos de valor…
—Como en el caso de los palacios…
—Poco más o menos… Yo sospeché de los Mori y también de ese a quien aquí todo el mundo llamaba señor Maurice… Hice vigilar la casa… Como por casualidad, cada vez que hubo un asalto, los Mori no habían salido de la villa, y se habían pasado hasta la madrugada jugando con Marcia… ¿Conoce a su mujer? Tiene clase. Se hubiera podido pensar que no encajaba en este ambiente…
Llegaba el cortejo. Detrás del coche fúnebre, Lina, sola en un coche. Luego otros coches con matrículas de la Costa Azul, grandes autos americanos, pero también, conducidos por los más jóvenes, autos deportivos.
Rodaban al paso, y la multitud los seguía como podía.
Hubo un momento de confusión. El conductor del coche fúnebre estuvo a punto de girar a la derecha al acercarse a la casa, pero el maestro de ceremonias corrió a darle órdenes.
Los grupos se mezclaban. Parecía como si todo el mundo se conociera. Apretones de manos. Algunos cuchicheaban.
La señora Marcia bajó del coche y se dirigió hacia la casa. Se había cambiado el vestido de la mañana. Ahora llevaba un traje sastre negro, de tejido ligero, así como un sombrero de seda blanca. Los guantes eran blancos también.
¿Qué había ido a hacer sola a la casa? Maigret no encontraba ninguna respuesta aceptable. Boutang y el comisario local tampoco.
Estuvo ausente sólo diez minutos. Luego volvió a subir al coche. El cortejo dio media vuelta y siguió por la calle de Les Écoles, luego por la Avenida 11 de Noviembre, hasta la misma entrada del cementerio.
Reinó de nuevo la confusión cuando muchos echaron a correr entre las tumbas para buscar los mejores sitios junto a la sepultura abierta.
Un sacerdote se acercó y saludó a Lina.
La mujer no lloraba, como tampoco había llorado por la mañana en la iglesia de Notre-Dame-de-Lorette. El pesado ataúd fue descendido. El sacerdote recitó algunas oraciones a media voz y empezaron a colocar las flores que esperaban dispuestas sobre las tumbas próximas.
—Aquí están los hampones más notables del país… También hay algunos cachorrillos, muy satisfechos de codearse con los peces gordos. ¿Qué piensa de esto, comisario?
—Nada por ahora.
—¿Dónde se aloja?
—En el Hôtel des Tamaris…
—Está muy bien, y los amos son gente agradable…
Lina había partido ya en su coche hacia la villa. Maigret, entre la multitud, no había visto a Manuel Mori ni a su hermano.
—Creo que voy a visitar a alguien…
—¿Tiene la impresión de que ella estaba al corriente?
—No es una impresión. Es una certeza. Desgraciadamente, no tengo pruebas…
—Suerte… Y si me necesita ya sabe dónde podrá encontrarme, y también a Charmeroy…
La multitud iba dispersándose y se dirigía hacia el centro de la ciudad a refrescarse en los bares.
Sólo algunos automóviles, los de la gente importante, se habían dirigido hacia Tolón o Marsella.
Maigret se encontró solo ante la villa blanca. No era de dimensiones extraordinarias. Era una casa hermosa, desde luego, pero lo único impresionante que había en ella era la enorme piscina rodeada de tumbonas. En el jardín crecían algunas palmeras, muchos cactus y plantas más o menos tropicales que Maigret no conocía.
Subió la escalinata de tres peldaños, pulsó el timbre y quedó sorprendido al ver que se abría la puerta inmediatamente y Lina aparecía ante él.
—Estaba segura de que no iba a perdérselo… Usted no es capaz siquiera de respetar el luto, ¿verdad?
—¿Y usted?
Entraron en un amplio vestíbulo de muros blancos cuyos muebles y adornos tenían tanta clase, aunque en otro estilo, como los del piso de la calle Ballu.
—Quisiera hablarle de la noche en que fue muerto su marido…
—Tengo la impresión de haberle respondido ya a eso…
—Pero como entonces no me dijo la verdad, tengo que volver a preguntárselo de nuevo.
Y Maigret se sentó en uno de los sillones de cuero crema.
—Usted se aprovecha de que no soy lo bastante fuerte como para darle con la puerta en las narices…
—No se atrevería a hacerlo… Aunque sólo fuera para no comprometer a su amante más de lo que está…
Se puso pálida, de rabia, y aplastó el cigarrillo en un cenicero.
—¿No tiene usted el menor sentimiento de humanidad?
—Al contrario… Tengo humanidad para dar y vender… Pero esto depende de mi interlocutor… Es evidente que usted se casó con Marcia por su dinero…
—Eso es cosa mía…
Se sentó al fin, cruzó las piernas, encendió otro cigarrillo que cogió de una cajita de oro que se encontraba sobre un velador.
—Estaban en la cama, Manuel y usted… Llamaron violentamente a la puerta y supongo que Mori se puso una bata mientras usted se acurrucaba entre las sábanas…
No se movió. Su rostro era la imagen misma de la impasibilidad. Se habría dicho incluso que sus ojos azul claro no reflejaban más que curiosidad.
—¿Y bien?
—Era su marido…
—¿Y qué cree que hizo él entonces? ¿Le dio la mano a Mori?
—Sacó la pistola del bolsillo…
—Como en el cine…
—Lo que me interesa es saber dónde estaba la pistola de Mori… En un mueble, seguro… Pero lo mismo podría ser en el dormitorio que en el salón…
—Habrá que probar primero que había un arma en el piso, ¿no?
Encendió su cigarrillo.
—Y que yo estaba allí… Y que llegó un visitante que era precisamente mi marido… Se ha metido en un zarzal, señor comisario…
Maigret iba a contestar, cuando ella dijo con voz apenas más fuerte:
—Entra, querido…
Se abrió la puerta de pronto y apareció Mori en pantalón corto y alpargatas, como si llegara de la playa.
—¡Vaya, comisario! Se viaja, ¿eh?
Miraba irónico a Maigret desde los pies a la cabeza. Se dirigió al bar y se sirvió un Tom Collins.
—¿Quieres uno, pequeña?
—La verdad es que tengo sed…
—¿Y usted, guardia?
—No.
—Como quiera… Es inútil que me exhiba aquí el papelito amarillo… Está lejos de su cazadero…
—Podría obtener sin ningún problema una autorización para llevármelos…
—Pero no lo hará.
—¿Por qué?
—Porque no tiene nada contra mí…
—¿Ni con el testimonio de La Pulga?
—¿Ha dado con él?
Había fruncido el entrecejo.
—La Pulga es, sin duda, el hombre que conoce mejor los distritos IX y XVIII. La gente le conoce también, y la mayoría están dispuestos a echarle una mano… Usted no lo va a encontrar, comisario, pero mis hombres sí… Pero usted no tendrá tampoco ninguna prueba… Ya ve que pongo las cartas sobre la mesa…
»Si tuviéramos testigos, afirmaría una vez más que no disparé, que nadie disparó en mi piso, y que Maurice no puso los pies en él aquella noche.
»Lina y yo podríamos repetir también que jamás ha habido nada entre nosotros, y yo le desafío a que pruebe lo contrario ante un tribunal…
No estaba representando una comedia. Mostraba un aplomo sorprendente, y Maigret se preguntaba con inquietud las razones de aquella seguridad. Parecía como si no temiera nada y la misma Lina estaba tan tranquila como si un tal Marcia no hubiera existido jamás.
El comisario pensó inmediatamente en La Pulga. ¿Le habrían atrapado ya los hombres de Mori, como él les llamaba? ¿Habrían logrado que dejara de ser peligroso y que se callase de una vez para siempre?
Maigret cargó la pipa, la encendió, se puso en pie y empezó a ir y venir por la sala.
—Desde luego, estoy fuera de mi circunscripción. No puedo, pues, utilizar los documentos que le enseñé en París…
—Exacto…
—Pero me bastaría una llamada telefónica para que apareciera aquí, dentro de media hora a más tardar, el comisario Boutang con una orden… Supongo que usted conoce a Boutang, ¿no?
—No es precisamente un amigo…
—Bien, pues elija usted… O me enseña la casa, o telefoneo a Tolón…
—Le ruego que recorra la casa… A condición de que no se lleve nada…
En el gran salón, el comisario hizo ya un descubrimiento. Uno de los muros estaba recubierto por una estantería de libros, como en París, lujosamente encuadernados.
Pero en las estanterías bajas había montones de revistas. No se trataba de semanarios como los que se encuentran en cualquier kiosco, y no encajaban en el carácter de Maurice Marcia. Maigret pronunciaba las palabras a media voz, asegurándose de que estas revistas habían sido, por lo menos, hojeadas:
—Palacios y castillos… Una lectura muy instructiva, ¿verdad?… La Vida en el Campo… Conocimiento del Arte…
Mori frunció las cejas y lanzó una ojeada a su amante.
—Son mías —dijo ella—. No me gusta jugar a cartas, y cuando los hombres organizan una partida, yo me siento en un rincón a leer…
La habitación contigua era un comedor antiguo, de estilo provenzal, y, a la izquierda, se veía un tocador, cada una de cuyas piezas, como en París, era digna de un museo.
—¿Es auténtico? —dijo Maigret indicando un Van Gogh.
Respondió la mujer.
—No soy experta, pero mi marido no solía comprar cuadros falsos…
La cocina era amplia, moderna, impecable.
—Pero ustedes recibían a muy poca gente…
—¿Cómo lo sabe?
—He tenido tiempo de informarme. Sé también que los hermanos Mori pasaban al menos un mes al año con ustedes…
—Eran los mejores amigos de mi marido…
—Que sin duda ignoraba sus relaciones con Manuel…
Éste ni parpadeaba, y seguía a Maigret sin decir palabra.
—Se engaña… Mi marido tenía sesenta y dos años y había gozado de la vida… En cierto sentido, estaba viejo… Posiblemente estaba enamorado de mí cuando se casó conmigo, hace cinco años, pero no tardamos en vivir como si fuéramos un hermano y una hermana…
—Siga mintiendo. Me es igual…
Subió por una escalera de mármol y abrió una puerta doble que daba a un amplio dormitorio que se prolongaba sobre una terraza sobre el mar.
—¿Su dormitorio?
Había camas gemelas, y, como siempre, muebles extraordinarios.
El cuarto de baño era más grande que el de la calle Ballu, enteramente recubierto de mármol amarillo pálido.
—¿Un cuarto de baño para los dos? No se entiende bien entonces esa historia suya del hermano y la hermana…
—Piense lo que quiera…
Había otros dos dormitorios en el piso, cada uno con su cuarto de baño.
—Para los hermanos Mori, supongo…
—Las habitaciones de los huéspedes…
—¿Hay muchos, fuera de ellos, que ocupen estas habitaciones?
—A veces…
Los cuadros eran casi todos antiguos, y Maigret no conocía a sus autores.
—¿Hay un desván?
—No. Las buhardillas donde duermen las criadas.
—¿Están aquí ahora?
—No. Me voy esta misma noche. Una asistenta basta para tener la casa cuidada…
—¿Y no coge siempre el mismo personal todos los años?
—A veces cambiamos.
—De modo que, por la noche, esta casa no está ocupada por nadie que pueda vigilarla.
Ella asintió con la cabeza. Maigret añadió, no sin ironía:
—¿Y no temen ustedes a esas bandas que asaltan las casas lujosas cuando están deshabitadas?
—No se atreverían a coger nada de la casa de mi marido.
—Ni de la suya, ahora que la ha heredado usted…
Cuando volvieron al salón, Maigret no se dirigió hacia la puerta, sino que se sentó de nuevo en el sillón que había ocupado antes.
La pareja cruzó una mirada.
—Me permito recordarle que tenemos nuestro avión esperando en Tolón.
—Su avión. El de los dos. Ha empleado usted el plural. ¿Quiere decir esto que Mori irá con usted?
—¿Por qué no?
—Como amigo, claro…
—Me parece que ya es hora de cambiar de disco. Somos amantes, sí, es verdad… No es ningún drama…
—Salvo cuando el marido recibe un balazo de calibre respetable en pleno pecho…
Se volvió hacia Mori.
—Por ahora no hemos terminado nuestra pequeña charla sobre el tema. Estábamos en el momento en que, habiéndose puesto a toda prisa la bata, usted se dirige a la puerta. Le abre, desde luego…
—¿Y bien?
—La continuación ha de dármela usted. Maurice Marcia no se quedó en el rellano…
—¿Acaso he dicho yo que fuera él?
—Pongamos que no lo ha negado. No se sentó en el salón para charlar con usted… Al contrario, lo atravesó para dirigirse al dormitorio…
»Le bastó levantar la sábana para encontrar a su mujer desnuda como un gusano…
—¡Qué delicadeza! —dijo Lina con ironía.
—En definitiva, desde que entró en la casa sabía lo que iba a encontrar. Lo sabía ya al salir de La Sardina…
—Lo sabía desde hacía tres años…
—No. No van a convencerme de que era un marido complaciente, y tampoco un impotente… Llevaba posiblemente la pistola en la mano… Usted, Mori, tenía otra en el bolsillo de la bata… ¿De dónde la cogió?
—No tenía ningún arma en el piso.
—¿Quién disparó, entonces? La pistola de Marcia no se usó. En cuanto al arma que lo mató, estará ahora quizá en el fondo del Sena…
—Debería hacerla buscar por sus buceadores…
Maigret seguía su idea sin desalentarse.
—Suponiendo que fuera usted a abrir la puerta sin ir armado, cosa posible…
—¡Al fin!
—No he acabado… Usted agarró una pistola al ver a Marcia dirigirse hacia el dormitorio… A menos que la pistola se encontrara en la mesilla de noche, en el cajón, y que un alma caritativa se la pasara a fin de que pudiera defenderse…
—Me gustaría ver el efecto de este relato ante el jurado, en el tribunal…
—Hay otra posibilidad…
—¿Cuál? Realmente, está excitando usted mi curiosidad…
—La de que no haya sido usted el que mató…
—Es decir, un nuevo personaje entra en escena haciendo de traidor…
—No… Mientras usted iba a abrir la puerta, Lina tuvo tiempo suficiente para apoderarse del arma que estaba en la mesita de noche… Y cuando Marcia le amenazó, ella…
—Ella habría disparado al techo. Jamás ha usado un arma en su vida…
—Volveremos a hablar de esto…
—En París, de acuerdo.
—Y esta vez en mi despacho.
—¿Por qué no?
—Corren el riesgo de salir esposados…
—No es elegante por su parte intentar impresionarme… ¿Y si de aquí a allá yo saliera de Francia?
—La Interpol no tardaría en dar con usted… Olvida que está fichado, y, además, resulta bastante fácil de localizar…
»Supongo que al cabo de cierto tiempo tienen la intención de casarse, ¿no?
—Cabe la posibilidad…
—Pues bien, vayan a coger su avión…
Manuel se echó a reír:
—¿Quiere que le hagamos un sitio?
Maigret le miró con la tranquilidad que no le había abandonado en toda la tarde. Se notaba que era la calma que precede a la tempestad.
* * *
Comió una bullabesa en un restaurante pequeño y limpio, solo en un rincón. No obtuvo la satisfacción que esperaba. Seguramente habría que atribuirlo a su estado de espíritu.
Había caído la noche. Las alamedas cara al mar estaban suavemente iluminadas y se oía el leve rumor de las olas.
Se sentó en un banco. El aire era suave. Se sentía perezoso. Estuvo a punto de hacer venir de París a su mujer y pasarse juntos ocho días de vacaciones en Bandol.
No tardó en irse a la cama y se durmió inmediatamente. Al día siguiente tuvo que levantarse muy temprano para tomar el avión de Marsella. Llegó a Orly a las diez y media.
Tomó un taxi y se hizo llevar primero a su casa. Su mujer no le acogía con grandes arrebatos de alegría, pero ésta se notaba en su expresión radiante.
—¿Muy cansado?
—Un poco.
—¿Quieres un café?
—Gracias. Tengo que ir al Quai.
—¿Aún con ese maldito caso?
—Ese maldito caso, como tú dices…
—Los diarios de ayer hablaron de ti. Por lo visto, andas haciéndote el misterioso. Dicen también que estás preocupado, incluso desalentado, y que escondes algo, sin embargo…
—¡Si supieran la verdad!… No sé si podré venir a comer… Depende de lo que me espere en el despacho… A propósito… Uno de estos días iremos los dos a Bandol…
Encontró el coche junto a la acera y poco después subía la escalera del Quai. En la mesa se amontonaban documentos administrativos, informes, algunas cartas. Fue a abrir la puerta del despacho de los inspectores y llamó a Janvier.
—¿Buen viaje, jefe?
—No malo… ¿Adivinas quién estaba en la casa antes incluso de que llegara la señora Marcia?
—Mori, claro…
—Exactamente. Es un caso de cinismo. Te aseguro que nos las va a hacer pasar negras…
—Tengo una buena noticia para usted… En fin, una buena noticia a medias… El inspector Louis telefoneó esta mañana… Estuvo a punto de dar con La Pulga. Falló por unas horas. Quiere hablar con usted y estará en su despacho toda la mañana para que pueda llamarle…
—Hazlo por mí… Dile que paso a verle…
Fue a ponerse ante la ventana abierta para recuperar «su» paisaje del Sena con tanta alegría como si lo hubiera abandonado durante semanas. Hacía un tiempo pesado. Se notaba la tormenta en el aire, pero no se desencadenaría antes de la noche.
—Le espera.
—¿Vienes conmigo? Esto nos permitirá charlar durante el camino.
Y, en efecto, de camino, puso a Janvier al corriente de lo que había ocurrido en Bandol. Se detuvieron un momento en la comisaría de la plaza Saint-Georges, y el señor Louis, como algunos le llamaban ceremoniosamente para molestarle, no tardó en subir al coche.
—¿Quiere ver el último lugar donde estuvo escondido?
—Sí…
—Entonces pare en lo alto de Montmartre, en la plaza del Tertre…
Había pintores a lo largo de las aceras, y las mesitas de manteles a cuadros rojos esperaban la llegada de los turistas.
—Dé la vuelta por la calle de Mont-Cenis y aparque al lado de la acera…
Abajo había casas bastante nuevas, pero en la parte alta la mayor parte de los inmuebles guardaban su aspecto decrépito.
El inspector Louis los condujo por una avenida entre dos construcciones. Al fondo se veía un taller con una cristalera.
Louis llamó. Una voz fuerte respondió:
—¡Entre!
Se encontraban en el taller de un escultor y éste miraba al comisario entornando los ojos como si se tratara de un posible modelo.
—Es usted el comisario Maigret, ¿verdad? ¿No me engaño?
—No se engaña…
—Y éste…
—El inspector Janvier…
—Hace años que no ha entrado tanta gente junta en mi taller.
Tenía el pelo blanco, perilla y bigotes también blancos. Las mejillas rosa, como las de un bebé.
—El señor Sorel es el artista más veterano de Montmartre —explicó el inspector Louis—. ¿Cuántos años me ha dicho que lleva en este taller?
—Cincuenta y tres… He visto desfilar a todos los pintores… empezando por Picasso, con quien maté el hambre a menudo…
Tenía una mirada un poco ingenua, infantil. Echando un vistazo a su taller, no podía uno hacerse una imagen demasiado halagadora de su talento. Parecía esculpir sólo cabezas de niños con expresiones diferentes, y sin duda aquellos bustos eran vendidos en casa del marchante de la plaza del Tertre.
—Parece que ha estado aquí La Pulga, ¿no?
—Durante dos días y dos noches… Se fue ayer, al caer la noche… No quiere pasar muchos días en el mismo sitio, por miedo a que le localicen…
—¿Y por qué eligió su taller?
—Le conocí cuando sólo tenía quince años. Era entonces un pilluelo callejero que se las arreglaba como podía y que raramente podía comer a la medida de su hambre…
»Un día le encontré en el Tertre y le pregunté si quería posar para mí. Y vino. Recuerdo el busto que le hice, uno de los mejores míos. Ahora debe estar en sabe Dios qué colección… Con esa cara suya, y la boca inmensa, siempre haciendo muecas, hice un payaso más verdadero que si hubiera tomado por modelo a un profesional…
»Era un buen muchacho. De vez en cuando venía a llamar a mi puerta, especialmente en invierno, y me pedía si podía dormir en el jergón… Era la cama del perro, pues tengo un perro, un San Bernardo enorme… Pero esto es ya otra historia…
—¿Le ha hablado de sus problemas?
—Me dijo si podía tenerle escondido una noche o dos… Quise saber si andaba huyendo de la policía. Me dijo que no, al contrario, que estaba en muy buenas relaciones con el comisario Maigret y con el inspector Louis… Y añadió que, precisamente por eso, había quien quería echarle el guante…
—¿No le dijo a dónde pensaba ir al salir de aquí?
—No. Por lo que pude sacarle, iba muy cerca. Por lo visto no quiere alejarse de aquí…
—¿No le habló de nadie en particular durante estos dos días?
—Sí. De un antiguo agente de policía, ahora jubilado, que se portó muy bien con él cuando era un chiquillo… No sé su nombre ni le conozco… Sólo salgo de mi taller para comprar a cien metros de aquí y para entregar mis obras al marchante…
Entonces pareció darse cuenta de que estaban todos de pie.
—Perdonen que no les diga que se sienten, pero no tengo bastantes sillas y taburetes… Y en cuanto a ofrecerles un aperitivo, sólo tengo tintorro, lo que bebía Utrillo, y les va a parecer poco fino…
—¿No salió de su casa durante estos dos días y dos noches?
—No, pero estaba encantado de que tuviera teléfono. Llamó a una mujer para darle noticias suyas mientras yo iba discretamente a fumar una pipa al patio…
»Todo lo que podía decirle es que tenía mucho miedo… No podía estarse quieto… Se sobresaltaba al menor ruido y me preguntó al menos diez veces si normalmente venía gente a verme… Y ni tengo siquiera una asistenta…
Maigret le miraba con simpatía, pues era uno de los raros tipos aún vivos del viejo Montmartre.
—Y me habló de usted… Por lo visto tiene que detener a alguien, pero no entiende por qué tarda usted tanto…
»—Como el comisario no se dé prisa no habrá nadie para testimoniar, pues ya se me habrán cargado antes…
Al salir, después de dar la mano al anciano, Maigret gruñó para sí:
—Un agente de policía jubilado…
—Ya he empezado a trabajar sobre esta pista —dijo el inspector Louis con su impasibilidad habitual—. Posiblemente es uno del distrito XVIII, o quizá del IX, pues no habría venido si no a vivir tan lejos… Parece que éste es también el barrio por donde andaba vagabundeando La Pulga cuando era joven…
»He empezado a estudiar las listas de agentes retirados desde hace diez años… Hasta ahora no he encontrado a ninguno domiciliado en Montmartre, pero voy a continuar esta tarde…
Habría sido más fácil, en un barrio donde todo el mundo se conocía, dirigirse a la primera mujer que encontrara, o al tendero, ¿pero no sería esto demasiado peligroso para La Pulga?
—¿Dónde le dejo?
—En ningún sitio… Me voy a quedar un momento en el barrio…
Tenía sus métodos. Era una especie de perro de caza y se habría sentido desgraciado si tuviera que trabajar en equipo. Seguramente ahora iría a dar otra vuelta por los bares de los alrededores, a llenarse el estómago de agua mineral mientras escuchaba las conversaciones a su alrededor.
—A casa de Blanche Pigoud, en la calle Fromentin…
Maigret, también él, empezaba a preocuparse por la suerte de La Pulga, pero de nada serviría poner a diez o veinte hombres a buscarlo.
—¿Siguen vigilando a los hermanos Mori?
—Los inspectores se turnan. En ausencia de su hermano, Jo ha pasado el tiempo en la calle de El Cairo. Luego fue con un camión, y volvió, sin carga, hacia las ocho de la tarde. Cerró la puerta de hierro y se fue a casa a ducharse y cambiarse de ropa. ¿Sabe dónde cenó?
—Sí. En La Sardina…
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Porque era ya como una toma de posesión…
—¿Y Manuel?
—Aún más fácil… Cenó también en La Sardina, con Lina… Era posiblemente la primera vez que ésta cenaba en el restaurante de su marido… El pobre Marcia no podía imaginar que pronto iba a ser ella la dueña…
—Parece como si actuaran así en plan de desafío… Estoy convencido de que el personal se indignó al verla, el mismo día de los funerales, en compañía de los Mori…
—A Manuel le tiene sin cuidado lo que pueda pensar el personal. Si los empleados se van, los reemplazará por gente suya… Ésta es probablemente su intención… Apuesto a que ha pasado la noche en la calle Ballu…
—Y ha acertado… Además, no sale de allí…
—Hay sin embargo, un fallo en algún lado… —pensó Maigret a media voz.
—¿La Pulga?
—La Pulga no nos sirve de nada hasta que lo tengamos… ¡No! Hay un fallo y tengo la cabeza caliente de tanto pensar dónde puede estar…
—¿Subo con usted?
—Será mejor que no… A pesar de su oficio, esta muchacha es bastante delicada. Yo la tengo casi amaestrada, pero si nos presentamos los dos…
Esta vez, la joven amiga de La Pulga estaba levantada, desayunando junto a la ventana.
—¿Un café? Lo tengo hecho ya.
—Entonces, con mucho gusto…
Parecía preocupada.
—¿Tiene noticias de él, comisario?
—Sé donde durmió las dos noches últimas, pero ayer por la noche desapareció…
—¿En qué barrio?
—Cerca de la plaza del Tertre, en casa de un viejo escultor…
—Es curioso. Me habló una vez de él, cuando fuimos a cenar al pie del Sacre Coeur. Aquello le recordaba su infancia. Me describió el jergón sobre el que dormía, y que era la cama de un perro enorme…
—¿No le habló de cualquier otra persona del barrio?
—No recuerdo… No creo…
—¿De un policía jubilado, por ejemplo?
—De ése no me dijo nada.
—¿Le ha telefoneado?
—Dos veces.
—¿Qué le dijo?
—Cada vez tiene más miedo. No comprende por qué no detienen de una vez a los Mori. Su banda estaría tranquila, y él podría respirar libremente…
—¿Me guarda rencor por eso?
—Un poco creo que sí. También al inspector Louis. Le repetí que usted me dijo…
—Escuche. Hay muchas posibilidades de que la llame de nuevo, a menos que no haya teléfono donde está… Dígale que me llame… Le daré las explicaciones que quiera…
—¿De verdad?
—Necesito hablar con él. En cuanto lo haya hecho, es probable que no pasen dos horas sin meter en la jaula a los dos Mori…
—Se lo diré… Haré lo posible… Póngase en su lugar… No cree en nadie… en nadie…
* * *
Un cuarto de hora después, Maigret y Janvier estaban en el bar de La Sardina, sentados en una mesa. Era la hora en que los camareros preparaban la sala para la comida. Cerca de la caja, el maître iba anotando las reservas.
—Una media, Freddy…
—¿Y usted? —preguntó el barman a Janvier.
—Lo mismo.
—No tenemos más que cerveza extranjera.
—Es igual.
Parecía como si les sirvieran de mala gana, y el barman echaba frecuentes ojeadas a la puerta como si temiese ver aparecer a los hermanos Mori.
—Jamás he visto tanta gente en un entierro —murmuró Maigret como para forzarle a hablar.
—Sí, había mucha gente.
—Y en Bandol, igual. Llegó gente de todas partes, de Niza, de Cannes, de Tolón, de Marsella… ¡Y qué autos! Por lo menos conté cinco Ferrari…
Freddy, por hacer algo, seguía limpiando los vasos. Comitat, el maître, había acabado de telefonear y, en lugar de dirigirse a ellos, se quedó en el fondo de la sala con aire de no querer saber nada de ellos.
Maigret dijo con ironía:
—Hace fresco hoy…
El termómetro debía de indicar veinticinco a la sombra.
—Hace fresco, sí…
—¿Y qué? ¿Vieron a la dueña?
—¿Qué dueña?
—Lina Marcia… Cenó aquí ayer con los hermanos Mori… Claro que el amo es más bien Manuel…
—Escuche, señor Maigret… Yo no me meto en sus asuntos… No se meta en lo que pasa aquí… En primer lugar, si me vieran de charla con usted esto iba a costarme caro… Y también podía costarle caro a usted.
El comisario y Janvier cambiaron una mirada.
—¿Me esperas un momento, Janvier?
Se dirigió a los lavabos. Para llegar a ellos tenía que pasar muy cerca de Comitat.
—Buenos días, señor Raoul —dijo.
—Freddy le habrá dicho ya que no nos gusta su presencia aquí…
—Efectivamente… Cambia el local de propietario y, de pronto, todo el mundo muerto de miedo…
—Le agradecería que no vuelva usted por aquí…
—Olvida que es un lugar público y que está abierto a todo el que se presente decentemente vestido y con una cartera lo bastante poblada…
Fue al lavabo y volvió al bar. Pasaba algo de las doce y cuarto.
—¿Sabes lo que vamos a hacer, Janvier? Vamos a comer aquí…
Se dirigieron a la mesa más cercana. Comitat se acercó a toda prisa.
—Perdón, pero esta mesa está reservada.
—Nos sentaremos en esa, pues…
—También está reservada… Todas las mesas están reservadas…
—Bueno, pues ésta está reservada para mí… Siéntate, Janvier…
No era una chiquillada de Maigret. Estaba furioso. Y quería que también los otros se pusieran.
—Deme la carta, por favor… Y no olvide que puedo hacer que les cierren el local dentro de veinticuatro horas…
La carta era inmensa, con la lista de los vinos detrás.
—Hay vieiras… Oye, Janvier, ¿qué te parece esto?
—Me apunto, desde luego…
—Y luego, un filete de buey a la parrilla…
—De acuerdo también…
Volvió la carta.
—Un vino ligero… ¿Beaujolais?
—Con mucho gusto…
El maître estaba rígido como si se hubiera tragado una estaca. Luego entraron cuatro clientes y se instalaron junto a la vidriera. La cajera morena se había colocado en su sitio, pero fue en vano el saludo de Maigret. Ni siquiera pareció reconocerlo.
El señor Maurice estaba muerto. Cuando estaba vivo nadie se movía allí, pero se notaba algo distinto en la atmósfera.
Mori, la noche antes, había ido a tomar posesión de su nuevo territorio en compañía de la señora Marcia, y ellos habían comprendido inmediatamente.
En adelante iban a tener que andarse con cuidado. Y empezaban ya. Sólo a veces, al cruzarse, se decían dos palabras.
—¿Qué apuestas a que no nos sirven antes de media hora, o quizá de una hora entera?
Y, en efecto, sirvieron antes a los cuatro que habían llegado después de ellos, y luego a un inglés, tan pronto se sentó.
La sala se iba llenando poco a poco, y cuanto más retrasaban el ocuparse de ellos, más ostentosa era la sonrisa de Maigret, que seguía fumando tranquilamente su pipa.
—¡Por nosotros, no se den prisa! —le dijo al maître cuando pasó junto a ellos.
—No, señor. No es ésa mi intención.
Los Mori no aparecieron. Maigret y Janvier pudieron comer al fin.