Llegado al Quai des Orfèvres, Maigret llamó inmediatamente a Janvier a su despacho.
—¿Nada nuevo en el caso Marcia?
—Sólo una llamada del inspector Louis, que quisiera hablar con usted.
—¿Está en su despacho?
—No. A mediodía estará en el restaurante del Rhone, en el Boulevard Clichy.
—¿Comes conmigo?
—Con mucho gusto. Precisamente, hoy mi mujer está en casa de su madre. Iba a comer en un restaurante cualquiera…
El comisario llamó a la señora Maigret.
—Tengo mucho trabajo y no iré a comer.
Ella lo sabía ya por anticipado. Cuando una investigación llegaba a cierto punto, Maigret experimentaba el deseo de hacer novillos, es decir, de comer con alguno de sus colaboradores en la cervecería Dauphine.
Era una manera de seguir metido en la tarea. Los dos hombres fueron tranquilamente a pie hasta la cervecería y se detuvieron ante el mostrador, donde había ya varios hombres del Quai des Orfèvres.
—Para cambiar —gruñó Maigret— voy a tomar un pastis…
Raramente le ocurría esto. Desde que su viejo amigo Pardon le había advertido del peligro, bebía menos que antes, y a veces se quedaba largo tiempo con la pipa apagada en la boca.
—¿Sabes qué me quiere Louis?
—Siempre anda haciéndose el misterioso… No sé.
—Es un tipo asombroso, pero no podría entrar en la brigada. Necesita trabajar solo…
Se acercó el patrón a darles la mano. Poco a poco se iba quedando calvo, y como lo había hecho a lo largo de unos años, nadie se daba cuenta.
—¿Qué hay de comida?
—Morcilla… pero si prefiere un bistec…
—Morcilla —cortó Maigret.
—También yo —dijo Janvier como un eco.
Entraron en la sala del restaurante, donde sólo había cuatro mesas ocupadas, dos de ellas por abogados. Estaban en familia. Maigret tenía su rincón favorito, cerca de la ventana, desde donde veía el Sena y los barcos que pasaban. Desde la ventana de su despacho veía también pasar los barcos desde hacía treinta años. Pero no se cansaba del espectáculo.
—¿Me harías el favor, cuando vuelvas al Quai, de llamar a Orly? Quisiera para mañana una reserva en el avión de Marsella. Mejor en uno que salga hacia el mediodía.
—¿Va a Bandol?
—Sí. Oficiosamente, desde luego. Aquello cae fuera de nuestra jurisdicción.
—Hay un avión de Air Inter…
—Son las doce y media. ¿Quieres llamar al inspector Louis y le dices que pase por mi despacho en cuanto haya acabado de comer?
A la una y cuarto, el Viudo estaba sentado frente al comisario y el follaje de los árboles murmuraba al otro lado de la ventana abierta. Maigret se había quitado la chaqueta. Louis seguía de negro, incluida la corbata…
—Esta mañana recibí una llamada telefónica de la amiga de mi anónimo corresponsal…
Maigret no pudo evitar una sonrisa.
—No me dijo su nombre. Está inquieta porque su amigo no ha dado señales de vida desde hace cuarenta y ocho horas…
Maigret esperaba plácidamente a que acabara.
—Otro rumor, más vago. Al menos tres o cuatro bribones han experimentado súbitamente la necesidad de abandonar Montmartre. Como por casualidad, son todos amigos de los Mori…
—También yo tengo una noticia que comunicarle, inspector. Ya sé quién es su anónimo confidente…
Louis enrojeció. Le parecía imposible que el comisario lograra en veinticuatro horas una identificación que él no había podido lograr a lo largo de años.
—¿Quién es?
—¿Conoce usted a La Pulga?
—Todo el mundo lo conoce en Montmartre…
—Es él… Lo sé por Manuel Mori, que se fue de la lengua o que creyó quizá que yo ya estaba al corriente…
Maigret conocía desde hacía casi treinta años al hombre llamado La Pulga porque medía apenas metro y medio. Además, era flaco, con un rostro extraño ocupado casi enteramente por una boca enorme. Y esta boca, como de goma, podía adoptar instantáneamente todas las expresiones posibles.
Había trabajado de portero en Rat de Cave, un cabaret entonces muy elegante de la plaza Pigalle, con la mayor parte de los clientes de smoking. Llevaba un uniforme rojo de chaquetilla corta, gorro galoneado, y estaba en la puerta, dispuesto a llevar cualquier mensaje a los clientes.
El Rat de Cave había desaparecido. La Pulga, cuyo verdadero nombre era Justin Crotton, trabajó luego varios años en una cervecería de la calle Víctor Massé frecuentada por las gentes del hampa.
Era flaco, pero muy ágil, capaz de colarse en cualquier sitio, pero tenía ya la cara arrugada. De lejos parecía un chiquillo. De cerca, se le notaban bien sus cuarenta y cinco o cuarenta y seis años.
—¡Y yo que no le reconocí la voz! —se lamentaba Louis.
—Debía de cambiarla, sin duda, en lo posible cuando hablaba.
—No demasiado. Ahora que me lo dice, la reconozco bien. Es imperdonable que no se me haya ocurrido antes…
—¿Dónde vivía últimamente?
—Estaba con una chica de Canari, en la calle Pigalle, una que vive en la calle Fromentin…
—¿Vivía a costa de ella?
—Más o menos. No sé. Es curioso que una chica guapa se líe con ese renacuajo… Nació en París, en la calle de la Chapelle. No es necesario que le diga el oficio de la madre. Lo mandó a casa de una hermana, a Saint-Mesmin-le-Vieux, en La Vendée. A los catorce años volvió a París y empezó a arreglárselas como pudo…
—Está en peligro —dijo gravemente Maigret.
—¿Cree que los Mori se van a atrever…?
—Quedarán fuera del golpe… Tienen suficientes matones para acabar con un testigo molesto…
El inspector Louis estaba inconsolable.
—¡La Pulga! Y nadie desconfiaba de él… Lo creían todos un tipo inofensivo, ni siquiera un hombre como los demás, sino una especie de chiquillo con la cara arrugada… Andaba siempre con truhanes que ni siquiera se cuidaban de él y que hablaban como si no estuviera… Creo que su sueño era ser admitido entre ellos… No me sorprendería que lo hayan utilizado en algún caso como vigilante mientras los otros trabajaban…
—¿Cómo se llama su amiga?
—Blanche Pigoud… vive en la calle Fromentin, 28. Está cerca del boulevard Clichy, adonde voy a comer…
—¿La conoce?
—De vista. Nunca hubo que reprocharle nada…
—Debe acostarse de madrugada. Podemos quizá encontrarla aún en su casa…
—A menos que sea su día de peluquería… Estas chicas sólo se levantan temprano para ir al peluquero…
Maigret llamó a Janvier.
—¿Quieres venir con nosotros? Vamos a Montmartre una vez más.
—¿Pido un coche?
—Desde luego…
Se fueron los tres. El día era radiante, un poco demasiado caluroso para el mes de mayo. Se anunciaba una tempestad.
La calle Fromentin era tranquila. El 28 era una casa relativamente nueva.
—¿Subimos los tres?
—Subiré primero yo solo, para no impresionar… Aunque es mejor que me acompañe el inspector Louis, puesto que ha sido a él a quien telefoneó.
—Segundo piso, exterior —les dijo el portero.
En la escalera se notaban olores de cocina y se oía a un chiquillo llorando en alguna parte. Maigret pulsó el timbre. Pasó un buen rato hasta que al fin apareció una mujer más bien gordezuela, con un peinador ligero, y les abrió la puerta.
Reconoció al inspector Louis.
—¿Lo han encontrado?
—Aún no, pero al comisario Maigret le gustaría hablar con usted…
—Ya ven cómo estoy… Estaba durmiendo… ni siquiera me he pasado el peine…
—No se preocupe, esperaremos… —replicó Maigret con aire cordial.
La muchacha tenía un rostro abierto, incluso un poco ingenuo. Tendría unos veinticinco años, y la vida que llevaba aún no había acabado con su lozanía.
—Entren… siéntense… vuelvo en seguida…
Entró en una habitación a la que debía de dar el cuarto de baño.
Si el comisario no estuviera acostumbrado a ciertas mujeres a las que las buenas burguesas miran desdeñosamente, quedaría sorprendido al ver aquel piso.
La sala de estar estaba confortablemente amueblada. Se habrían hallado los mismos muebles, del estilo llamado moderno, en la mitad de los pisos de París. Estaban cuidadosamente abrillantados, así como el parquet. Había además un ligero olor a encáustica.
Al abrir una puerta, Maigret descubrió una cocina limpísima, sin el menor desorden.
—¿Quieren una taza de café? —preguntó la joven al aparecer desnuda bajo el peinador, pero con el rostro arreglado con un ligero maquillaje.
—No, gracias.
—¿Permiten que me prepare uno? En mi oficio no siempre se puede rechazar un vaso. Cuando puede, Bob me sirve té frío en vez de whisky, pero con algunos clientes esto no es posible… Si quieren, hay cerveza fría en la nevera… A Justin le gusta mucho la cerveza y siempre espera que le hará engordar… ¿Saben que sólo pesa cuarenta y dos kilos?
»Quería hacerse jockey, pero sólo resistió dos días de aprendizaje; tenía miedo a los caballos…
—Pero no tiene miedo a los matones de Pigalle…
La mujer puso en marcha una cafetera eléctrica. La cocina estaba provista de los aparatos más modernos.
—No me han respondido si quieren la cerveza.
—Tomaré un vaso con mucho gusto.
—El inspector no bebe más que Vichy, y yo no tengo aquí en casa…
—¿Cómo sabe que no bebe más que agua mineral?
—Viene de vez en cuando a Canari… Anda siempre por las salas de fiesta… Se sienta en un rincón y escucha… Sabe mucho más de lo que parece…
—¿Estaba usted al corriente de las llamadas de La Pulga?
—No exactamente…
Llevó el café a la sala de estar, y Maigret la siguió con su vaso de cerveza.
—Es un buen muchacho. El inspector Louis puede decírselo… ¿No es verdad, inspector?
—Siempre me he preguntado por qué usted se decidió a vivir con él…
—En primer lugar porque no puedo soportar a los chulos… En el fondo yo nací para ser una mujer como todas y sólo soy feliz cuando estoy aquí en casa, arreglándola, trabajando…
Estaban los tres sentados en los sillones.
—En mi oficio se necesita, además, un hombre…
—¿Aunque sea como Justin Crotton?
—Bueno… En cierto modo sigue siendo un niño, pero es mucho más sensato de lo que parece…
No se preocupaba de su peinador, ampliamente abierto. Tenía la piel clara, muy suave sin duda.
—Su sueño fue siempre convertirse en un verdadero duro como otros del barrio. Para empezar, como la mayoría, él quiso ser un chulo…
—¿Y no lo es ahora?
—Dejo que se lo crea… Así se toma a sí mismo en serio… Sigue, como cuando era portero de la sala de fiestas, llevando recados de un lado a otro… De vez en cuando me viene con aire misterioso y me dice:
»—No te extrañes si me quedo una noche o dos sin venir por aquí… Hemos preparado un golpe serio…
—¿Era verdad?
—La verdad es que una banda andaba preparando un golpe, pero él no intervenía… Lo que yo no sabía es que llamaba al inspector Louis para comunicarle los informes que recogía… También esto aumentaba su importancia a sus propios ojos…
—¿Qué pasó estos días últimos? ¿Le ha dicho algo?
—No exactamente. Una mañana volvió muy excitado.
»—La han armado… Esta noche acaba de pasar algo que va a llenar los periódicos… Ya verás…
»—¿Un robo?
»—Más grave… Un asesinato… Y la víctima es uno de los hombres más conocidos del barrio…
»—¿Quién es? ¿No puedes decirme el nombre?
»—Ya lo verás… Pronto estará en todos los diarios… Se trata del señor Maurice…
»—¿El patrón de La Sardina?
»—Sí… Y, fuera del asesino y de su querida, yo soy el único que sé quién lo ha matado…
»—Prefiero no saberlo…
Cogió un cigarrillo. Otro, pues ya había encendido uno al salir del cuarto de baño.
—Le pregunté qué iba a hacer. Me contestó:
»—No te preocupes por mí…
»—¿Vas a hacerle pagar al tipo ese?
»—Sabes que no me dedico a eso.
»—¿Y él sabe que estás informado?
»—Si lo supiera, iba a durar muy poco…
Se calló un momento para echar una bocanada de humo.
—Aquél fue en cierto modo el gran día de su vida.
»—¡Si supieras de quién se trata!… Uno de los amos de Montmartre… En cuanto a su querida…
»—No me digas nada…
»—De acuerdo… Ya te enterarás por los periódicos… Si es que se atreven a publicarlo…
»Salió por la mañana, y desde entonces no he vuelto a verlo. Por la noche, en Canari, unos tipos me miraron de una manera rara, y dos desconocidos no me quitaron el ojo de encima.
»Me quedé en la barra, como siempre. Vino a mi lado un cliente de provincias, que siempre viene conmigo cuando está en París… Fuimos al hotel y, cuando salíamos, uno de los tipos estaba en la acera…
»Primero tuve miedo de lo que podría pasarle a La Pulga. Todo el mundo lo llama así, y yo he acabado por hacerlo también… Además, este nombre le gusta… Es una especie de celebridad… Le gusta también andar haciendo muecas, para divertir a la gente…
—Me telefoneó —dijo el inspector con voz neutra.
—Es lo que pensé… Esto explica su aire misterioso y lo que me dijo cuando se iba… ¿Está en peligro, realmente?
Fue Maigret quien respondió.
—Sin duda. El asesino de Marcia sabe que es La Pulga quien ha dado…
—¿Y yo? ¿Cree usted que van a emprenderla conmigo también?
—¿La siguen aún?
—La noche pasada uno de los dos hombres estaba otra vez en Canari. Le llamaron por teléfono y salió inmediatamente, no sin mirarme antes de paso con un aire extraño…
—Si no me engaño, están dispersándose por toda Francia…
—¿Y los hermanos Mori?
—¿Quién se lo dijo?
Ni la radio ni la prensa habían mencionado el nombre de los hermanos.
—Todo el mundo lo comenta en el barrio. ¿Se marcharon también?
—No. Pero los tenemos bien vigilados…
—¿Cree usted que son ellos?
—No puedo decírselo. ¿A qué hora sale usted normalmente de casa?
—Hacia las dos o las tres salgo de compras por el barrio, porque me gusta hacer la comida yo misma… Hacia las diez de la noche me arreglo un poco y salgo para el trabajo, al Canari… Me siento en la barra y espero… A veces la espera dura dos horas, a veces sólo unos minutos, y a veces espero hasta el cierre sin que se acerque nadie…
—Dentro de una hora habrá un policía de paisano en la calle… No se sorprenda de que la siga… Hará lo imposible por protegerla…
—¿Creen que debo ir a los funerales mañana? Todo el mundo irá…
—Vaya… También estaré yo… Y su ángel de la guarda…
—Esto me recuerda el catecismo…
Los dos hombres se levantaron.
—Si se entera de algo, llámeme a la P. J. Diga que quiere hablar conmigo o con alguien de la criminal. El inspector Louis apenas para en su despacho…
—Gracias, señor comisario… Hasta la vista, inspector… Si tiene noticias de Justin…
—Creo que no las tendremos. Habrá olido el peligro y se ha escabullido… No necesita ir lejos, pues conoce Montmartre como el pasillo de su casa y hay lugares donde un tipo como él puede vivir semanas enteras sin que nadie se dé cuenta…
—Ojalá… —suspiró la joven tocando la madera de la mesa.
Fuera, se les unió Janvier.
—¿Qué tal?
—La chica tiene miedo, y desde luego tiene toda la razón. Miedo por La Pulga, y miedo por ella misma… Le he prometido que dentro de una hora tendrá un hombre de la brigada ante la casa y que la seguirá a dondequiera que vaya… No te olvides de mandarle uno cuando lleguemos al Quai… Alguien que pueda entrar en una sala de fiestas sin que se le note quién es…
Maigret se volvió a Louis.
—Mientras tanto, quédese aquí… Cuando llegue nuestro inspector, usted podrá recuperar su libertad…
—Bien, señor comisario…
Ya al volante del coche, Janvier preguntó:
—¿Qué tal está la chica?
—Muy bien… Si la vida la hubiera llevado por otro camino cuando tenía diecisiete o dieciocho años, sería ahora una esposa y un ama de casa de primer orden…
—¿Sabía algo?
—¿Sobre las llamadas de La Pulga? Lo sospechó sólo hace dos días… Es extraordinario… Este renacuajo con cara de payaso se ha pasado años soplándole cosas a Louis sin que nadie se diera cuenta… Este papel de confidente debía de darle confianza en sí mismo… Cuando detenían a cualquier bribón, él podía decirse:
«—Gracias a mí.»
Y era verdad.
* * *
Por la tarde, Maigret subió a los altos del Palacio de Justicia, donde se encontraba el imperio de Moers: el laboratorio de identidad judicial.
En nueve de cada diez casos era necesaria la colaboración de los especialistas, aunque sólo fuera por cuestión de las huellas digitales, y sin embargo eran sólo una docena de hombres los que trabajaban en bata blanca en las habitaciones de tejado a doble vertiente.
—Supongo que será aún demasiado pronto para saber algo, ¿no?
Moers era un hombre modesto, delgaducho, cuyo traje necesitaba siempre un planchado. Hacía tanto tiempo que pertenecía al Quai que era imposible imaginarse a la identidad judicial sin él. Estaba siempre dispuesto para el trabajo. Verdad es que era soltero y que nadie le esperaba en su pisito del Barrio Latino.
—Algo tenemos ya —replicó con su voz siempre un poco monótona—. Muy recientemente, ayer quizá, limpiaron todos los muebles, las manecillas de las puertas, los ceniceros, los menores objetos, para borrar las huellas dactilares.
»Las únicas que encontramos son las del inquilino, Manuel Mori, cuya ficha he encontrado en el Archivo, y las de la mujer de la limpieza que, según me dijo la portera, fue al piso de la plaza La Bruyère ayer por la tarde… Hay además otras huellas: las suyas, Maigret…
—¿No ha quedado ninguna huella olvidada?
—Ni una, jefe. Se diría que hicieron un trabajo de profesional…
—Es un trabajo de profesional… ¿De cuándo data la ficha de Mori que encontró usted en el Archivo?
—De hace catorce años…
—¿Robo?
—Asalto, durante las vacaciones, a una casa de la Avenida Hoche…
—¿A qué le condenaron?
—Tenía sólo dieciocho años, y su expediente estaba virgen. Además consideraron que era sólo un comparsa. El golpe lo dieron cinco hombres…
—Recuerdo vagamente algo, pero yo no me ocupé del caso personalmente.
—Estuvo un año en la cárcel…
—¿Hay la menor indicación de que una mujer haya ido regularmente a su piso, incluido el dormitorio?
—El suelo fue pasado con un peine fino. O por lo menos parece que lo hicieran. No hay rastro de polvos de maquillaje, de crema de belleza, ni un pelo femenino.
—¿Y la moqueta?
—Dorin es sin duda uno de los mejores especialistas del mundo en fibras vegetales o animales. Se ha pasado más de una hora estudiando la moqueta con lupa y ha recogido unos treinta hilillos apenas visibles… Trabajó sobre ellos durante dos horas… Y cuando yo digo hilillos, es que se trata de hilos de seda… Son muy antiguos… Trescientos años como mínimo. Y Dorin juraría que proceden de una alfombra china…
»Ahora sigue analizando su hallazgo, pues quiere llegar a una precisión absoluta…
A Maigret le gustaba el ambiente de aquellas buhardillas donde se trabajaba lejos del público, en un ambiente apacible.
Cada uno sabía cuál era su labor, lo que tenía que hacer. Cerca de una de las claraboyas se alzaba un maniquí articulado que servía a menudo para las reconstrucciones. Para descubrir, por ejemplo, en qué posición se hallaba un hombre para ser herido de una cuchillada asestada de tal o cual manera, o para que una bala siguiera una trayectoria determinada.
—Si mañana hay algo nuevo, díganselo a Janvier. Yo estaré en Bandol…
Moers no era hombre que pasara sus vacaciones en la Costa Azul, y para él, Bandol debía de ser algo así como la imagen de un sueño.
—Pues va a tener calor… —murmuró.
Cuando Maigret, durante la comida, anunció a su mujer que al día siguiente iría a Bandol, ella sonrió y le dijo:
—Ya lo sabía…
—¿Cómo?
—Porque la radio anunció que mañana tendrán lugar los funerales en Notre-Dame-de-Lorette, y luego el entierro en Bandol. ¿Qué esperas descubrir allá?
—Nada concreto… Quizá un indicio, una cosa de nada… Voy por la misma razón por la que asistiré mañana al servicio fúnebre…
—Vas a tener calor…
—Posiblemente me quedaré a dormir allí… Dependerá de los aviones… No tengo valor de volver a París en tren…
—Te prepararé la maletita azul…
—Sí… Sólo una muda y las cosas necesarias para mi aseo…
Sentía ciertos remordimientos ante el hecho de irse a la Costa Azul a costa de los contribuyentes, pues el viaje no era indispensable. Incluso lo más probable era que no descubriera nada de nada.
Durmió tranquilamente, como casi siempre, y le deslumbró el sol cuando la señora Maigret le trajo la primera taza de café.
—Dicen que hoy andarán por los treinta grados en Marsella… —le dijo sonriendo.
—¿Y en París? —replicó Maigret.
—Veintiséis. Es el mes de mayo más caluroso de los últimos treinta y dos años…
—El avión sale a las doce y pico. No sé exactamente cuándo, pues es Janvier quien se ha ocupado del billete. Tendré el tiempo justo de pasarme por el Quai antes de ir a Orly. Me llevaré ya la maleta…
—¿Y la comida? ¿Cuándo vas a comer?
—Quizá coma un bocadillo en Orly, en el bar…
Se dirigía hacia la puerta cuando ella le dijo:
—¿No me das un beso?
De todos modos, habría vuelto atrás para hacerlo.
—No te preocupes lo más mínimo. No voy a coger uno de aquellos aviones de hace cincuenta años ni a dar la vuelta al mundo…
Estaba un poco emocionado, sin embargo, como siempre que se separaba de su mujer aunque sólo fuera por un día.
En la acera, levantó la cabeza. Sabía por anticipado que ella iba a estar en la ventana.
Tuvo suerte, porque le mostró así la maleta azul, que se había olvidado y que tuvo que subir a recoger hasta media escalera, donde se encontraron.
* * *
Eran las nueve y cuarto cuando Janvier entró en el despacho del comisario.
—Parece que la calle está llena y que no va a caber toda la gente en la iglesia…
Maigret esperaba algo semejante, pero no hasta aquel punto.
—¿Seguimos sin noticias de La Pulga?
—No. Blanche Pigoud recibió esta noche una llamada de teléfono en Canari. Cuando volvió a la barra parecía conmovida, pero casi inmediatamente se le acercó un cliente y se sentó a su lado…
—¿A qué hora volvió a casa?
—Hacia las cuatro de la madrugada…
—Tanto peor… —gruñó Maigret para sí.
Buscó el número de la mujer, lo encontró, llamó. En contra de lo que esperaba, Blanche no tardó en ponerse al aparato.
—¿Quién es? —dijo con voz adormilada.
—El comisario Maigret…
—¿Tiene algo nuevo?
—No. Pero usted sí. ¿Quién la llamó esta noche al Canari?
—Fue él, sí…
—¿Y le dijo dónde estaba?
—No. Quería saber si usted o el inspector Louis están informados de lo que le pasaba… Le dije que sí… Entonces me preguntó si usted estaba enfadado, y esta vez le dije que no…
Parecía una chiquilla atontada por el sueño.
—¿Verdad que no está enfadado con él?
—¿Y sigue teniendo miedo?
—Sí. Quería saber si andaban desconocidos rondando por la acera.
»—¿No han detenido aún a nadie?
»—No, que yo sepa.
»—¿Y no han registrado siquiera la casa de Manuel Mori?
»—Creo que sí. El comisario vino con el inspector Louis, pero no me dieron detalles… Hay un policía cuidando de mí, día y noche…
—¿Y no dijo nada más?
—Sólo que cada noche cambiaba de lugar… Nada más… No podía estar hablando con él mucho tiempo porque desde hacía un rato andaba un cliente rondándome…
—Bueno, pues. Acuéstese y no tema nada… Si tiene que decirme algo nuevo durante el día, llame al inspector Janvier, al Quai des Orfèvres…
—¿Va a Bandol?
Esto empezaba a irritarle. Todo el mundo le hablaba de este viaje como si lo hubiera hecho anunciar por los periódicos.
—¡Vaya! —suspiró mirando a Janvier cuya silueta se dibujaba sobre el verdor de los árboles—. No sé si es buena idea, pero cambia de escondite cada noche…
—Quizá no está nada mal… ¡Habrá tanta gente buscándole!
Si Mori, como era probable, había dado la consigna, todos los truhanes de Montmartre debían de andar buscando a La Pulga. Y éste, con su físico, no podía pasar inadvertido entre la multitud.
—Pasaré a coger la maleta… Sería mejor que me des ya el billete…
Afortunadamente la salida era más tarde de lo que creía: a las 12’55.
—Hasta luego.
Se hizo llevar a la calle Ballu y le dijo al policía que le esperara cerca de la iglesia.
Más de doscientas personas se apelotonaban ante la casa donde sólo algunos iban a entrar para presentar su condolencia. Había gente de todas clases, tenderos del barrio, truhanes, propietarios de restaurantes o de tabernas. Empezaron a bajar las flores y fueron precisos dos coches para llevar las coronas.
Luego cuatro hombres bajaron el ataúd de caoba, que colocaron en el coche fúnebre.
La iglesia estaba cerca y no se habrían encontrado coches para todo el mundo. Cuando apareció Lina, de luto riguroso, rubia y pálida, hubo un estremecimiento en la multitud como al paso de una vedette, y pareció como si la gente fuera a romper a aplaudir.
Se acomodó en un inmenso automóvil negro que empezó a rodar al paso. En primera fila se hallaba todo el personal de La Sardina. La fila siguiente estaba formada por los viejos, gente de la edad de Maurice Marcia e incluso mayores. Muy dignos, iban descubiertos, con el sombrero en la mano, mientras los curiosos se apelotonaban en las ventanas.
Bajo un sol triunfal, el espectáculo era ciertamente impresionante y Marcia hubiera quedado satisfecho de semejantes funerales.
Cuando Maigret se volvió, vio que el cortejo, todo a lo ancho de la calle, medía más de trescientos metros y la circulación tuvo que ser desviada por agentes de tráfico con gestos febriles.
—¡Vaya entierro!… —dijo un chiquillo que pasaba.
La iglesia estaba ya llena, salvo las primeras filas, separadas de las otras por cordones negros.
Lina avanzaba sola, siempre en cabeza, muy erguida, con sus ojos azules impenetrables.
También sola se instaló en la primera fila mientras el personal se sentaba en la segunda.
Mucha gente quedó de pie en las dos naves. Había más gente en el atrio y dejaron las puertas abiertas de manera que entraba la primavera a bocanadas.
Los órganos tocaron una marcha fúnebre, e instantes después empezó el funeral.
Maigret, de pie en el ala izquierda, examinaba los rostros y no tardó en descubrir el de Mori. Éste se había acomodado con los personajes importantes, de autoridad, como si le correspondiera por derecho, a pesar de que era más joven que los demás.
Su mirada se cruzó con la de Maigret y la sostuvo con una especie de desafío.
El comisario no esperó hasta el fin de la ceremonia. Tenía calor. Tenía sed. Instantes después se hundía en la penumbra de un bar donde pidió un vaso de cerveza.
—¡Vaya funerales! ¡Por gente, no queda! —gruñó el patrón, un viejo de mano temblorosa.
—¿Pero quién es ése?
—El amo de La Sardina, el restaurante…
—¿El de la calle Fontaine?
—Sí…
—¡Pues yo que creía que era un gángster!…
—Lo fue de joven…
Maigret se bebió el vaso de un trago, pagó y fue en busca del coche negro de la P. J.
—Al Quai…
—Bien, jefe…
Eran las once. El tiempo justo para coger la maleta, dar la mano a Janvier y dirigirse, en el mismo automóvil, al aeropuerto de Orly.
¿Harían Lina y Manuel el viaje juntos? ¿Llevarían el ataúd en avión a Bandol?
Después de cumplir las formalidades le quedó un poco de tiempo y fue en busca del comisario del aeropuerto. Era un conocido suyo, que había trabajado en el Quai.
—¿Va a Bandol?
Maigret tuvo que contenerse para no estallar.
—Sí… Creo que el avión sale dentro de veinte minutos más o menos…
—Van a llamar en seguida a los pasajeros…
—Dígame… ¿Sabe si van a llevar un ataúd en uno de los aviones?
—¿El de Maurice Marcia?
—Sí.
—Embarcará a las tres con su mujer en un avión particular que ella ha alquilado. El ataúd abajo, desde luego, y ella en la sala de pasajeros…
Maigret prefirió no encogerse de hombros.
—¿Cuánto tiempo van a tardar en llegar?
—Aterrizarán en Tolón, y un coche fúnebre llevará el cuerpo a Bandol. No hay más de catorce kilómetros.
—Pasajeros para Marsella… —empezaba a decir el altavoz.
Y Maigret se dirigió hacia la puerta que indicaba. Diez minutos más tarde, el avión, aún un aparato de dos hélices, despegaba.
* * *
Se había prometido admirar el paisaje, pues le gustaba especialmente el del Sur de Lyon. No pudo hacerlo, pues antes de que sobrevolaran el Ródano ya estaba durmiendo.
Desde el aeropuerto de Marsella se hizo conducir a la estación, de la que salía, media hora después, un tren para Bandol.
Se sentía un poco ridículo con su maletita en las rodillas, y el sombrero, que tenía que quitarse constantemente para secarse el sudor.
En Bandol, desde el andén de la estación, el sol le quemó literalmente la piel y empezó a lamentar haber venido. A la puerta esperaban unos taxis, así como un viejo coche de caballos, y Maigret eligió éste.
—¿A dónde le llevo, caballero?
—¿Conoce un buen hotel cerca del mar?
—Estaremos allí dentro de un cuarto de hora…
Las ruedas se hundían levemente en el asfalto reblandecido por el calor. La ciudad era casi blanca, como Argel, y a lo largo de algunas calles había también palmeras.
Vio el mar, de un azul luminoso, a través del verdor. Luego descubrió la playa, donde sólo había algunas personas bronceándose mientras nadaban media docena de bañistas. No era aún la temporada.
Pasaron ante el Casino. El hotel era blanco también, con una inmensa terraza sembrada de parasoles abigarrados.
—¿Tienen una habitación?
—¿Para cuánto tiempo?
—Una sola noche.
—¿Una persona sola? ¿Prefiere del lado del mar?
Llenó la ficha.
—Al 233…
El hotel se llamaba Les Tamaris. Dentro hacía fresco y estaba muy limpio.
—¿Dónde puedo beber algo?
—El bar está al fondo, a la derecha…
Se dirigió adonde le indicaban y bebió un vaso de cerveza.
—¿No es usted el comisario Maigret? —le preguntó el barman después de haberle observado un momento.
Era joven, muy rubio, y había enrojecido ante su propia audacia.
—¿Va a estar mucho tiempo por aquí?
—Hasta mañana…
—Ya me lo pensaba… Ha venido al entierro del señor Marcia, ¿eh?
—¿Era muy conocido por aquí?
—No había nadie más popular…
—¿Está lejos su casa?
—Un cuarto de hora largo a pie. Está prácticamente al otro lado de la bahía, no lejos de la villa del difunto Raimu. La reconocerá porque delante tiene una piscina inmensa…
Maigret seguía con la impresión de estar haciendo trampa, de haberse tomado unas vacaciones irregulares.
—¿Y el cementerio?
—A menos de un kilómetro de la ciudad… Va a haber allí un montón de gente. Ya lo verá… Durante toda la mañana ha estado llegando gente de Marsella y de Tolón…
—¿Qué tipo de gente?
—Gente importante. Incluso puede que venga el subprefecto. Eso se dice, al menos…
Maigret tomó otra cerveza y, después de haber consultado su reloj, se puso en marcha lentamente. Afortunadamente, a lo largo del mar las avenidas estaban sombreadas.
«Tendré que venir a pasar unos días aquí con mi mujer…», pensó.
El avión debía de haber dejado ya en tierra el ataúd en Tolón. Lina habría llegado con él. A medida que avanzaba, iba viendo más gente y, al doblar una curva, le sorprendió un espectáculo casi como el de la mañana en París, en la calle Ballu.
¿Cuántas de aquellas gentes sabrían la verdad? Poco importaba, pues nadie iba a hablar.
Sólo uno lo había hecho, desde una cabina telefónica, sin revelar siquiera su nombre, y ahora estaba sabe Dios dónde, oculto en cualquier rincón de Montmartre.