3

Hacia las nueve sonó el timbre del teléfono en el piso de Maigret, y el comisario se precipitó hacia el aparato cerrando de paso la televisión.

—¿El comisario Maigret?

Al fin oía la famosa voz.

—Usted no me conoce, pero yo a usted sí. Le vi esta tarde, cuando iba usted a casa de Lina Marcia, y luego, cuando fue a La Sardina…

Le habían repetido que la voz podría ser tanto voz de hombre como de mujer. Para Maigret era más bien la voz de un muchacho que está haciendo el cambio, y se le ocurría una palabra que no se atrevía a decirse: voz de cascanueces. Iba sin cesar del bajo al agudo y del agudo al bajo.

—¿Quién es usted?

—Mi nombre no le diría nada. Tampoco el inspector Louis lo sabe, y, sin embargo, hace años que le llamo a menudo…

»Hoy he intentado ponerme en contacto con él, pero no está ni en el despacho ni en su casa… Entonces decidí dirigirme a usted directamente. Dígame, ¿cuándo lo meterán en la cárcel?

—¿A quién?

—Usted lo sabe perfectamente, tan bien como yo, a Mori, a Manuel Mori, pues se trata del mayor…

Maigret oyó la caída de las monedas en el aparato. El desconocido lo llamaba desde una cabina pública.

—Es urgente, señor comisario… Se trata para mí de una cuestión de vida o muerte… Usted ha puesto inspectores vigilando a los hermanos… Me di cuenta en seguida… Los Mori son profesionales y también se habrán dado cuenta… Saben, pues, que alguien ha hablado, y ellos me conocen… Pensarán en mí…

»Le ruego que detenga al menos a Manuel… Es el más peligroso… Fue él quien mató a Maurice Marcia…

—¿Por qué?

Se hizo el silencio bruscamente al otro lado del hilo y Maigret frunció las cejas. Esperó durante un tiempo, pero el teléfono siguió mudo.

Esta vez no se oía el ruido de las monedas, sino el vacío, un vacío angustioso.

—¿Ha dicho quién era? —preguntó la señora Maigret.

—No. Sabe demasiadas cosas, y es peligroso para él.

Acabó por acostarse, de mala gana, inquieto. No había la menor posibilidad de proteger a un hombre cuya identidad y aspecto desconocía.

Cuando, a la mañana siguiente, entró en el Quai des Orfèvres, con un tiempo ya caluroso, vio al inspector Louis esperándole en uno de los bancos del largo pasillo.

—¿Quería verme a mí?

—Sí, señor comisario…

—¿Tiene noticias de su confidente?

—Sí, me llamó por la noche… Dijo que había interrumpido su comunicación con usted porque había visto a través de los cristales de la cabina a alguien que prefería que no lo viera llamando… Me dijo también que mientras los hermanos Mori no estén en la cárcel, no va a decirnos nada más… Se retira…

—¿Cree usted realmente que está en peligro?

—Sí. Si no, no lo diría.

—¿Qué rumores corren por Montmartre?

—Que uno u otro tenía que morir… Estaban armados los dos, Manuel y Maurice… Supongo que Mori fue el más rápido…

—¿Y el motivo del asesinato?

—Cuando intenté sonsacarles, todos se limitaban a sonreír…

—¿Cree que Mori era el amante de Lina Marcia?

—Lo pensé. Si así fuera, ella se jugaba, no sólo su fortuna, sino también la vida…

—¿Pasó por la calle Ballu esta mañana?

—Hay colgaduras negras en la puerta, y gente que entra y sale…

—¿Vio a alguien conocido?

—Gente muy mezclada… pequeños comerciantes… propietarios de restaurantes… chicas de salas de fiesta… rufianes…

—Me gustaría verlo yo mismo…

Llamó a Janvier y le dijo que llamara un coche y que esperara en el patio.

—Venga conmigo, señor Louis… Usted conoce a esa gente mejor que yo…

En la calle Ballu había pequeños grupos en la acera, como si fuera ya el día del entierro. La muerte dramática de Marcia era un acontecimiento para Montmartre, y se hablaba de ella en voz baja.

—Entremos…

Subieron al primer piso. El silencio reinaba en la escalera. La puerta del apartamento estaba entreabierta. En el vestíbulo, olía a cirios y a crisantemos. Se amontonaban las flores y las coronas. Ya no había necesidad de plantas para que el salón no diera la impresión de vacío.

Lina, de luto riguroso, estaba junto a la puerta e inclinaba la cabeza ante cada visitante y estrechaba las manos que le tendían. Su rostro estaba impenetrable.

Cuando reconoció a Maigret hizo una mueca de disgusto, como para reprocharle el que hubiera venido sin respetar la muerte.

—Mi más sincera condolencia —dijo el comisario.

—¡Qué le vamos a hacer!

El ataúd estaba aún abierto y se veía en él a Maurice Marcia con rostro apacible y algo semejante a una sonrisa irónica notándole en los labios. El salón, cubierto de tela negra con hilillos de plata, estaba iluminado por una docena de velas cuyo olor se extendía por todo el inmueble.

Los visitantes se recogían un momento ante el muerto mirando a aquel Marcia que estaba allí, vestido como para una ceremonia solemne.

—¿Reconoce a alguien? —murmuró Maigret.

—A uno o dos bribones… También al patrón de Sans-Gene, con su mujer, que dirige el negocio con él…

—¿Cree que va a durar esto todo el día?

—Desde luego. Y mañana, la iglesia de Notre-Dame-de-Lorette va a resultar pequeña…

Se pararon un momento entre el grupo de gente, en la acera de enfrente mirando cómo entraban y salían los visitantes.

—¡Ahí están…!

Un Jaguar rojo acababa de detenerse en una esquina de la calle y bajaban de él dos hombres aún jóvenes. Los dos iban elegantemente vestidos, con una especie de reto en la mirada.

Eran conocidos, lo sabían. Iban por el medio de la calle dirigiendo saludos discretos a derecha e izquierda. Cuando el mayor vio a Maigret, pareció vacilar un instante. Luego se dirigió hacia él.

—Comisario, es inútil que me haga seguir… También a mi hermano… Podría ahorrarse el trabajo de esos hombres. Con mucho gusto le diría en qué voy a emplear hoy mi tiempo… Este mediodía, por ejemplo, estaré en la calle de El Cairo con Jo. Nos llega un envío importante… Mañana, después del entierro, iré a Bandol…

»Y usted, Louis, puede seguir metiendo las narices por los rincones y escuchando los chismorreos de los imbéciles… Marcia valía mucho más que todo eso…

Y satisfecho de sí, se unió a su hermano y entró en la casa.

—Ya ve qué tipo es —murmuró Louis—. Un lobezno con dientes puntiagudos que se cree el tipo más inteligente del mundo…

—Me gustaría hacerle unas preguntas a su portera.

—Sólo está de servicio durante el día… Por la noche es su marido quien vigila, tendido en un camastro en el kiosco de la portería, detrás de la cristalera… Se llama Víctor, y es un hombre muy conocido en el barrio, un borracho empedernido que se pasa el día de taberna en taberna…

—¿Es posible dar con él?

—Lo intentaremos… Hay que empezar por la plaza La Bruyère y por Saint-Georges…

En cada uno de los tabernuchos que fueron visitando, el inspector Louis tomó media botella de agua mineral. En cuanto a Maigret, se contentó en total con dos cervezas.

—¿Has visto a Víctor?

—Pasó por aquí hace media hora. Debía de empezar su gira, porque sólo estaba aún medio borracho…

Cuando dieron con él, en la sexta taberna, empezaba a estarlo del todo.

—¡Vaya! ¡El inspector Louis!… ¡Media de Vichy para el inspector!… Y usted, el gordo…

Era un resto de hombre, como los que se encuentran durmiendo bajo los puentes. Llevaba la camisa abierta, el pecho al aire, y uno de los bolsillos, descosidos, le colgaba.

—Apuesto a que han venido a verme a mí… ¿Quién es ese tipo? ¿Un matasanos?

—¿Y por qué iba a ocuparse de ti un médico?

—No sería la primera vez… Intentan encerrarme, pero yo soy el hombre más bueno del mundo…

Y se reía a carcajadas.

—Es el comisario Maigret…

—Ya he oído ese nombre alguna vez… ¿Y qué es lo que quiere de mí el comisario Maigret?

—Usted duerme por las noches en la cristalera de la portería, ¿no?

—Sí, desde que mi mujer se puso enferma y los médicos le dijeron que no se cansara demasiado…

—¿Cuántos inquilinos hay en la casa?

—No los he contado nunca… A dos viviendas por planta y tres personas más o menos por vivienda… Cuenten ustedes… Hace tiempo que no se me dan las matemáticas…

—¿Conoce usted a Manuel Mori?

—Es un gran tipo…

—¿Por qué?

—De vez en cuando, al entrar, me da una botella. A los otros ni se les ocurre que puedo tener sed…

—¿Suele llegar tarde?

—Depende de lo que usted llame tarde… Llénamela, Gastón…

El tinto le resbalaba por el mentón erizado de barba sin afeitar.

—¿A las doce?

—¿Qué dice de las doce?

—Que si vuelve a las doce…

—O a las cinco de la madrugada… Depende de las noches… cuando venía la moza a verle…

—¿Quiere decir que recibía a mujeres por la noche?

—No, señor. Nada de mujeres. Una sola.

—Siempre la misma, pues.

—Siempre la misma, eso es.

—¿Alta?

—No tanto como él, pero más alta que yo.

—¿Delgada? ¿Rubia?

—¿Y por qué no iba a ser delgada y rubia?

—¿Pasaba toda la noche con él?

—No, qué va. Ni mucho menos. Estaba sólo una hora o dos…

—¿Sabe su nombre?

—Yo no soy policía. ¿Y ustedes, saben mi nombre?

—Víctor…

—¿Víctor qué? ¿Es que se creen que no tengo apellido como todo el mundo?… Pues bien, me llamo Macoulet, como mi padre y mi madre, y nací en Arras… ¿Qué dicen ahora de esto?

—Y la botella se la daba cuando entraba con ella, ¿no?

—¡Vaya! ¡No se me había ocurrido!… Pues bien podría ser… Desde luego, la última vez…

—¿Cuándo fue la última vez?

—¿Ayer?… No, anteayer… Pierdo a veces la idea del tiempo, porque todos los días y todas las noches son iguales… Fue la noche en que los del primero dieron una fiesta… El techo temblaba sobre mi cabeza y no paraban de abrir botellas de champaña…

—¿En qué piso vive Manuel Mori?

—En el tercero… Un hermoso piso, se lo digo yo… No ha comprado los muebles de saldo ni en los almacenes… Fíjese, el dormitorio está todo recubierto de seda amarilla… ¿Qué le parece?

—¿Llegó con ella?

—Llega siempre con ella… No sé si es que tiene miedo de que alguien se la birle…

—¿No vino nadie por la noche cuando Mori y su amiga estaban arriba?

—Espere… déjeme pensar… ¡Qué barbaridad! ¡Qué sed da esto de pensar! Si me pagaran una botella…

Maigret hizo señal al patrón para que le sirviera.

—Yo, la verdad es que no me fijo en la gente que pasa. Llaman a la puerta y voy a abrirles medio dormido… Pero esto no se lo digan al amo de la casa, que es una bestia… Bueno… La gente entra y dice un nombre al pasar. Aquella noche, el tipo, que venía solo, dijo «Mori»… Y yo pensé:

»—Es curioso… había subido ya con la chica…

»Pero quizá volvió a salir a comprar una botella… O no era él, sino su hermano… Son dos, ¿sabe?… ¿Sabía que son dos?

»Tocó el botón de la luz y subió…

—¿Por la escalera o por el ascensor?

—Eso, mire, no lo sé. Me volví a dormir…

—¿Le vio salir luego?

—Para salir, la puerta se abre desde dentro…

—¿Nadie salió haciendo ruido?

—¡Vaya! ¡La banda que estaba de juerga en el primero! Estaban todos como cubas… Hasta las mujeres bajaban a trompicones…

—¿Y usted se levantó para verlos?

—No. Oí que cerraban otra vez la puerta y no volví a preocuparme.

—¿Y la amiga?

—¿Qué amiga? A ver si nos entendemos, comisario. Usted está hablando de todos a un tiempo. ¿De quién me habla ahora, de los del primero, o de Mori?

—De Manuel Mori y de su amiga.

—Bueno… eso está más claro… Pero usted se olvida del hermano…

—¿Salió solo?

—¿El hermano? Ni sé si estaba…

—Otra cerveza —pidió Maigret con la frente cubierta de sudor—. Bueno, digamos el visitante…

—No le oí pasar cuando salió.

—Y la chica…

—Si la conociera no diría así «la chica»… Es una verdadera dama…

—Bien, ¿y la dama?

—No se quedó arriba más de media hora.

—¿La vio salir?

—No. Tampoco. Si tuviera que levantarme para ver a toda la gente que sale no valdría la pena tener allí una cama…

—¿No bajó luego Mori con un gran paquete?

—Lo siento. No lo vi. Ni a Mori ni al paquete. Pero oí cómo arrancaba el auto.

—¿El auto de Mori?

—Sí. Uno pequeño, rojo, muy potente, que hace mucho ruido al arrancar…

—¿A qué hora volvió?

—No sé. Pero cuando dijo su nombre al pasar, pensé que los del tercero estaban exagerando… Si no fuera por la botella…

—¿Le dio otra botella?

—No. Pero la primera no era de tintorro como ésta. Era coñac de verdad…

—Gracias, Víctor —dijo Maigret mientras pagaba las consumiciones.

Ya en la calle, el comisario murmuró:

—Parece que su confidente…

—¿Cómo mi confidente?

—El que le llama de vez en cuando para darle el soplo…

—Nunca le pedí que lo hiciera… No lo conozco…

—Pues es una lástima, porque parece muy bien informado… Después de lo que acabo de oír, comprendo que tenga miedo… ¿Cree que los Mori son capaces de cargárselo?

—O de hacer que alguien se lo cargue. Los creo capaces de todo.

—No sé si pedirle al juez un mandato de detención contra ellos…

—¿Contra los dos?

—Si el joven es tan peligroso como Manuel…

—Y yo, ¿qué hago?

—Siga informándose por el barrio. Hay una efervescencia favorable… La gente debe de andar hablando… intercambiándose rumores…

—¿Los detendrá hoy?

—Primero voy a verlos a la calle de El Cairo…

Pero Maigret pasó antes por el despacho del juez de instrucción. Se llamaba Bouteille. Era un hombre de unos cincuenta años, que conocía a Maigret desde hacía mucho tiempo.

—¿Me trae ya al asesino?

—Aún no, pero empiezo a tener una idea más precisa del asunto…

Maigret le contó lo que sabía. Los dos hombres fumaban en pipa, uno frente al otro.

Cuando el comisario terminó, el juez comentó:

—Las pruebas no valen mucho…

—Pero me gustaría llevar en el bolsillo un mandato de detención cuando vaya a verlos… Y una orden de registro.

—¿A nombre de los dos hermanos?

—Será mejor. No sé dónde está el escondrijo del soplón. Jo es, por lo visto, tan peligroso como Manuel…

El juez le acompañó hasta la puerta.

—Redacte dos mandatos de detención contra los hermanos Mori, Manuel y Joseph…

Maigret dio las direcciones de los hermanos.

El juez Bouteille se volvió hacia el escribano.

—El caso va a armar ruido…

—Ya lo ha armado…

—Lo sé. He leído los periódicos…

Uno de los diarios titulaba fríamente:

«¿Estaba Maurice Marcia al frente de una banda y fue muerto por uno de sus rivales?».

Otro hacía alusión a todos los pequeños misterios de Pigalle y al papel de la policía, que muchas veces hacía la vista gorda.

«La investigación va a ser difícil según parece y es posible que jamás se sepa el final de esta historia».

»Mañana los funerales prometen atraer una considerable multitud, pues el propietario de La Sardina tenía muchos amigos, no sólo en el barrio sino por todo París.

»Verdad es que no todos van a estar allá.

»En cuanto al comisario Maigret, se niega a hacer declaraciones. De momento ni siquiera se sabe si irá mañana a Bandol.

»Se contenta con repetir:

»—La investigación continúa…

* * *

Estaba cerca del Mercado Central, cuyos pabellones aún no habían comenzado a ser derribados, pero en los que había cesado ya toda actividad tras el traslado a Rungis. La calle de El Cairo era una de aquellas llenas de almacenes de mayoristas, depósitos, tiendas, hoteles por horas y tascas mugrientas.

Dentro de un año es probable que todo aquello fuera un montón de escombros.

Cuando Maigret bajó del taxi, vio a dos inspectores de guardia en la acera. Por un instante se preguntó por qué eran dos; luego comprendió. Uno se ocupaba de Manuel y el otro de su hermano Jo.

—¿Sabéis que ya se han dado cuenta de que rondabais por aquí, muchachos?

—Por eso no nos escondemos. El mayor vino hacia mí y me dijo echándome una bocanada de humo del puro, como en el cine:

»—No vale la pena de andar jugando al escondite, pollito. Sé que estás ahí y no voy a intentar darte el esquinazo….

El almacén era una amplia construcción desnuda sin fachada, que debían de cerrar por la noche con una puerta metálica de corredera. Dentro estaban descargando un camión. Uno de los hombres, vestido con blusón gris, pasaba las cajas de fruta a un compañero, que las cogía al vuelo y las apilaba a lo largo del muro.

Jo Mori, a unos metros de allí, con las manos en el bolsillo y el pitillo en los labios, asistía a la descarga con aire de estar pensando en otra cosa… Ni siquiera frunció las cejas al ver a Maigret. Tampoco hizo ademán de dirigirse a él.

En el ángulo derecho del almacén, cerca de la calle, había un despacho encristalado en el que Manuel, con el sombrero echado hacia atrás, comprobaba un bloc de facturas. También había visto al comisario, sin duda, pero no se molestaba lo más mínimo en hacerle caso.

Maigret empujó la puerta, se sentó en la única silla libre y empezó a cargar tranquilamente la pipa.

Fue Manuel quien cedió primero y murmuró:

—Estaba esperándole…

Maigret siguió sin decir nada.

—Acabo de telefonear a mi abogado. También él cree que usted habla de más. Usted y ese inspector de luto que da vueltas por Montmartre desde una eternidad. Hacen ustedes demasiadas preguntas, los dos, y a demasiada gente…

Maigret encendió su pipa con cuidado, sin parecer ocuparse de su interlocutor.

—A veces las preguntas insidiosas pueden hacer tanto daño como las acusaciones concretas, y en este caso ya es una difamación…

»Por lo que se refiere a nosotros, a mi hermano y a mí, esto no nos importa, pero usted anda metiendo las narices en la vida de otras personas. En cuanto a La Pulga, a fuerza de meterse donde no le llaman, va a acabar cogiéndose los dedos…

Al fin Maigret obtenía la identidad del hombre que le había telefoneado la víspera y que telefoneaba más o menos regularmente para informar al inspector Louis, y la obtenía precisamente de uno de los hermanos Mori, y sin pedírsela.

—¿Dónde estaba usted anteayer a las doce y media de la noche?

—En mi casa.

—No. Usted llegó media hora antes, y no llegó solo.

—Puedo recibir a quien quiera, ¿no?

—Pero no a matar a alguien en su casa.

—No he matado a nadie.

—Estoy convencido de que usted no posee ningún arma de fuego, ni siquiera una pistola del 32.

—¿Qué iba a hacer de ella?

—Esa noche usted encontró el medio de emplearla. Verdad es que siempre podrá alegar que actuó en legítima defensa…

—No tengo que defenderme de nadie…

—Me gustaría ver su piso…

—Vaya al juez de instrucción y pídale una orden.

Maigret la sacó del bolsillo y se la tendió, junto con los dos mandatos de detención.

Mori no lo esperaba, y reflejó el golpe. Se sobresaltó, dejó caer la ceniza del cigarro en el chaleco.

—¿Qué significa esto?

—Lo que estos papeles significan habitualmente.

—¿Se me va a llevar?

—No lo sé aún. Es probable. ¿Sigue negándome el permiso para entrar en su casa?

Se levantó, intentando recobrar su arrogancia. Entreabrió la puerta.

—¡Oye, Jo! Ven aquí un momento…

El hermano se había quitado la chaqueta y llevaba la camisa remangada.

—Conoces el color de estos papeles, ¿no? Hay uno para ti y otro para mí, y otro para los dos, la orden de registro. ¿Tienes algún cadáver escondido en el armario?

El más joven de los Mori no bromeó. Leyó atentamente los mandatos.

—¿Y bien? —preguntó.

No se sabía si se dirigía a su hermano o bien si interpelaba a Maigret.

—Cuando haya acabado con su hermano pasaré a verle a usted. Me esperará en su casa…

—¿Tiene coche? —preguntó Manuel.

—Un taxi.

—¿No prefiere que le lleve yo?

—No. Pero le ruego que siga a mi taxi sin intentar rebasarnos.

Maigret, de paso, se llevó con él al inspector encargado de la vigilancia de Manuel.

—¿A dónde vamos?

—A la calle de La Bruyère, a su casa.

—Nos sigue.

—Le dije que lo hiciera.

Estaba a dos pasos de la calle Fontaine. El piso de los Marcia, en la calle Ballu, estaba a dos pasos del restaurante. Jo vivía en el Hôtel des Îles, en la Avenida Trudaine, a sólo cinco minutos de allí.

—Mañana lo entierran, ¿no?

—Mañana son los funerales, pero inmediatamente lo llevarán a Bandol para enterrarlo.

La casa de seis pisos era moderna, muy cuidada.

—¿Qué hago yo? ¿Subo con usted?

—Es mejor que se quede abajo…

El Jaguar rojo se detuvo delante del taxi.

—Le indicaré el camino…

Pasaron ante la cristalera de la portería, cuyas cortinas se movieron levemente.

—Es en el tercero…

—Lo sé.

—¿No le molesta tomar el ascensor conmigo?

—En absoluto.

—Podría tener miedo. Yo soy más joven y más fuerte que usted.

Maigret se contentó con mirarle como se mira a un niño que se echa un farol.

Manuel sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta e hizo pasar ante él al comisario.

—Como ve, no tengo criada. Una mujer viene cada día a cuidarse de la casa, pero como a esta hora estoy normalmente durmiendo, no viene hasta la tarde.

El salón no era grande, sobre todo comparado con el de la calle Ballu, pero también estaba amueblado con minucioso cuidado. Daba a un comedor. Un bodegón de Chardin, representando dos faisanes, le pareció auténtico.

—¿Un Chardin?

—Eso creo.

—¿Le gusta la pintura?

—Bastante. Uno no es insensible a las artes, por más que se dedique a vender tomates y verduras.

Su voz sonaba irritada. En el dormitorio, la cama estaba aún por hacer. Era la única habitación moderna, muy clara, muy alegre. Daba a un cuarto de baño bastante amplio. En medio se alzaba un punching ball.

—Fin de la visita. Lo ha visto ya todo.

—Aún no. Falta algo en el dormitorio.

—¿Qué?

—Ahí en medio había una pequeña alfombra que ha dejado una mancha más clara en la moqueta.

Maigret se inclinó.

—Además, en la moqueta se ven aún hilillos de color que probablemente pertenecen a la alfombra desaparecida.

—Búsquela.

—No me voy a dar ese trabajo. ¿Me permite?

Descolgó el teléfono y llamó a la P. J., luego al laboratorio.

—¿Es usted, Moers? Aquí, Maigret. Quisiera que venga con dos o tres hombres a la plaza La Bruyère… A la puerta verá a un inspector… Suba al tercero… ¿Que qué busco?… Cualquier cosa…

Manuel perdió su aire socarrón.

—Van a ponerme el piso patas arriba…

—Es probable…

—Puedo asegurarle que esa alfombra de que me habla no ha existido jamás…

—Entonces sabremos a quién han pertenecido estas hilachas de color…

—Son de una amiga cuyo abrigo…

—No. La señora Marcia, Lina si usted lo prefiere, es una mujer de buen gusto, que no llevaría un abrigo con una mezcla de rojo, verde y amarillo…

—Supongo que mi abogado tiene derecho a asistir al registro…

—Por mi parte, no veo inconveniente.

Ahora fue Manuel quien telefoneó.

—¿Oiga? ¿Podría hablar un momento con el abogado Garcin, por favor?… Aquí Manuel Mori… Es muy urgente…

Estaba febril.

—¿Garcin?… Sí, viejo, te llamo desde casa… El comisario se ha procurado una orden de registro… Ha descubierto en la moqueta unos hilillos que no le gustan… Ha llamado a la gente de la identificación judicial… ¿Podrías acercarte por aquí un momento?

»¿Qué? ¿Pero qué dices? ¿Que tengo que dejarles meter los hocicos en los muebles y en los cajones?… Pues eso no es todo. Hay también un mandato de detención a nombre de mi hermano y otro a mi nombre…

»No… Me dijo que aún no sabe si va a utilizarlos… Escucha… Si no te he llamado, pongamos a las cuatro de la tarde, haz todo lo que hay que hacer para que nos suelten… No tengo ganas de pasarme la noche en la jaula… Además, mañana son los funerales, y luego tengo que ir a Bandol para el entierro…

»… Ella va bien, sí… Gracias, viejo… Hasta la vista…

La charla con el abogado le había devuelto el ánimo. Quedó sorprendido al oír que Maigret le decía:

—Si me hubiera dicho que iba a Bandol…

—¿Qué habría pasado entonces?

—Que no me habría preocupado de los mandatos. No pensaba en Lina, que va a necesitarlo a usted.

—¿Qué es lo que está insinuando?

—Lo que sabe todo el mundo en Pigalle… Usted no tiene ahora dos o tres amiguitas por semana, como antes…

—Mi vida privada es cosa mía…

—Tiene usted derecho a acostarse con la mujer de un amigo, desde luego, pero no a dispararle una bala en pleno pecho…

Llamaban a la puerta. Moers entró acompañado de dos hombres con dos maletines.

—Por aquí… Es en este dormitorio… No vale la pena de preguntarles qué creen que había en esta mancha más clara…

—Una alfombra, claro.

—Han quedado unos hilos en la moqueta… Quisiera que los recojan y que los estudien… En general, todo el piso necesita un examen detenido… Me interesaría encontrar planos de casas o de palacios, por ejemplo, o la correspondencia con anticuarios extranjeros o con marchantes de cuadros…

Esta vez, Mori quedó estupefacto y no intentó ocultarlo.

—Pero bueno, ¿qué es ahora esta nueva historia?

—Por ahora, nada. Sólo una idea en el aire, pero va a salir quizá algo… Le dejo trabajar, Moers… Tengo una gestión que hacer. Es posible que también allí le necesite…

Y volviéndose hacia Manuel:

—Le dejo también. Hasta nueva orden queda en libertad, pero le prohíbo que salga de la ciudad…

—¿Y Bandol?

—Se lo diré mañana por la mañana…

—¿Puedo telefonear a Lina?

—¡Vaya! Lo reconoce…

Manuel se encogió de hombros.

—Llegados a este punto no vale la pena seguir negando. No hemos hecho nada malo, al fin y al cabo…

—Eso le deseo…

Minutos más tarde, Maigret entraba en el Hôtel des Îles, que, sin ser un establecimiento de lujo, era confortable, de una rara limpieza, y habitado posiblemente por huéspedes fijos. Se dirigió a la recepción.

—¿Jo Mori, por favor?

La muchacha, desde el otro lado del mostrador, le miraba sonriendo.

—Segundo piso. El 22, señor Maigret…

—¿Le dijo que me esperaba?

—No. Me dijo que estaba esperando a alguien, pero le reconocí en cuanto apareció usted en la puerta…

Maigret tomó el ascensor, llamó al 22 y le abrieron inmediatamente. Era Jo, que había abandonado su almacén de la calle de El Cairo para estar en su habitación cuando Maigret llegara.

—¿Qué ha hecho usted con mi hermano?

—Quedó en su casa. Allí están también los especialistas de la identificación judicial procediendo a un examen minucioso de la vivienda…

—¿No le ha detenido?

—Lina lo necesitará mañana… Tiene que ir a Bandol… ¿Y usted?

—No pensaba ir… ¿De qué Lina habla?

—Dejémoslo… Eso es ya cuestión resuelta… Su hermano acaba de reconocer que era su amante…

—No le creo…

Estaban en un saloncito gris perla, un poco pasado de moda, pero grato. Jo, tras un momento de vacilación, tendió la mano al aparato y marcó el número de su hermano.

Maigret, con las manos a la espalda, miraba a su alrededor. Abrió una puerta a ver qué había y se encontró de golpe con una joven que no llevaba puesto más que un peinador entreabierto.

—Supongo que usted es la amiga de Jo, ¿verdad? La pregunta es inútil, puesto que la encuentro en su habitación, no lejos de la cama deshecha, y con las ropas en el sillón.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Nada. ¿Cuántos años tiene?

—Veintidós…

Oyó la voz de Jo detrás de él.

—Ya está hablando con ella… Pero si no me ha dado tiempo… ¿Y tú? ¿Es verdad que te dejan ir a Bandol y que le has hablado de Lina? Hubieras debido advertirme…

»No sé… Está charlando con ella en el dormitorio… La conoces… Podría estar hablando durante horas, pero desgraciadamente no he encontrado la sordomuda que convenía…

No tardó en colgar, y su silueta se dibujó en el marco de la puerta del dormitorio.

La muchacha estaba diciendo:

—Me llamo Marcelle… Marcelle Vanier… Soy de Beziers, pero me vine para París en cuanto pude…

—¿Cuánto tiempo lleva usted con Jo?

—Un mes, y no me hago ilusiones. Dudo que la cosa dure un mes más.

—A ver si te sujetas el peinador… —dijo la voz dura del joven.

Y volviéndose hacia Maigret:

—Si me dice exactamente qué es lo que busca, quizá ganáramos tiempo… Sabe ya que tengo un camión descargando y que habrá que entregar la mercancía inmediatamente…

Como si no le hubiera oído, el comisario seguía dirigiéndose a Marcelle.

—¿Dónde estaba anteayer por la noche?

—¿A qué hora?

—A las once de la noche…

—Fuimos al cine Jo y yo… Volvimos pronto, porque estaba cansado…

—¿A qué hora le llamaron por teléfono?

La muchacha abrió la boca, la volvió a cerrar, miró a Mori con expresión interrogadora.

—No hay nada de malo en eso. Me llamó mi hermano para decirme que pensaba hacer durante unos días un viaje largo por provincias…

—¿A Bandol? —preguntó burlón el comisario.

—A Bandol o a cualquier parte. No me lo dijo.

—Si habló de Bandol era una premonición, pues Maurice Marcia no había muerto aún…

—Tampoco yo lo sabía…

—Pues estaba ayer en todos los periódicos, con la hora de la muerte… A las doce y media de la noche, poco más o menos…

—Es posible, pero no me interesa lo más mínimo.

—¿No tiene usted cuadros aquí?

—¿Qué cuadros?

—No sé. En este asunto hay muchos aficionados a la pintura…

—Pues yo no lo soy.

—Y los muebles son muebles de hotel, honestos y vulgares…

—¿Y qué iban a ser si no?

—¿Es aquí donde guarda usted las facturas y los papeles del negocio?

—No. En la calle de El Cairo, naturalmente. En el despacho…

—Y usted, Marcelle, ¿trabaja en algún sitio?

—De momento, no.

—¿A qué se dedicaba usted antes de tropezarse con este caballero?

—Trabajaba de camarera en un bar de la calle de Ponthieu… Empiezo a pensar que me equivoqué al dejar mi puesto…

—También yo lo creo.

—¿Qué me aconseja usted?

—¡Venga! ¡Dígaselo! —intervino Jo con los puños cerrados.

—Tranquilo, pequeño… Por hoy no te voy a meter en la jaula. Sigan gozando de la vida. Pero que no se le ocurra abandonar París…

»¡Ah! Y una recomendación más: No le toquen ni un pelo a La Pulga si se encuentran con él… Podría costarles muy caro…

Y Maigret bajó las escaleras cargando la pipa. Se había olvidado de la chica de la recepción y quedó sorprendido cuando una voz joven y alegre le dijo:

—¡Hasta la vista, señor Maigret!