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Las ventanas, en el despacho de Maigret, estaban de nuevo abiertas sobre el aire estremecido del exterior y sobre el ruido de los automóviles y de los autobuses sobre el Pont Saint-Michel.

El inspector Louis se sentó en el borde de la silla que el comisario le indicó. Se movía con gestos lentos, casi solemnes, como su traje negro, que sorprendía aún más en aquel día primaveral.

—Le agradezco que haya querido recibirme, señor Comisario divisionario…

Tenía un rostro fino y blanco, casi de mujer, cortado por sus espesos bigotes negros. Los labios rojos, como si los llevara pintados, y sin embargo nada había en él de afeminado.

Debió de haber sido el tímido de su clase, el que siempre se ponía rojo y empezaba a tartamudear cuando el maestro se dirigía a él.

—Le ruego que me permita hacerle una pregunta.

—Con mucho gusto…

—¿Serán los inspectores del XVIII los que van a llevar la investigación, dado que el cuerpo ha sido hallado en su distrito?

Maigret necesitó reflexionar antes de darle una respuesta.

—Serán ellos los que interroguen a los eventuales testigos, por si han visto un coche que haya podido detenerse en la avenida a medianoche. Interrogarán al pintor que avisó a la policía, y a los otros vecinos también…

—Pero por lo demás…

—Como usted sabe, es un asunto de la Brigada Criminal, pero esto no nos impide solicitar o aceptar la colaboración de los inspectores de los distritos. Usted conoce muy bien Montmartre, ¿verdad?

—Nací en el barrio y vivo aún en él.

—Usted ha estado en contacto con Maurice Marcia…

—Con él y con sus empleados…

Se puso rojo. Debía de estar haciendo un gran esfuerzo para decir todo lo que pensaba decir.

—Verá usted, yo trabajo sobre todo de noche. He acabado por conocer a todo el mundo en el barrio. En Pigalle se han acostumbrado a mí. Hablo unas palabras con uno, con otro… Entro en los bares, en las tabernas, y, sin esperar lo que yo pida, me sirven ya una botella pequeña de agua mineral.

—Supongo que si ha venido usted a verme es porque tiene algo que decirme sobre el caso Marcia.

—Creo saber quién lo ha matado.

Maigret fumaba suavemente su pipa, un poco echado atrás, observando a su interlocutor con curiosidad, incluso con cierta fascinación.

—Su sospecha, ¿tiene una base?

—Sí y no.

Estaba algo desconcertado y no se atrevía a mirar al comisario a la cara.

—Esta mañana recibí una llamada telefónica…

—¿Anónima?

—Más o menos… Hace años que recibo llamadas telefónicas de la misma persona…

—¿Mujer, u hombre?

—Un hombre. Nunca ha querido decirme el nombre. Cuando ocurre en Montmartre algo más o menos misterioso, me llama y empieza siempre diciendo:

»—Soy yo…

»Reconozco su voz. Sé que llama desde una cabina pública, y no pierde el tiempo, me dice justamente lo esencial. Por ejemplo:

»—Preparan un atraco en el barrio de La Chapelle… La banda de Coglia…

—Coglia está en la cárcel y tiene para mucho tiempo aún… —objetó Maigret.

—Sus antiguos cómplices continúan…

—¿No se engaña nunca su anónimo delator?

—No…

—¿Y no le pide dinero?

—Tampoco… Ni me pide que haga la vista gorda ante actividades suyas más o menos ilegales…

Maigret empezaba a estar interesado.

—¿Y le telefoneó esta mañana?

—Sí. A las ocho, cuando estaba a punto de salir a comprar la comida del día… Vivo solo y tengo que hacer la compra yo…

—¿Qué fue lo que le dijo exactamente?

—El señor Maurice ha sido asesinado por uno de los hermanos Mori…

—¿Sólo eso?

—Sólo. ¿Conoce usted a los hermanos Mori, a Manuel y Jo?

—Hace más de dos años que estamos intentando atraparlos con las manos en la masa, y no hay manera. Hasta ahora no tenemos nada concreto contra ellos…

—También yo los vigilo. No viven juntos. Manuel, el mayor, que tiene treinta y dos años, vive en un piso casi lujoso en la plaza La Bruyère…

A dos pasos de La Sardina.

—Jo, que tiene veintinueve, tiene una habitación con salita de estar en el Hôtel des Îles, en la avenida Trudaine…

»Pero sin duda conoce usted ya su expediente completo. Han montado un negocio de importación de fruta en la calle de El Cairo. Uno u otro están allí todos los días. Es un almacén enorme que tiene entrada directa desde la calle…

—¿Tenían relación con Maurice?

—Iban a veces a cenar a su restaurante. Pero no son ellos solos los que van. Entre este tipo de gente es normal frecuentar La Sardina…

—¿Les ayudaba Marcia de vez en cuando?

—No lo creo. Ahora, desde que se había establecido, tenía la manía de la respetabilidad y estaba lleno de temores.

—¿De cuál de los dos hermanos hablaba su anónimo confidente?

—No lo sé, pero no tardaré, supongo, en recibir una nueva llamada. Por eso me he permitido pedirle que me concediera esta entrevista.

—¿Quiere usted colaborar en la investigación?

—Quisiera colaborar en cierto modo oficiosamente. No me salgo nunca de mis atribuciones. Puede confiar en mí. Le prometo que le tendré al corriente de todo lo que vaya descubriendo…

—¿Conoce usted a los hermanos Mori?

—Me tropiezo con ellos por los bares… Manuel tenía una amiga de la Martinica, muy guapa…

—¿Qué ha sido de ella?

—Baila y canta en una sala de fiestas para turistas…

—¿Quién la ha sustituido?

—Nadie… Le veo siempre solo, o con su hermano… Éste vive con una joven de provincias. Se llama Marcelle, y tiene veintidós años…

—¿No cree que ella podría ser el eslabón débil de la cadena?

—Está loca por Jo Mori, y es una chica de carácter…

—¿Cree que ella está al corriente de los asuntos de los dos hermanos?

—No sé hasta qué punto confiarán en ella… Tampoco les he visto nunca con personas que pudieran servirles de cómplices cuando dan un golpe…

Últimamente se habían registrado diez asaltos, siempre con la misma técnica, de la misma manera. Se trataba siempre de un palacio o de una gran casa en el campo, en un radio de unos ciento cincuenta kilómetros con París como centro.

Los ladrones estaban bien informados, conocían los objetos, los cuadros o los muebles de valor que se hallaban en los edificios. Sabían también si los propietarios estaban ausentes, y cuántas personas guardaban el lugar.

Operaban sin ruido, sin violencias. En menos de una hora se llevaban lo que era más fácil de revender. Disponían, pues, al menos de un camión.

Y los hermanos Mori tenían dos que utilizaban para su negocio de frutas. Como si fuera por casualidad, hacía también unos dos años que habían empezado con su casa de importación.

Manuel había trabajado antes en casa de un comisionista del mercado central. Jo había estado tres años trabajando con un arquitecto.

¿Pero dónde dejaban el producto de los robos? Probablemente cerca de París, en una casa alquilada bajo otro nombre.

—¿Quién podría ser el vigilante de la mercancía?

—No me atrevería a jurarlo, pero creo saberlo; la madre de los Mori.

—¿La conoce?

—No la he visto nunca. Sé que existe. Vivía en Arles con sus hijos. Cuando éstos vinieron a París, ella se quedó aún algunos años en el Midi con su hija. Ésta se ha casado y vive en Marsella.

Desde hacía tiempo el inspector Louis venía trabajando solo, pacientemente, sin servirse de los organismos complicados de la policía oficial.

—¿Cómo sabe usted todo eso?

—Miro, escucho, tengo gente que me informa, gente a la que a veces echo una mano…

—¿Qué ha sido de la madre de los Mori?

—Vendió la casa de Arles con todo el mobiliario, y nadie la ha vuelto a ver.

—Apuesto a que usted ha registrado ya los alrededores de París…

—A veces doy una vuelta, los domingos o los días de descanso…

—¿No ha encontrado nada aún?

—Todavía no.

Se puso colorado de nuevo, como avergonzado o sin confianza en sí mismo.

—¿Qué sabe usted de la señora Marcia?

—¿Habla de la de ahora? Porque hubo otra antes, con la que vivió cerca de veinte años. Se llevaban muy bien. Marcia la había recogido de la calle, pero la mujer había acabado convirtiéndose en una burguesita. Cuando murió de cáncer, Marcia quedó muy afectado y durante varios meses no fue el mismo hombre…

Tiempo atrás, cuando era joven, Maigret había trabajado también en la calle, luego en las estaciones, en el metro, en los grandes almacenes. En esta época también él conocía a todo el hampa de París.

Ahora lo habían encerrado en una oficina, y su jefe quedaba sorprendido cuando iba a ver a un sospechoso a su casa o cuando metía las narices por los rincones, lejos de la oficina.

—¿Dónde encontró a esa mujer, Lina, con la que vive ahora?

—Bailaba en Tabarin, luego era telonera del Canari. Creo que la encontró ahí. A pesar de su profesión, era una mujer discreta; parece que nunca anduvo detrás de los clientes. Es una mujer de cierta instrucción.

—Estoy seguro que sabe usted de dónde salió, quiénes son sus padres, qué estudios hizo…

El inspector Louis enrojeció una vez más.

—Nació en Bruselas. Su padre trabaja en un banco. Estudió hasta los dieciocho años. Luego entró en el banco donde trabajaba su padre. Se vino a París con un muchacho que esperaba hacer carrera aquí como pintor. La cosa no fue tan rápida como él esperaba. No tenía éxito. Lina empezó a trabajar en un almacén de los Grands Boulevards como dependienta.

»El pintor la dejó y ella fue a dar al Tabarin, donde al principio hacía de corista…

Hacía años que Maigret conocía al inspector. Se encontraban muy de tarde en tarde, desde luego, y apenas tenían contacto personal. Durante cierto tiempo lo había tomado por un imbécil de solemnidad, luego, se había ido dando cuenta de que, al contrario, era un hombre inteligente.

Ahora lo miraba con una curiosidad casi maravillada.

—¿Hay mucha gente en Montmartre sobre la que usted sepa tanto?

—Bueno… con los años uno va conociendo a unos y a otros. Las cosas se acumulan…

—¿Lleva usted un archivo?

—No. Lo guardo todo en la cabeza. No tengo nada más que hacer. Ésa es toda mi diversión y mi oficio.

Maigret se levantó y abrió la puerta del despacho de los inspectores.

—¿Quieres venir un momento, Janvier?

Luego, señalando a Louis:

—Supongo que se conocen ya…

Se estrecharon la mano.

—Hemos estado charlando un largo rato el inspector Louis y yo sobre el asunto de Marcia. ¿Tienes algo nuevo sobre el caso?

—Sólo que un automóvil rojo se detuvo un momento hacia la una de la mañana en la avenida Junot.

—Nuestros hombres continuarán la investigación, desde luego, pero el inspector Louis, que conoce a los protagonistas, trabajará con ellos y nos tendrá informados de lo que eventualmente vaya descubriendo…

»¿Conoces a los hermanos Mori?

—Los tuvimos por sospechosos. Creímos por un momento que eran ellos la cabeza de la que llaman «la banda de los palacios».

—¿Siguen vigilados?

—No de cerca. Sabemos de sus idas y venidas. Jo, el más joven, va frecuentemente a Cavaillon para comprar verduras y frutas para el negocio.

—A partir de hoy vais a seguirlos día y noche.

—¿A los dos?

—A los dos.

—¿Por lo de los palacios?

—No. Esta vez se trata de un asesinato. El de Maurice Marcia.

Janvier miró maquinalmente a su colega del IX. No le gustaba mucho, se le notaba, la intrusión de Louis en aquel asunto.

—¿Hay que vigilar a alguien más?

—A la viuda…

—¿Usted cree?

—No creo nada. Pero nunca se sabe… Estoy investigando, investigamos todos…

Dio la mano al inspector Louis.

—¿Va usted a Montmartre?

—Sí.

—¿Tiene auto?

—No.

—Voy también. Venga con el mío. Me gustaría que me acompañaras, Janvier.

Éste se puso al volante. Maigret fumaba su pipa. Louis iba en el asiento de atrás, solo, y parecía no sentirse a gusto.

Había soñado siempre con trabajar para el Quai des Orfèvres, y la misión que Maigret le había encomendado era como un ascenso.

En la calle de Notre-Dame-de-Lorette, Janvier preguntó:

—¿A dónde vamos?

—Más arriba. En la calle Ballu.

—¿A casa de Maurice Marcia?

—Sí.

—¿Dónde le dejo?

—En cualquier sitio. Ahora estoy en mi barrio…

—Entonces, le dejaré aquí…

—Ya sabe dónde me encontrará. Mi número personal está en el listín…

—Gracias…

Salió torpemente y empezó a caminar por la acera con pasos regulares, sin apresurarse.

Minutos después, Maigret y Janvier llamaban a la puerta de la antigua villa. Les abrió la portera. Tenía apenas cuarenta años y era bastante bonita. Los miró a través de la puerta de cristales, y el comisario abrió.

—¿Han traído el cuerpo?

—Aún no, pero están arriba los de pompas fúnebres… Creo que traerán el muerto por la tarde…

—Le presento al inspector Janvier, que trabaja también en este asunto. ¿Cuánto tiempo hace que vive en esta casa la señora Marcia?

—Desde que se casaron… Hará unos cuatro años…

—¿Recibían a mucha gente?

—Casi a nadie. Como usted sabe, él no volvía a casa hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Dormía toda la mañana, comía, luego la siesta, después iba a ver a su masajista…

—¿Cenaba aquí?

—Muy raro. La mayoría de las veces cenaba en su restaurante.

—¿Con su mujer?

—No. Creo que no le gustaba que ella pusiera los pies en La Sardina…

—¿Por qué?

—Porque temía, supongo, que se encontrara con conocidos de antes… No olvide que él andaba por los sesenta años y que ella apenas tiene treinta…

—¿Qué hacía ella durante el día?

—Llevaba la casa, daba instrucciones a la criada y a la cocinera, a veces iba a Chez Faucon o a cualquier tienda de lujo para comprar cosas que se encuentran en el barrio… Iba a la peluquería un par de veces por semana…

—¿Al centro?

—Calle de Castiglione, creo…

—¿Y por la tarde?

—Leía o miraba la televisión. Antes de acostarse sacaba al perro un rato…

—¿No iba al cine?

—Quizá sí. Una o dos veces por semana estaba fuera toda la tarde…

—¿No la visitaba nadie?

—Nunca.

—Gracias. ¿Está arriba?

—Sí. Con su modisto.

No tomaron el ascensor, y llamaron a la puerta del primer piso. Les abrió una criada joven de enormes senos.

—¿Qué desean?

—Ver a la señora Marcia.

—Está ocupada.

—Esperaremos…

—¿De parte de quién?

—Policía Judicial…

—Un momento.

Los dejó en el vestíbulo y se dirigió hacia la puerta del fondo. El salón estaba abierto. Los muebles Luis XV habían desaparecido, y también la gran alfombra china. Unos hombres encaramados a unas escaleras estaban cubriendo las paredes con paños negros.

Por lo visto se hacían las cosas en grande y el salón se estaba transformando en capilla ardiente. ¿Habría ido el modisto para el vestido de luto?

—¿Quieren venir conmigo?

Los hizo entrar en un despacho-biblioteca donde había estanterías de libros desde el suelo al techo. Eran obras lujosamente encuadernadas que, desde luego, Maurice Marcia no había leído.

Los sillones eran confortables. Había un pequeño bar que debía de tener un refrigerador. No se notaba el menor desorden en aquel despacho decorado de rojo.

Para esta parte de la casa habían adoptado el estilo inglés. Un humector de caoba incrustada de marfil debía de contener costosos habanos. ¿Estarían ya allí aquellos muebles y aquellos objetos cuando Lina llegó a la casa? ¿Habría sido ella quien cuidó del estilo del piso?

—En este despacho por lo visto no se trabajaba a menudo… —murmuró Maigret dirigiéndose a Janvier—. Si hubieras visto los muebles del salón… Parecía un museo…

—Va a quedar una capilla ardiente como para un palacio…

Se aproximaban unos pasos, y se callaron.

* * *

La mujer llevaba un vestido de seda mate negra, muy sencillo, y en el dedo un diamante que no debía de quitarse nunca. Se detuvo un momento en el umbral con la sorpresa reflejada en su rostro. Su mirada iba de Maigret a Janvier. ¿Estaría sorprendida por hallarse ante dos hombres en vez de uno? ¿Qué importancia daba a este hecho? ¿Daba a sus ojos un carácter más oficial a la entrevista?

—El inspector Janvier, uno de mis principales colaboradores…

La mujer inclinó levemente la cabeza.

—Comprenderá usted que estoy muy ocupada…

—También nosotros lo estamos, créame, y si venimos a molestarla, no es por placer.

Estaban los tres de pie. En vista de que ella no lo hacía, fue Maigret quien propuso que se sentaran.

—¿Será largo?

—No creo.

—Ayer pudo hacerme usted todas las preguntas que quiso. Le respondí francamente. El cuerpo estará aquí hacia las siete de la tarde.

El comisario hizo como si no hubiera entendido. Mirando a su alrededor con aire de entendido, preguntó:

—¿Estaba ya aquí el mobiliario del piso cuando usted vino, hace cuatro años?

—Cinco —rectificó ella—. Pronto hará cinco años que nos casamos.

—¿Los muebles?

—Los compramos entonces. Antes había otros.

—Menos lujosos, supongo…

—De otro tipo.

—¿Quién de ustedes sugirió cambiarlo todo?

—Mi marido. No quería verme vivir en un marco que había sido mucho tiempo el de su primera esposa.

—No le pregunto si son auténticos. Ayer admiré los del salón…

—Lo son —respondió de mal humor.

—¿Fue usted a comprarlos con él?

—Prefería ir él solo a ver a los anticuarios para darme así una sorpresa. Pero no veo qué tiene que ver esta cuestión de los muebles…

—Probablemente no tiene nada que ver con la muerte de su marido, pero sabemos por experiencia que en un caso de asesinato no se debe dejar nada al descuido. ¿Era muy rico su marido?

—No hablaba de dinero con él. Sé sólo que el restaurante marchaba muy bien y que él se esforzaba para que continuara yendo así…

—Estaba muy enamorado…

—¿Qué es lo que le hace pensar esto?

—No se arregla así una casa para una mujer que le es a uno indiferente…

—Me amaba.

—Apuesto a que el matrimonio se regía por el régimen de comunidad de bienes.

—Es normal, ¿no?

—¿Cuándo serán los funerales?

—Pasado mañana. En la iglesia de Notre-Dame-de-Lorette. Después de la ceremonia el cuerpo será conducido a Bandol, donde tenemos una casa, y lo enterrarán en el cementerio del pueblo.

—¿Irá usted a Bandol?

—Desde luego.

—¿Irán otros amigos?

—No. No sé. No depende de mí.

—Otra pregunta: ¿Qué va a ser del restaurante?

—Seguirá abierto. Excepto pasado mañana, el día del entierro.

—¿Quién se cuidará de dirigirlo?

Vaciló un momento.

—Yo… —dijo al fin.

—¿Cree que tiene usted experiencia suficiente?

—El personal ha trabajado mucho tiempo con mi marido. La casa podría seguir marchando sola…

—Su vida ha cambiado completamente…

Maigret sabía que la exasperaban estas preguntas que parecían no significar nada, pero seguía con su aire de campesino preguntón.

—Mi vida no importa a nadie mientras no quebrante la ley, ¿verdad?

—Era una idea que se me ocurrió… Aquí estaba usted como enclaustrada… Pasaba sola todas las noches hasta que su marido llegaba de madrugada…

—Nadie me prohibía salir…

—Lo sé… Iba usted a veces al cine… Pero no tenía amigos, amigas…

La criada entró, titubeando.

—Ésos preguntan si tenemos plantas verdes porque el salón queda muy vacío…

—Enséñeles las de la terraza…

Y volviéndose hacia Maigret:

—Como ve, me necesitan. Su insistencia me sorprende desagradablemente, sobre todo si, como usted me dio a entender ayer, sentía cierta simpatía por mi marido…

—Intentaré molestarla lo menos posible…

—Le advierto que estoy decidida a no volver a recibirle.

—Lo lamento, porque entonces me veré obligado a hacerla ir al Quai des Orfèvres. Su marido vino muchas veces a mi despacho. Fue tiempo atrás, antes de convertirse en propietario de La Sardine… Entonces no tenía una casa de veraneo en Bandol…

—¿Está usted empeñado en recordar cosas desagradables?

—No. Él, a diferencia de usted, tenía buenos amigos. Me pregunto si no conocerá a algunos. Quizá iban a visitarle en verano a Bandol… Los hermanos Mori, por ejemplo…

Si se estremeció, fue algo tan discreto que nadie podría apenas advertirlo.

—¿Tendría que conocerlos?

—Se lo he preguntado, simplemente. Son dos, Manuel y Jo… Tienen una casa de importación en la calle de El Cairo…

—No los conozco.

—A menudo iban a cenar a La Sardina…

—Donde yo no ponía los pies jamás…

—La última pregunta. Este piso es muy grande. ¿Seguirá viviendo usted sola en él?

—Me lo pidió mi marido. Fue él también quien me pidió que no traspasara el restaurante ni vendiera la casa de Bandol.

»—Será como si yo estuviera un poco ahí… —decía…

—¿Esperaba lo que le ha ocurrido?

—No. Desde luego.

—Pero llevaba la pistola en el bolsillo…

—Sólo cuando llevaba dinero… Todos los que llevan regularmente grandes sumas van armados…

—Y cuando llegaba aquí ¿dónde solía guardar el dinero?

—En la caja fuerte.

—¿Dónde está?

—Detrás del cuadro de Delacroix. Ahí, a la derecha de la chimenea.

—¿Conocía usted la combinación?

—No. Tendré que llamar a un especialista de la casa que construye estas cajas…

—Muchas gracias…

Se levantó, y ahora se la veía tensa. Parecía como si pasara revista a todas las preguntas que le había hecho el comisario.

¿Adónde llevaban en definitiva estas preguntas? A Maigret le hubiera costado trabajo decirlo. Sentía cierto malestar. En este asunto había aspectos que no le gustaban nada.

Salió con Janvier. El sol estaba aún alto y caía fuerte.

—¿Cree usted que sabe más de lo que ha dicho, jefe?

—Pondría la mano en el fuego.

—¿Quiere usted decir que puede ser… digamos cómplice?

—No digo tanto, pero la historia no es, ni con mucho, tan clara como nos quería hacer creer.

—¿A dónde vamos?

—A la calle Fontaine…

No había clientes a esta hora, pero dos camareros estaban disponiendo las mesas para la cena. Freddy, el barman, secaba las botellas y las ponía en la estantería.

El comisario se dirigió a él.

Freddy hizo un gesto raro, luego se dispuso a responder.

—¿No está por aquí Comitat?

—Está descansando en el despacho del patrón…

—¿Ya?

—¿Qué quiere decir?

—Que el señor Marcia aún no ha sido enterrado y Comitat se dispone a ocupar su sitio…

—Se equivoca usted, comisario. Incluso cuando el señor Maurice estaba aquí, Raoul tenía la costumbre de estar una hora con los ojos cerrados sentado en uno de los sillones del despacho…

—¿Sabe usted que los funerales son pasado mañana?

—Nadie me ha dicho nada.

—Cerrarán el restaurante para que todo el mundo pueda ir.

—Normal, ¿no?

—Luego lo enterrarán en Bandol.

—No me sorprende. El patrón nació entre Marsella y Tolón, no sé en qué pueblo. Todos los años cerraba el restaurante un mes para pasar sus vacaciones en Bandol…

—¿No se le ha ocurrido pensar qué va a ser ahora del restaurante?

—A mí me es igual. Alguien lo hará marchar, supongo. Esto es una mina…

—En adelante no va a tener usted patrón, sino patrona…

—¿De veras?

—La señora Marcia ha decidido ocupar el sitio de su marido…

Freddy hizo una mueca, luego comentó:

—Es su negocio, al fin y al cabo…

—¿La conoce?

—De cuando estaba en Tabarin. Trabajé allí durante dos años antes de venir aquí. Ella era corista…

—¿Y qué piensa de ella?

—No tuve ocasión de tratarla mucho. Cuando venía a la barra pedía su consumición, y nada más… Me parecía un poco estirada… Aquí, en Montmartre uno está acostumbrado a todo tipo de chicas, pero ella tenía clase… Debe de haber salido de buena casa, y no me extrañaría que tuviera buena instrucción…

—¿Siguen viniendo por aquí a cenar los hermanos Mori?

Freddy no entendió la intención de la pregunta.

—De vez en cuando… No regularmente… Su negocio les obliga a madrugar.

—¿Seguían siendo amigos del patrón?

—El señor Maurice solía sentarse un rato a su mesa, como hacía con los buenos clientes… A veces les traía una botella de su reserva…

—Pero la señora Marcia no venía nunca…

—Nunca…

—¿Y no sabe por qué?

—Supongo que el patrón era celoso… Es muy guapa, para los que les gusta este tipo… Además, se llevaban más de treinta años…

Miró hacia el fondo de la sala.

—Ahí viene Raoul.

El maître los había visto y se acercaba a ellos. Tendió la mano a Maigret, luego a Janvier.

—¿Venían a verme a mí?

—Teníamos esa intención, pero nuestra visita no tiene un objeto concreto. Le estaba diciendo a Freddy que los funerales serán pasado mañana en Notre-Dame-de-Lorette…

—Entonces, cerraremos… Hubieran debido decírmelo antes. Habría sido más correcto… De momento, todo el peso de la casa ha caído sobre mí… Hace dieciséis años que trabajo aquí…

Se detuvo, molesto. Estuvo quizá a punto de decir:

—Y ella lleva sólo cinco años durmiendo en su cama…

—¿Sabe usted quién va reemplazar al señor Maurice?

—Del modo como me lo dice, no hay duda. Por otra parte, ya se me ocurrió ayer. ¿Es ella, no?

—Sí. ¿La conoce?

—La vi en Bandol. El patrón sabía que estaba en la Costa, de vacaciones, y me invitó a comer en su casa… Es un sitio donde a uno le gustaría pasarse la vida entera, se lo aseguro… No es muy grande… Nada de lujo deslumbrante, pero todo de verdad, sólido… Yo también soy del Sur, y entiendo un poco de viejos muebles provenzales… Nunca vi unos como los del señor Maurice…

Se volvió hacia Freddy.

—Sírveles algo a estos señores. ¿Qué van a tomar?

—Una cerveza…

—Yo también —dijo Janvier algo molesto.

Y Comitat suspiró:

—Va a ser divertido tener por patrón a una mujer… Esto va a parecer un burdel…

—Algunos clientes van a sentirse en familia…

—Bueno. Aquí viene de todo, ministros, artistas, directores de teatro e incluso banqueros. También abogados, y médicos, sin contar, como usted acaba de decir muy bien, algunos truhanes de altura…

—¿Siguen viniendo los hermanos Mori?

Hubo un breve silencio.

—De vez en cuando. A mí, la verdad, nunca me han hecho gracia, sobre todo Manuel. Este tipo quiere siempre dejar a todo el mundo con la boca abierta, lleva unos autos impresionantes, como si fuera un Creso. Pero es su hermano Jo quien hace que marche el negocio de importación. Manuel apenas pone los pies en la calle de El Cairo y está la mayor parte del tiempo en Deauville, en Touquet o en sitios así…

—¿Con mujeres?

—No le faltarán, digo yo, porque es un tipo atractivo, pero no se le conoce ningún lío serio… A mí eso no me importa, la verdad… El patrón parecía encontrarse a gusto con ellos…

—Una cosa me sorprende, el señor Maurice parecía muy enamorado de su mujer, muy celoso también, y la dejaba sola con la cocinera y la criada en casa… Si no me equivoco, la cajera me dijo ayer que Marcia ni siquiera se molestaba en llamar a casa, aunque sólo fuera para desearle buenas noches…

—¿Qué sabe usted?

—¿Qué quiere decir? ¿Ha mentido la cajera?

—No ha mentido, pero no sabe más que yo. A menudo el patrón iba al despacho después de decir que le pasaran la comunicación a su teléfono… Así podía telefonear a quien quisiera…

—¿Lo hacía con frecuencia?

—Una o dos veces por la tarde…

—¿Cree usted que llamaba a su mujer?

—Trataba quizá de otros asuntos, pero también a veces la llamaría…

—Y si no estuviera en casa…

El maître le miró sin responder.

—Supongo que eso no ocurrió nunca —murmuró tras una pausa.

Y se adivinaba su reserva.

La cajera se había colocado en su pequeño mostrador y preparaba la caja.

—¿Me permite que le diga dos palabras?

—Está en su casa, comisario…

Y como Maigret quisiera pagar las dos cervezas, Comitat añadió:

—Va a cuenta de la casa.

—Buenas tardes, señorita.

—Buenas tardes, señor comisario…

—Me dijo usted ayer, o mejor dicho esta mañana, que el señor Maurice llamaba raramente por teléfono.

—Exactamente.

—Sin embargo, por las tardes llamaba a su mujer.

—No lo sabía. A veces me pedía que le pasara línea al despacho… Yo no podía saber a quién llamaba…

—¿Siempre a la misma hora?

—Nunca antes de las once… A menudo a las doce y media…

—¿Y no ponía conferencias interurbanas?

—De vez en cuando. Lo sé por los recibos del teléfono. Era yo la encargada de pagarlos.

—¿Llamaba siempre al mismo lugar?

—No… Frecuentemente telefoneaba a un pueblecito que casi no está en el mapa: Les Englandes, en Oise.

—¿Sabe usted que va a tener ahora una patrona por patrón?

—Ya lo había pensado.

—¿Y qué efecto le hace?

—No resulta agradable… En fin, ya veremos…

Había ya dos clientes en el bar. Maigret y Janvier volvieron al coche.

—¿Al Quai, jefe?

—Creo que voy a volver a casa… Me parece que estoy empezando a convertirme en un gandul… Es agotador andar haciendo preguntas sin saber adónde llevan…

—¿Cree usted que el asesinato de Marcia fue premeditado?

—No… Y si lo fuera, sería uno de los crímenes más extraordinarios que yo haya visto jamás…

—Siempre está usted hablando de los hermanos Mori…

—Hace tiempo que los tengo entre ojos… Y por algo hablé también del mobiliario, con gran sorpresa de la señora Marcia… Maurice era un tipo vulgarote, sin el menor gusto artístico… Y de pronto, de la noche a la mañana, llena su piso de muebles antiguos, auténticos además, que son casi piezas de museo…

—¿La banda de asaltantes de los palacios?

—¿Por qué no? En el piso no hay ni un error de gusto, al menos por lo que yo sé. Tendré que hacer examinar el piso por un experto… Si estos muebles y los elementos de la decoración han sido adquiridos a anticuarios, en alguna parte habrá facturas…

—¿Cree usted que Lina Marcia está al corriente?

—No lo juraría. Pero tampoco me atrevería a jurar lo contrario. Ha insistido demasiado en decirnos que no había acompañado a su marido en las compras de muebles…

Era la hora de los embotellamientos, y tardaron cerca de tres cuartos de hora en llegar al paseo Richard-Lenoir.

—Hasta mañana, Janvier.

—Hasta mañana, jefe.

Maigret se secó la frente antes de empezar a subir la escalera. Estaba lleno de sudor.

—Alguien ha llamado tres veces sin querer darme el número para que le llamaras cuando volvieras… Dice que intentará ponerse en contacto contigo más tarde…

—¿Era una voz de hombre? ¿De mujer?

—Una voz rara. Lo mismo podía ser un hombre que una mujer… Ha insistido mucho en que se trataba de una cuestión importantísima, de vida o muerte…

En el momento en que Maigret, al fin ya descansado, iba a ponerse a la mesa ante la ventana abierta…