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Cuando sonó el teléfono y Maigret manifestó su malhumor con un gruñido, no tenía la menor idea de la hora que podía ser. No se le ocurrió mirar el despertador. Salía de un sueño pesado y sentía todavía una opresión en el pecho.

Descalzo, con andar de sonámbulo, se dirigió hacia el aparato.

—¡Diga!

No se dio cuenta de que no había sido él sino su mujer quien había encendido una de las lámparas de la cabecera.

—¿Es usted, jefe?

De inmediato, no reconoció la voz.

—Aquí Lucas… Estoy de servicio esta noche… Me acaban de llamar del distrito XVIII.

—¿Qué pasa?

—Encontraron el cuerpo de un hombre asesinado en una acera de la Avenida Junot…

Era arriba, en la colina, no lejos de la plaza du Tertre…

—Le llamo porque me ha chocado la identidad del muerto. Es Maurice Marcia, el propietario de La Sardina…

Un restaurante típico parisién, en la calle Fontaine.

—¿Y qué hacía en la Avenida Junot?

—No parece que lo hayan asesinado ahí. A primera vista, da la impresión de que lo dejaron en la acera cuando ya llevaba tiempo muerto…

—Bien. Ya voy…

—¿Quiere que le envíe un coche?

—Sí…

La señora Maigret le había estado mirando todo el rato desde la cama, pero ahora se levantaba y buscaba las zapatillas con la punta de los pies.

—Voy a prepararte una taza de café…

Había llegado la cosa de manera inoportuna. Aquel día los Maigret habían recibido a los Pardon. Existía entre los dos matrimonios un acuerdo tácito consolidado por los años.

Una vez al mes, el doctor Pardon y su mujer invitaban a los Maigret a cenar en su piso del Boulevard Voltaire. Dos semanas más tarde eran ellos los que iban a cenar al Boulevard Richard-Lenoir.

Las mujeres aprovechaban la oportunidad para exhibir sus habilidades culinarias, para intercambiar recetas, mientras los dos hombres charlaban perezosamente bebiendo licor de ciruela de Alsacia o de frambuesa.

La cena había sido un éxito. La señora Maigret había preparado unas pintadas y el comisario fue a buscar a la bodega una de las últimas botellas de un viejo Cháteauneuf-du-Pape, del que había comprado una caja en una subasta un día que pasaba por la calle Drouot.

El vino era excepcional, y los hombres no dejaron ni una gota. ¿Cuántos vasitos de licor de ciruela bebieron luego? El caso es que, bruscamente arrancado del sueño a las dos de la mañana, Maigret no se sentía en forma.

Conocía bien a Maurice Marcia. Todo París lo conocía. Maigret, cuando era aún sólo inspector, lo había interrogado alguna vez en su despacho. Entonces tampoco Marcia era un personaje respetable.

Más tarde, con la señora Maigret, había ido a veces a cenar a su restaurante de la calle Fontaine, que tenía una cocina de primera categoría.

La mujer le trajo la taza de café cuando ya Maigret estaba casi vestido.

—¿Es algo importante?

—Me parece que va a dar que hablar.

—¿Alguien conocido?

—El señor Maurice, como todos le llaman. Dicho de otra manera: Maurice Marcia.

—¿El de La Sardina?

Asintió con la cabeza.

—¿Lo han asesinado?

—Eso parece… Es mejor que vaya a dar un vistazo por allá…

Tomó su café a pequeños tragos, llenó una pipa. Luego entreabrió la ventana para ver qué tiempo hacía. Seguía cayendo la lluvia, tan fina, tan lenta, que resultaba invisible, salvo en el halo de los faroles.

—¿Llevas el impermeable?

—No vale la pena… Hace demasiado calor… Aquel mes de mayo había sido maravilloso, pero una tempestad había venido a trastornar el tiempo y aún quedaba una llovizna que venía cayendo desde hacía veinticuatro horas.

—Hasta pronto…

—Oye: las pintadas eran una maravilla…

—¿No estaban muy cargadas?

Prefirió no responder a esta pregunta, pues aún las tenía en el estómago.

Un pequeño coche negro le esperaba ante la puerta.

—A la avenida Junot…

—¿Qué número?

—Tire por allá. Ya verá gente reunida…

Las calles brillaban como charol negro. Apenas había circulación. Tardaron sólo unos minutos en llegar a Montmartre, pero no al Montmartre de las salas de fiesta para turistas. La Avenida Junot estaba como al margen de toda esta agitación, bordeada por las casas que los artistas que se habían iniciado en la colina, y que le seguían fieles, se habían hecho construir una vez triunfadores.

En la acera de la derecha se veía un corro de gente y, pese a la hora, había luces en las ventanas y gentes asomadas en pijama.

El comisario del barrio había llegado ya. Era un hombrecito flaco y tímido que se precipitó hacia Maigret.

—Me alegro de que haya venido… Es un asunto que va a dar que hablar…

—¿Están seguros de su identidad?

—Aquí está la cartera…

Le tendía una cartera de cocodrilo negro que contenía sólo el carnet de identidad, un permiso de conducir y una hoja de bloc de notas en la que había escritos varios números de teléfono.

—¿No llevaba dinero?

—Un fajo de billetes. Tres mil o cuatro mil francos. No los conté. Los llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón.

—¿Armas?

—Un Smith Wesson que hace tiempo no se usaba.

Maigret se acercó y le hizo un efecto extraño ver así a Maurice, de arriba a abajo. Llevaba smoking, como todas las noches, y una amplia mancha de sangre se extendía por la pechera de la camisa.

—¿No hay huellas en la acera?

—No.

—¿Quién ha descubierto el cuerpo?

—Yo —dijo una vocecilla tras él.

Era un anciano cuyos cabellos blancos formaban una aureola por encima de su cabeza. Maigret creyó reconocer a un pintor bastante célebre, pero no pudo recordar su nombre.

—Vivo ahí, en la casa de enfrente… Por la noche a veces me despierto y me cuesta trabajo volver a dormirme…

Llevaba un pijama sobre el que se había puesto un viejo impermeable. Calzaba zapatillas rojas.

—Entonces me asomo un rato a la ventana. La Avenida Junot es una calle tranquila, está desierta a estas horas… Me sorprendió ver una forma blanca y negra en la acera, y bajé a ver… Llamé a la comisaría… Estos señores llegaron en un coche con la sirena tocando, y todas las ventanas se llenaron de curiosos…

Eran unos veinte mirando al muerto, policías, vecinos en pijama. Un médico del barrio explicaba:

—Yo no tengo nada que hacer aquí… Les aseguro que está bien muerto… Ahora es cosa del forense…

—Ya lo he llamado —anunció el comisario del barrio—. También llamé al juzgado…

En efecto, un sustituto del juez bajaba del coche acompañado del escribano. Se asombró al encontrar allí a Maigret.

—¿Cree que es cosa importante?

—Lo temo… ¿Conocen a Maurice Marcia?

—No.

—¿No ha ido nunca a cenar a La Sardina?

—No.

Hubo que explicarle que el restaurante era frecuentado tanto por gentes acomodadas y artistas de moda como por truhanes de altos vuelos.

El doctor Bourdet, que había reemplazado al doctor Paul como forense, iba dando la mano distraídamente a los policías. Al ver a Maigret le dijo:

—¡Hombre! ¡También usted aquí!

Se inclinó sobre el muerto, examinó la herida a la luz de una linterna que llevaba en el maletín.

—Una sola bala, si no me engaño, pero de calibre fuerte, disparada casi a quemarropa.

—¿A qué hora habrá muerto?

—Si lo trajeron hasta aquí inmediatamente, el asesinato habrá sido cometido hacia las doce… Pongamos entre las doce y la una… Ya se lo diré con más seguridad después de la autopsia…

Maigret se acercó a Veliard, un inspector del distrito XVIII, que se mantenía modestamente apartado.

—¿Conocía usted a Maurice?

—De vista, y por su fama.

—¿Vivía en el barrio?

—Creo que vivía en el distrito IX… Por la calle Ballu…

—¿No tenía por aquí ninguna amante?

Era curioso, en efecto, venir con un muerto bajo el brazo desde otro barrio para dejarlo en la apacible Avenida Junot.

—Creo que oí decir algo… Alguien debe de estar al corriente. Supongo que el inspector Louis, del IX, lo sabrá. Él conoce los rincones de Pigalle como el pasillo de su casa.

Maigret fue estrechando manos a su alrededor y penetró en el coche negro en el momento en que llegaba un periodista, un tipo alto, pelirrojo, con la pelambrera en desorden.

—Señor Maigret…

—Ahora no… Diríjase al inspector o al comisario del barrio…

Indicó a su chofer:

—Rué Ballu…

Había guardado maquinalmente el carnet de identidad del muerto, y añadió después de consultarlo:

—21 bis…

Era una casa particular bastante amplia, como muchas otras de la calle, que había sido transformada en casa de alquiler. A la derecha del amplio portal se veía, entre otras, una placa de cobre con el nombre de un dentista y la indicación «2° piso». En el tercero vivía un neurólogo.

El timbre despertó al portero.

—¿El señor Maurice Marcia?

—Nunca está aquí a estas horas. No llega nunca antes de las cuatro de la mañana.

—¿Y la señora Marcia?

—Creo que ha vuelto. Pero dudo que le reciba. Inténtelo, de todos modos. Primer piso. La puerta de la izquierda. Tienen todo el piso, pero usan la puerta de la izquierda solamente. La de la derecha no la abren.

La escalera era amplia, cubierta de espesa alfombra. Las paredes eran de mármol amarillento. No había ninguna indicación en la puerta de la izquierda y Maigret pulsó el timbre.

Nada rompió el silencio. Llamó de nuevo y al fin se oyeron pasos en el interior. A través de la puerta, una voz femenina preguntó medio dormida:

—¿Quién es?

—El comisario Maigret.

—No está mi marido. Vaya al restaurante, en la calle Fontaine.

—Su marido no está allí.

—¿Ha ido usted ya?

—No. Pero sé que no está allí.

—Espere un momento que me ponga la bata…

Cuando abrió, llevaba sobre el camisón de seda blanca una bata de color amarillo oro. Era joven, mucho más joven que su marido, que tenía varios años más que Maigret, unos sesenta o sesenta y dos años.

La mujer le miraba indiferente, apenas curiosa.

—¿Por qué busca a mi marido a estas horas?

Era alta, muy rubia, con un cuerpo delgado y flexible de maniquí o de corista. Tendría como máximo treinta años.

—Entre…

Abrió la puerta de un gran salón y encendió la luz.

—¿Cuándo vio usted a su marido por última vez?

—Hacia las ocho, como todos los días, cuando salió para la calle Fontaine.

—¿En automóvil?

—No, desde luego. Está a quinientos metros…

—¿No toma nunca su coche para ir allí?

—A no ser que llueva a cántaros…

—¿Le acompaña usted a menudo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque aquél no es mi sitio, ¿qué iba a hacer yo allí?

—O sea que usted se pasa todas las tardes aquí…

Parecía sorprendida por estas preguntas, pero no demostraba excesiva curiosidad.

—Casi todas. Como todo el mundo, voy al cine de vez en cuando…

—¿Y no va a verlo un momento, de paso?

—No.

—¿Ha ido usted al cine esta tarde?

—No.

—¿Salió usted?

—No. Salvo para pasear al perro… Como llovía, estuve fuera sólo unos minutos…

—¿Hacia qué hora?

—A las once quizá. Posiblemente algo más tarde…

—¿Encontró usted a algún conocido?

—No. ¿Pero por qué esas preguntas y qué le importa mi empleo del tiempo?

—Su marido ha muerto…

Enarcó los ojos. Eran de un azul claro, bastante conmovedores. Al mismo tiempo abrió la boca como para gritar, pero el grito se estranguló en su garganta, y se llevó la mano al pecho. Buscó un pañuelo en el bolsillo de la bata, y se lo llevó a la cara.

Maigret esperaba, inmóvil, sentado en un incómodo sillón Luis XV.

—¿Un ataque de corazón? —preguntó la mujer al fin mordiendo el pañuelo.

—¿Qué quiere decir?

—No quería que se hablara de eso, pero tenía una enfermedad incurable y lo cuidaba el profesor Jardín…

—No fue un ataque. Lo asesinaron…

—¿Dónde?

—No lo sabemos… Su cuerpo fue llevado inmediatamente a la Avenida Junot y lo dejaron en la acera…

—No es posible… No tenía enemigos…

—Tenía que tener al menos uno, pues lo han asesinado…

Ella se levantó de un salto.

—¿Dónde está ahora?

—En el Instituto Médico-legal…

—¿Quiere decir que van…?

—A practicar la autopsia… sí. Es inevitable…

Un perrito blanco se acercó perezosamente desde el fondo del pasillo y se frotó contra las piernas de su ama, que no pareció reparar en él.

—¿Qué dicen en el restaurante?

—No he ido todavía. ¿Qué podían decir?

—Por qué dejó La Sardina tan temprano. Siempre es el último en salir, y es él quien cierra personalmente la puerta después de hacer la caja…

—¿Trabajó usted allá?

—No. Es sólo un restaurante. No hay números de baile o canto…

—¿Era usted bailarina?

—Sí.

—¿No baila ahora?

—Desde que me casé, no.

—¿Cuánto tiempo lleva casada?

—Cuatro años…

—¿Dónde le conoció?

—En La Sardina… Yo bailaba en Canari… Cuando no acababa demasiado tarde, iba a veces a comer un bocado…

—¿Y él se fijó en usted?

—Sí.

—¿Alternaba usted con los clientes?

Pareció molesta.

—Depende de lo que usted entienda por eso. Cuando un cliente nos invitaba, no nos negábamos a beber una botella de champaña con él, pero sin pasar de ahí…

—¿Tenía usted un amante?

—¿Por qué me pregunta eso?

—Porque ando buscando a alguien que pudiera odiar a su marido…

—No tenía ningún amante cuando le conocí…

—¿Era celoso?

—Muy celoso.

—¿Y usted?

—¿No cree usted, señor comisario, que este interrogatorio resulta inadecuado en un momento en que una mujer acaba de enterarse de que han asesinado a su marido?

—¿Tiene usted un automóvil personal?

—Maurice me regaló hace poco un Alfa-Romeo.

—Y él ¿qué auto tiene?

—Un Bentley.

—¿Conducía?

—Tenía chófer, pero a veces conducía él.

—Le ruego que me perdone por haber sido tan desagradable en mi interrogatorio; desgraciadamente, éste es mi oficio…

Se levantó suspirando. Reinaba el silencio en el gran salón, cuyo centro estaba ocupado por una suntuosa alfombra china.

Ella lo acompañó hasta la puerta.

—Quizá durante estos días tenga que hacerle de vez en cuando nuevas preguntas. ¿Prefiere que la llame al Quai des Orfèvres o que venga yo mismo a verla aquí?…

—Aquí…

—Muchas gracias…

Ella le respondió con un seco «buenas noches». Maigret seguía con el estómago pesado, la cabeza nebulosa.

—A La Sardina. En la calle Fontaine.

Había aún algunos automóviles de lujo ante el restaurante, y un portero de librea iba y venía con paso lento ante la puerta.

Maigret entró y respiró el aire fresco, pues la sala estaba climatizada.

Un maître, al que conocía bien, Raoul Comitat, se adelantó a recibirle.

—¿Una mesa, señor Maigret?

—No.

—Si quiere hablar con el patrón, no está ahora aquí…

El maître era calvo y tenía un rostro enfermizo.

—Es raro, ¿verdad? —observó Maigret.

—Es algo que no ocurre prácticamente nunca…

* * *

El restaurante, espacioso, tenía veinte o veinticinco mesas. El techo era de vigas aparentes, y los muros recubiertos de viejo roble hasta tres cuartos de su altura. Todo era macizo y cuidado, sin la falta de gusto que acompaña casi siempre al estilo rústico.

Eran cerca de las tres. Quedaban sólo una docena de personas, actores y artistas en general, que cenaban apaciblemente.

—¿A qué hora se fue Marcia?

—No puedo decírselo exactamente, pero debían de ser las doce, más o menos…

—¿Y no le sorprendió?

—¡Oh! Sí. No creo que en veinte años haya ocurrido esto más de tres o cuatro veces. Además, usted le conoce. Le he servido varias veces, con su mujer. Siempre de smoking. Las manos a la espalda, con aspecto de no ver nada, pero sin que se le escapara detalle. Uno cree que está en el comedor, y aparece en la cocina, o en su despacho…

—¿Le dijo que volvería?

—Sólo dijo:

»—Hasta ahora.

»Estábamos cerca del vestuario. Yvonne le tendió el sombrero. Le recordé que llovía, y le aconsejé que llevara el impermeable, que estaba colgado de la percha.

»—No vale la pena… No voy lejos…

—¿Parecía preocupado?

—Era difícil leer en su cara.

—¿Furioso?

—No.

—¿Recibió alguna llamada telefónica poco antes de marcharse?

—Habrá que preguntárselo a la cajera. Todas las comunicaciones pasan por ella… Pero… dígame… ¿porqué me pregunta todo esto?

—Porque lo han asesinado de un disparo y lo encontraron hace unas horas en una acera de la Avenida Junot…

El maître pareció quedar petrificado. Su labio inferior tembló ligeramente.

—No es posible… —murmuró para sí—. ¿Quién pudo hacer una cosa semejante? No le conozco ni un solo enemigo… En el fondo era un buen hombre… feliz, orgulloso de sus éxitos… ¿Hubo pelea?

—No. Lo mataron no sabemos dónde, y luego lo llevaron hasta la Avenida Junot. ¿Me ha dicho usted que llevaba sombrero cuando salió?

—Sí.

No había sombrero en la acera de la Avenida Junot.

—Tengo que hacerle unas preguntas a la cajera.

El maître se precipitó hacia una mesa donde unos clientes pedían la cuenta. Estaba ya lista, la puso en un plato, medio cubierta por una servilleta.

La cajera era una mujer bajita, morena, delgaducha, con hermosos ojos negros.

—Soy el comisario Maigret…

—Ya lo sé…

—Es inútil que se lo esconda más tiempo: su patrón acaba de ser asesinado…

—Por eso estaba usted hablando con Raoul con aire de conspirador, ¿verdad? Y pensar que estaba aún ahí, donde usted está, hace un momento…

—¿Recibió alguna llamada telefónica?

—Una. Momentos antes de salir.

—¿De un hombre? ¿De una mujer?

—Precisamente fue eso lo que me pregunté. Lo mismo podría haber sido un hombre que una mujer, un hombre de voz aguda, o una mujer con la voz grave…

—¿Había oído usted ya esta voz antes?

—No. Me dijeron que querían hablar con el señor Maurice…

—¿Le dieron este nombre?

—Sí. Así le llaman todos los conocidos. Le pregunté de parte de quién, y me respondió:

»—Dígale sólo que le llaman…

»Apenas levanté los ojos y ya tenía al señor Maurice ante mí.

»—¿Me llama alguien? ¿Qué nombre le ha dado?

»—No han querido decírmelo…

»Frunció el entrecejo y tendió la mano hacia el auricular.

»—¿Quién llama?

»Desde luego, yo no oí lo que decían al otro lado del hilo.

»—¿Qué dice? No le entiendo bien… ¿Eh? ¿Está usted seguro? ¡Como le ponga la mano encima!

»Debían de llamar desde un teléfono público porque metieron una moneda. Oí el ruido.

»—Sé tan bien como usted dónde está eso…

»Colgó. Iba hacia la puerta cuando dio media vuelta y volvió a su despacho, detrás de las cocinas…

—¿Va a menudo?

—Raramente durante la noche. Al llegar, va a dar un vistazo al correo. Por la noche, después del cierre, le llevo la caja y la comprobamos juntos…

—¿Queda el dinero aquí hasta el día siguiente?

—No. Se lo lleva en una cartera que le sirve prácticamente sólo para eso…

—Irá armado, ¿no?

—Coge la pistola del cajón y se la mete en el bolsillo…

Aquella noche el señor Maurice no llevaba fondos, y sin embargo, se volvió hacia el despacho para coger la pistola.

—¿No queda aquí otra arma?

—No conozco más que la que él se lleva.

—¿Quiere llevarme a su despacho?

—Un momento…

Tendió una nota a Raoul Comitat.

—Por aquí…

Siguieron un pasillo pintado de verde. A la izquierda, un panel vidriado permitía ver la cocina, donde cuatro hombres parecían ocupados en poner las cosas en orden.

—Aquí es. Supongo que tiene usted derecho a entrar…

El despacho era sencillo, sin lujo. Tres buenos sillones de cuero, una mesa Imperio, de caoba, una caja fuerte y estanterías con libros y revistas.

—¿Hay dinero en esa caja?

—No. Sólo los libros de contabilidad. No los necesitamos para nada. Estaban ya cuando el señor Maurice compró el restaurante, y no hizo que se los llevaran…

—¿Dónde está normalmente la pistola?

—En el cajón de la derecha…

Maigret lo abrió. Había papeles, cigarrillos, puros, pero ninguna pistola.

—¿Telefonea a menudo la señora Marcia a su marido?

—Casi nunca…

—¿Lo hizo esta noche?

—No. La comunicación habría pasado por caja.

—¿Y él? ¿La llama?

—Raramente. No recuerdo la última vez que lo hizo. Sería por Navidad…

—Gracias…

Maigret sentía el peso de la fatiga y se dejó caer sobre el asiento del pequeño automóvil negro.

—A casa…

La lluvia había cesado, pero el suelo seguía brillante y el cielo empezaba a aclararse por el Este.

Sentía confusamente que había algo que no encajaba en esta historia. Desde luego, Maurice no era un santo. Había tenido una juventud más bien turbulenta y fue condenado varias veces por proxenetismo.

Luego, cuando tenía unos treinta años, ascendió de grado y se convirtió en propietario de una casa de citas que era entonces una de las más conocidas de París, en la calle de Hannover.

La casa no estaba a su nombre. Pasaba la mayor parte de la tarde en las carreras. Cuando no lo hacía, era casi seguro encontrarlo con otros truhanes jugando a las cartas en un bar de la calle Victor-Massé.

Algunos le llamaban El Juez. Se decía que cuando había un desacuerdo entre las gentes del hampa era él quien decidía en última instancia.

Era un hombre atractivo, vestido por los mejores sastres y con ropa interior de seda. Estaba casado y vivía ya en la calle Ballu.

Iba engordando un poco con la edad, y esto le daba un acrecentado aspecto de dignidad.

¡Vaya! Maigret había olvidado preguntarle a la cajera si el que había telefoneado tenía acento. Esto podía ser importante, llegado el caso.

De momento estaba en plena bruma. Recordaba una frase de Maurice Marcia durante una de sus entrevistas en los Quai. Marcia no estaba allí por motivos personales; su barman había participado en un atraco. Se trataba de la sucursal de un gran banco, en Puteaux.

—¿Qué opina de ese Freddy?

El barman se llamaba Freddy Strazzia, y procedía del Piamonte.

—Creo que es un buen barman.

—¿Le cree honrado?

—Mire, señor comisario, eso depende de lo que se entienda por honrado. Hay honrados y honrados. Cuando nos conocimos, cuando uno y otro éramos podríamos decir que debutantes, yo no me consideraba un hombre malo, pero ni usted ni los jueces pensaban como yo.

»Poco a poco he ido cambiando… Se puede decir que tardé unos cuarenta años en convertirme en un hombre honrado. Y ahora me pasa como con los convertidos. Se dice que son los más fervientes… Pues bien, los hombres que se han hecho honrados a base de esfuerzo son más escrupulosos que los demás…

»Me pregunta usted si Freddy es honrado. No pondría la mano en el fuego, pero hay algo de lo que sí estoy seguro y es de que no es tan idiota como para meterse de narices en un asunto tan mal organizado como ése…

El automóvil se detuvo ante su casa. Dio las gracias al conductor y subió lentamente, jadeando un poco. Tenía ganas de meterse en la cama y cerrar los ojos.

—¿Estás cansado?

—No puedo más…

Diez minutos después estaba completamente dormido.

* * *

Eran casi las once cuando empezó a removerse y la señora Maigret le llevó a la cama una taza de café.

—¡Vaya! —se asombró Maigret—. ¡Ha vuelto el sol!

—¿Fue lo de la calle Fontaine lo que te tuvo esta noche fuera?

—¿Cómo lo sabes?

—Por la radio y por los diarios. Por lo visto ese señor Maurice es una personalidad bien parisién.

—Más bien un personaje —rectificó Maigret.

—¿Lo conocías?

—Desde mis comienzos en la policía.

—¿Por qué han ido a dejar el cuerpo en la acera de la Avenida Junot?

—No sé todavía nada… —reconoció—. Y lo entiendo menos si pienso que Marcia llevaba la pistola…

—¿Por qué?

—Porque no disparó primero él. Debieron de sorprenderle, supongo.

Con la bata puesta se instaló en el sillón y descolgó el teléfono. Marcó el número de la Policía Judicial.

A esta hora, Lucas, que había estado de guardia por la noche, se metía dulcemente entre las sábanas. Era Janvier quien estaba al otro lado del hilo.

—¿Muy cansado, jefe?

—No. Ahora la cosa va mejor. ¿Estás al corriente de lo que ha pasado?

—Por los periódicos y por los informes que acaban de llegar, especialmente el del comisario del distrito XVIII. Recibí también una llamada del doctor Bourdet.

—¿Qué dijo?

—Dispararon desde un metro de distancia, quizá metro y medio. El arma debe de ser una pistola de cañón corto, calibre 32 ó 38… La ha enviado al laboratorio… En cuanto al pobre Marcia, la muerte fue casi instantánea, por hemorragia interna…

—Así pues, no ha sangrado mucho…

—Muy poco…

—¿Estaba enfermo del corazón?

—Bourdet no me dijo nada. ¿Quiere que le telefonee?

—Lo haré yo mismo. Estaré en el despacho temprano este mediodía. Si hay cualquier novedad, llámame…

Minutos después estaba el doctor Bourdet al aparato.

—Supongo que acaba de levantarse de la cama —le dijo a Maigret—. Yo he trabajado hasta las nueve y ahora me traen otro cliente, una cliente mejor dicho…

—Dígame… Aparte de la herida, ¿ha visto usted algo especial, señales de una enfermedad cualquiera?

—No. Era un hombre sano, muy bien conservado para su edad…

—¿Nada de corazón?

—Por lo que he visto, no. Tenía el corazón en buen estado…

—Gracias, doctor.

Lina, la rubia esposa de Marcia, le había hablado del profesor Jardín, a cuya consulta iba su marido de vez en cuando. Llamó a casa del profesor, luego al hospital donde se encontraba en aquel momento.

—Perdone que le moleste, profesor. Aquí el comisario Maigret… Creo que uno de sus clientes murió esta noche de muerte violenta… Me refiero a Maurice Marcia…

—¿El del restaurante de Montmartre?

—Sí.

—Le vi una sola vez. Creo que pensaba hacerse un seguro de vida y, antes de efectuar los reconocimientos oficiales, prefirió ver particularmente a un médico…

—¿Con qué resultado?

—El corazón, perfecto…

—Gracias…

—¿Estaba enfermo? —preguntó la señora Maigret.

—No.

—¿Y por qué te dijo su mujer…?

—No sé más que tú de este asunto. Dame otra taza de café, ¿quieres?

—¿Qué te gustaría de comida hoy?

Tenía aún en la memoria la pesadez de la cena pasada.

—Jamón, patatas con aceite crudo y una ensalada…

—¿Sólo? ¿No te han caído bien mis pintadas?

—Creo que las pintadas sí. Pero Pardon y yo forzamos un poco en el licor de ciruela… Sin contar que el vino…

Se levantó suspirando y encendió la primera pipa. Luego se puso ante la ventana abierta. Diez minutos después le llamaban por teléfono.

—¿Jefe? Aquí Janvier… Acaba de venir a verme el inspector Louis, del IX… Quería verle a usted. Parece que tiene algo interesante que decirle… Pregunta si podría recibirle al mediodía…

—Que vaya al despacho a las dos…

Con Louis no se sabía nunca lo que podía ser. Era un tipo curioso. De unos cincuenta y cinco años, vestía siempre de negro desde hacía unos quince años, de pies a cabeza, como si siguiera llevando luto por su mujer. En su distrito los colegas le llamaban El Viudo.

Jamás se le veía reír ni bromear. Cuando estaba de servicio en su despacho, trabajaba sin interrumpir el trabajo jamás. Como no fumaba, no tenía siquiera que encender su pipa o un pitillo.

A menudo trabajaba fuera, especialmente por la noche. Era probablemente el hombre de París que conocía mejor el barrio de Pigalle.

Raramente interpelaba a una mujer o a un proxeneta sin tener buenas razones para hacerlo, y lo veían pasar todos con cierta inquietud.

Vivía solo en un piso que había ocupado tiempo atrás con su mujer, al otro lado del paseo, junto a la calle Lepic. Había nacido en aquel barrio. A menudo se le veía ir de compras.

Conocía perfectamente el expediente de todos los pequeños delincuentes del lugar, la historia de todas las mujeres.

Entraba en los bares sin quitarse nunca el sombrero. Pedía invariablemente una botella pequeña de agua mineral. Podía quedarse allí indefinidamente, mirando a su alrededor.

A veces se dirigía al barman.

—No sabía que Francis había vuelto de Toulon.

—¿Está seguro?

—Me acaba de ver y ha corrido a meterse en los retretes…

—No lo he visto… Es raro, porque normalmente, cuando viene a París, asoma por aquí a saludarme…

—Será por mí, supongo…

—¿Con quién estaba?

—Con Madeleine…

—Es su amiga…

Nunca tomaba notas, y, sin embargo, tenía metódicamente clasificados en la cabeza todos los nombres y apodos de aquellos señores y aquellas damas.

La calle Fontaine estaba en su sector. Debía de saber muchas cosas sobre Maurice. Muchas más cosas que Maigret o que cualquier otro. Además, su ida al Quai des Orfèvres no era casualidad, pues era muy tímido.

Sabía que nunca pasaría de inspector y se contentaba, tranquilamente, con seguir haciendo su trabajo lo mejor posible. No tenía ninguna diversión aparte del trabajo, y a éste dedicaba enteramente su vida.

—Bajo a comprar un poco de jamón…

La miró por la ventana mientras la mujer se alejaba por la calle Servan. Se sentía feliz con una mujer como aquélla, y tenía en los labios una pequeña sonrisa de satisfacción.

¿Cuánto tiempo había vivido con su mujer el inspector Louis antes de que la atropellara el autobús? Unos años, pocos, porque sólo tenía treinta cuando ocurrió el accidente. Estaba mirando por la ventana, como Maigret en este momento, y el accidente ocurrió ante sus ojos.

Maigret tocó madera, cosa que no era su costumbre, y no se apartó de la ventana hasta que vio a su mujer atravesar de nuevo la calle y entrar en el portal.

Louis era el apellido del inspector. Maigret había pensado una vez llamarlo a su brigada, pero era un hombre tan lúgubre que la atmósfera del despacho de los inspectores se habría visto afectada.

En la oficina del IX, donde había sólo tres inspectores y un oficinista, se las arreglaban para cargarle a Louis todos los trabajos del exterior.

—¡Pobre hombre!

—¿Hablas solo?

—¿Qué es lo que acabo de decir?

—Has dicho «¡Pobre hombre!»… ¿Estabas pensando en Marcia?

—No. Pensaba en uno que perdió a su mujer en un accidente hace quince años y que va de luto…

—¿Todavía? ¿Todo de negro? ¡Pero si eso ya no lo hace nadie!…

—Él lo hace. No le importa nada lo que la gente piense. Algunos que lo ven por primera vez lo toman por un cura vestido de clergyman y le llaman «padre»…

—¿No te afeitas? ¿No vas a bañarte?

—Sí. Pero me siento con una pereza deliciosa…

Acabó su pipa antes de entrar en el cuarto de baño.