Ed Gollan tenía el pelo castaño, cortado a cepillo, muy corto. Aunque el día era frío y gris, no llevaba abrigo, y su traje de fina tela y sin hombreras alargaba aún más su silueta. A pesar de estar enfadado, hablaba con fluidez un francés correcto.
—En efecto —decía señalando a Lucas—, este señor me ha molestado en unas circunstancias especialmente desagradables, no sólo para mí, sino también para la dama que me acompañaba.
Maigret indicó a Lucas que saliera del despacho.
—Lo siento muchísimo, Mister Gollan. Pero no le culpe a él, estos contratiempos forman parte de su trabajo…
El crítico de arte encajó el golpe.
—Supongo que se trata de mi coche.
—Es usted el propietario de un Jaguar amarillo, ¿verdad?
—Lo era.
—¿Qué quiere decir?
—Que esta mañana yo mismo he ido a la comisaría del distrito primero a denunciar su robo.
—¿Dónde estaba usted anoche, Mister Gollan?
—En casa del cónsul de México, que vive en el Boulevard des Italiens.
—¿Cenó allí?
—Acompañado de una docena de personas.
—¿Seguía allí a eso de las diez?
—No sólo a las diez, sino también a las dos de la madrugada, como podrá usted comprobar. —Al descubrir la bandeja con cervezas y sándwiches pareció sorprenderse—. Desearía que inmediatamente me dijera…
—Un momento. Yo también tengo prisa, más prisa que usted, créame, pero es imprescindible que proceda con orden. ¿Aparcó su coche en el Boulevard des Italiens?
—No. Usted sabe mejor que yo que es prácticamente imposible aparcar allí.
—¿Dónde estaba el coche cuando lo vio por última vez?
—En la Place Vendôme, en las plazas del aparcamiento reservadas para los clientes del Ritz. Sólo tenía que recorrer unos metros para llegar a casa de mi amigo.
—¿No salió de aquella casa?
—No.
—¿Recibió allí una llamada telefónica?
Sorprendido de que Maigret lo supiera, pareció indeciso.
—Sí, de una mujer.
—Una mujer cuyo nombre no puede decirme, supongo. ¿Era Madame Jonker?
—Pudiera ser, porque efectivamente conozco a los Jonker.
—Cuando volvió al hotel, ¿no se dio cuenta de que su coche ya no estaba en su plaza?
—Entré por la Rue Cambon, como casi todos los clientes.
—¿Conoce usted a Stanley Hobson?
—Monsieur Maigret, no estoy dispuesto a ser interrogado sin saber en qué intenta mezclarme.
—Me parece que algunos amigos suyos están en dificultades.
—¿Qué amigos?
—Norris Jonker, por ejemplo… Usted le ha vendido y comprado cuadros, supongo.
—Yo no vendo cuadros. A veces un museo o un particular me expresa su deseo de comprar un cuadro de algún pintor determinado, de determinada categoría, de determinada época. Si durante alguno de mis viajes me entero de que un cuadro de esas características está a la venta, me limito a informar de ello.
—¿Sin cobrar comisión?
—No creo que eso le interese. Eso es asunto del fisco de mi país.
—Por supuesto, usted ignora quién le ha robado el coche. ¿Dejó la llave en el contacto?
—En la guantera. Soy muy despistado, y es la única forma de no perderla.
Maigret prestó atención a los ruidos que llegaban del pasillo, y pareció continuar el interrogatorio como falto de convicción, como si estuviera cumpliendo con una rutina. Gollan fue el primer sorprendido.
—Supongo que ahora puedo ir a recoger a la señora a la que había invitado a cenar.
—No inmediatamente… Me temo que todavía le necesitaré.
Maigret había oído pasos, el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose y una voz de mujer en el despacho contiguo. Era la noche de las puertas que se abren y se cierran; así la recordarían más tarde.
—Janvier, ¿puedes venir un momento a mi despacho? Sería una falta de educación dejar a Mister Gollan solo. Le hemos estropeado la cena. Si desea un sándwich…
Los pocos inspectores que quedaban, incluido Lagrume, que estaba orgulloso de su triunfo, lanzaban miradas llenas de curiosidad hacia la encantadora joven; ésta llevaba un traje sastre azul y, a su vez, observaba lo que sucedía a su alrededor.
—Es usted el comisario Maigret, ¿verdad? He visto su foto en los periódicos. Dígame enseguida si ha muerto…
—No, Mademoiselle Augier. Está gravemente herido, pero los médicos creen que se salvará.
—¿Ha sido él quien le ha hablado de mí?
—Su estado no le permite hablar y no podrá hacerlo hasta dentro de muchas horas, quizás hasta dentro de dos o tres días. Sígame, por favor. —Entraron en un pequeño despacho y Maigret cerró la puerta—. Espero que me comprenda si le digo que el tiempo apremia. Por consiguiente, no le voy a pedir que me cuente con detalle todo lo que sabe; ya lo hará más adelante. Sólo voy a formularle unas preguntas. ¿Fue usted quien comunicó al inspector Lognon que en la casa de enfrente sucedían cosas raras?
—No. Yo sólo me di cuenta de que muchas noches la luz del estudio permanecía encendida.
—¿Dónde se conocieron?
—En la calle, un día que yo volvía a casa. Lognon me dijo que se había informado sobre el piso que yo ocupaba, y que necesitaba pasar dos o tres noches frente a la ventana para efectuar una vigilancia. Me mostró la placa de policía y su documentación. Yo no las tenía todas conmigo y estuve a punto de llamar a la comisaría.
—¿Qué le decidió a aceptar?
—Parecía un hombre desgraciado. Me contó que nunca había tenido suerte, pero que si yo le ayudaba todo cambiaría, porque seguía la pista de un caso muy importante.
—¿Le dijo de qué se trataba?
—La primera noche no.
—¿Se quedó usted en el salón con él la primera noche?
—Sí, durante un rato, a oscuras. Las cortinas del estudio de enfrente no cierran del todo y, de vez en cuando, veíamos pasar a un hombre con una paleta y unos pinceles en la mano.
—¿Vestía de blanco? ¿Con una toalla alrededor de la cabeza?
—Sí. Dije bromeando que parecía un fantasma.
—¿Le vieron pintar?
—Una vez. Aquella noche había colocado el caballete en la parte del estudio que podíamos ver y pintaba febrilmente…
—¿Qué entiende usted por «febrilmente»?
—No sé. Me pareció un poseso.
—¿Vio a otras personas en el taller?
—A una mujer…, que se desnudaba. Mejor dicho, él casi le arrancaba el vestido.
—¿Alta y morena?
—No era Madame Jonker, a quien conozco de vista.
—¿Vio también alguna vez a Monsieur Jonker?
—En el estudio, no; allí una vez vi a un hombre calvo, de cierta edad…
—¿Qué pasó anoche?
—Me acosté temprano, como casi siempre. Tengo un trabajo pesado y el instituto de belleza está abierto hasta muy tarde, sobre todo cuando hay una fiesta importante o una gran gala…
—¿Se quedó Lognon en el salón?
—Sí. Los dos habíamos logrado un grado de complicidad enorme. Nunca intentó seducirme y era muy amable conmigo, de una amabilidad paternal. Para demostrarme su agradecimiento, me traía bombones o unas violetas.
—¿A las diez ya estaba usted durmiendo?
—Me había acostado, pero estaba leyendo el periódico. Lognon llamó a mi puerta… Luego se puso muy nervioso, y me dijo que había novedades, que se llevaban al pintor, pero que todo había sucedido con tanta rapidez que no le había dado tiempo a bajar. «Es preferible que me quede un rato más. Probablemente uno de los hombres volverá», me dijo. Volvió a la ventana y yo me dormí. Me despertaron los disparos. Miré hacia fuera; al asomarme, vi un cuerpo sobre la acera. No sabía qué hacer, pero empecé a vestirme. La portera subió y me puso al corriente.
—¿Por qué huyó?
—Pensé que si los gángsteres sabían quién era yo y lo que hacía Lognon en mi casa, la emprenderían también contra mí. No tenía ni idea de adónde ir, casi no me dio tiempo a pensar…
—¿Tomó un taxi?
—No. Bajé a pie hasta la Place Clichy y pasé un rato en un café que seguía abierto, donde unas mujeres me miraron de arriba abajo. Me acordé de una pensión donde había ido varias veces, hace algún tiempo, con un amigo…
—Sí, con Jean-Claude.
—¿Fue a través de él…?
—Oiga, Marinette, me interesa todo lo que le ha pasado y me encantaría conocer los detalles de su aventura. Pero tengo la impresión de que hay algo más urgente… Le pido que, mientras tanto, tenga la amabilidad de permanecer en el despacho de mis inspectores, adonde voy a llevarla… Janvier aprovechará para tomarle la declaración por escrito.
—¿Estaba Lognon en lo cierto?
—¡Sí! Lognon conoce su oficio y raramente se equivoca, pero como le dijo no tiene suerte: o alguien se aprovecha de su éxito o bien le disparan cuando va a ganar la partida. ¡Vamos! —La condujo hasta el despacho contiguo y se encontró con Janvier en el suyo—. Tómale la declaración a la señorita.
Gollan, que estaba sentado, se levantó de repente.
—¿La ha traído aquí?
—No se trata de la suya, Mister Gollan, ésta es una auténtica señorita. ¿Sigue sin saber quién es Stanley Hobson, también conocido como Stan el Calvo?
—No tengo nada que decir.
—Como quiera. Siéntese. Quizá le interese la llamada que voy a hacer… ¿Oiga?… Póngame con Monsieur Jonker, por favor. Norris Jonker, Avenue Junot… ¿Oiga?… ¿Monsieur Jonker? Soy Maigret… En cuanto he salido de su casa he encontrado respuesta a muchas de las preguntas que le hice. La verdadera respuesta, ¿me sigue?…
»Por ejemplo, tengo en mi despacho a Mister Gollan, que está descontento de que le hayan molestado y que sigue sin encontrar su coche, un Jaguar amarillo. El mismo que estacionó delante de su casa anoche a las diez y se llevó, entre otras personas, a su inquilino… He dicho inquilino, sí. En un estado lamentable, según parece… Sin zapatos ni calcetines…
»Escúcheme atentamente, Jonker. Existen recursos legales para detenerle, ahora mismo o mañana por la mañana, como consecuencia de algunas transacciones poco correctas que usted conoce mejor que yo… Le advierto, por si le interesa, que su casa está vigilada por la policía…
»Le ruego que venga aquí, ahora mismo, acompañado de su mujer, para continuar la conversación de esta tarde… Si ella se mostrara reacia, dígale que conocemos sus antecedentes… Es posible que, además de con Mister Gollan, se encuentre al llegar con un tal Stan el Calvo…
»¡Cállese, Monsieur Jonker! Ahora soy yo quien habla, dentro de un rato ya le tocará a usted. No es bueno estar implicado en un caso de falsificaciones, pero sería mucho peor que le acusara de complicidad en un asesinato, ¿no le parece?…
»Estoy convencido de que usted no sabía que iban a disparar contra el inspector Lognon y es probable que tampoco Mister Gollan lo supiera… Pero me temo que se prepara otro crimen, en el que usted estaría implicado más estrechamente, ya que se trata del hombre que mantenía encerrado en su casa… ¿Dónde está?… Dígame quiénes se lo llevaron y adónde… ¡No! Cuando esté aquí, no. Dentro de media hora, no. Dígamelo hora mismo, ¿comprende, Monsieur Jonker?…
Maigret oyó a una mujer que murmuraba. Mirella debía de estar al lado de su marido. ¿Qué le aconsejaría?
—Le juro, Monsieur Maigret…
—Y yo le repito que no tenemos tiempo…
—¡Espere! No sé el número de memoria. Tengo que mirar en la agenda…
Entonces Mirella intervino abiertamente:
—Ahora le dará la dirección, Monsieur Maigret. Se trata de Mario de Lucia, tiene un estudio junto a los Campos Elíseos… Aquí llega mi marido.
Jonker leía:
—Mario de Lucia, veintisiete bis, Rue de Berry… Él se llevó a Frederico…
—¿Y Frederico es el pintor que trabajaba en su estudio?
—Sí… Frederico Palestri.
—Le espero, Monsieur Jonker. No olvide traer a su esposa… —Maigret ni siquiera dirigió una mirada al crítico estadounidense, y volvió a telefonear—. Póngame con la comisaría del distrito nueve… ¿Oiga? ¿Con quién hablo?… ¿Dubois?… Hágase acompañar por tres o cuatro hombres… Sí, tres o cuatro, armados, porque el individuo es peligroso. Vayan al veintisiete bis de la Rue de Berry y suban al estudio de un tal Mario de Lucia. Si está en casa, lo que es probable, deténganlo, sí, a pesar de la hora…
»Ha secuestrado a un hombre que estará en el apartamento, un tal Frederico Palestri… Tráigame a los dos aquí lo antes posible. ¡Y repito, tenga cuidado! Mario de Lucia va armado con una Mauser calibre siete sesenta y tres… Si no la lleva encima, busque el arma… —Se dirigió a Ed Gollan—: Ya ve usted que se equivocaba al protestar. He tardado en entenderlo, porque no estoy muy al tanto del tráfico de cuadros, sean o no auténticos. Además, su amigo Jonker es un caballero que no pierde fácilmente la sangre fría… —Ahora contestó al teléfono, que estaba sonando—: ¿Diga?… ¿Lucas? ¿Dónde estás?… ¿En el Quai de la Tournelle?… ¿En el Hôtel de la Tournelle?… Ya veo… ¿Está cenando en el bar de al lado?… No, solo no. Que te acompañen dos inspectores del distrito. Al fin y al cabo, puede que sea él quien se divierte con una automática de gran calibre… Me extrañaría, pero ya es suficiente con el pobre Lognon…
Maigret fue hasta la puerta del despacho de los inspectores.
—Me tomaría una cerveza fresca. —Se sentó de nuevo y llenó una pipa—. ¡Muy bien, Mister Gollan! Espero que su pintor siga vivo. No conozco a Mario de Lucia, pero es probable que figure en los archivos centrales bajo un nombre u otro… Si no, tendremos que hablar con la policía italiana. En pocos minutos obtendremos la información. Confiese que está tan nervioso como yo…
—Sólo hablaré en presencia de Mister Spangler, que es mi abogado. Su teléfono es Odéon, dieciocho, veinticuatro… No, me he equivocado…
—No importa, Mister Gollan. En el punto en que nos encontramos, oír su declaración ya es muy urgente. Es una lástima que una persona como usted se haya mezclado en semejante asunto, y confío en que Mister Spangler hallará sólidos argumentos para defenderle.
Aún no le habían traído la cerveza cuando el teléfono volvió a sonar.
—Sí… ¿Dubois?… —Maigret estuvo escuchando un rato sin decir nada—. ¡Bien! Gracias. No es culpa tuya. Envía el informe directamente al juzgado. Después pasaré por ahí. —Maigret se levantó sin hacer caso de la mirada interrogadora del estadounidense, que estaba pálido.
—¿Ha ocurrido algo? Le juro que si…
—Siga sentado y cállese.
Fue al despacho contiguo y le hizo una seña a Janvier, que mecanografiaba la declaración de Marinette Augier, para que le siguiera al pasillo.
—¿Qué ha pasado, jefe?
—Todavía no lo sé exactamente. Han encontrado al pintor colgado de la cadena del retrete, en el cuarto de baño donde estaba encerrado. Mario de Lucia ha desaparecido, es probable que encuentres su ficha arriba. Pasa la orden de alerta general, en estaciones, aeropuertos, fronteras…
—¿Y Marinette?
—Que espere.
Una pareja subía la escalera, seguida a cierta distancia por un policía del distrito XVIII.
—Por favor, Madame Jonker, entre en esta sala y espéreme.
Marinette Augier y Mirella Jonker, que se conocían de vista, no habían estado nunca tan cerca la una de la otra y se observaban con curiosidad.
—Usted, Monsieur Jonker, sígame. —Maigret lo condujo al pequeño despacho donde había recibido a Marinette—. Siéntese.
—¿Lo ha encontrado?
—Sí.
—¿Está vivo? —El holandés había perdido su tez sonrosada y su seguridad: en pocas horas había envejecido—. ¿Lo ha matado… Lucia?
—Lo han encontrado ahorcado en el cuarto de baño.
—Siempre dije que esto acabaría mal.
—¿A quién?
—A Mirella, a los demás… Sobre todo a mi mujer.
—¿Qué sabe usted de ella?
Era muy duro lo que iba a confesar, pero acabó haciéndolo, cabizbajo.
—Todo, me parece…
—¿Niza y Stanley Hobson?
—Sí.
—¿También lo que pasó en Manchester, antes de que se divorciara de Herbert Muir?
—Sí.
—¿La conoció en Londres?
—En una finca de los alrededores de Londres, en casa de unos amigos. Tenía mucho éxito entre cierta clase de gente…
—¿Y usted se enamoró? ¿Fue usted quien le propuso matrimonio?
—Sí.
—¿Sabía quién era?
—Le parecerá increíble, pero un holandés lo entendería. Contraté a una agencia de detectives privados para que me informara sobre ella; me enteré de que había vivido varios años con Hobson, llamado Stan el Calvo, al que la policía inglesa sólo consiguió encarcelar una única vez, durante dos años… Él volvió a encontrarla en Manchester, cuando ya era Mrs. Muir. En Londres no vivían juntos, pero él la veía de vez en cuando para chantajearla…
Llamaron a la puerta.
—¿Quiere la cerveza, jefe?
—Usted, Monsieur Jonker, preferirá sin duda un coñac. Siento no poder ofrecerle ese licor que toma en su casa. Tráiganme la botella de coñac que está en mi armario.
Estaban cara a cara; el alcohol, que el holandés apuró de un trago, devolvió un poco de color a sus mejillas.
—Compréndalo, Monsieur Maigret, no puedo vivir sin ella… A mi edad, enamorarse es muy peligroso. Me contó que Hobson la chantajeaba, que podría quitárselo de encima con cierta cantidad de dinero, yo la creí y pagué…
—¿Cómo empezó el asunto de los cuadros?
—Le costará creerme, porque usted no es coleccionista.
—Yo colecciono hombres.
—Me pregunto con qué etiqueta me clasificará en su colección. ¿Tal vez en la de los imbéciles?… Si se ha informado sobre mí, le habrán dicho seguramente que soy un verdadero experto en pintura de una determinada época. Si durante muchos años te apasionas únicamente por una sola cosa, acabas por conocerla, ¿verdad?… Es frecuente que me pidan la opinión sobre un cuadro. Y es suficiente que una tela haya formado parte de mi colección para conferirle un valor indiscutible.
—Para autentificarla, en definitiva.
—Les ocurre lo mismo a todos los grandes coleccionistas. Ya se lo conté en mi casa: vendo unas piezas para comprar otras aún más bellas y excepcionales. Cuando se empieza, es difícil parar. En cierta ocasión me equivoqué… —Hablaba con voz apagada, como si a partir de ese momento fuera indiferente a todo lo que pudiera sucederle—. Se trataba, sin embargo, de un Van Gogh: no de uno de los que heredé de mi padre, sino de un cuadro que compré a través de un agente. Hubiera jurado que era auténtico. Lo conservé durante un tiempo en mi salón. Un coleccionista sudamericano me ofreció por él una suma que me permitía comprar un cuadro que ansiaba desde hacía tiempo… Se efectuó la operación. Unos meses más tarde un tal Gollan, a quien sólo conocía de nombre, vino a visitarme.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Más o menos un año. Me habló del cuadro de Van Gogh, que había tenido ocasión de ver en casa del comprador venezolano, y me demostró que se trataba de una hábil falsificación.
»“No le he dicho nada a la persona que se lo compró”, me precisó. “Supongo que para usted sería muy desagradable que se supiera que vendió una falsificación. Otras personas a las que usted ha vendido cuadros podrían inquietarse. La totalidad de su colección se convertiría en sospechosa…”.
»Repito que usted no es coleccionista, así que no puede comprender la conmoción que esto supuso para mí. Gollan reapareció. Un día me dijo que había descubierto al autor de la falsificación, un muchacho genial, en su opinión, capaz de imitar tanto a Manet como a Renoir o a Vlaminck.
—¿Asistió su mujer a la conversación?
—No me acuerdo. Es posible que yo mismo se lo contara después, o quizá fuera ella quien me animara a aceptar la propuesta… Tal vez yo también la habría aceptado sin necesidad de ningún estímulo. Paso por ser un hombre muy rico, pero la palabra «riqueza» es muy imprecisa. Aunque puedo comprar determinados cuadros, con los recursos de que dispongo no puedo conseguir otros, por muy tentadora que sea la oferta, ¿comprende?
—Creo comprender que lo que necesitaban es que la autoría de los cuadros falsos, al pasar éstos por su casa, llegara a ser indiscutible.
—Más o menos. Intercalaba una o dos falsificaciones entre mis cuadros y…
—¡Un momento! ¿Cuándo le presentaron a Palestri?
—Un par de meses después. Vendí dos de sus obras a través de Gollan. Él las colocaba preferentemente entre coleccionistas sudamericanos o en museos pequeños y poco conocidos. Palestri llegó a convertirse en un estorbo, porque era una especie de genio loco, además de un obseso sexual. Usted se dio cuenta al visitar su habitación, ¿verdad?
—Empecé a sospechar al ver a su mujer de pie frente al caballete.
—A alguien había que poner…
—¿Cuándo y cómo se percató usted de que lo que pasaba en su casa empezaba a ser motivo de sospecha?
—No fui yo quien se dio cuenta, fue Hobson.
—¿Hobson había vuelto a entrar en la vida de su mujer?
—Los dos me juraron que no… Hobson era amigo de Gollan y fue quien descubrió a Palestri. ¿Consigue seguirme?
—Sí.
—Quedé atrapado en el engranaje. Tuve que aceptar que trabajase en el estudio, donde a nadie se le ocurriría buscarle. Dormía en la habitación que usted ya ha visto. No necesitaba salir, siempre que se le proporcionasen mujeres. Sus únicas pasiones eran la pintura y las mujeres…
—Me han dicho que pintaba de manera febril.
—Sí. Colocábamos delante de él dos o tres cuadros de un maestro; él daba vueltas alrededor de ellos como un torero alrededor del toro y, unas horas o unos días después, había pintado un cuadro de inspiración y factura tan idénticas al original que todo el mundo se dejaba engañar. Pero era un huésped muy desagradable.
—¿Por sus exigencias con las mujeres?
—Y por su grosería, incluso con mi mujer.
—¿Se limitó a ser grosero?
—Prefiero no saber si llegó demasiado lejos. Quizá… Ya vio el retrato que le hizo con cuatro pinceladas.
»Una pasión única, Monsieur Maigret, es ya mucho para un hombre, y yo hubiera debido contentarme con la de la pintura, no pasar de ser un coleccionista mediano. Pero tuve que conocer a Mirella… Sin embargo, nada de lo sucedido es culpa de ella… ¿Qué me había preguntado usted? ¡Ah, sí!… Quién descubrió que levantábamos sospechas. Fue una mujer cuyo nombre ni siquiera recuerdo, creo que una mujer que hacía strip-tease en un cabaré de los Campos Elíseos y que Lucia le trajo a Palestri.
»Al día siguiente telefoneó a Lucia para decirle que, al salir de mi casa, un extraño hombrecillo la había seguido, que después la abordó y le hizo toda clase de preguntas. Lucia y Stan vigilaron el barrio. Se dieron cuenta de que por la noche un individuo pequeño y delgado, bastante mal vestido, merodeaba por la Avenue Junot. Poco después lo vieron entrar con una joven en la casa de enfrente. Se quedaba en la oscuridad, cerca de la ventana, creyendo que nadie le observaba, pero como era incapaz de dejar de fumar, de vez en cuando veían las brasas de sus cigarrillos…
—¿Nadie supuso que era un policía?
—Stan Hobson dijo que, de ser un policía, se turnaría con alguien más, pero como siempre era el mismo, pensó que el hombrecillo pertenecía a otra banda, o que nos espiaba hasta averiguar lo suficiente para chantajearnos. Era urgente que Palestri desapareciera de la casa… Lucia y Hobson se encargaron de ello anoche, utilizando el coche de Gollan.
—Supongo que éste estaba al corriente.
—Palestri no quería salir, pues estaba persuadido de que, tras haberlo utilizado durante casi un año, teníamos la intención de eliminarlo. Hubo que golpearlo. Antes le dio tiempo a arrojar sus zapatos al jardín.
—¿Estaba usted delante?
—No.
—¿Y su mujer?
—¡No! Esperábamos a que se fuera para arreglar el estudio y la habitación. El día anterior, Stan ya se había llevado los bastidores y las telas empezadas. Lo que puedo asegurarle, si todavía tengo derecho a pedirle que me crea, es que yo ignoraba su intención de matar al inspector. Me enteré cuando oí los disparos…
Se hizo un largo silencio. Maigret estaba cansado y miraba con una simpatía impotente a aquel anciano que, delante de él, tendía una mano temblorosa hacia la botella de coñac.
—¿Me permite? —Después de apurar la copa, Jonker trató de sonreír—. En cualquier caso, todo ha terminado para mí, ¿verdad? Me pregunto qué es lo que añoraré más…
¿Los cuadros, por los que había pagado una fortuna? ¿A su mujer, sobre la que nunca se había ilusionado, pero a la que necesitaba tanto?
—Nadie creerá que un hombre tan inteligente pueda haber llegado a ser tan ingenuo, Monsieur Maigret. —Tras una reflexión añadió—: Salvo, quizás, otro coleccionista…
En otro despacho, Lucas había empezado a interrogar a Stan el Calvo.
Durante las dos horas siguientes, todavía hubo muchas idas y venidas de habitación a habitación, preguntas y respuestas, tecleo de máquinas de escribir.
Era casi la una, la misma hora que la víspera, cuando se apagaron las luces.
—La acompaño a su casa, Mademoiselle Augier. Esta noche puede dormir sin temor alguno.
Los dos se hallaban en el asiento trasero de un taxi.
—¿No está enfadado conmigo, Monsieur Maigret?
—¿Por qué?
—Si hubiera conservado la calma y no hubiera huido, ¿le habría facilitado el trabajo?
—Habríamos ganado unas horas, pero el resultado hubiese sido el mismo.
Sin embargo, Maigret no parecía muy satisfecho con ese resultado, y hasta Mirella, cuando la ingresaron en la prisión preventiva, recibió del comisario una mirada que no carecía de simpatía.
Lognon salió de Bichat un mes después, más flaco que nunca pero con la mirada radiante porque en la comisaría del distrito XVIII lo consideraron, a partir de ese momento, una especie de héroe. Además, esta vez los periódicos no publicaron la fotografía de Maigret, sino la suya.
Aquel mismo día partió con su mujer a un pueblo de las Ardenas donde los médicos le habían prescrito dos meses de convalecencia.
Durante esos dos meses se dedicó, como había previsto Madame Maigret, a cuidar a Madame Lognon.
Mario de Lucia fue detenido en la frontera belga. Se le condenó, junto con Hobson, a diez años de trabajos forzados.
Gollan negó cualquier relación con el atentado de la Avenue Junot, y salió del paso con dos años de cárcel por estafa.
A Jonker se le condenó a un año de cárcel, y como los meses de prisión preventiva cuentan el doble, salió en libertad de la sala de audiencia… del brazo de su mujer, ya que Mirella fue absuelta por falta de pruebas.
Maigret, de pie al fondo de la sala, fue uno de los primeros en retirarse para no tropezárselos, pero sobre todo porque había prometido llamar a Madame Maigret para informarle de la sentencia.
Aquel caso era ya agua pasada, porque estaban en junio y la gente sólo hablaba de las vacaciones.