El borracho descalzo

En un bar popular, uno adquiere pronto costumbres. Como por la mañana había tomado grog, el dueño de mangas arremangadas se sorprendió de que su cliente ahora quisiera cerveza. Y al pedirle Maigret una ficha de teléfono, le preguntó:

—¿Sólo una?

La persona que había telefoneado antes que el comisario había consumido una cantidad considerable de calvados, cuyo aroma impregnaba el aire de la cabina y hasta el teléfono, que olía a licor de manzana.

—¡Sí! ¿Con quién hablo?

—Con el inspector Neveu.

—¿Lucas no está en el despacho?

—Voy a buscarle. Un momento… Está hablando por otra línea…

El comisario, paciente, echó una ojeada a la decoración relajante del local, la barra de zinc, las botellas de formas y etiquetas conocidas… Los periódicos hablan con satisfacción o con inquietud de un mundo que cambia con rapidez vertiginosa y, sin embargo, después de tantos años y tras la guerra mundial, Maigret seguía viendo las mismas marcas de aperitivos que veía de niño en la taberna de su pueblo.

—Perdone, jefe…

—Quiero que vigilen desde ahora la casa de un tal Norris Jonker en la Avenue Junot. Está frente al edificio del que salía Lognon cuando le atacaron. Coloca por lo menos a dos hombres y un coche.

—No sé si queda algún coche en el patio. Me temo que no…

—Arréglalo como sea. No sólo hay que seguir a los Jonker si salen de casa, sino controlar a las posibles visitas… Deprisa.

Sentado en el taxi que se deslizaba bajo las luces nocturnas, Maigret se notaba de un humor extraño. Hubiera debido sentirse orgulloso, porque no se había dejado impresionar por el holandés, su altanería y su riqueza, ni por la belleza deslumbrante de Mirella. Tampoco era habitual que en un solo día recogiera tantos detalles sobre un caso del que nada sabía a primera hora de la mañana. No sólo la casa del coleccionista de arte había cobrado vida, dejando al descubierto gran cantidad de pequeños secretos, sino que la Avenue Junot, que siempre había creído conocer, había tomado un nuevo cariz.

Entonces, ¿por qué estaba insatisfecho y vagamente preocupado? Se planteó la pregunta e intentó responderla, pero sólo creyó encontrar la causa de su malestar al llegar al Pont-au-Change y entrever la conocida silueta del viejo Palacio de Justicia.

Aunque había pasado la mayor parte del tiempo en el despacho de Norris Jonker, había visitado la casa de arriba abajo y la escena dramática se había desarrollado en el estudio de la segunda planta, el recuerdo más vivo lo suscitaba otro lugar.

La imagen que mejor recordaba, recurrente como el estribillo de una canción, era la de la pequeña habitación con la cama de hierro, y de pronto comprendió el motivo de su inquietud. Como en un primer plano de una película, volvía a ver los dibujos obscenos, trazados sobre las paredes blancas con grandes pinceladas rojas, negras y azules. Cuando intentaba evocar a Mirella Jonker, era su retrato de trazos gruesos dibujados sin esmero lo que resultaba más vivido.

El hombre o la mujer que había creado aquella imagen, fruto de una exaltación apasionada, y la había rodeado de símbolos sexuales delirantes, ¿era un loco o una loca? Los dibujos hechos por personas con la mente alienada, que alguna vez había tenido ocasión de ver, ¿no poseían esa misma fuerza y ese asombroso poder de evocación?

Era incuestionable que la habitación había estado ocupada recientemente. ¿Por qué, si no, la habrían fregado con tanto cuidado en el transcurso de las últimas horas? ¿Y por qué nadie se había atrevido a blanquear las paredes?

Subió con pasos lentos la gran escalera de la Policía Judicial. Como muchas otras veces, no entró directamente en su despacho, sino que pasó antes por el de los inspectores. Cada uno de ellos trabajaba en su mesa, bajo los globos luminosos, como los alumnos de una escuela nocturna.

No miró a nadie en particular, pero reanudar el contacto con el edificio y su ambiente profesional le tranquilizaba.

Al igual que los colegiales al paso del profesor, los inspectores siguieron con la cabeza inclinada; sin embargo, todos sabían que estaba preocupado, nervioso, y que su rostro reflejaba no sólo las huellas de la fatiga, sino también las de un extraño agotamiento.

—¿Ha llamado mi mujer?

—No, jefe.

—Telefonéenle a casa. Si no está, prueben en la de Lognon.

Es posible que no se tratara de un loco auténtico, un ser que debía ser internado en un manicomio, sino de una persona violenta, incapaz de dominar sus instintos…

—¡Sí! ¿Eres tú?

Madame Maigret había regresado a casa y debía de estar preparando la cena.

—¿Hace mucho que has vuelto?

—Más de una hora. Me parece que, en el fondo, no le gusta que yo esté en su casa. Le ha halagado que me haya preocupado por ella, pero no se siente cómoda conmigo. Prefiere con mucho a la solterona del rosario. Cuando están a solas, pueden lamentarse hasta la saciedad y hacer el recuento sin fin de sus miserias…

»He comprado unos dulces en una tienda del barrio… Le he puesto a la vieja un billete en la mano, y no ha abierto la boca, y le he prometido que pasaría mañana por la mañana… ¿Y tú? ¿Piensas venir a cenar?

—Todavía no lo sé, no creo.

—¿Cómo sigue Lognon?

—Según el último parte, vivía, pero acabo de llegar al despacho…

—Bueno, hasta la noche, espero…

—Hasta la noche…

Jamás se llamaban por el nombre de pila. Madame Maigret no le llamaba «querido» y él tampoco la llamaba «querida». ¿A santo de qué, si, en cierto modo, se sentían como una sola persona? El comisario colgó y abrió la puerta.

—¿Está Janvier?

—Ahora mismo voy, jefe.

Sentado en su despacho y mientras ordenaba sus pipas, Maigret dijo:

—Primero, Lognon.

—He llamado a Bichat hace diez minutos. La enfermera jefe comienza a impacientarse… Su estado es estacionario, los médicos no creen que se produzca un cambio antes de mañana. Está casi todo el rato inconsciente y, cuando abre los ojos, no sabe dónde se encuentra, quiénes le rodean o qué le ha pasado.

—¿Has hablado con el antiguo novio de Marinette Augier?

—Lo he visitado en su despacho; le ha horrorizado la idea de que su padre llegara a enterarse de que yo era policía. Parece que el padre es muy severo y tiene atemorizado al personal. Jean-Claude es un hombre presumido, blandengue y apático. Me ha hecho salir fuera y delante de la recepcionista me ha tratado como si fuera un cliente.

—¿Qué fabrican?

—Tubos metálicos de cobre, de hierro o de bronce, no lo sé… Es una gran fábrica de apariencia siniestra de las que hay junto a la Avenue de la République y el Boulevard Voltaire. Me ha llevado a un café, lejos del despacho. Los periódicos vespertinos publican la noticia del tiroteo y de las heridas de Lognon, pero no mencionan a Marinette, aunque de todas formas Jean-Claude no los había leído.

—¿Se ha mostrado colaborador?

—Teme tanto a su padre y, en general, a todo lo que pueda complicarle la existencia, que me habría confesado hasta sus pecados de juventud. Le conté que Marinette había abandonado repentinamente su domicilio y que necesitábamos urgentemente que él hiciera una declaración.

»“Ustedes fueron novios durante casi un año…”.

»“Novios es mucho decir… Es una palabra un poco exagerada”.

»“O se queda corta, ya que usted pasaba una o dos noches por semana en casa de Marinette”.

»Le ha molestado mucho que lo supiéramos.

»“En cualquier caso, si espera un hijo, no puede ser mío, porque hace más de nueve meses que no la he visto”.

»¡Ya ve qué personaje, jefe! Le pregunté por los fines de semana que pasaban juntos: “Seguro que sentían preferencia por algunos lugares. ¿Tiene usted coche?”.

»“¡Claro!”.

»“¿Iban a la playa o se quedaban en los alrededores de París?”.

»“En los alrededores de París, pero nunca en el mismo sitio. Escogíamos casi siempre una pensión o un hostal que estuviera cerca del río, porque a Marinette le encantaban la natación y el remo y no le gustaban los hoteles elegantes o sofisticados. En el fondo tenía unos gustos muy populares”.

»Al fin conseguí sacarle media docena de direcciones de los sitios donde habían estado varias veces: el Auberge du Clou, en Courcelles, en el valle de Chevreuse; en el hostal Mélanie, en Saint-Fargeau, entre Corbeil y Melun; en la pensión Félix et Félicie, en Pomponne… Está junto al Marne, cerca de Lagny. Ella sentía debilidad por esta pensión, porque no es más que un hotelito campestre, con dos habitaciones y sin agua corriente. También en Créguy, en los alrededores de Meaux, un hostal cuyo nombre había olvidado y cuyo propietario es sordo. En la Piequi-Danse, en plena campiña, entre Meulan y Apremont. Sólo una vez comieron en el Coq-Hardy, en Bougival.

—¿Lo has comprobado?

—He pensado que sería mejor que me quedase aquí para centralizar los informes. Hubiera podido telefonear a la policía de los distintos pueblecitos, pero he temido que su torpeza provocara la huida de Marinette. Lo que he hecho no es del todo correcto, porque esos lugares caen fuera de nuestra jurisdicción, pero me pareció que usted quería actuar con rapidez…

—¿Y…?

—He mandado un hombre a cada dirección, Lourtie, Jamin y Lagrume.

—¿Cada uno de ellos se ha llevado un coche?

—Sí —confesó Janvier con cara de preocupación.

—Ahora entiendo por qué Lucas acaba de decirme que no hay ningún coche disponible.

—Lo siento.

—Has hecho bien. ¿Alguna noticia?

—En el Auberge du Clou no saben nada. Los demás no tardarán en mandar su informe.

Maigret fumaba su pipa en silencio, como si se hubiera olvidado de la presencia del inspector.

—¿Ya no me necesita?

—De momento, no, pero no te vayas sin avisarme. Dile a Lucas que se quede también.

Quería actuar con rapidez. Después de su prolongada visita por la tarde a casa del holandés, tenía el presentimiento de que alguien estaba en peligro, aunque era incapaz de determinar sobre quién pesaba esta amenaza.

Era evidente que los Jonker se habían esforzado por mostrarle un decorado. Los cuadros de las paredes podían ser auténticos, pero todo lo demás que había visto y oído debía de ser falso.

—Póngame con el Departamento de Extranjería.

A los diez minutos ya sabía el apellido de soltera de Madame Jonker: no se llamaba Mireille —como él había supuesto, dado el nombre de Mirella y sus orígenes meridionales—, sino Marcelle, que era mucho más corriente, apellidada Maillant.

—Póngame con la Policía Judicial de Niza, por favor. Si es posible, con el comisario Bastiani. —Como no podía estarse quieto, Maigret buscaba la información por todas partes, al azar—. ¡Sí! ¿Bastiani? ¿Qué tal, amigo mío? ¿Qué tiempo hace por ahí?… Aquí lleva tres días lloviendo y este mediodía ha parado para dar paso a un tiempo gris… Escuche. Me gustaría que sus hombres rebuscasen cuanto antes en los viejos archivos. Si en los suyos no encuentran nada, podrían intentarlo en el Palacio de Justicia… Se trata de una tal Marcelle Maillant, natural de Niza y residente seguramente en la ciudad vieja, en los alrededores de Sainte-Réparate…

»Tiene treinta y cuatro años. Después de casarse con un inglés llamado Muir, fabricante de rodamientos en Manchester, vivió unos años en Londres, donde volvió a casarse con un holandés rico, Norris Jonker, y actualmente vive en París.

»Es una mujer muy atractiva, de las que a su paso por la calle los hombres se vuelven. Alta, morena, muy elegante. Una mujer de mundo que tiene, sin embargo, algo que no me gusta… ¿Me entiende?… Algo raro que no sé qué es, y que su manera de mirarme me confirma…

»Sí. Es muy urgente… Me parece que se está tramando algo horrible y me gustaría impedirlo… ¿Conoció usted a Lognon, cuando estaba en la Rue des Saussaies? A Cara de Vinagre, sí… Le hirieron la pasada noche. No ha muerto, pero no se sabe si saldrá adelante… Tiene que ver con esto, sí… No sé cómo ni hasta qué punto ella estará implicada, y puede que sus informes me lo aclaren un poco… Estaré en el despacho. Si hace falta, toda la noche.

Sabía que, al enterarse de que la investigación afectaba a un colega malherido, Bastiani y sus hombres echarían el resto, pues para ellos era una cuestión de honor.

Durante más de cinco minutos dio la impresión de que Maigret soñaba despierto y luego se adormilaba; después alargó el brazo hacia el teléfono.

—Póngame con Scotland Yard… Urgente… Pregunte por… el inspector Pyke… Un momento… ¡No! El inspector jefe Pyke…

Se habían conocido en Francia, pues el digno Mister Pyke vino para conocer los métodos empleados por la Policía Judicial y concretamente los de Maigret, y con sorpresa verificó que éste no seguía método alguno.

Volvieron a verse un par de veces en Londres y llegaron a ser buenos amigos. Unos meses atrás Maigret se había enterado de que Pyke había sido ascendido.

Si tardó tres minutos en conseguir la comunicación con Scotland Yard, necesitó casi diez para encontrar a su interlocutor, y otros tantos se le fueron en el intercambio de felicitaciones en un mal inglés, por una parte, y en un mal francés, por la otra.

—Maillant, sí… M de Maurice, A de André… —Tuvo que deletrear las palabras—. Muir… M de Maurice otra vez… U de Ursule…

—Ese nombre me suena… ¿Se refiere a Sir Herbert Muir? ¿De Manchester?… Hace tres años la reina le nombró Sir…

—Segundo marido: Norris Jonker… —Volvió a deletrear, y mencionó el paso del holandés por el ejército inglés y su grado de coronel—. Quizás haya habido otros hombres entre ambos maridos, pues parece que vivió unos cuantos años en Londres, donde no creo que estuviera sola…

Maigret no pasó por alto añadir que se trataba de un atentado cometido contra un policía y Mister Pyke declaró con aire solemne:

—Aquí, ahorcaríamos al culpable, fuera hombre o mujer. En los crímenes contra la policía siempre se dicta pena de muerte.

Al igual que Bastiani, prometió que volvería a llamar.

Eran las seis y media de la tarde y, cuando Maigret abrió la puerta que comunicaba con el gran despacho, sólo quedaban en él cuatro o cinco inspectores.

—Nada en el Mélanie, de Saint-Fargeau, jefe. Tampoco en el Coq-Hardy, como ya suponía, ni en la Pie-qui-Dance. Falta el Marne, porque en el valle de Chevreuse y en el Sena no ha aparecido nada.

Maigret se disponía a regresar a su despacho cuando el inspector Chinquier entró en la sala muy nervioso.

—¿Está aquí el comisario? —En ese mismo instante vio a Maigret—. Hay novedades. He preferido venir en lugar de llamarle desde el despacho.

—Pase.

—He traído a un testigo por si quiere usted interrogarle; está en la antesala.

—Primero siéntese y póngame al corriente.

—¿Puedo quitarme el abrigo? Hoy me he movido tanto que estoy sudando… ¡Bueno! Como usted indicó, los hombres del distrito dieciocho se han dedicado a peinar la Avenue Junot y alrededores. Durante horas no han obtenido nada, si exceptuamos al viejo Maclet… Después, de repente, me han dado una información que me ha parecido excepcional.

»Ya habíamos pasado por esa casa a primera hora de la tarde y habíamos interrogado a la portera y a los inquilinos presentes, no muchos, mujeres sobre todo, porque los hombres estaban trabajando. Me refiero a un edificio de pisos de alquiler que se encuentra al principio de la avenida.

»No hace ni una hora, en el momento en que llegaba uno de mis colegas, un hombre entraba en la portería a recoger el correo, un tal Langeron, que vende aspiradores por las casas. Lo he traído aquí. Es un individuo bastante gris, más acostumbrado a que lo echen de los sitios que a que lo reciban con los brazos abiertos. Vive solo, en un apartamento de la tercera planta, y no tiene horario fijo, pues se presenta en las casas cuando cree que es el momento propicio.

»Normalmente se prepara él mismo la comida, pero cuando cierra una venta va a cenar a un restaurante para celebrarlo. Es lo que hizo ayer… Entre las seis y las ocho, momento en que la gente suele estar en sus casas, vendió dos aspiradores y, después de tomar un aperitivo en una cervecería de la Place Clichy, cenó copiosamente en un pequeño restaurante de la Rue Caulaincourt.

»Un poco antes de las diez, subía por la Avenue Junot con el aspirador de muestra en la mano. A la altura de la casa del holandés, un coche se detuvo, un Jaguar color amarillo cuya placa de matrícula le llamó la atención porque ponía TT en letras rojas. El vendedor se hallaba a unos pocos metros cuando se abrió la puerta.

—¿Está seguro de que era la puerta de la casa de los Jonker?

—Conoce las casas de la Avenue Junot como la palma de su mano, porque, lógicamente, ha intentado venderles aspiradores. Escúcheme bien: salieron dos hombres que sostenían a un tercero tan borracho que no se tenía en pie. Cuando los dos individuos que llevaban al otro hombre al coche se dieron cuenta de que Langeron los miraba, hicieron amago de volver a la casa, y uno de los dos masculló: «¡Vamos! ¡Camina, imbécil! ¡Qué vergüenza llegar a este estado!».

—¿Se lo llevaron?

—Espere. Eso no es todo. En primer lugar, el vendedor de aspiradores afirma que el individuo que habló tenía un acento inglés muy marcado. Además, el borracho iba sin zapatos ni calcetines, arrastrando los pies desnudos por la acera. Lo sentaron en el asiento trasero, al lado de uno de los que le sujetaban, mientras que el otro se sentó al volante. El coche arrancó a gran velocidad… ¿Quiere que llame al vendedor?

Maigret vaciló, convencido de que cada vez había menos tiempo que perder.

—Vaya a verle y tómele la declaración. Asegúrese de que no olvida nada, cualquier detalle puede ser importante.

—¿Qué hago después?

—Llámeme cuando haya terminado.

El día anterior, a la misma hora, estaba acorralando al joven Bauche, alias «Jeannot», y a la una de la madrugada le arrancaba la confesión que permitía detener a Gaston Nouveau.

Maigret empezaba a preguntarse si también esa noche la luz de su despacho permanecería encendida hasta las tantas, aunque eso rara vez ocurriera en dos ocasiones consecutivas. Casi siempre se daba una pausa entre dos casos; curiosamente, cuando esa pausa se prolongaba, Maigret empezaba a mostrarse huraño y se sentía a disgusto.

—Con el Departamento de Vehículos… ¡Rápido!

No recordaba haber visto jamás ningún Jaguar amarillo, color bastante raro en un coche inglés. Las letras TT significaban que el coche había entrado en Francia con un propietario extranjero que no permanecería mucho tiempo en el país y que, por lo tanto, no había pagado derechos de aduana.

—¿Quién se encarga de los TT?… ¿Rorive?… ¿No está?… ¿No hay nadie?… ¿Y tú, tú sí que estás, no?… Escucha, muchacho, es absolutamente necesario que te espabiles. O vas al despacho de Rorive y sacas la información que te pido, o le telefoneas y le dices que venga inmediatamente… Me da igual que esté cenando… ¿De acuerdo?… Se trata de un Jaguar… Jaguar, sí…

»Anoche todavía circulaba por París. Es amarillo y lleva una matricula TT… ¡No! No sé el número, eso sería demasiada suerte. Pero no creo que haya docenas de Jaguar amarillos con matrícula TT en París…

»Arréglatelas como puedas y llámame al Quai con la información: el nombre del propietario, su dirección, la fecha de entrada en Francia… Lo más rápidamente posible… Discúlpame con Rorive si te ves obligado a molestarle. Ya se lo compensaré. Dile que se trata de encontrar al tipo que ha disparado contra Lognon… Sí, el inspector del distrito dieciocho…

Maigret entreabrió la puerta para llamar a Janvier.

—¿Se sabe algo del Marne?

—Todavía no. Quizá Lagrume haya tenido una avería.

—¿Qué hora es?

—Las siete.

—Tengo sed, di que me suban unas cervezas. Ya que estás, creo que no sería mala idea encargar unos sándwiches.

—¿Para cuántas personas?

—Ni idea, encarga un montón. —El comisario iba de un lado a otro, con las manos a la espalda, hasta que descolgó el teléfono de nuevo—. Póngame con mi mujer, por favor…

Quería decirle que seguramente no iría a cenar. Acababa de colgar, cuando el teléfono sonó de nuevo y Maigret se precipitó hacia el aparato.

—¿Diga?… Sí… ¿Bastiani? ¿Ha sido más fácil de lo que parecía?… ¿Suerte?… ¡Bueno! ¡Cuéntame! —Se sentó ante la mesa, se acercó un cuaderno y tomó un lápiz—. ¿Qué nombre?… Stanley Hobson… ¿Cómo? ¿Que es una larga historia?… Resúmela todo lo que puedas, sin olvidar nada… Claro que no, amigo mío. Estoy un poco nervioso esta noche. Tengo la impresión de que es necesario actuar con rapidez. Hay un borracho descalzo que me está incordiando… Bueno… Te escucho…

La historia se remontaba a dieciséis años atrás. Un tal Stanley Hobson, fichado por Scotland Yard como ladrón de joyas, fue arrestado en Niza en un hotel de lujo situado en la Promenade des Anglais. Se habían cometido varios robos de joyas, no sólo en algunas mansiones de Antibes y Cannes, sino también en una habitación del hotel donde se alojaba Hobson.

En el momento de su detención, iba acompañado de una joven menor de dieciocho años que era su amante desde hacía varias semanas. Los detuvieron a ambos y fueron interrogados durante tres días. Registraron su habitación. Registraron también, en la ciudad vieja, la casa donde vivía la madre de la joven, que trabajaba en el mercado de flores.

Las joyas nunca se encontraron. Soltaron a la pareja por falta de pruebas, y dos días después ambos cruzaron la frontera italiana.

En Niza jamás se volvió a oír hablar ni de Hobson ni de Marcelle Maillant, pues sin duda se trataba de ella.

—¿Qué ha sido de la madre?

—Desde hace varios años reside en un bonito apartamento de la Rue Saint-Sauveur y vive de rentas. Uno de mis hombres ha ido a verla, pero todavía no ha vuelto. Sin duda recibe giros de su hija.

—Gracias, Bastiani. Hasta pronto, espero.

La maquinaria empezaba a funcionar, como Maigret decía, y en aquellos momentos hubiera deseado que los despachos permaneciesen abiertos día y noche.

—Ven un momento, Lucas. Baja a los archivos, espero que quede alguien… Apunta el nombre: Stanley Hobson. Según Bastiani, debe de tener en la actualidad entre cuarenta y cinco y cuarenta y ocho años. No tengo su filiación, pero hace más de quince años Scotland Yard envió su ficha a todas las policías, presentándolo como un ladrón internacional de joyas. Sube a los ficheros centrales si es necesario, tal vez tengan algo sobre él.

Lucas salió y Maigret miró el teléfono con cara de reproche, como si se enfadara porque no sonaba a cada instante. Chinquier llamó a la puerta.

—Aquí lo tengo, señor comisario. El informe está mecanografiado y lo ha firmado Langeron. Pregunta si puede irse a cenar. ¿De verdad que no quiere hablar con él?

Maigret se limitó a lanzar una ojeada a la puerta entreabierta. Era un individuo de aspecto anodino.

—Que salga a cenar y que vuelva enseguida, por si acaso. Todavía no sé si lo necesitaré, ni cuándo, pero ya hay demasiada gente dispersa por ahí…

—Y yo, ¿qué hago?

—¿No tiene hambre? ¿No cena nunca?

—Preferiría hacer algo de utilidad.

—Lo mejor es que vuelva a la comisaría del distrito dieciocho y me tenga al corriente de lo que pasa en el barrio.

—¿Tiene una corazonada?

—Si no la tuviera, me iría a cenar con mi mujer y a ver la televisión.

Cuando sonó el teléfono, el camarero de la Brasserie Dauphine todavía estaba en el despacho de Maigret, donde había depositado una bandeja llena de vasos de cerveza y de sándwiches.

—¡Bien! ¡Magnífico!… ¿Ed? ¿Simplemente Ed? ¿Estadounidense?… Ya entiendo. Hasta sus presidentes utilizan diminutivos… Ed Gollan… ¿Con elle?… ¿Tienes la dirección?… ¿Cómo? —Maigret se puso de mal humor al hablar del propietario del Jaguar amarillo—. ¿Estás seguro de que es el único que hay en todo París?… ¡Bueno!… ¡Gracias, hombre! Veré qué se puede hacer, pero hubiera preferido que no se alojara en el Ritz… —Volvió al despacho de los inspectores—. Que dos hombres se preparen para salir en coche. ¿Queda alguno abajo? —Un instante después llamaba por teléfono—. ¿El Ritz? Póngame con el conserje, por favor, señorita… ¡Oiga! ¿Conserje? ¿Es usted Pierre?… Soy Maigret. —No era la primera vez que investigaba en el hotel de la Place Vendôme, uno de los más selectos, por no decir el más distinguido de París, y siempre lo había hecho con la discreción requerida—. Soy el comisario, sí… Escúcheme con atención y no pronuncie ningún nombre en voz alta… El vestíbulo debe de estar lleno de gente a esta hora… ¿Se aloja en el hotel un tal Gollan?… Ed Gollan…

—Un momento, por favor. Voy a pasar la comunicación a una cabina. —Al instante el conserje confirmó—: Sí, está en el hotel… Viene a menudo… Es de San Francisco, viaja mucho, y tres o cuatro veces al año visita París… Normalmente se queda unos veinte días.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y ocho años… No parece un hombre de negocios, tiene aspecto de intelectual… Según su pasaporte, es crítico de arte, y me han asegurado que es un experto de fama internacional… El director del Louvre ha venido a verle varias veces, así como los marchantes más importantes…

—¿Está en su habitación en este momento?

—¿Qué hora es?… ¿Las siete y media?… Lo más probable es que esté en el bar.

—Quisiera que me lo confirmara, discretamente…

Una nueva espera.

—Sí está, sí…

—¿Solo?

—Le acompaña una mujer muy guapa.

—¿Es clienta del hotel?

—No, no lo parece; ya ha venido otras veces a tomar una copa con él, y dentro de un rato sin duda saldrán a cenar.

—¿Me avisará cuando parezca que vayan a salir?

—El caso es que yo no podré retenerles…

—Deme un telefonazo, sólo eso… ¡Y gracias!

Maigret llamó entonces a Lucas.

—Escúchame bien. Esto es importante y delicado. Preséntate en el Ritz con un inspector. Pregúntale de mi parte al conserje si Ed Gollan sigue en el bar… Si es así, como supongo, deja a tu compañero en el vestíbulo, y tú aborda discretamente a Gollan y a su compañera. No enseñes la placa identificativa ni digas en voz alta que eres policía… Dile que se trata de su coche, que tenemos unas preguntas que hacerle, e insiste en que te acompañe…

—¿Y a la mujer? ¿Me la traigo también?

—No, salvo que sea alta, morena, muy guapa y se llame Mirella…

A Lucas se le iban los ojos tras los vasos de cerveza todavía fríos, pero se alejó sin decir nada.

—Sobre todo, date prisa. Corre cuanto puedas…

La cerveza estaba buena, pero el sándwich era incomestible. Maigret estaba demasiado nervioso para poder comer. Nada encajaba en este caso; en cuanto se le ocurría una hipótesis, los hechos se precipitaban a desmentirla. Y aparte del misterioso Stanley Hobson, sólo se tropezaba con personajes aparentemente respetables.

Acabó por llamar a Manessi, el tasador de obras de arte, a su casa.

—Soy yo otra vez, sí… Espero no haber interrumpido una fiesta… ¿Sí? Seré breve, entonces. ¿Le suena el nombre de Gollan?… ¿Uno de los mejores expertos estadounidenses? —Suspiró varias veces al oír lo que Manessi le contaba por teléfono—. Sí, sí… Debí haberlo supuesto… Una pregunta más. Me han dicho esta tarde que los verdaderos coleccionistas de arte a menudo compran y venden cuadros bajo mano. ¿Es cierto?… No le pido nombres, por supuesto… ¡No! No sigo la pista de un cuadro o, de ser así, lo hago sin saberlo… Por último, ¿es posible que alguien como Norris Jonker tenga cuadros falsos en su colección?

—En tal caso, también son falsos algunos del Louvre… Claro que hay quien dice que la Gioconda del museo es una copia falsa… —dijo entre carcajadas Manessi.

Una ráfaga de aire abrió la puerta. Janvier, nervioso y radiante, esperaba impaciente el final de la conversación para dar la noticia.

—Gracias… Le dejo con sus invitados. Quizá me equivoque, pero creo que voy a necesitarle más veces…

Janvier espetó:

—¡Ya la tengo, jefe! La hemos encontrado.

—¿A Marinette?

—Sí. Lagrume la trae hacia aquí. No tuvieron ninguna avería, pero parece que de noche la pensión Félix et Félicie no es fácil de encontrar. Está en las afueras de Pomponne, al final de un camino de tierra que no tiene salida.

—¿Ya ha hablado?

—Jura que no sabe nada de lo que ha ocurrido. Al oír los disparos, pensó inmediatamente en Lognon. Y tuvo miedo de que la atacaran también a ella…

—¿Por qué?

—No lo ha dicho. No ha puesto ninguna objeción en acompañar a Lagrume; únicamente quiso que le mostrara la placa.

Dentro de una hora como máximo llegaría al Quai des Orfèvres. Si todo iba bien, más o menos a la misma hora Ed Gollan estaría también allí, seguramente furioso y amenazando con llamar a su embajada. ¡Es asombroso cuánto le gusta a la gente llamar a su embajada!

—¿Diga?… Sí. Yo mismo, querido Mister Pyke.

El nuevo inspector jefe de Scotland Yard exponía con parsimonia su informe, leyendo aparentemente un texto que tenía delante y repitiendo los detalles importantes.

Porque algunos de ellos eran de extrema importancia. Por ejemplo, el divorcio de Mirella de su primer marido, Herbert Muir, después de sólo dos años de matrimonio. Había sido fallado en contra de la joven y de su amante. Su cómplice, como dicen en el Reino Unido, no era otro que Stanley Hobson. No sólo la pareja fue sorprendida en flagrante delito en un barrio poco recomendable de Manchester donde Hobson vivía, sino que además se confirmó que, durante los dos años de matrimonio, no habían dejado de verse.

—Todavía no sé nada sobre las andanzas de Stanley en Londres en los años siguientes. Confío en poder informarle mañana. Dos de mis hombres esperan establecer contacto con unas personas del Soho que están al corriente de lo que ocurre en determinado ambiente…

»Se me olvidaba algo… Hobson es más conocido por el sobrenombre de Stan el Calvo: a causa de una enfermedad, que padeció a los veintitrés o veinticuatro años, no tiene pelo, cejas ni pestañas…

Maigret tenía calor y fue a entreabrir la ventana. Estaba apurando una cerveza cuando oyó que alguien en el pasillo hablaba francés con acento americano. No entendía lo que decía, pero el tono de voz indicaba claramente que el visitante estaba allí contra su voluntad y que eso no le complacía.

Ésa fue la razón por la que compuso su mejor sonrisa, la más bonachona y acogedora, y, al abrir la puerta, dijo:

—Pase, por favor, Mister Gollan, y disculpe las molestias.