La habitación de los grafitos

En ese momento sucedió algo que Maigret hubiera sido incapaz de definir, un cambio de tono, o quizás una especie de ruptura que confirió de repente mayor peso a los gestos, a las palabras y a las actitudes. ¿Se debía a la presencia de la joven envuelta en su extraño atuendo, o al ambiente que reinaba en la sala?

En una inmensa chimenea de piedra blanca ardían y crepitaban unos leños; las llamas parecían duendes. El comisario comprendió entonces por qué desde las ventanas de Marinette Augier se veían casi siempre las cortinas echadas: el estudio estaba acristalado por dos lados, lo que les permitía escoger la luz deseada. Las cortinas, originariamente de yute negro y tupido, se habían vuelto grises por los lavados y habían encogido tanto que nunca llegaban a juntarse.

Por un lado se veían los tejados hasta Saint-Ouen; por el otro, en primer plano, las aspas del Moulin de la Galette, y después casi todo París, el trazado de sus bulevares, el espacio ensanchado de los Campos Elíseos, los meandros del Sena y la cúpula dorada de los Invalides.

No era esa vista lo que fascinaba a Maigret, cuyos sentidos estaban alerta. Cuando uno se halla por primera vez en un ambiente desconocido, resulta difícil abarcarlo en su totalidad; pero, en cierto modo, eso era lo que le estaba sucediendo. Todo le llamaba la atención al mismo tiempo, las dos paredes lisas, por ejemplo, de un blanco crudo, con las llamas en movimiento en la chimenea en el centro de una de ellas.

En el momento en que los dos hombres entraron, Madame Jonker estaba pintando. Por lógica, ¿no debería haber más telas en las paredes y lienzos amontonados, como en la mayoría de los estudios de los artistas? Pues bien, el suelo, de madera barnizada, estaba tan desnudo como las paredes.

Una caja llena de tubos de colores se hallaba en un velador junto al caballete. Sobre otra mesa un poco más alejada y de madera blanca, que era el único objeto corriente que Maigret había localizado hasta entonces en la casa, se veía un revoltijo de tarros, cajas de hojalata, botellas y trapos. Completaban el mobiliario dos armarios antiguos, una silla y un sillón, cuyo terciopelo marrón comenzaba a gastarse.

Aunque sólo tenía un presentimiento, al comisario le parecía que había algo anormal y estaba alerta; de este modo, la frase que el holandés pronunció le llamó la atención enseguida. Dirigiéndose a su mujer, dijo:

—El comisario no ha venido a admirar mis cuadros sino, por extraño que pueda parecer, para conversar sobre los celos. Le sorprende que no todas las mujeres sean celosas.

Hubiera podido pasar por un comentario banal, un poco irónico. Para Maigret la frase se tradujo en una advertencia que Jonker dirigía a su mujer, y habría podido jurar que ella, con un pestañeo, acusó recibo del mensaje.

—¿Su mujer es celosa, Monsieur Maigret?

—Le confieso, Madame, que nunca me ha dado la ocasión de preguntármelo.

—Sin embargo, por su despacho deben de pasar muchas mujeres.

¿Se equivocaba Maigret? Le parecía percibir algo parecido a una señal, pero una señal que esta vez se dirigía a él.

Fue en ese momento cuando rebuscó en su memoria, preguntándose si alguna vez había visto a la mujer que tenía frente a él en el Quai des Orfèvres. Sus miradas se encontraron. En su hermoso rostro se dibujaba una sonrisa vaga y cortés propia de un ama de casa haciendo los honores, pero el comisario percibía algo más en aquellos grandes ojos castaños de largas pestañas.

—Por favor —murmuró—, no abandone su trabajo por mi causa.

Ella dejó la paleta sobre el velador y, quitándose el turbante blanco que llevaba, con unos movimientos de cabeza dejó que sus negros cabellos se soltaran a su aire.

—Creo que es usted francesa.

—¿Se lo ha dicho Norris?

Era una pregunta inocente, sin importancia, pero ¿se equivocaba Maigret al darle un doble significado?

—Lo sabía antes de venir.

—¿Así que ha hecho usted averiguaciones sobre nosotros?

Jonker no se sentía tan cómodo como en su despacho, o como cuando, con una ironía algo despectiva, lo había conducido a buen paso por las diferentes habitaciones de la casa a modo de guía de un museo o de un castillo.

—¿Estás cansada, querida? ¿Tienes ganas de descansar?

¿Era una nueva señal? ¿O una orden?

Se quitó el albornoz blanco que la envolvía y apareció enfundada en un ceñido vestido negro. De repente parecía más alta, y su cuerpo, de formas voluptuosas, había alcanzado una atractiva madurez.

—¿Hace mucho tiempo que pinta?

Ella, en lugar de contestar directamente, empezó a dar explicaciones:

—No es fácil vivir en una casa llena de cuadros y tener un marido cuya única pasión es la pintura, y no sentir la tentación de tomar un pincel. Como no puedo hacer nada parecido a los clásicos que veo durante todo el día, me contento con la pintura abstracta. Por favor, no me pregunte qué significan esos borrones…

A pesar de los años que había vivido en Inglaterra y en París, no había perdido su acento meridional. Maigret cada vez estaba más atento a los matices más nimios.

—¿Nació usted en Niza?

—¿También le han contado eso?

Ése fue el momento que Maigret eligió para mirarle a los ojos y enviarle el mensaje.

—Me encanta la iglesia de Sainte-Réparate.

Ella no enrojeció, pero acusó de manera casi imperceptible el golpe.

—Veo que conoce bien la ciudad.

El comisario acababa de evocar la parte vieja de Niza, el barrio más pobre, de calles estrechas, donde rara vez penetra el sol y en el que la ropa se tiende en los balcones durante todo el año.

Ahora estaba casi seguro de que ella había nacido en aquel barrio, en una de aquellas casas ruinosas, donde vivían hacinadas una veintena de familias y donde se oyen los gritos de la chiquillería en la escalera y en los patios.

Le pareció incluso que ella lo admitía implícitamente con su actitud, como si los dos hubieran intercambiado delante del marido, a quien estas sutilezas se le escapaban, un signo masónico.

Por muy comisario jefe y responsable de la Brigada Criminal de la Policía Judicial que fuera, Maigret pertenecía al pueblo.

Aunque ella ahora viviera entre unos cuadros dignos del Louvre, la vistieran los grandes modistos, hubiera asistido a las más elegantes veladas de Manchester y de Londres, estuviera cubierta de diamantes, de rubíes y de esmeraldas, se había criado a la sombra de Sainte-Réparate: a Maigret no le habría sorprendido enterarse de que ella hubiese vendido flores en las terrazas de la Place Masséna.

Ahora los dos estaban representando su papel y parecía que, ocultas por las palabras pronunciadas, dijeran otras que nada tenían que ver con el hijo del banquero holandés.

—¿Hizo construir su marido este espléndido estudio para usted?

—¡Oh, no! Cuando construyó esta casa, no me conocía. Norris tenía una buena amiga, una auténtica pintora que todavía expone en las galerías. Me pregunto por qué no se casó con ella. ¿Porque no era suficientemente joven? ¿Qué crees, Norris?

—Ya no me acuerdo.

—¡Qué educado es! ¡Y qué delicado!

—Le he preguntado antes si lleva tiempo pintando.

—No sé, varios meses…

—Y pasa parte del día en el estudio…

—Ya veo que se trata de un verdadero interrogatorio —dijo ella bromeando—. Por su pregunta, se nota que no es usted ni mujer ni ama de casa. Si me pregunta, por ejemplo, qué hice ayer a tal hora, me costaría un poco contestarle. Soy perezosa… y creo que, para los perezosos, el día pasa más deprisa que para los demás, aunque la mayoría piense lo contrario. Me levanto tarde, deambulo, charlo con mi camarera, doy instrucciones a la cocinera… Cuando llega la hora de comer, todavía no soy consciente de haber empezado el día.

—Hablas mucho, querida.

Y Maigret:

—Lo que ignoraba es que se pudiera pintar de noche.

Esta vez no cabía la menor duda de que los Jonker, marido y mujer, habían intercambiado una mirada. Primero respondió el holandés.

—No lo hacían quizá los impresionistas, enamorados de los juegos de luz, pero sé de pintores modernos que consideran que la luz artificial realza los colores en varios tonos.

—¿Por eso pinta de noche, señora?

—Pinto cuando me apetece.

—Y le apetece después de cenar, y permanece delante del caballete hasta las dos de la mañana.

Ella esbozó una sonrisa forzada.

—Está claro que no puedo ocultarle nada…

Maigret señaló la cortina negra de la cristalera que daba a la Avenue Junot.

—Como puede ver, no cierra herméticamente. He comprobado que en todas las calles hay al menos una persona con insomnio. Se lo contaba hace un rato a su marido. Los más cultos leen o escuchan música, los demás miran por la ventana…

Ahora Jonker dejaba que su mujer dirigiera las operaciones, como si él ya no se sintiera a sus anchas. Inquieto, fingía prestar una distraída atención a la conversación, y en dos o tres ocasiones se puso a contemplar la vista de París.

El cielo estaba cada vez más claro, de un blanco luminoso, sobre todo por el oeste, donde casi se adivinaba el crepúsculo.

—¿Guarda sus telas en estos armarios?

—No. ¿Quiere comprobarlo? No me molesta su indiscreción, al fin y al cabo es su oficio.

Madame Jonker abrió uno de los armarios, que contenía rollos de papel de dibujo, tubos de colores, más botellas, cajas, todo ello en desorden, igual que en la mesa. En el segundo armario sólo había tres lienzos en blanco, que llevaban la etiqueta de una tienda de la Rue Lepic.

—¿Decepcionado? ¿Esperaba encontrar un esqueleto? —Aludía al refrán inglés según el cual todas las familias tienen un cadáver dentro del armario.

—Hace falta tiempo para conseguir un esqueleto —respondió el comisario Maigret, con el ceño fruncido—. De momento, Lognon todavía sigue en una cama de hospital.

—¿A quién se refiere usted con ese nombre tan raro?

—A un inspector.

—¿El que atacaron la noche pasada?

—¿Está usted segura de que estaba en su dormitorio cuando sonó el disparo, en concreto los tres disparos?

—Me parece, comisario —intervino Jonker—, que está yendo usted demasiado lejos.

—Entonces, contésteme usted mismo. Madame Jonker dedica una parte de su tiempo a la pintura, en especial muchas noches hasta una hora muy avanzada, y, sin embargo, su estudio está casi vacío.

—¿Existe alguna ley en Francia que obligue a amueblar los estudios de los artistas?

—Esperaba encontrar, por lo menos, unos cuantos lienzos, acabados o no. ¿Qué hace con su obra?

La señal que Madame Jonker dirigió entonces a su marido, ¿quería decir que le cedía la tarea de contestar?

—Mirella no tiene ninguna pretensión artística.

Oyó el nombre por primera vez. Seguro que antes la llamaban Mireille.

—Casi siempre destruye sus obras tan pronto como las termina.

—Un momento, Monsieur Jonker, y disculpe una vez más que sea tan meticuloso. Conozco a algunos pintores… ¿Qué hacen cuando deciden destruir una tela?

—La cortan a trozos, y los pedazos los queman o los arrojan a la basura.

—¿Y antes de eso?

—No le entiendo.

—Me sorprende que no lo sepa, con lo aficionado que es usted. ¿Cree que también tiran el bastidor? Sin embargo, en este armario sólo hay tres bastidores, y los tres nuevos.

—A veces mi mujer regala los cuadros que menos le disgustan a sus amigos.

—¿Los cuadros que alguien viene a recoger por la noche?

—Por la noche o durante el día.

—Si lo que vienen a recoger son los cuadros de su esposa, hay más de los que me ha dado a entender.

—También se llevan otros.

—¿Aún me necesita? —preguntó Madame Jonker—. ¿No le gustaría que bajáramos a tomar una taza de té?

—Ahora no, señora. Su marido ha tenido la amabilidad de enseñarme toda la casa, pero no me ha dicho qué hay detrás de esta puerta. —Maigret se refería a una puerta maciza de roble oscuro situada al fondo del estudio—. ¿Quién sabe? Quizás encontremos, por fin, alguna de sus obras.

El ambiente era tenso y estaba como electrificado. El sonido de las voces se volvió sordo y cortante.

—Me temo que no, comisario.

—¿Por qué está usted tan seguro?

—Porque desde hace meses, quizás años, esta puerta no se ha abierto. En otra época fue la habitación de la persona de quien mi esposa le ha hablado antes, digamos que la habitación donde solía descansar entre dos sesiones de trabajo.

—¿Y la conserva usted como un santuario? ¿Después de tantos años?

Maigret atacaba a propósito para sacar de sus casillas al adversario. Le pareció que había llegado el momento de emplearse a fondo aunque, esta vez, excepcionalmente, la escena no tuviera lugar en su despacho del Quai des Orfèvres, sino en el estudio de un artista desde el que se veía todo París.

El holandés apretó los puños, pero no perdió el control.

—Estoy seguro, Monsieur Maigret, de que si yo me presentara en su casa sin avisar, husmeara en todos los rincones y acribillara a preguntas a su mujer, muchos detalles de su vida privada me parecerían raros, por no decir inexplicables. Ya sabe usted que cada cual tiene su modo de pensar, su manera de comportarse, y que a veces resultan incomprensibles para los demás. Esta casa es bastante grande… Yo prácticamente sólo me ocupo de mis cuadros, nuestra vida social es muy limitada y mi mujer, como ya le he dicho, se entretiene de forma circunstancial con la pintura. ¿Es en verdad sorprendente que no dé importancia a lo que pasa con sus lienzos, tanto si los quema como si los arroja a la basura o se los regala a sus amigos?

—¿Qué amigos?

—Me veo obligado a responderle lo mismo que ya creo haberle dicho en mi despacho. No sería elegante por mi parte mostrarme indiscreto y exponer así a terceras personas a las molestias que nos están ocasionando ahora unos disparos realizados en nuestra calle por unos desconocidos.

—Volviendo a esta puerta…

—Yo no sé cuántas habitaciones tiene su casa, comisario. Esta cuenta con treinta y dos. Cuatro criados se ocupan de ella, y más de una camarera ha sido despedida por no haber sido discreta… Que en tales condiciones pueda perderse una llave no asombrará a nadie de nuestra condición.

—¿Y no ha encargado usted una copia?

—No se me ha ocurrido.

—¿Está usted seguro de que la llave no se encuentra en la casa?

—No, que yo sepa; pero si está aquí, cualquier día aparecerá en el lugar más inesperado…

—¿Puedo usar el teléfono?

Había uno encima de la mesa. Maigret había observado que la mayoría de las habitaciones de la casa contaban con teléfono, y sin duda estarían conectados entre sí y con el exterior.

—¿Qué piensa hacer?

—Llamar a un cerrajero.

—Creo que no voy a tolerarlo, porque me parece que se está excediendo en sus atribuciones.

—En tal caso, me veré obligado a llamar al juzgado para que me manden una orden de registro en toda regla.

Marido y mujer se miraron una vez más. En esta ocasión fue Mirella la que se dirigió al armario llevando consigo el taburete que estaba junto al bastidor; se subió a él, alargó el brazo, pasó la mano por la parte superior del mueble y, cuando la retiró, tenía una llave.

—Oiga, Monsieur Jonker, hay un detalle que me ha llamado la atención, o mejor dicho, dos detalles iguales. La puerta de este estudio tiene un cerrojo pero, contrariamente a lo normal, está por fuera. Hace un rato, mientras usted me hablaba, me he fijado en que esa misteriosa puerta también lo tiene por fuera…

—Es usted libre de extrañarse; de hecho, no ha dejado de hacerlo desde que ha entrado en esta casa. Su estilo de vida y el nuestro son demasiado diferentes para que usted pueda comprender.

—Estoy intentado comprender, créame.

Maigret cogió la llave que Madame Jonker le tendía y se dirigió hacia la puerta cerrada. Sus interlocutores permanecieron inmóviles, como si fueran dos siluetas petrificadas en la inmensidad del estudio, mientras introducía la llave en la cerradura.

—¿Desde cuándo dice que no se ha abierto esta puerta?

—No tiene mayor importancia.

—No le pido que se acerque, Madame Jonker, y seguro que podrá adivinar por qué, pero sí quisiera que su marido se aproximase.

El holandés se adelantó, intentando salvar las apariencias.

—Fíjese usted en que el suelo está limpio —prosiguió entonces el comisario—, no hay el menor rastro de polvo y, si lo toca, se dará cuenta de que la madera conserva cierto grado de humedad, como si la hubieran fregado hace muy poco. ¿Quién ha limpiado la habitación esta mañana o ayer por la noche?

A sus espaldas, Maigret oyó la voz de Mirella, que respondía:

—Yo no he sido, eso es seguro. Tendrá que preguntar a las camareras. A menos que mi marido haya dado instrucciones a Carl.

Era una habitación pequeña. Desde la ventana, igual que desde el gran ventanal, se divisaba todo París. Unas viejas cortinas de flores estaban manchadas de pintura, y a trechos parecía incluso que alguien, después de haber pintado con los dedos, se hubiera limpiado las manos en ellas.

En un rincón había una cama de hierro y sobre ella un colchón, pero sin sábanas ni mantas.

Lo más sorprendente era algo que difícilmente podía recibir otro nombre que el de grafitos. Sobre las paredes, de un blanco sucio, alguien se había divertido dibujando unas formas obscenas como las que pueden verse en algunos urinarios, con la única diferencia de que en lugar de haber sido trazadas a lápiz, se había utilizado pintura de color verde, azul, amarilla y violeta.

—No me atrevería a preguntarle, Monsieur Jonker, si atribuye estos dibujos a su antigua amiga. Por otra parte, este retrato hace que dicha hipótesis sea imposible.

Maigret se refería a un dibujo de Mirella hecho con gruesos trazos, pero con más vida que muchos cuadros del salón.

—¿Espera que le dé una explicación?

—Creo que sería lo normal. Como usted ha dicho, nuestros estilos de vida son muy diferentes. Es posible que yo tenga cierta dificultad en comprender su forma de ser, pero estoy más que convencido de que muchos de sus amigos, incluso los que pertenecen a su mismo ambiente, se asombrarían bastante si supieran que tiene usted estos…, ¡hum!…, digamos, estos frescos en su casa.

No sólo se habían reproducido con todo lujo de detalles las partes del cuerpo humano que normalmente no se enseñan, sino que se veían también algunas escenas de un erotismo exacerbado. En cambio, junto a la cama, unas líneas verticales llevaron al comisario a pensar en las que trazan los presos para contar el paso del tiempo.

—¿La persona que vivía aquí contaba los días con impaciencia?

—No le entiendo.

—¿Desconocía la existencia de estos grafitos?

—Hace mucho tiempo que no echaba una mirada a esta habitación.

—¿Cuánto tiempo?

—Varios meses, ya se lo he dicho. Me sorprendió mucho lo que vi, así que cerré la puerta con doble vuelta y arrojé la llave encima del armario.

—¿Delante de su mujer?

—No lo recuerdo…

—¿Ha visto usted lo que hay en las paredes de esta habitación, señora?

La mujer asintió con la cabeza.

—¿Qué sintió al ver su retrato?

—Yo no lo llamaría retrato, sino un croquis apresurado, como el que cualquier pintor podría realizar.

—Espero que se pongan de acuerdo para decirme de qué se trata.

Hubo un silencio y Maigret sacó la pipa del bolsillo sin que nadie le invitara a hacerlo.

—Me pregunto —murmuró el holandés— si no sería mejor que llamase a mi abogado. No conozco las leyes francesas lo suficiente para saber si tiene usted derecho a interrogarnos de esta manera.

—Si en lugar de dar en este mismo momento una respuesta plausible, decide llamar a su abogado, cítelo en el Quai des Orfèvres, porque, en tal caso, es allí donde voy a llevarle inmediatamente.

—¿Sin orden judicial?

—Con orden o sin orden. Si es necesario, tendré la orden aquí dentro de media hora —dijo el comisario y se dirigió hacia el teléfono.

—¡Espere!

—¿Quién ocupaba esta habitación?

—Es una vieja historia. ¿No prefiere que bajemos y que prosigamos esta conversación tomando una copa? Tengo ganas de fumar y aquí no hay cigarros.

—Siempre que Madame Jonker nos acompañe.

Fue la primera en salir, con paso cansado, como resignado. La seguía Maigret y detrás iba Jonker.

—¿Aquí? —preguntó Mirella cuando llegaron al salón.

—Preferiría ir a mi despacho.

—¿Qué desea tomar, Monsieur Maigret? —le ofreció Mirella.

—De momento nada.

Ella miró la copa en la que Maigret había bebido antes y que seguía sobre la mesa, junto a la de su marido. Que el comisario rehusara esta vez, ¿significaba que la situación había cambiado?

La habitación estaba ahora en penumbra y el holandés encendió las lámparas, se sirvió una copa de curasao y dirigió a su mujer una mirada interrogante.

—No, prefiero un whisky —dijo ella.

El holandés fue el primero en sentarse, retomando casi exactamente la misma posición que una hora antes. Su mujer permaneció de pie, con un vaso en la mano.

—Hace dos o tres años… —comenzó a decir el coleccionista de cuadros, cortando el extremo de su cigarro.

El comisario le interrumpió:

—¿Se da usted cuenta de su falta de precisión? Desde que he llegado, no ha pronunciado jamás una fecha, un nombre, salvo los de los pintores muertos hace muchos años. Habla usted de algunas semanas, de algunos meses, de algunos años, de primeras o últimas horas de la noche…

—Es posible que se deba a que no me preocupa el paso del tiempo. Ya sabe usted que yo no tengo que estar en una oficina a una hora determinada, y que hasta el día de hoy no he tenido que rendir cuentas a nadie.

Recuperaba su estilo altanero y provocador, aunque ahora sonara a exagerado y falso. Maigret captó en el rostro de la mujer cierta inquietud y desaprobación.

«Tú, hija», pensó el comisario, «sabes por experiencia que no sirve de nada jugar así con la policía.»

¿Dónde había tenido que tratar con ella?, ¿en Niza, de joven, en Inglaterra o en otro lugar?

—Es usted libre de creerme o no, comisario. Le repito que hace dos o tres años me hablaron de un joven pintor de gran talento que vivía en una miseria tan absoluta que dormía bajo los puentes y rebuscaba en la basura algo que comer.

—Ha dicho «me hablaron». ¿Fue un amigo o un marchante quien le habló de ese hombre?

Jonker movió la mano como si espantara una mosca.

—¡Qué importa eso! No lo recuerdo. El caso es que me dio vergüenza tener un estudio vacío, sin utilizar…

—¿Su mujer no pintaba entonces?

—No, de otro modo no lo hubiera traído aquí.

—¿Cómo se llama el pintor de los grafitos?

—Sólo supe su nombre.

—¿Cuál es?

Hubo una pausa.

—Pedro.

Era evidente que acababa de inventárselo.

—¿Era español? ¿Italiano?

—La verdad es que nunca se lo pregunté. Puse el estudio y la habitación a su disposición. Y le di dinero para comprar pinturas y lienzos.

—¿Y por la noche le encerraba para que no se fuera de picos pardos?

—No le encerraba.

—En tal caso, ¿para qué servían los cerrojos exteriores?

—Se pusieron cuando la casa se construyó.

—¿Por qué motivo?

—Por uno muy sencillo, que a usted no se le ocurriría porque no es coleccionista. Durante un tiempo se guardaron aquí los cuadros que ya no cabían en las paredes. Lo lógico era cerrar por fuera, ya que no podía hacerlo por dentro.

—Creía que había arreglado el estudio para su amiga pintora de aquel entonces…

—Digamos que puse los cerrojos cuando ella dejó de vivir aquí.

—¿Los de la puerta de la habitación también?

—No estoy seguro de haber encargado al cerrajero que instalara uno en aquella puerta.

—Volvamos a Pedro…

—Vivió algunos meses en la casa.

—¡«Algunos»! —repitió Maigret, mientras a Mirella se le escapaba una sonrisa.

El holandés se impacientaba, pero debía de tener un dominio de sí mismo poco usual, ya que no se encolerizó.

—¿Tenía talento?

—Mucho.

—¿Ha hecho carrera? ¿Es un pintor conocido?

—Lo ignoro. Algunas veces subía al estudio y admiraba sus cuadros.

—¿Compró alguno?

—¿Cómo iba comprar cuadros a un hombre a quien ya le daba techo y comida?

—O sea, que no tiene ni un solo cuadro de él. ¿Y a él no se le ocurrió regalarle alguno antes de irse?

—¿Ha visto algún cuadro en la casa que tenga menos de treinta años? No sólo amo la pintura, sino que la colecciono. Y los coleccionistas limitan su interés a un periodo determinado. Mi colección empieza con Van Gogh y termina con Modigliani.

—¿Pedro comía arriba?

—Supongo.

—¿Era Carl quien le servía?

—De esos detalles se ocupaba Mirella.

—Le servía Carl —respondió ésta sin convicción.

—¿Salía mucho?

—Como todos los chicos de su edad.

—¿Qué edad tenía?

—Veintidós o veintitrés años. Al final hizo muchos amigos y amigas, pero al principio sólo traía un par al estudio. Después se pasó de la raya. Algunas noches había veinte personas alborotando encima de las habitaciones de mi mujer y no la dejaban dormir.

—¿Nunca sintió la curiosidad de subir a ver qué ocurría, señora?

—Ya lo hizo mi marido.

—¿Y qué paso?

—Echó a Pedro, no sin antes darle una cantidad de dinero.

—Y entonces descubrió los grafitos. —Jonker asintió con la cabeza—. ¿Y usted también, señora? Si es así, su retrato debió de revelarle que Pedro estaba enamorado de usted. ¿Alguna vez le hizo proposiciones?

—Si continúa utilizando ese tono, Monsieur Maigret, me sentiré en el penoso deber de informar a mi embajada con respecto a su manera de proceder —dijo Jonker muy serio.

—¿Les hablará también de las personas que entran al atardecer en su casa y pasan aquí parte de la noche o la noche entera?

—Creía que conocía a los franceses…

—Y yo pensaba que conocía a los holandeses…

Mirella intervino:

—¿Y si dejaran de discutir? Es natural que mi marido se enfade al oír determinadas preguntas, especialmente si se refieren a mí. Por otra parte, comprendo que al comisario le cueste admitir nuestro estilo de vida. Con respecto a esas mujeres, siempre he estado al corriente, incluso antes de casarnos. Le sorprendería la cantidad de maridos que hacen lo mismo, pero la mayoría lo ocultan, especialmente en los ambientes conservadores. Mi marido prefiere la sinceridad y yo lo considero un homenaje a mi inteligencia y a mi afecto. —El comisario se percató de que no pronunció la palabra «amor»—. Y pienso, además, que el hecho de que no haya nada que ocultar justifica la vaguedad de algunas respuestas y las aparentes contradicciones.

—En tal caso, voy a preguntarle a usted algo concreto. ¿Hasta qué hora estuvo usted anoche en el estudio?

—Tengo que pensarlo, porque no llevo reloj cuando trabajo y se habrá dado cuenta de que arriba tampoco lo hay. A eso de las once le dije a mi doncella que fuera a acostarse.

—¿Estaba usted en la segunda planta?

—Sí. Vino a preguntarme si la necesitaba para mi aseo nocturno.

—¿Trabajaba usted en el cuadro que todavía está en el caballete?

—Pasé mucho rato con el carboncillo en una mano, y un trapo en la otra, buscando el tema.

—¿Cuál es el tema de ese cuadro?

—Digamos que gira en torno a «la armonía»… La pintura abstracta no se improvisa, es posible que exija más reflexión y trabajo que la figurativa.

—Estábamos hablando de la hora…

—Sería la una cuando bajé a mis habitaciones.

—¿Apagó la luz del estudio?

—Supongo que sí. Es un gesto reflejo.

—¿Llevaba la misma bata blanca y el mismo turbante que hoy?

—La verdad es que se trata de un viejo albornoz y una toalla de rizo. Sería ridículo que yo, que sólo pinto para distraerme, me comprara la blusa de un profesional.

—¿Estaba acostado su marido? ¿No fue a darle las buenas noches?

—Si me acuesto más tarde que él, no tengo esa costumbre.

—¿Teme encontrar a una de las visitantes?

—Si usted lo ve así…

—Creo que casi estamos llegando al final.

Maigret notó que el ambiente se distendía, pero lo que acababa de decir no era más que un viejo ardid. Volvió a encender con lentitud la pipa, como si repasara las preguntas mentalmente por si se olvidaba de alguna.

—Antes, y con mucho tacto, Monsieur Jonker, ha hecho usted hincapié en que desconozco la mentalidad y la manera de vivir de los amantes del arte. Veo, por su biblioteca, que está al tanto de las ventas importantes. Usted compra mucho, porque en un momento determinado se vio obligado a llevar al estudio las telas que no cabían en ningún otro sitio… ¿Debo deducir de eso que vende los cuadros que ya no le gustan?

—Intentaré, de una vez por todas, explicarme. Heredé cierto número de cuadros de mi padre, que no sólo era un gran financiero, sino también uno de los pioneros en el descubrimiento de artistas cuyas obras se disputan ahora los museos.

»Aunque mis rentas sean altas, no puedo permitirme comprar toda la pintura que me gusta. Así pues, como todos los coleccionistas, empecé con cuadros de segunda categoría, en otras palabras: obras menores de grandes artistas. Poco a poco, a medida que esos cuadros se revalorizaban y mi gusto se pulía, fui vendiendo algunos de esos lienzos para poder adquirir otros más importantes.

—Perdone que le interrumpa. ¿Sigue haciéndolo?

—Pienso seguir haciéndolo hasta mi muerte.

—¿Manda las obras que quiere vender al Hôtel Drouot, o se las confía a un marchante?

—Muy pocas veces he mandado cuadros a subastas públicas. La mayoría de los cuadros que se ven en éstas suelen proceder de herencias, y ése no es el procedimiento que utiliza un entendido que se precie.

—¿Qué procedimiento utiliza?

—Uno está al tanto del mercado. Sabe, por ejemplo, que un museo de Estados Unidos o de Sudamérica busca un Renoir, o un Picasso de la época azul. Si desea deshacerse de un cuadro de esas características, establece contactos.

—¿Eso explicaría que los vecinos hayan visto salir cuadros de esta casa?

—Salen esos cuadros y los de mi mujer.

—¿Podría darme los nombres de algunos de sus compradores? Sólo los del último año, por ejemplo.

—No.

Fue una negación fría y categórica.

—¿Debo pensar que se trata de un comercio clandestino?

—No me gusta esa palabra. Esas operaciones se hacen con discreción. En la mayoría de países, por ejemplo, la salida de obras de arte está regulada por la ley, a fin de proteger el patrimonio nacional.

»Los museos poseen un derecho de tanteo, y además la autorización para exportar muchas veces es denegada.

»En el salón podría usted contemplar un Chirico de la primera época que ha pasado ilegalmente la frontera italiana, y un Manet que, por increíble que le parezca, procede de Rusia. ¿Comprende ahora por qué no puedo darle nombres? Me compran una tela. La envío al comprador. Me paga y me despreocupo de todo lo demás.

—¿Lo pasa por alto?

—Prefiero no enterarme, no es asunto mío. Tampoco lo es averiguar por qué medios me llegan los cuadros que compro.

Maigret se levantó. Tenía la impresión de que llevaba una eternidad en la casa, y el ambiente afelpado que se respiraba en ella, casi irreal, comenzaba a pesarle. Además le apetecía tomar algo, pero su conversación con Jonker había llegado a un punto en el que ya no le parecía correcto aceptar otra copa.

—Señora, siento haber interrumpido su trabajo y haberle estropeado la tarde.

¿Había una pregunta en los ojos de Mirella? «Esto no es todo, ¿verdad?», parecía decir. «Conozco los métodos de la policía. No piensa dejarnos en paz, pero no sé qué trampa pretende tendernos.»

Se volvió hacia su marido, se mostró indecisa, abrió la boca, se acercó de nuevo a Maigret y murmuró como sin darle importancia:

—Encantada de haberle conocido.

Jonker, que estaba de pie, aplastó la colilla del cigarro en el cenicero y dijo a su vez:

—Discúlpeme por haber perdido la compostura en algunos momentos, jamás tendríamos que olvidar las reglas de la hospitalidad.

Esta vez no llamaron al mayordomo para que le acompañara, sino que el holandés en persona le condujo hasta la puerta y la abrió. El aire frío de la calle era húmedo y polvoriento. Empezaba a formarse un halo alrededor de las farolas.

Maigret vio ante él las ventanas del apartamento de Marinette Augier, que permanecían a oscuras. Tampoco había luz en la segunda planta del edificio contiguo, pero un rostro de anciano estaba pegado al cristal.

Maigret estuvo a punto de hacerle una señal amistosa al viejo Maclet, siempre en su puesto. Por un instante dudó en ir a visitarle, pero otros asuntos más urgentes le esperaban. Aunque no impidieron que, antes de subir a un taxi en la esquina de la Rue Caulaincourt, entrara en el mismo bar de la mañana y se tomara, sorbo a sorbo, dos grandes jarras de cerveza.