—¿Sí? Habla con la embajada de los Países Bajos, ¿en qué puedo servirle?
La voz joven y agradable, marcada por un ligero acento, hacía evocar los paisajes con los molinos de viento que aparecen en las latas de cacao.
—Quisiera hablar con el primer secretario, señorita.
—¿De parte de quién?
—Del comisario Maigret, de la Policía Judicial.
—Un momento. Voy a ver si el señor Goudekamp está en su despacho. —Al poco rato, oyó de nuevo la voz—: El señor Goudekamp se halla reunido, pero le paso con el segundo secretario, el señor De Vries. Un momento…
Oyó una voz de hombre, por supuesto no tan fresca y con acento más marcado.
—Le habla Hubert de Vries, segundo secretario de la embajada de los Países Bajos.
—Soy Maigret, comisario jefe de la Brigada Criminal.
—Usted dirá.
Al otro extremo del teléfono, cabía imaginar a un señor De Vries tenso y suspicaz, sin duda joven, ya que sólo era segundo secretario, seguramente rubio y un poco demasiado bien vestido, al estilo de los nórdicos.
—Quisiera información sobre un súbdito de su país que lleva tiempo viviendo en París y cuyo nombre tal vez no le resultará desconocido.
—¿Desde dónde me llama, Monsieur Maigret?
—Desde mi despacho en el Quai des Orfèvres.
—No se lo tome a mal, pero le llamaré dentro de un instante.
Pasaron cinco minutos antes de que el teléfono sonara.
—Le ruego que me disculpe, Monsieur Maigret, pero nos llama mucha gente arrogándose una personalidad que no es la suya. ¿Me decía algo de un súbdito holandés que vive en París?
—Sí, Monsieur Norris Jonker.
¿Por qué le pareció a Maigret que su interlocutor se ponía en guardia?
—Sí.
—¿Le conoce?
—Hay muchos Jonker en Holanda, casi tantos como Durand en Francia. Norris también es un nombre común.
—Este Norris Jonker es pariente de los banqueros de Amsterdam.
—La banca Jonker, Haag y Cía. es una de las más antiguas del país. El anciano Kees Jonker murió hará unos quince años y, si no me equivoco, su hijo Hans es el que lleva el negocio.
—¿Y Norris Jonker?
—No lo conozco personalmente.
—Pero ¿sabe de su existencia?
—Sí, claro. Creo que es socio del club de golf de Saint-Cloud, donde es posible que me haya cruzado con él.
—¿Está casado?
—Con una inglesa, según tengo entendido. ¿Puedo preguntarle, comisario, por qué se interesa por Monsieur Jonker?
—Me interesa de forma muy indirecta.
—¿Ha hablado con él?
—Todavía no.
—¿No le parece que sería más fácil obtener la información que necesita hablando con él? Creo que tengo su dirección.
—Yo también.
—Norris Jonker no frecuenta esta embajada. Pertenece a una familia no sólo respetable, sino también importante, y tengo motivos sobrados para creer que él es asimismo una persona respetable. Es famoso especialmente por su colección de arte.
—¿Tampoco sabe nada acerca de su mujer?
—Para contestarle, me sentiría más cómodo si supiera el motivo de sus preguntas. Por lo que he oído decir, Madame Jonker nació en el sur de Francia y estuvo casada con un inglés, Herbert Muir, de Manchester, que fabrica rodamientos.
—¿Tienen hijos?
—Que yo sepa, no.
Maigret se dio cuenta de que no le sonsacaría nada más, y marcó otro número, el de un tasador de subastas con quien había tratado varias veces y que a menudo era citado como perito por los tribunales.
—¿Monsieur Manessi? Soy Maigret.
—Un momento, que cierro la puerta. ¡Bueno, dígame! ¿Le interesa la pintura?
—En absoluto. ¿Conoce a un holandés llamado Norris Jonker?
—¿El que vive en la Avenue Junot? No sólo le conozco, sino que he hecho algunos trabajos de peritaje para él. Posee una de las mejores colecciones de pintura de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX.
—¿Eso quiere decir que es muy rico?
—Su padre era banquero y ya coleccionaba cuadros. Norris Jonker ha crecido entre telas de Van Gogh, Pissaro, Manet y Renoir. No me extraña que no le interesen los asuntos bancarios. Heredó una buena parte de la colección, y los dividendos que le proporciona el banco que dirige su hermano le permiten incluso ir aumentándola.
—¿Le conoce personalmente?
—Sí. ¿Y usted?
—Todavía no.
—Parece más un gentleman inglés que un holandés. Si no recuerdo mal, después de estudiar en Oxford vivió mucho tiempo en Inglaterra, y he oído decir que terminó la guerra con el grado de coronel del ejército británico.
—¿Qué sabe de su mujer?
—Es una mujer espléndida que se casó muy joven con un inglés de Manchester.
—Rodamientos, ya lo sé…
—Me pregunto por qué le interesa Jonker. Espero que no haya sido víctima de un robo.
—No. —Ahora le tocaba al comisario mostrarse evasivo—. ¿Salen mucho?
—No, que yo sepa.
—¿Se relaciona Jonker con otros coleccionistas de arte?
—Está al tanto de las ventas, claro, sabe cuándo aparecerá una pieza interesante en Drouot, Galliera, Sotheby’s o en Nueva York.
—¿Va a verlas?
—Eso no lo sé. Antes sí viajaba mucho, pero ahora quién sabe. No es necesario desplazarse para comprar un cuadro en subasta pública; al contrario, los grandes compradores casi siempre envían representantes.
—Resumiendo, ¿es un hombre de fiar?
—De toda confianza.
—Muchas gracias.
Lo que Manessi le había contado no simplificaba las cosas, de modo que Maigret se levantó desanimado para recoger su abrigo y su sombrero del armario.
Cuanto más conocida, importante y respetable es la persona, más delicado resulta llamar a su puerta y hacerle preguntas, y más de una vez protestan ante las autoridades, lo que genera muchos problemas desagradables para el policía.
Estuvo dudando si pedirle a uno de sus inspectores que le acompañara, pero al final optó por ir solo, para que la visita resultara menos oficial.
Media hora después un taxi le dejaba delante de la casa y Maigret entregaba su tarjeta a Carl, el mayordomo con chaqueta blanca. Le invitaron a pasar al recibidor, como habían hecho antes con el inspector Chinquier, pero quizá gracias a que su rango era más importante sólo tuvo que esperar cinco minutos en lugar de diez.
—Acompáñeme, por favor.
Carl le precedió a través del salón, donde no tuvo la suerte de cruzarse con la bella Madame Jonker, y le abrió la puerta del despacho. El holandés llevaba la misma ropa y ocupaba idéntico lugar. Sentado ante una mesa estilo Imperio, examinaba unos grabados con la ayuda de una enorme lupa que tenía una luz incorporada.
Se levantó de inmediato y Maigret se dio cuenta de que la descripción que le habían hecho era exacta. Con su pantalón de franela gris, su camisa de suave seda y su chaqueta de terciopelo negro, era la imagen misma del gentleman inglés en su intimidad. Mostraba también la flema inglesa, tan característica, pues sin sorpresa ni emoción pronunció las siguientes palabras:
—¿Monsieur Maigret?
Señaló a su huésped un sillón de cuero al otro lado de la mesa, y se sentó de nuevo.
—Es un halago para mí, créame, conocer a un hombre tan famoso como usted. —Hablaba muy despacio, como si a pesar de los años que llevaba viviendo en París todavía pensara en holandés y tuviera que traducir cada palabra—. También me sorprende un poco que la policía me visite por segunda vez.
Hizo una pausa, mientras se contemplaba las manos gruesas y cuidadas. Sin ser gordo, poseía lo que antes se llamaba una bella prestancia; hacia 1900, habría podido servir de modelo a un dibujante de La Vie Parisienne.
Tenía la cara un poco fofa y los ojos azules; llevaba unas gafas de montura invisible que se sujetaban con unas finas patillas de oro. Maigret comenzó a hablar con cierto aire de preocupación:
—Sí, el inspector Chinquier me ha puesto al corriente de su visita. Es un inspector de barrio y no pertenece directamente a mi departamento.
—¿Debo entender que tiene usted que comprobar la información que le di al inspector?
—No exactamente, pero tal vez no haya hecho todas las preguntas que habría debido hacer.
El holandés, que jugaba con la lupa, miró a Maigret a los ojos, y en sus pupilas claras se veía mucha malicia mezclada con un poco de ingenuidad.
—Escuche, Monsieur Maigret. Tengo sesenta y cuatro años y he vivido en muchos países. Hace tiempo que resido en Francia, donde me siento tan a gusto que me he construido una casa. Mi expediente está limpio, como dicen ustedes, y nunca he comparecido ante un tribunal o en una comisaría de policía… Por lo visto, la pasada noche hubo disparos en la calle, enfrente de mi casa. Como he declarado ante el inspector, ni mi mujer ni yo oímos nada, porque nuestras habitaciones están en el otro lado de la casa.
»Dígame, ¿qué pensaría usted si estuviera en mi lugar y yo en el suyo?
—Desde luego, consideraría que estas visitas no son agradables, porque siempre resulta molesto ver entrar en casa a desconocidos.
—¡Por favor, no me interprete mal! No me quejo de que haya venido, muy al contrario, ya que eso me permite conocer a alguien de quien he oído hablar mucho. Estoy analizando las cosas desde otra perspectiva.
»Su inspector me ha hecho preguntas más o menos indiscretas, pero tampoco demasiadas, en realidad, si tengo en cuenta su profesión. Ignoro cómo serán las suyas, pero me sorprende que alguien de su categoría se desplace en persona…
—Si le dijera que es por deferencia…
—Me sentiría halagado pero me costaría creerle. Y quizá resultara más sensato por mi parte informarme de la legalidad de su visita.
—No me opongo, Monsieur Jonker, es usted libre de telefonear a su abogado. Debo decirle que he venido sin mandato judicial y que puede usted echarme cuando quiera. Sin embargo, es evidente que yo podría interpretar la falta de colaboración por su parte como hostilidad, cuando no como deseo de ocultar algo.
Sentado en su butaca, el holandés sonrió y alargó la mano hacia una caja de cigarros.
—¿Le apetece uno? Fuma usted, supongo.
—Sólo en pipa.
—Adelante.
Él eligió un cigarro, lo apretó entre sus dedos para oírlo crujir, cortó el extremo con la ayuda de un instrumento de oro y después lo encendió lentamente con ademanes casi rituales.
—Una pregunta más —dijo entre dos bocanadas de humo de un hermoso azul—. ¿Debo entender que soy el único en toda la Avenue Junot que goza del honor de su visita, o bien concede usted tanta importancia a este caso como para ir personalmente de casa en casa interrogando a sus moradores?
Por su parte, Maigret comenzó a hablar eligiendo sus palabras:
—No es usted el primero de la calle a quien interrogo. Mis inspectores van de casa en casa, como usted ha dicho, pero en su caso he creído que debía tomarme la molestia en persona.
Su interlocutor pareció que esbozaba un gesto de agradecimiento con la cabeza, pero se notaba que no le creía.
—Intentaré contestarle, siempre y cuando no suponga una intromisión en mi vida privada.
Maigret iba a decir algo, pero en ese momento sonó el timbre del teléfono.
—¿Me disculpa?
Jonker descolgó el auricular y contestó brevemente en inglés, con el ceño fruncido. El poco inglés que Maigret había aprendido en la escuela no le había servido de gran cosa en Londres y menos aún en los dos viajes que hizo a Estados Unidos, pese a que sus interlocutores hacían lo posible por entenderle.
Lo único que consiguió captar fue que el holandés objetaba que estaba ocupado y que a una pregunta formulada por su invisible interlocutor respondió:
—De la misma firma, sí… Le llamaré enseguida.
Con esas palabras, ¿estaba diciendo que su interlocutor era alguien de la misma profesión que el inspector que había recibido con anterioridad?
—Perdone, estoy a su entera disposición.
Se sentó cómodamente, un poco echado hacia atrás y con los codos apoyados en los brazos del sillón, y de vez en cuando miraba la ceniza blanca de su cigarro, que poco a poco iba creciendo.
—Me ha preguntado, Monsieur Jonker, qué haría yo si estuviera en su lugar. Le ruego que también usted se ponga en el mío. Cuando se comete un crimen en algún barrio, siempre hay algún vecino que recuerda algo a lo que no había dado importancia o que en principio no le había llamado la atención.
—Se refiere a lo que ustedes los franceses llaman «chismes», ¿verdad?
—Si usted lo dice… Pero el caso es que nuestro deber es comprobarlos, porque aunque muchos de ellos sean fantasías, otros nos proporcionan pistas fiables.
—Cuénteme, pues, esos chismes.
Pero el comisario no tenía intención de ir al grano; todavía era incapaz de decidir si su interlocutor era un buen hombre un poco malicioso o si, por el contrario, era una persona muy complicada que siempre estaba en guardia y aparentaba candidez.
—Usted está casado, Monsieur Jonker.
—¿Le sorprende?
—No. Me han dicho que su esposa es una mujer bellísima.
—Debo preguntarle de nuevo: ¿le sorprende? Soy, sin duda, un hombre de cierta edad, muchos no vacilarían en llamarme un anciano, y quizás añadirían que me conservo bastante bien. Mi mujer sólo tiene treinta y cuatro años, o sea, que le llevo exactamente treinta. No creo que seamos un caso único, en París o en cualquier otro lugar. ¿Tanto le sorprende esta situación?
—¿Madame Jonker es de origen francés?
—Veo que está informado. Nació en Niza, sí, pero la conocí en Londres.
—¿Estuvo casada anteriormente?
Se notaba cierta impaciencia en Jonker, que podía ser la propia de un caballero contrariado por la intromisión en su vida privada y sobre todo porque su mujer se convirtiera en tema de conversación.
—Antes de ser Madame Jonker, fue Mrs. Muir —dijo tajante. Miró el cigarro un buen rato y añadió—: Sepa también, ya que tanto le interesa el tema, que no se casó conmigo por mi dinero, porque ella era ya lo que suele llamarse una persona rica.
—Sale muy poco para un hombre de su rango, Monsieur Jonker.
—¿Es un reproche? He pasado gran parte de mi vida saliendo, aquí, en Londres, en Estados Unidos, en India, en Australia y en cualquier otra parte. Cuando tenga mi edad…
—No me falta tanto…
—… cuando tenga mi edad, decía, probablemente preferirá usted su casa a las salidas mundanas, a los clubes y los locales nocturnos.
—Le comprendo, porque además debe de estar muy enamorado de Madame Jonker.
Esta vez, el antiguo coronel del ejército inglés se puso rígido y no respondió; únicamente movió la cabeza con un gesto brusco que hizo caer la ceniza del cigarro.
El momento delicado, que Maigret había demorado todo lo posible, se acercaba, y el comisario se concedió una breve tregua mientras encendía su pipa apagada.
—Antes ha empleado la palabra «chismes» y estoy dispuesto a creer, si usted me lo confirma, que ciertas informaciones de que disponemos lo son.
¿Temblaba levemente la mano del holandés? Alargó el brazo hasta la botella y llenó su vaso.
—¿Le gusta el curasao?
—No, muchas gracias.
—¿Prefiere whisky?
Sin esperar respuesta, tocó un timbre. Carl apareció casi al instante.
—Whisky, por favor. ¿Agua con gas o sin gas?
—Con gas.
Durante el intervalo guardaron silencio y Maigret lanzó una ojeada a las librerías que recubrían por completo las paredes. Casi todos los libros eran de arte, pero no sólo de pintura, sino que también había de arquitectura y escultura desde los tiempos más remotos. Asimismo se veían catálogos encuadernados de las subastas más importantes de los últimos cuarenta años.
—Gracias, Carl. ¿Le ha dicho a mi esposa que estoy ocupado? —Por deferencia, se había dirigido al mayordomo en francés—. ¿Sigue arriba?
—Sí, señor.
—Y ahora, Monsieur Maigret, bebo a su salud y espero los chismes anunciados.
—No sé si sucede en Holanda, pero en París mucha gente, ancianos sobre todo, y en Montmartre particularmente, pasan buena parte de su tiempo mirando por la ventana. Me han informado de que, con cierta frecuencia, en ocasiones dos o tres veces por semana, unas jóvenes llaman por la noche a su puerta y usted las recibe en su casa. —De repente las orejas del holandés enrojecieron, y, sin decir nada, chupó el cigarro—. Si esas mujeres no pertenecieran a un medio muy concreto, habría podido pensar que eran amigas de Madame Jonker, pero ésa sería una hipótesis injuriosa. —Pocas veces había elegido Maigret las palabras y las frases con tanto cuidado; y pocas veces también se había sentido tan a disgusto—. ¿Niega usted la existencia de esas visitas?
—Si se ha molestado en venir hasta aquí, debe de estar muy seguro de lo que dice. ¡Confiéselo! Confiese que si yo tuviera la desafortunada idea de contradecirle, me traería usted a uno o a varios testigos.
—No me ha contestado.
—¿Qué más le han contado con respecto a esas jóvenes?
—Le he hecho una pregunta y me contesta con otra.
—Estoy en mi casa, ¿no? Si estuviera en su despacho, nuestras respectivas posiciones serían distintas.
El comisario prefirió ceder.
—Digamos que esas personas pertenecen a una categoría que se califica como mujeres frívolas. No se limitan a entrar y salir, sino que pasan parte de la noche, cuando no su totalidad, en esta casa.
—Exacto.
Jonker no desvió la mirada ni un ápice, pero el azul de sus ojos se nubló y se volvió gris.
Para darse ánimos, Maigret tuvo que pensar en Lognon, inconsciente en su cama del hospital, y en el desconocido que, utilizando una de las armas más mortíferas, había apuntado de manera tan desalmada al vientre del policía.
Jonker no se lo ponía fácil: se mostraba tan impasible como un jugador de póquer.
—Corríjame si me equivoco. En principio pensé que esas jóvenes visitaban a su mayordomo; después supe que éste tiene una amante y que suele salir con ella mientras las visitantes están aquí. ¿Puedo preguntarle dónde está la habitación de su criado?
—En la segunda planta, junto al estudio.
—¿Las habitaciones de las camareras y de la cocinera también están en la segunda planta?
—No. La casa cuenta con un anexo en el jardín, donde viven las tres mujeres.
—A menudo usted mismo ha abierto la puerta a las visitantes nocturnas, y siento tener que añadir que, según la información de que dispongo, Madame Jonker también las ha introducido varias veces en la casa.
—Estamos totalmente vigilados, ¿eh? Mejor aún de lo que lo harían las viejecitas de los pueblos más pequeños de Holanda. ¿Puede decirme ahora qué relación establece entre esas visitas, supuestas o reales, y los disparos que hubo en la calle? Porque me niego a pensar que se me acusa de forma directa y que, por alguna razón que ignoro, se me quiera convertir en un indeseable.
—En absoluto, y voy a poner mis cartas boca arriba. Por la manera como se desarrolló el drama de la pasada noche, por el arma empleada y por otros detalles que no puedo revelarle, creo que quien disparó era un profesional.
—¿Y usted cree que yo me relaciono con ese tipo de gente?
—Voy a hacer una suposición gratuita. Usted tiene fama de ser un hombre muy rico. Esta casa contiene más obras de arte que muchos museos de provincias y su valor es, sin duda, incalculable. ¿La casa cuenta con algún sistema de seguridad?
—No. Los verdaderos profesionales, como usted dice, se ríen de los sistemas más sofisticados, algo que ha quedado demostrado recientemente en este mismo país. Prefiero un buen seguro.
—¿Nunca ha sido objeto de un intento de robo?
—Que yo sepa, no.
—¿Se fía del servicio?
—De Carl y de la cocinera, que llevan conmigo más de veinte años, sí. A las camareras no las conocía con anterioridad, pero las contrató mi mujer y fue muy exigente con las referencias. Todavía no me ha hablado de la relación entre lo que usted llama mis visitantes y…
—Ahora se lo explico.
Hasta ese momento Maigret había salido bastante airoso del trance, así que a modo de premio tomó un trago de whisky.
—Suponga que una banda de ladrones de cuadros, de las muchas que existen en el mundo, hubiera planeado un robo en su casa. Suponga que un inspector de barrio se hubiera enterado de algo, pero de una forma demasiado imprecisa como para poder actuar directamente. Suponga que la noche pasada, igual que las noches precedentes, ese inspector se apostara delante de su casa para pillar a los ladrones en flagrante delito.
—Habría sido muy imprudente por parte del inspector, ¿no le parece?
—En nuestro oficio a menudo nos vemos obligados a ser imprudentes.
—¿Perdone…?
—Las bandas especializadas en el robo de obras de arte, sobre todo si cuentan con un asesino en el grupo, se componen en general de gente inteligente, culta, que no actúa sin haberse informado antes. Si usted tiene plena confianza en el servicio, sólo puedo pensar en alguna de esas señoritas. —¿Creyó Jonker el razonamiento del comisario o presintió una trampa? Era imposible saberlo—. Las chicas que trabajan en los cabarés suelen estar en contacto con lo que los franceses llamamos le milieu, es decir, las gentes del hampa…
—¿Ha venido a pedirme la lista, con nombre, direcciones y números de teléfono, de las chicas que han estado aquí?
Hablaba con una ironía acre.
—Quizás eso nos fuera útil, pero lo que más me gustaría saber es qué venían a hacer a su casa.
¡Uf! Estaba casi agotado. Jonker, inmóvil, con el cigarro apagado entre los dedos, le miraba a la cara, sin pestañear.
—¡Bueno! —dijo al fin, y se levantó. Después de dejar la colilla en un cenicero azul, dio unos pasos por el despacho—. Le dije al principio de la entrevista que contestaría a todas sus preguntas, siempre que no tuvieran que ver con mi vida privada. Pero usted ha conseguido con mucha habilidad, y le felicito por ello, sacar a relucir esa vida privada, relacionándola con los acontecimientos de la noche anterior. —Se detuvo delante de Maigret, que también se había puesto de pie—. Supongo que hace mucho tiempo que pertenece usted a la policía, ¿no?
—Veintiocho años.
—Y supongo también que no todas sus investigaciones se han centrado en gente del hampa. ¿Es la primera vez que está ante un hombre de mi edad y de mi condición, víctima de sus instintos, y lo considera reprobable?
»París no pasa por ser una ciudad puritana, comisario. Si estuviera en mi país, me señalarían con el dedo, y quizás hasta mi familia me repudiaría. Muchos de los extranjeros que viven aquí o en la Costa Azul escogieron Francia por su permisividad en las costumbres.
—¿Puedo preguntarle si Madame Jonker…?
—Madame Jonker no es una puritana; al contrario, es una mujer experimentada. No ignora que algunos hombres de mi edad necesitan variar para excitarse. Me ha obligado usted a hablar de cosas muy íntimas y espero que ahora esté satisfecho.
Daba la conversación por acabada, y se notaba por la manera en que miraba hacia la puerta.
Sin embargo, Maigret volvió a la carga tranquilamente y en voz baja:
—Hace un momento ha mencionado nombres, direcciones y números de teléfono…
—Confiaba en que no me los pediría. Aunque la vida de esas mujeres no sea ejemplar, no tienen por qué rendir cuentas a la policía, y sería poco honesto por mi parte ponerlas en una situación difícil.
—Me ha dicho usted que salía poco y que no frecuentaba los cabarés. ¿Cómo se pone en contacto con las visitantes?
De nuevo silencio e indecisión.
—¿No sabe cómo se hace? —murmuró finalmente Jonker.
—Existen celestinas y rufianes, claro, pero sobre ellos sí recae el peso de la ley.
—¿Y los clientes? ¿También puede caer sobre ellos el peso de la ley?
—En último término, se les podría acusar de complicidad, pero normalmente…
—Normalmente se deja a los clientes en paz, ¿verdad? En ese caso, Monsieur Maigret, creo que no tengo nada más que decirle.
—Pero yo sí tengo que solicitarle algo.
—¿Es en realidad una solicitud? ¿No es ésa una palabra que encubre otra?
La lucha de los dos hombres se desarrollaba casi en campo abierto.
—¡Dios mío! Si se le ocurriera negarse, quizá me vería obligado a recurrir a otros medios.
—Veamos esa solicitud.
—Quisiera visitar su casa.
—¿No se dice «registrar», en francés?
—No olvide que de momento parto de la hipótesis de que usted es una posible víctima.
—¿Y quiere protegerme?
—Quizás.
—Adelante.
Ya no le ofreció un cigarro, ni le invitó a tomar una copa. Jonker se había convertido de repente en un gran burgués, por no decir en un señor feudal.
—Ya ha visto esta habitación, donde paso la mayor parte del día. ¿Quiere que le abra las gavetas?
—No.
—Le advierto que la gaveta de la derecha contiene una pistola automática, una Lüger, que conservo desde la guerra. —Se la enseñó diciendo—: Está cargada. Tengo otra, una Browning, en mi dormitorio, también cargada, se la enseñaré después.
»Éste es el salón. Aunque usted no ha venido a admirar los cuadros, le recomiendo, sin embargo, que eche una ojeada a este Gauguin, está considerado uno de los cuadros más bellos del pintor. Lo legaré al museo de Amsterdam.
»Pase por aquí. ¿Entiende de alfombras? Sigamos… Éste es el comedor, y el cuadro que está a la izquierda de la chimenea es el último que pintó Cézanne.
»Esta puerta da a una pequeña habitación, que quise que fuera íntima, muy femenina: es el saloncito de mi mujer.
»El office… Carl está limpiando la plata, plata inglesa del siglo XVIII, que sólo tiene un defecto: pesa mucho. La cocina está en el sótano…, la cocinera también. ¿Quiere bajar? —Su desenvoltura, lo pretendiera o no, resultaba insultante—. Subamos, la escalera proviene de un viejo castillo de los alrededores de Utrecht. A la izquierda, mis habitaciones. —Abrió las puertas como un agente inmobiliario lo hubiera hecho al mostrar un chalet a un comprador improbable—. Otro despacho, ya ve, como en la primera planta. Me gustan los libros y me resultan de gran utilidad. Los archivadores, a la izquierda, contienen la historia de varios miles de cuadros, con la lista de sus diferentes y sucesivos propietarios y el precio que se ha pagado en cada venta.
»Mi habitación. En la mesilla de noche, la automática que le he mencionado, una vulgar calibre seis con treinta y cinco que no sería muy útil en caso de agresión… —Por todas partes, incluso en las paredes de la escalera, los cuadros casi se tocaban unos a otros, y los mejores no estaban en el salón, sino en el dormitorio del holandés, una habitación muy sobria, con muebles ingleses y enormes butacas de cuero—. Mi cuarto de baño… Vamos ahora al otro lado, pero permítame asegurarme de que mi mujer no está. —Llamó a la puerta, la entreabrió, y dio unos pasos—. Sígame…
»El tocador de mi mujer, para el que encontré estos dos Fragonards. Las butaquitas pertenecieron a la Pompadour. Si hubiera venido en calidad de amante del arte, Monsieur Maigret, y no de policía, nos detendríamos en la contemplación de cada objeto. El dormitorio… —Estaba enteramente forrado de raso de color fresa—. El cuarto de baño…
El comisario no entró, pero pudo entrever una bañera que era como una especie de pilón de mármol negro con varios peldaños.
—Subamos un poco más. Usted tiene derecho a verlo todo, ¿verdad? —Abrió otra puerta—. La habitación de Carl…, y un poco más allá el cuarto de baño. Como habrá visto, tiene televisión; prefiere las imágenes en blanco y negro a los cuadros de los maestros. —Llamó a la puerta de enfrente, una pesada puerta ricamente labrada que debía de proceder también de algún castillo—. ¿Me permites, querida? Le estoy enseñando la casa a Monsieur Maigret, el jefe de la Brigada Criminal. Ése es su cargo, ¿verdad, señor comisario?
Maigret recibió una fuerte impresión. En el centro del estudio acristalado, de pie delante de un caballete, se alzaba una silueta blanca que le recordó la palabra pronunciada por Lognon: «El fantasma».
Madame Jonker no llevaba la blusa que suelen usar los pintores, sino algo que se parecía más al sayal de un dominico, cuyo tejido tenía la consistencia y la esponjosidad de un albornoz de baño. Además, la mujer del holandés llevaba alrededor de la cabeza un turbante blanco de la misma tela.
Con la mano izquierda sostenía una paleta, con la derecha, un pincel. Sus ojos negros se fijaron con curiosidad en el comisario.
—He oído hablar muchas veces de usted, y estoy encantada de conocerle. Discúlpeme si no le tiendo la mano… —Soltó el pincel y se limpió la mano en el hábito blanco, dejando en él unos trazos verdes—. Espero que no sea un experto en pintura; si lo es, por favor, no mire lo que estoy haciendo…
Después de haber pasado ante tantas obras maestras colgadas de las paredes de la casa, resultaba muy sorprendente encontrarse ante una tela donde no se veían más que unas manchas informes.