La lluvia había empezado a ceder; ya no llovía, como por la mañana, a rachas violentas e inesperadas. Maigret miraba a través de la cristalera, intentando prolongar un rato más aquel almuerzo tan excepcional y agradable.
Si Lognon les hubiera visto, habría tenido una ocasión más para expresar su amargura: «Mientras yo sufro en una cama de hospital, ellos aprovechan para disfrutar de un almuerzo romántico en el Manière y hablan de mi pobre mujer como si fuera una arpía o una chiflada».
A Maigret se le ocurrió una idea que no era necesariamente original ni profunda:
—Es curioso que, casi siempre, la susceptibilidad de la gente nos complique la vida en mayor medida que sus auténticos defectos o sus mentiras.
Esto era algo con lo que a menudo se encontraba en el desarrollo de su oficio. Recordaba investigaciones que se habían prolongado durante días, cuando no semanas, porque no se atrevía a hacer una pregunta violenta a su interlocutor o incluso porque a éste le repugnaba hablar de ciertos temas.
—¿Vas al despacho?
—Antes pasaré por la Avenue Junot. ¿Y tú?
—¿No te parece que si la dejo sola te acusará de abandonarla sin importarte su estado, mientras su marido, a causa de su dedicación total a su trabajo de policía, está moribundo?
Era cierto. Madame Solange Lognon, a quien el nombre de Solange no le iba nada, era capaz de quejarse ante los periodistas, que no tardarían en ir a visitarla, y sólo Dios sabía cómo aparecería esa noticia en la prensa.
—Sin embargo, no puedes pasarte los días y las noches en su casa hasta que él se recupere. Intenta ponerte de acuerdo con la solterona del rosario.
—Se llama Mademoiselle Papin.
—Si le pagas algo, seguramente aceptará quedarse en el apartamento algunas horas. O, en último término, contrata a una enfermera.
Al salir del restaurante apenas lloviznaba; se separaron en la Place Constantin-Pecqueur. Maigret subió lentamente por la Avenue Junot y desde lejos divisó al inspector Chinquier, que salía de una casa y llamaba al timbre de otra.
Era un trabajo tan delicado como decepcionante. Incordiaban a personas que estaban tranquilamente en sus casas, atendiendo sus quehaceres, y a las que la mera mención de la palabra «policía» inquietaba o estremecía.
—¿Me permite que le pregunte si la noche anterior…?
Los vecinos estaban al corriente de que en su calle se había producido un intento de asesinato. ¿Se sentían como sospechosos? ¿No resultaba a veces desagradable contarle a un desconocido lo que uno ha hecho la noche anterior?
A pesar de todo, Maigret habría preferido ocupar el lugar de Chinquier, para conocer mejor la calle, a los vecinos, sus vidas privadas, lo que le habría ayudado a situar el drama, quizás a comprenderlo.
Por desgracia, era una tarea que un comisario no puede permitirse realizar personalmente y, además, ya era suficiente con que le reprocharan que estuviera siempre fuera, en lugar de dirigir a sus hombres desde el despacho.
Delante de la casa de Marinette sólo quedaba un agente de guardia. Todavía se veían rastros de la mancha de sangre en la acera. Algunos transeúntes se detenían un instante, pero no formaban grupos, y los periodistas habían desaparecido.
—¿Alguna novedad?
—No, señor comisario. Todo en calma.
En la portería, los Sauget alargaban la sobremesa, y el portero de noche del Palace seguía vestido con su horrible bata y sin afeitar.
—No se molesten. Voy a subir un momento al cuarto piso, pero antes quisiera preguntarles algo. Supongo que Mademoiselle Augier no tiene coche, ¿no?
—Se compró un Scooter hace dos años pero lo vendió al cabo de dos o tres meses, después de un accidente.
—¿Dónde suele veranear?
—El verano pasado estuvo en España y volvió tan morena que al principio no la reconocí.
—¿Se fue sola?
—Con una amiga, según me dijo.
—¿Recibía muchas visitas de amigas?
—No. Aparte del novio de quien ya le he hablado y del inspector, que le visitaba en los últimos tiempos, era más bien una mujer solitaria.
—¿Qué hacía los domingos?
—Como trabajaba los sábados por la tarde, solía irse el sábado por la noche, y volvía el lunes a lo largo de la mañana, pues los institutos de belleza no abren hasta el lunes por la tarde.
—No iría muy lejos.
—Lo único que sé es que nadaba, porque a menudo hablaba de las horas que pasaba en el agua.
Subió los cuatro pisos, estuvo quince minutos largos abriendo cajones y armarios, examinando los trajes, la ropa interior y los pequeños objetos que revelan el carácter y los gustos de una persona. Aunque no halló nada realmente caro, todo había sido escogido con meticulosidad. Encontró una carta, fechada en Grenoble, que no había visto por la mañana. La caligrafía era de hombre, el texto resultaba tierno y jovial; hasta que no leyó las últimas frases, Maigret no se dio cuenta de que la carta la escribía el padre de Marinette.
Tu hermana está embarazada otra vez y ese marido ingeniero que tiene está más orgulloso que si hubiera construido la mayor presa del mundo. Tu madre sigue rodeada de un montón de críos y por la noche llega oliendo a pipí…
Había una fotografía de boda, probablemente de la de su hermana, tomada algunos años antes. Los parientes estaban de pie alrededor de la pareja, inmóviles y torpes, como suelen aparecer en ese tipo de fotos; se veía a un hombre joven y a su mujer con un niño de tres años, y una chica de ojos vivos y chispeantes que debía de ser Marinette.
Se guardó la foto en el bolsillo. Después, un taxi le condujo al Quai, donde se metió en el despacho del que había salido la noche anterior a la una de la madrugada, tras haberse empeñado durante horas y horas en aclarar la historia del atraco.
Todavía no se había quitado el abrigo cuando Janvier llamó a la puerta.
—He visto al hermano, jefe. Estaba en su despacho, en la Rue Le Peletier, donde ocupa un cargo bastante importante.
Maigret le enseñó la foto de boda.
—¿Podrías identificarlo?
Janvier señaló con decisión al padre del niño.
—¿Se ha enterado de lo que ha pasado esta noche?
—No. Los diarios han salido hace poco. Enseguida me ha dicho que debía de tratarse de un error, que no es propio de su hermana huir o esconderse. «Es tan franca que a menudo he tenido que reñirla, porque a la gente eso no le gusta…»
—¿Te ha parecido que se callaba algo?
Maigret estaba sentado, manoseando sus pipas, hasta que eligió una y la llenó lentamente.
—No. Parece un buen chico. Me ha proporcionado sin titubear toda la información sobre su familia. El padre es profesor de inglés en un instituto de Grenoble y la madre dirige una escuela primaria. Tienen otra hermana en Grenoble, casada con un ingeniero del que todos los años se queda embarazada.
—Ya lo sé.
Maigret no especificó que se había enterado por la carta que había encontrado en el cajón.
—Al terminar el bachillerato, Marinette decidió vivir en París, donde al principio trabajó de mecanógrafa en el despacho de un abogado. No le gustaba el trabajo de oficina y se matriculó en unos cursos de esteticista. Su hermano dice que sueña con abrir su propio instituto de belleza.
—¿Te ha dicho algo del novio?
—Es cierto que tenía novio formal. El chico, que se llama Jean-Claude Ternel, es hijo de un industrial parisino. Marinette se lo presentó a su hermano. Y estuvieron hablando de ir a Grenoble para que lo conocieran sus padres.
En un caso criminal resulta descorazonador tropezarse únicamente con gente normal, ya que uno se pregunta por qué y cómo se han visto mezclados en un drama.
—¿Sabía el hermano que el tal Jean-Claude pasaba a menudo la noche con ella?
—No se ha extendido sobre ese punto, pero me ha dado a entender que, si bien como hermano no podía aprobarlo, es lo suficientemente moderno para no censurar a su hermana.
—¡En fin, una familia modelo! —murmuró Maigret.
—Me ha parecido muy simpático.
También el apartamento de la Avenue Junot, que debía de reflejar la personalidad de la hermana, resultaba muy agradable.
—Pese a todo, tengo muchas ganas de echarle el guante a Marinette. ¿El hermano la ha visto en los últimos días?
—La semana pasada, no; pero sí la anterior. Si no salía al campo, pasaba las tardes del domingo en casa de su hermano y su cuñada. Viven en Vanves, junto al parque municipal, lo que, como dice François Augier, resulta muy práctico si se tienen niños.
—¿No les dijo nada?
—Les comentó de pasada que había conocido a un tipo increíble y que pronto tendría una historia extraordinaria que contar. Su cuñada le tomó el pelo. «¿Un novio nuevo?», le dijo. —Janvier parecía preocupado por no aportar más que banalidades—. Marinette aseguraba que no, que con una experiencia ya era suficiente.
—¿Por qué rompió con Jean-Claude?
—Al final descubrió que era una persona débil, incapaz de realizar ningún esfuerzo, y que, en el fondo, no estaba nada contento de haberse comprometido. Le habían suspendido dos veces la reválida de bachillerato. Su padre lo mandó después a Inglaterra, a casa de un amigo, pero tampoco allí le fue bien. Por último, le proporcionaron un empleo en las oficinas de París, pero no están muy satisfechos con él.
—Entérate de a qué hora salió anoche o esta mañana un tren a Grenoble.
No sirvió de nada, pues si hubiera tomado el primer tren, Marinette habría podido estar en aquellos momentos en casa de sus padres; pero ni su madre ni su padre, que finalmente fue localizado en el colegio, la habían visto.
Una vez más, hubo que hablar con delicadeza para no inquietar a unas buenas personas.
—No…, seguro que no le ha pasado nada… No sufra, Madame Augier… La noche anterior su hija, por casualidad, fue testigo de un crimen… ¡No! En su casa no… Ocurrió en la Avenue Junot… Por alguna razón que todavía desconozco, Marinette ha preferido desaparecer durante unos días. Creí que podía haberse refugiado en su casa.
Al colgar, el comisario se dirigió a Janvier:
—¡Uf! ¿Qué iba a decirle? Lapointe ha interrogado esta mañana a las chicas del instituto de belleza y ninguna sabe dónde pasaba Marinette los domingos. Se fue sin equipaje, ni siquiera una muda, aunque estuviera lloviendo. Y sabía que en un hotel la descubrirían inmediatamente.
»O está en casa de una amiga de toda confianza, o se ha dirigido a un lugar que conoce, un sitio discreto, un hostal en las afueras, por ejemplo.
»Le gusta mucho nadar, pero no creo que con su sueldo pueda ir cada fin de semana al mar. Hay mil rincones posibles, las orillas del Sena, del Marne o del Oise.
»Ve a ver a ese Jean-Claude y pregúntale dónde acostumbraban a ir…
En el despacho contiguo le esperaba Moers, con una cajita de cartón que contenía las balas y los tres casquillos.
—El experto está de acuerdo, jefe. Son del calibre siete con sesenta y tres y el arma utilizada es con toda probabilidad una Mauser.
—¿Qué me dices de las huellas?
—No sé qué pensará usted. Hay huellas del inspector Lognon repartidas por todo el salón, incluso en los botones de mando de la radio.
—¿Y en los del televisor?
—No. En la cocina abrió la nevera y la lata del café molido. También aparecen sus huellas en la cafetera eléctrica. ¿Por qué sonríe? ¿Estoy diciendo alguna tontería?
—No, sigue.
—Lognon utilizó el vaso y la taza. En la botella de coñac están las huellas de ambos, del inspector y de la chica.
—¿Y en la habitación?
—Ni rastro de Lognon. Ni un pelo en la almohada. Sólo hay un cabello de mujer. Tampoco hemos encontrado barro, a pesar de que, por lo que me han dicho, Lognon llegó a la Avenue Junot cuando llovía a cántaros. —Moers y su equipo no pasaban por alto ningún detalle—. Parece que estuvo sentado bastante rato en la butaca que hay delante de una de las puertas vidrieras. Fue entonces, supongo, cuando encendió la radio. En otro momento abrió esa puerta y dejó unas huellas magníficas en el tirador; también he recogido una colilla suya en el balcón. ¿Por qué sonríe otra vez?
—Porque lo que me cuenta confirma la idea que he tenido hace un rato, hablando con mi mujer.
¿No llevaba todo a pensar que el inspector Cara de Vinagre, a quien su mujer había reducido a la esclavitud, vivía una aventura amorosa y en la Avenue Junot se consolaba de las horas tristes vividas en el apartamento de la Place Constantin-Pecqueur?
—Sonrío, querido Moers, ante la posibilidad de que los colegas de Lognon le tomen repentinamente por un donjuán. Yo, en cambio, juraría que no había nada entre ellos y, en cierto modo, lo siento por él. Lognon pasaba las noches en el salón, casi siempre cerca de la ventana, y la joven Marinette confiaba en él hasta el punto de acostarse aunque Lognon estuviera allí. ¿Has encontrado algo más?
—Un poco de arena en unos zapatos de la chica, zapatos de tacón bajo que debía de utilizar en el campo. Es arena de río. Arriba tenemos cientos de muestras, pero aunque tengamos un poco de suerte, tardaremos horas en determinar el lugar de procedencia…
—Tenme al corriente. ¿Hay alguien esperándome?
—Un inspector del distrito dieciocho.
—¿Con bigotito castaño?
—Sí.
—Es Chinquier. Dile que pase.
Volvía a llover, pero esta vez era una lluvia fina, una especie de niebla que tamizaba la luz. Las nubes permanecían inmóviles e iban transformándose poco a poco en una bóveda uniforme y gris.
—Dígame, Chinquier.
—Todavía no he terminado con la calle y mis hombres continúan con los interrogatorios puerta a puerta. Menos mal que sólo hay cuarenta números a cada lado; en total, hay que sondear a un mínimo de doscientas personas.
—Me interesan especialmente las casas de enfrente.
—Si me lo permite, señor comisario, hablaré de ello dentro de un momento, porque creo que he captado su idea. He empezado por interrogar a los vecinos del edificio de donde salió el pobre Lognon. En la primera planta vive solamente una pareja de ancianos, los Guèbre, que llevan un mes en México, donde tienen una hija casada. —Había sacado de su bolsillo un cuaderno de notas con varias páginas llenas de nombres y de croquis. También a Chinquier había que tratarlo con delicadeza, si no se quería ofenderle—. En los restantes pisos, hay dos casas por rellano. En el segundo, viven la viuda Faisant, dependienta en una tienda de modas, y una pareja de rentistas, los Lanier, que se asomaron a la ventana al oír los disparos. Vieron cómo se alejaba el coche, pero por desgracia no pudieron distinguir la matrícula…
Maigret, abstraído y con los ojos entornados, daba chupadas a su pipa y escuchaba el minucioso informe del inspector como si se tratara de un ronroneo.
Sólo prestó atención cuando Chinquier mencionó a un tal Maclet, un vecino del segundo piso de la casa contigua. Según Chinquier, se trataba de un viejo gruñón que un día decidió encerrarse en su casa, y que se contentaba con mirar con ironía el mundo desde sus ventanas.
—El reuma no le permite andar. Con la ayuda de dos bastones se arrastra por su apartamento mugriento, donde ninguna mujer de limpieza puede entrar. Cada día la portera deposita en su puerta las provisiones que él le encarga mediante una nota que deja bajo el felpudo. No tiene radio y no lee los periódicos. Según la portera, es rico, aunque viva casi en la miseria. Tiene una hija casada que ha intentado ingresarlo varias veces.
—¿Está loco de verdad?
—Juzgue usted mismo. Me ha costado Dios y ayuda conseguir que me abriera, y he tenido que amenazarle con llamar a un cerrajero. Cuando por fin ha abierto, me ha estado observando durante un buen rato de arriba abajo, mientras murmuraba: «Es usted demasiado joven para ser policía, ¿no?». Le he contestado que tenía treinta y cinco años y ha repetido dos o tres veces: «¡Un chiquillo! ¡Un chiquillo! A los treinta y cinco años uno es un ignorante, uno es incapaz de comprender nada».
—¿Le ha contando algo que no supiera?
—Me ha hablado sobre todo del holandés de enfrente, el del edificio que hemos visto esta mañana desde el balcón, el pequeño palacete que tiene la segunda planta acristalada como el estudio de un artista. La casa la construyó hace quince años un tal Norris Jonker, que ahora tiene sesenta y cuatro y que está casado con una mujer guapísima, mucho más joven que él.
Una vez más, Maigret lamentó no haber podido realizar el trabajo personalmente, pues le hubiera encantado hablar con el viejo misántropo y reumático, que en pleno París, en Montmartre, se había retirado del mundo y pasaba el tiempo observando a la gente de la casa de enfrente.
—De repente el viejo se volvió parlanchín, pero como tiene la manía de saltar de una idea a otra y de introducir en su conversación toda clase de comentarios, no sé si podré repetirle con exactitud lo que me dijo.
»Después fui a ver al holandés y es mejor que le hable cuanto antes de él. Es un hombre agradable, elegante, culto, de una familia muy conocida y muy rica de Holanda. Su padre dirigía en Amsterdam la banca Jonker, Haag y Cía. A él nunca le interesaron las finanzas y durante muchos años se ha dedicado a recorrer el mundo… Cuando se dio cuenta de que únicamente en París podía ser feliz, mandó construir el palacete de la Avenue Junot. Su hermano Hans dirige la banca desde que murió el padre, y Norris Jonker se limita a cobrar los dividendos que le corresponden y a convertirlos en cuadros.
—¿En cuadros? —repitió Maigret.
—Parece que posee una de las mejores colecciones de París.
—¡Un momento! Cuando usted llamó a la puerta, ¿quién le abrió?
—Un mayordomo muy rubio, de tez rosada, bastante joven.
—¿Le dijo usted que era de la policía?
—Sí, y no pareció sorprenderse, me hizo pasar a un recibidor y me indicó una silla. No tengo ni idea de pintura, pero descifré las firmas de pintores de los que he oído hablar: Gauguin, Cézanne, Renoir… Mucha mujer desnuda…
—¿Le hizo esperar mucho rato?
—Unos diez minutos. La puerta de dos hojas, que separa el recibidor del salón, estaba abierta: vi pasar a una joven de pelo negro que, aunque eran las tres de la tarde, aún iba en bata. Quizá me equivoque, pero me dio la impresión de que se había acercado a observarme. Unos minutos después, el mayordomo me llevó a través del salón hasta un despacho atestado de libros.
»Monsieur Jonker me recibió vestido con un pantalón de franela, una camisa de seda con el cuello abierto y una chaqueta de terciopelo negro. Tiene el pelo muy blanco y la tez casi tan rosada como la del criado.
»Sobre la mesa había una bandeja con una botella y unos vasos. “Siéntese. Dígame…”, me dijo sin el menor acento. —Era evidente que el inspector Chinquier se había dejado impresionar tanto por el lujo de la casa y por los cuadros como por la distinción del holandés—. Confieso que no sabía por dónde empezar. Le pregunté si había oído los disparos y me contestó que no, que su habitación daba a la otra fachada de la casa, opuesta a la Avenue Junot, y que las gruesas paredes amortiguaban los ruidos.
»“Me horroriza el ruido…”, dijo antes de ofrecerme una copa de un licor desconocido para mí, un licor muy fuerte con un regusto de naranja.
»“Pero sin duda se habrá enterado de lo que ha sucedido esta noche frente a su casa”.
»“Carl me comentó algo al traerme el desayuno, esta mañana a las diez. Es mi mayordomo, el hijo de uno de nuestros granjeros. Me dijo que en la Avenue Junot se había montado un gran revuelo, porque unos gángsteres habían atacado a un policía”.
—¿Qué aspecto tenía mientras lo contaba? —preguntó Maigret manoseando su pipa.
—Estaba tranquilo, sonriente, de una amabilidad sorprendente para un hombre a quien se le viene a importunar sin previo aviso.
»“Si desea interrogar a Carl, está a su disposición, pero su habitación también se halla en el lado del jardín y me ha dicho que tampoco ha oído nada”.
»“¿Está usted casado, Monsieur Jonker?”.
»“Sí. A mi mujer le ha sorprendido desagradablemente lo que ha ocurrido a pocos metros de nuestra casa”. —En este punto del relato, Chinquier pareció alterarse un poco—. No sé si he hecho bien, señor comisario. Me habría gustado preguntarle muchas más cosas. Pero no me atreví, pensando que, a fin de cuentas, era más urgente ponerle a usted al corriente.
—Volvamos, pues, al viejo tullido.
—Sí. Según lo que el viejo me refirió, me habría gustado hablar de ciertas cosas con el holandés. De hecho, una de las primeras frases del viejo Maclet fue: «¿Qué haría usted, inspector, si estuviera con una de las mujeres más hermosas de París? ¡Ja, ja! No contesta, y eso que le falta mucho para tener sesenta y cuatro o sesenta y cinco años. ¡Bueno! Se lo preguntaré de otra manera: ¿a qué se dedica un hombre de esa edad que dispone a todas horas del día de una criatura magnífica?». Y luego: «¡Pues bien! El señor de enfrente debe de tener unas ideas muy personales al respecto. Yo casi no duermo, las noticias políticas no me interesan, y menos aún las catástrofes de las que hablan la radio y la prensa… Me distraigo pensando, ¿comprende? Miro por la ventana y pienso; la gente no sabe lo divertido que es pensar… Por ejemplo, pienso en ese holandés y su mujer. Salen poco, una o dos veces por semana, ella se pone un vestido de noche y él un esmoquin, nunca vuelven más tarde de la una, lo que significa que lo único que hacen es ir a cenar a casa de unos amigos o al teatro. Ellos nunca dan cenas, y tampoco tienen invitados a la hora de comer. Además, casi nunca comen antes de las tres de la tarde… ¿Ve? Uno se distrae como puede, observando, adivinando, ordenando poco a poco las ideas. Entonces, si dos o tres veces por semana uno ve a una linda muchachita llamar a la puerta, a eso de las ocho de la tarde, y descubre que no sale hasta muy avanzada la noche, cuando no de madrugada…».
Decididamente, Maigret lamentaba no haber interrogado a aquel viejecito estrafalario.
—«Y eso no es todo, señor policía», ha proseguido. «Confiese que mis chocheces empiezan a interesarle, sobre todo cuando le diga que cada vez se trata de una joven distinta. Suelen llegar en taxi, algunas veces a pie. Desde mi ventana veo cómo ellas comprueban el número de la casa, lo que también es significativo, ¿no le parece? Quiere decir que alguien las ha citado en una dirección concreta. En fin, no siempre he sido un viejo animal enfermo, encerrado en su cubil, y soy bastante experto en tema de mujeres. Fíjese en el farol que hay a cinco metros de la puerta. Por su oficio seguro que usted sabe reconocer de un vistazo a las mujeres que hacen del amor una profesión, ¿no? Y seguro que también sabrá distinguir a las que viven, por decirlo de algún modo, en la frontera de la decencia, bailarinas de cabaré, figurantas de teatro o de cine, que no desdeñan una aventura si les resulta ventajosa».
Maigret se levantó de un brinco.
—Dígame, Chinquier, ¿lo ha entendido usted?
—¿Entender qué?
—Cómo empezó todo para Lognon. Pasaba muchas noches en la Avenue Junot, donde conocía a casi todos los vecinos. En varias ocasiones, empezó a ver que todas esas mujeres que usted me ha descrito entraban en casa del holandés…
—Ya lo he pensado. Pero ninguna ley prohíbe a un hombre, aunque sea de cierta edad, que le guste la variación.
No era una razón suficiente, en efecto, para que el inspector Cara de Vinagre buscara y encontrara el medio de vigilar la casa sin ser visto.
—Debe de haber una explicación.
—¿Cuál?
—Que esperase la salida de una de las visitantes; puede incluso que se tratara de alguna prostituta que él conociera.
—Ya. Incluso en ese caso, cada uno es libre de…
—Depende de lo que ocurriera en la casa o de lo que la mujer hubiera visto. ¿Qué más le contó ese anciano tan simpático? —Maigret se sentía cada vez más interesado por el extraño viejecito instalado en su ventana.
—Le he preguntado todo lo que se me ha ocurrido. He anotado sus respuestas.
Chinquier sacó de nuevo su cuaderno negro.
Pregunta: ¿Esas mujeres iban a ver al criado?
Respuesta: Para empezar, el mayordomo está enamorado de la chica de la lechería que hay al final de la calle, una muchacha regordeta muy risueña. Se ven varias noches por semana. Ella le espera en la sombra, a unos metros de la casa, puedo mostrarle el sitio exacto, y él no tarda en recogerla.
Pregunta: ¿A qué hora?
Respuesta: Sobre las diez. Supongo que él sirve la cena y en esa casa se cena tarde. Pasean cogidos del brazo, se paran para besarse y, antes de despedirse, permanecen un buen rato abrazados en el hueco que puede usted ver ahí, a la derecha.
Pregunta: ¿No la acompaña?
Respuesta: No. Ella baja la calle sola, feliz y saltarina, a veces parece que vaya a ponerse a bailar. Hay otra razón por la que es imposible que las mujeres de las que le he hablado vayan a visitar al mayordomo: en varias ocasiones, han llamado al timbre cuando el mayordomo no se hallaba en la casa.
Pregunta: ¿Quién les ha abierto?
Respuesta: ¡Buena pregunta! Esto también es curioso y divertido. Unas veces el holandés y otras su mujer.
Pregunta: ¿Tienen coche?
Respuesta: Sí. Un coche americano bastante grande.
Pregunta: ¿Con chófer?
Respuesta: Carl se viste de uniforme cuando conduce.
Pregunta: ¿Tienen otros sirvientes viviendo en la casa?
Respuesta: Una cocinera y dos camareras; las camareras duran poco…
Pregunta: ¿Reciben otras visitas, aparte de las señoritas en cuestión?
Respuesta: Algunas… El que se presenta con más frecuencia, por las tardes, es un hombre de unos cuarenta años que parece norteamericano y que conduce un deportivo amarillo.
Pregunta: ¿Se queda mucho rato?
Respuesta: Un par de horas.
Pregunta: ¿No llega nunca al atardecer o por la noche?
Respuesta: Dos veces llegó por la noche, a eso de las diez, con una joven. Ocurrió hace aproximadamente un mes. Se limitó a entrar y a salir sin su acompañante, que se quedó en la casa.
Pregunta: ¿Las dos veces con la misma mujer?
Respuesta: No.
(Maigret imaginó la sonrisa sardónica y casi voluptuosa del viejecito al comentar esos pequeños misterios. Siguieron las preguntas.)
Respuesta: Además hay un hombre calvo, pero todavía joven, que llega en taxi muy entrada la noche y se va con paquetes.
Pregunta: ¿Qué tipo de paquetes?
Respuesta: Podrían ser cuadros, pero también cualquier otra cosa… Es prácticamente todo lo que sé, señor inspector. Hacía años que no hablaba tanto y espero que no vuelva a tener que hacerlo hasta dentro de algún tiempo. Le advierto que si me manda una citación para que comparezca en la comisaría o delante del juez no me presentaré. Y con mayor motivo aún, no cuente conmigo como testigo en los tribunales, si es que el asunto llega hasta ese punto. Hemos charlado, le he expuesto mis opiniones: a partir de ahora le pertenecen, pero no me moleste bajo ningún pretexto…
Acto seguido, Chinquier demostró que los inspectores de barrio conocen su oficio.
—Al salir de casa del holandés, me preguntaba si el viejecito de enfrente no se habría burlado de mí. Pensaba que, si podía comprobar parte de lo que había dicho, eso hablaría en favor del resto. Así que me dirigí a la lechería y aguardé fuera hasta que la dependienta se quedó sola. Era la chica regordeta que me habían descrito, una joven recién llegada del campo y que todavía no acaba de creerse que esté en París.
»Entré y le pregunté: “¿Conoce a un tal Carl?”.
»Se puso como un tomate, y empezó a mirar con inquietud hacia una puerta abierta, al tiempo que murmuraba: “¿Quién es usted? ¿A usted qué le importa?”.
»“Sólo quiero información. Soy policía”.
»“¿Ha hecho algo malo?”.
»“No. Es una comprobación. ¿Es su prometido?”.
»“Puede que un día nos casemos, pero no me lo ha pedido todavía…”.
»“¿Se ven ustedes varias noches por semana?”.
»“Siempre que puedo”.
»“¿Le espera usted a unos metros de la casa de la Avenue Junot?”.
»“¿Quién se lo ha contado?”.
»Y cuando una mujer enorme salió de la trastienda, tuvo la presencia de ánimo de decir en voz alta: “No, señor, no tenemos gorgonzola, pero tenemos roquefort. Son parecidos…”.
Maigret sonrió:
—¿Compró el roquefort?
—Le expliqué que a mi mujer sólo le gusta el gorgonzola. Eso es todo, señor comisario. Ignoro qué informes me pasarán mis colegas esta noche. ¿Se sabe algo del pobre Lognon?
—He llamado al hospital hace un rato. Los médicos siguen sin pronunciarse y todavía no ha recobrado el conocimiento. Temen que la segunda bala, que entró por debajo del hombro, haya afectado a la parte superior del pulmón derecho, pero dado su estado no se le puede hacer una radiografía.
—Me pregunto qué descubriría para que le disparasen. Cuando conozca al holandés, seguro que usted se sorprenderá tanto como yo; me cuesta imaginar que un hombre como él…
—Hay algo que me gustaría que hiciera, Chinquier. Cuando vuelvan sus hombres, y, sobre todo, cuando entren de servicio los del turno de noche, que se encarguen todos de las chicas. Algunas, según me ha dicho usted, llegan a pie a la Avenue Junot, de modo que quizá sean del barrio. Que registren a fondo los locales nocturnos. Por las descripciones del anciano no creo que se prostituyan. ¿Me sigue? Quizás acabemos descubriendo a alguna que haya estado en la Avenue Junot.
Habría sido más interesante, sin duda, encontrar a Marinette Augier. Tras examinar las muestras de arena, ¿darían Moers y sus colegas del laboratorio con su pista?