El almuerzo en el Manière

Fue como si el hombre hubiera elegido aquel momento para conseguir un efecto teatral. ¿Es posible, además, que estuviera escuchando detrás de la puerta? Se acababa de pronunciar la palabra «fantasma» cuando el pomo giró, la puerta se abrió ligeramente, y una cabeza, cuyo cuerpo no quedaba a la vista, apareció.

Tenía la cara pálida, las facciones cansadas, los párpados y la boca caídos, y a Maigret le costó un tiempo percatarse de que lo que proporcionaba al recién llegado esa expresión lúgubre era la falta de dentadura.

—¿Te has despertado, Raoul? —Y, como si fuera necesario, la portera presentó al hombre—: Mi marido, señor comisario.

Mucho mayor que la portera, aquel hombre llevaba un batín de un violeta horrible encima de un pijama arrugado.

Tras el mostrador del Palace, con su uniforme con bordados de oro, debía de tener buen aspecto, pero en ese instante, sin afeitar, cansado y malhumorado por no haber conseguido dormir, resultaba ridículo y lastimoso a la vez.

Con una taza de café en la mano, saludó vagamente a Maigret y después su mirada se dirigió a las cortinas de guipur, más allá de las cuales, en medio de la lluvia persistente, unas siluetas oscuras se apiñaban a pesar de los esfuerzos de los guardias, que trataban de mantenerlas alejadas.

—¿Va a durar mucho todo esto? —dijo con un gemido.

Le habían arrancado del reposo que necesitaba, el reposo al que tenía derecho, y por su expresión parecía que la víctima fuera él.

—¿Por qué no tomas una de las pastillas que te recetó el médico?

—Me estropean el estómago.

Se sentó en un rincón mientras tomaba el café, sin calcetines, con los pies metidos en unas zapatillas de fieltro, y lo único que hizo mientras duró la conversación fue suspirar.

—Señora, me gustaría que tratara de recordar, paso a paso, lo que sucedió a partir del momento en que le pidieron que abriera la puerta.

A Maigret no le incumbía por qué aquella mujer deseable se había casado con un hombre por lo menos veinte años mayor que ella y al que, cuando se casó, seguro que no lo había visto sin la dentadura postiza.

—Oí: «La puerta, por favor». Y la misma voz, que reconocí perfectamente, añadió: «¡Cuarto!». Como ya le he contado, miré maquinalmente la hora. Tengo esa costumbre. Eran las dos y media. Alargué la mano para darle al botón.

»En el mismo instante, me pareció oír el ruido de un motor, como si un coche estuviera aparcando, no delante de la casa, sino frente a la casa contigua, y dejara el motor en marcha. Pensé que debía de tratarse de los Hardsin, una pareja del edificio de al lado que suele llegar a las tantas.

»Todo eso sucedió en unos segundos. Mientras tanto, oí los pasos de Monsieur Lognon en el pasillo. Después, un portazo. A continuación aumentó el ruido del motor, el coche arrancó y sonó un primer disparo, seguido de un segundo y de un tercero.

»Parecía que el tercero había sido efectuado en la misma portería, porque dio en el postigo, rompió un cristal y oí un extraño ruido sobre mi cabeza.

—¿Arrancó entonces el coche? ¿Está segura de que había uno?

Su marido los miraba alternativamente, cabizbajo, mientras removía el café con una cucharilla.

—Estoy segura. La calle está en cuesta. Para subirla, los coches aceleran. El coche del que hablo aceleró al máximo al dirigirse a la Rue Norvins.

—¿Oyó algún grito?

—No. En un primer momento, no me moví, porque tenía miedo. Pero ya sabe que a las mujeres siempre nos pierde la curiosidad. Encendí la luz, me puse la bata y salí corriendo al pasillo.

—¿Estaba cerrada la puerta de la calle?

—Ya se lo he dicho, oí cómo se cerraba de un portazo. Pegué la oreja a la puerta y sólo se oía la lluvia. Entonces abrí y vi el cuerpo a menos de dos metros del umbral.

—¿Cómo estaba colocado? ¿Hacia arriba o hacia abajo?

—Como si se dirigiera a la Rue Caulaincourt. El pobre hombre se sujetaba el vientre con las manos y los dedos le chorreaban sangre. Me miraba fijamente con los ojos muy abiertos.

—¿Fue entonces cuando se agachó y le pareció oír la palabra «fantasma»?

—Juraría que eso es lo que murmuró. Se abrieron algunas ventanas. Ningún inquilino tiene teléfono, así que se ven obligados a utilizar el de la portería; dos vecinos que lo han pedido llevan más de un año en la lista de espera. Volví a casa y busqué en la guía el número de urgencias de la policía. Es un número que debería saber de memoria, pero en un edificio tranquilo como éste una no piensa en ello hasta que lo necesita.

—¿Estaba iluminado el pasillo?

—No. Sólo la portería. El agente que atendió al teléfono me hizo varias preguntas, temiendo que se tratara de una broma, de modo que todo llevó cierto tiempo…

El teléfono era de pared; desde el lugar donde estaba situado, no se podía ver lo que sucedía en el pasillo.

—Bajaron algunos vecinos del edificio. A partir de ahí, ya se lo he contado todo. Al colgar pensé en Marinette y subí corriendo al cuarto piso.

—Muchas gracias. ¿Puedo usar su teléfono?

Maigret llamó a la Policía Judicial.

—¿Oiga?… ¿Eres tú, Lucas? ¿Has visto la nota de Lapointe sobre Lognon?… No, ya no estoy en el hospital… Todavía no sabemos si se salvará… Estoy en la Avenue Junot. Quisiera que pasases por Bichat… Sí, mejor que vayas tú… Adopta el tono más oficial que puedas porque a esa gente no le gustan demasiado los intrusos…

»Intenta hablar con el médico que ayudó en la operación, porque no creo que puedas ver al doctor Mingault a estas horas… Supongo que habrán extraído la bala, seguramente dos… Sí. Quiero el máximo de información hasta que llegue el informe oficial. Lleva las balas al laboratorio… —Antes se confiaba este trabajo a un especialista externo, Gastinne-Renette, pero ahora disponían de un experto en balística en los laboratorios de la Policía Judicial, situados en los desvanes del Palacio de Justicia—. Te veré enseguida o, si no, a primera hora de la tarde… —El comisario se volvió hacia Lapointe—: ¿De verdad no quieres ir a acostarte?

—No tengo sueño, jefe.

El portero nocturno del Palace le dirigió una mirada cargada de envidia y reprobación.

—En tal caso, ve a la Avenue Matignon. No debe de haber tantos institutos de belleza como para que no encuentres ese donde trabaja Marinette Augier. No creo que haya ido a trabajar. Consigue sobre ella toda la información posible.

—Entendido, jefe.

—Yo subo a…

Maigret se sentía un poco molesto por no haberse acordado de las balas en el hospital Bichat, pero ésta no era una investigación como las demás; parecía que, por tratarse de Lognon, adquiriese un carácter menos profesional.

En Bichat, había pensado sobre todo en el inspector Lognon y se había dejado impresionar por la enfermera jefe, por el cirujano y por las salas donde los enfermos alineados le siguieron con la mirada.

El edificio de la Avenue Junot no tenía ascensor. Tampoco había alfombra en la escalera, pero la madera de los peldaños, abrillantada por el uso, estaba muy encerada, y la barandilla pulida. Había dos viviendas en cada rellano y en algunas puertas podía leerse un apellido grabado en una placa de cobre.

Al llegar a la cuarta planta, empujó la puerta entreabierta, atravesó una entrada bastante oscura y se encontró en un pequeño salón donde el inspector Chinquier fumaba un cigarrillo, sentado en un sillón tapizado con una tela de flores.

—Estaba esperándole. ¿Se lo ha contado todo la portera?

—Sí.

—¿Le ha hablado del coche? Es lo que más me ha llamado la atención. Mire esto. —Se levantó y extrajo de su bolsillo tres casquillos brillantes, que había envuelto en un trozo de periódico—. Los hemos encontrado en la calle. Si han disparado desde un coche en marcha, lo que parece probable, quien haya disparado tuvo que hacerlo con el brazo fuera de la portezuela. Notará que son del calibre siete con sesenta y tres. —Chinquier era un policía serio que conocía su oficio—. Probablemente han usado una pistola Mauser automática, un arma pesada que no suele llevarse en un bolso o en el bolsillo del pantalón. ¿Me sigue? Todo esto huele a profesional, alguien que tenía por lo menos un cómplice al volante, pues no ha podido disparar mientras conducía. Los amantes celosos no acostumbran a contratar a un amigo para que les ayude a deshacerse de su rival. Además, le han disparado al vientre…

Sin ninguna duda, era más seguro que disparar al pecho, pues un hombre raramente se libra de la muerte cuando tiene los intestinos perforados en una docena de sitios por una bala de gran calibre.

—¿Ha registrado el piso?

—Me gustaría que le echase un vistazo usted mismo.

Esta investigación tenía otra particularidad que hacía que Maigret se sintiese a disgusto. La habían empezado los inspectores del distrito XVIII, quienes, aunque se burlasen de Lognon cuando podía mantenerse sobre sus piernas, ahora que unos asesinos lo habían derribado no dejaba de ser su colega. En tales condiciones, el comisario no podía dejarles de lado y llevar él solo el caso.

—No está mal el apartamento, ¿verdad?

A la luz del sol debía de resultar todavía más agradable. Las paredes eran de un color crema subido, el suelo estaba barnizado y en el centro lo cubría una alfombra de un color crema más claro. Los muebles, bastantes modernos, habían sido elegidos con gusto y ocupaban un espacio que servía al mismo tiempo de salón y de comedor. No faltaban un televisor y un tocadiscos.

Sobre la mesa que debía de utilizarse para comer, Maigret descubrió al primer vistazo una cafetera eléctrica, una taza que aún contenía un resto de café, un azucarero y una botella de coñac.

—Una única taza… —masculló—. ¿Ha tocado usted algo, Chinquier?… Tendría usted que llamar al Quai para que nos envíen a alguien del laboratorio.

Chinquier, que no se había quitado el abrigo, ahora se había vuelto a poner el sombrero. Uno de los sillones estaba vuelto hacia la ventana, al lado de un velador, y un cenicero contenía siete u ocho colillas de cigarrillos.

El salón tenía dos puertas. La primera daba acceso a la cocina, limpia y ordenada, más parecida a las cocinas de exposición que a las que suelen encontrarse en un viejo edificio de París.

La segunda puerta daba al dormitorio. La cama estaba sin hacer, la almohada, la única almohada, mostraba todavía la huella de una cabeza.

Sobre el respaldo de una silla se veía una bata de seda azul celeste; en el suelo estaba la chaqueta de un pijama de mujer del mismo color y el pantalón yacía al pie de un armario.

Chinquier regresó.

—He hablado con Moers. Manda inmediatamente al equipo. ¿Le ha dado tiempo a echar una ojeada? ¿Ha abierto el armario?

—Todavía no.

Lo abrió. De sus perchas colgaban cinco vestidos, un abrigo de invierno con adornos de piel y dos trajes sastre, uno beis y otro azul marino. En el estante superior se veían varias maletas.

—¿Entiende a lo que me refiero? No parece que la chica se haya llevado equipaje; su ropa interior está en la cómoda, perfectamente ordenada.

A través de la ventana se divisaban una parte de París y, sobre todo en aquel momento, el cielo gris, del que seguía precipitándose la lluvia. Más allá de la cama había una puerta abierta; daba al cuarto de baño, donde tampoco faltaba nada, ni el cepillo de dientes ni las cremas de belleza.

A juzgar por el apartamento, Marinette Augier era una persona con muy buen gusto, que pasaba la mayor parte del tiempo en casa y era amante de la comodidad.

—No me he acordado de preguntarle a la portera si cocinaba en casa o si comía en restaurantes —confesó Maigret.

—Se lo he preguntado yo. Casi siempre comía aquí.

La nevera contenía, entre otras cosas, medio pollo frío, mantequilla, queso, fruta, dos botellines de cerveza y una botella de agua mineral. Había otra botella de agua abierta en el dormitorio, encima de la mesilla de noche.

Sobre la misma mesilla de noche, en un cenicero había dos colillas, manchadas de carmín, que llamaron la atención de Maigret.

—Fuma tabaco americano.

—En cambio, en el salón han fumado tabaco negro, ¿verdad?

Los dos hombres intercambiaron una mirada, porque se les había ocurrido la misma idea.

—Por el aspecto de la cama, no parece que haya sido una noche de amor.

A pesar del drama, era difícil no sonreír ante la idea del inspector Cara de Vinagre enfrentado a una joven y guapa esteticista.

¿Se habrían peleado? ¿Habría estado un Lognon taciturno sentado en el sillón de la habitación contigua, fumando un cigarrillo tras otro, mientras su amante permanecía en la cama? Había algo que no cuadraba y, una vez más, Maigret se dio cuenta de que, desde el principio, no estaba llevando este asunto con su lucidez habitual.

—Lamento volver a pedirle que baje, Chinquier, pero he olvidado preguntar algo. Quisiera saber si, cuando la portera subió, la luz del salón estaba encendida.

—Yo lo sé. Estaba encendida la luz del dormitorio, con la puerta abierta, y apagada la de las otras habitaciones.

Regresaron juntos al salón, cuyas dos puertas vidrieras daban a un balcón corrido que ocupaba toda la fachada, como suele ser habitual en el último piso de muchas casas viejas de París.

A pesar de que el día era gris, se adivinaba, más que se veía, la torre Eiffel, algunos campanarios de iglesias y chimeneas humeantes en centenares de tejados brillantes por la lluvia.

Al comienzo de su carrera, Maigret había conocido el primer trazado de la Avenue Junot, que entonces contaba con unos pocos edificios entre muchos solares sin edificar y jardines. El primero en construir había sido un pintor, que se había hecho levantar una especie de palacete que, en la época, parecía muy moderno. Otros siguieron su ejemplo: un novelista, una cantante de ópera, y así la Avenue Junot se convirtió en un lugar elegante.

Desde las puertas vidrieras, el comisario dominaba varias casas particulares, pegadas unas a otras. La de enfrente debía de tener, por su estilo, unos quince años, y era de dos plantas.

¿Pertenecía a un pintor, como la cristalera que cubría la práctica totalidad de la segunda planta parecía indicar? Tenía echadas unas oscuras cortinas, pero que no llegaban a juntarse y que quedaban separadas entre ellas por unos treinta o cuarenta centímetros.

Si en ese momento alguien le hubiera preguntado al comisario en qué pensaba, habría tenido dificultades para contestar. Simplemente, grababa datos en la memoria. En desorden. Como quien no quiere la cosa. Miraba fuera y dentro del apartamento, y sabía que, llegado el momento, unas cuantas imágenes se reunirían y adquirirían sentido.

Se oyó ruido proveniente de la calle, unos pasos pesados en la escalera, voces, algún tropezón. El equipo de Identificación Judicial llegaba con sus aparatos y Moers se había personado expresamente.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó. Sus ojos azules siempre parecían sorprendidos tras los gruesos cristales de las gafas.

—No hay cadáver. ¿No te ha dicho nada Chinquier?

—No he tenido tiempo… —se excusó éste.

—Se trata de Lognon, le han disparado cuando salía de esta casa.

—¿Ha muerto?

—Está en Bichat. Quizá se salve. Había pasado parte de la noche en este apartamento con una mujer. Quisiera saber si aparecen sus huellas en el dormitorio o solamente en esta habitación; recoge todas las huellas que puedas. ¿Se viene conmigo, Chinquier? —Esperó hasta que se encontraron en el pasillo de la portería para decirle en voz baja—: Tal vez sea útil interrogar a los demás inquilinos y a los vecinos. No creo que nadie estuviera en la ventana en el momento de los disparos, lloviendo como llovía, pero nunca se sabe. También es posible que Marinette tomara un taxi, en cuyo caso será fácil encontrar al taxista. Si lo hizo, debió de dirigirse a la Place Constantin-Pecqueur, donde hay más taxis que en la Butte. Usted y sus colegas conocen el barrio mejor que yo. —Mientras le tendía la mano murmuró—: ¡Buena suerte!

Y abrió la puerta de cristales de la portería. El marido se había metido en la cama, porque tras la cortina se oía una respiración acompasada.

—¿Necesita algo más? —murmuró entonces Angèle Sauget.

—No. Quisiera telefonear, pero ya lo haré en otro sitio. Es mejor que duerma.

—No se lo tenga en cuenta. Cuando no duerme las horas que necesita, se pone imposible. Le he dado un somnífero y empieza a hacerle efecto.

—En caso de que recuerde algún detalle, no dude en telefonear a la Policía Judicial.

—Me extrañaría, pero se lo prometo. ¡Ojalá se fueran los fotógrafos y los periodistas! Son ellos quienes atraen a los curiosos.

—Voy a intentar dispersarlos.

Como Maigret se temía, y sin que los agentes pudieran impedirlo, se abalanzaron sobre él en cuanto puso el pie en la calle.

—Señores, en estos momentos no sé más de lo que saben ustedes. El inspector Lognon fue atacado por unos desconocidos mientras estaba de servicio.

—¿De servicio? —exclamó una voz burlona.

—He dicho de servicio y lo repito. Está gravemente herido, el doctor Mingault le ha operado en Bichat, pero no estará en condiciones de hablar antes de varias horas, por no decir varios días. Hasta entonces sólo podemos hacer suposiciones. En cualquier caso, aquí no hay nada más que ver, pero es posible que esta tarde, en el Quai des Orfèvres, tenga algo que contarles.

—¿Qué hacía el inspector en esta casa? ¿Es verdad que ha desaparecido una chica?

—¡Hasta luego!

—¿No tiene nada que declarar?

—No sé nada.

Y siguió adelante, calle abajo, con el cuello del abrigo alzado y las manos en los bolsillos. Oyó dos o tres clics de las cámaras de los fotógrafos, quienes, a falta de otro objetivo mejor, le fotografiaban. Se volvió, y los periodistas empezaron a dispersarse.

Al llegar a la Rue Caulaincourt entró en el primer bar que encontró y pidió un grog porque tenía escalofríos.

—Deme tres fichas, por favor.

—¿Tres?

Tomó un buen trago de grog antes de entrar en la cabina; la primera llamada fue al hospital Bichat. Como se temía, le pasaron por varios servicios antes de poder hablar con la enfermera jefe.

—No, no ha muerto. En estos momentos le atiende un médico y uno de sus inspectores permanece en el pasillo. Todavía no podemos saber cómo evolucionará… ¡Lo que faltaba! Otro de sus hombres acaba de entrar en mi despacho.

Colgó resignado y llamó al Quai.

—¿Ha vuelto Lapointe?

—Sí, ha intentado localizarle a usted en la Avenue Junot. Se lo paso.

A través del cristal de la cabina Maigret veía el cinc de la barra, y al dueño en mangas de camisa, que servía grandes vasos de vino tinto a dos albañiles.

—¿Es usted, jefe? He encontrado el instituto de belleza a la primera, porque era el único que había en toda la Avenue Matignon. Es un establecimiento de lujo, que dirige un tal Marcellin, a quien sus empleadas adoran. Marinette Augier no ha ido hoy a trabajar, lo que ha sorprendido a sus compañeras, porque parece que es muy seria y puntual.

»Nadie sabía nada de sus relaciones con el inspector. Tiene un hermano casado que vive en Vanves, pero desconocen su dirección. Trabaja en una empresa de seguros y alguna vez Marinette le había telefoneado a su oficina. La empresa se llama La Fraternelle. He buscado en la guía, está en la Rue Le Peletier. No me he atrevido a ir sin hablar antes con usted.

—¿Está ahí Janvier?

—Está mecanografiando un informe.

—Pregúntale si es urgente. Prefiero que vayas a acostarte, para que estés disponible en cuanto te necesite.

Se hizo un silencio. A continuación se oyó la voz resignada de Lapointe.

—Dice que su informe no corre prisa.

—Entonces, ponle al corriente. Que vaya a la Rue Le Peletier, en Vanves, a ver si averigua dónde se ha ocultado Marinette.

Unos clientes entraron en el pequeño bar, sin duda unos parroquianos habituales, a los que sirvieron sin antes preguntarles qué querían tomar. Reconocieron a Maigret y le miraron con curiosidad.

Buscó el número de Lognon. Como suponía, respondió Madame Maigret.

—¿Dónde estás? —preguntó ella.

—¡Chist! Sobre todo que no se entere de que estoy a dos pasos de ahí. ¿Cómo está? —Comprendió el titubeo de su mujer—. Supongo que está acostada —añadió entonces el comisario— y que se encuentra peor que su marido.

—Sí.

—¿Le has preparado la comida?

—Sí, he ido al mercado del barrio.

—Entonces puede quedarse sola.

—No querrá.

—Tanto si le gusta como si no, dile que te necesito y ven cuanto antes al Manière.

—¿Almorzamos juntos? —Madame Maigret no daba crédito a lo que oía. Aunque algunos sábados o domingos cenaban en el restaurante, prácticamente nunca almorzaban fuera, y menos durante una investigación.

El comisario apuró su grog en la barra, mientras las voces de los que le rodeaban iban perdiendo parte de su naturalidad. Éste era el precio que tenía que pagar por la publicidad que la prensa hacía de la brigada que dirigía, lo que a menudo complicaba su trabajo.

Alguien dijo sin mirarle:

—¿Es verdad que unos gángsteres han matado a Cara de Vinagre?

Y otro replicó en tono de misterio:

—Si es que han sido unos gángsteres…

Por lo visto, el rumor sobre las relaciones del inspector con Marinette ya se había extendido por el barrio. Maigret pagó y, con todas las miradas fijas en él, salió del bar y se dirigió al restaurante Manière.

Situado junto a una escalera de piedra, era un local que habían frecuentado las celebridades del barrio y donde uno todavía podía codearse con actrices, escritores y pintores. Era demasiado pronto para los clientes habituales, así que la mayoría de las mesas estaban vacías y sólo había tres o cuatro personas sentadas frente a la barra.

Se quitó el abrigo mojado y el sombrero, y se dejó caer, suspirando con satisfacción, sobre una banqueta próxima a la cristalera.

Le dio tiempo a fumarse una pipa, con la mirada perdida, antes de distinguir a Madame Maigret, que, empuñando el paraguas como un escudo, cruzaba la calle.

—Qué extraño me resulta que nos encontremos aquí. Hace por lo menos quince años que vinimos por última vez. Fue una noche después del teatro, ¿te acuerdas?

—Sí. ¿Qué vas a comer? —Le pasó la carta—. Ya sé que tú vas a pedir una andouillette. ¿Puedo permitirme yo el capricho de un bogavante frío con mayonesa?

Esperaron a que les sirvieran los entremeses y el vino del Loira. No había nadie junto a ellos. Los cristales empañados conferían intimidad al ambiente.

—Me siento como si fuera uno de tus colegas. Cuando me llamas diciendo que no vendrás a comer, te imagino así con Janvier o con Lucas.

—Siempre y cuando no esté en mi despacho y tenga que contentarme con unos sándwiches y una cerveza. Bueno, cuéntame.

—No quisiera ser muy dura.

—Sé sincera.

—Muchas veces me habías hablado de ella y de su marido; tú le compadecías a él y eso me parecía injusto.

—¿Y ahora?

—La compadezco menos, aunque de eso sin duda ella no tiene la culpa. Estaba en la cama, rodeada por la portera y una vieja vecina que tiene la manía de pasar las cuentas de un rosario durante todo el día. Habían llamado al médico, pues dado su aspecto, parecía que se fuera a morir.

—¿Le ha sorprendido tu visita?

—¿Sabes qué es lo primero que me ha dicho?

»“En cualquier caso, ahora su marido dejará de perseguir al mío. Probablemente se arrepentirá de haber impedido que Charles ingresara en el Quai des Orfèvres”.

»Al principio, me sentía incómoda. Por suerte, entonces ha llegado el médico, un viejecito tranquilo y de mirada astuta. La portera se ha ido y la vieja me ha acompañado al comedor, siempre con el rosario en la mano. “¡Pobre mujer! ¡No somos nada! Con todo lo que está ocurriendo, una no se atreve ni a salir a la calle”, ha comentado.

»Le he preguntado si Madame Lognon estaba muy enferma y me ha contestado que no se tenía en pie, que sufría de alguna enfermedad en los huesos.

No pudieron dejar de sonreír, satisfechos por la intimidad del almuerzo en un ambiente tan distinto al del Boulevard Richard-Lenoir. Madame Maigret, sobre todo, estaba muy animada, le brillaban los ojos más que de costumbre y el color de su cara se avivaba a medida que hablaba.

Cuando almorzaban o cenaban en su casa, quien solía hablar era Maigret, porque ella no tenía nada interesante que contar; sin embargo, en esta ocasión se sabía útil.

—¿Te interesa lo que te estoy contando?

—Mucho. Sigue.

—Al terminar de examinarla, el médico me ha indicado por señas que le acompañara a la entrada y allí hemos hablado en voz baja. Primero me ha preguntado si yo era la mujer del comisario Maigret, y se ha extrañado de que me encontrara en la casa. Se lo he explicado, y bueno, ya puedes imaginarte lo que le he dicho.

»“La comprendo”, ha mascullado el médico. “Es muy generoso por su parte, pero permítame que le advierta. No voy decir que Madame Lognon esté como un roble, pero sí puedo asegurarle que no tiene nada grave. Hace diez años que la visito. ¡Y no soy el único! Llama con regularidad a otros colegas míos para que, cueste lo que cueste, le diagnostiquen una enfermedad grave. Pero cuando le digo que consulte a un psiquiatra o a un neurólogo, se indigna y jura que no está loca y que no tengo ni idea de medicina. ¿Es una mujer frustrada por su matrimonio? En cualquier caso, culpa a su marido de no haber pasado de inspector de barrio. Y se venga de él fingiéndose enferma, obligándole a que la cuide, a ocuparse de las tareas del hogar, a llevar una existencia insoportable. Está bien que usted haya venido esta mañana, pero si es usted demasiado complaciente, intentará retenerla a toda costa. He telefoneado delante de ella al hospital Bichat y le he repetido varias veces que su marido tiene muchas probabilidades de salvarse. He exagerado un poco, pero da igual, porque no es a su marido a quien ella compadece, sino a sí misma”.

Trajeron una andouillette con patatas fritas y medio bogavante cubierto de mayonesa. Maigret llenó las copas.

—Cuando me has llamado y le he dicho que iba a dejarla durante un par de horas, ha exclamado amargamente: «Su marido la necesita, claro. Todos los hombres son iguales». Después, cambiando bruscamente de tema, ha dicho: «Cuando me quede viuda, con mi pensión no podré ni mantener este apartamento, donde llevo viviendo veinticinco años».

—¿No mencionó la existencia de otra mujer en la vida de Lognon?

—Sólo dijo que ser policía es un oficio repugnante, que obliga a tratar con todo tipo de gente, prostitutas incluidas.

—¿Has conseguido averiguar si últimamente él se comportaba de forma diferente?

—Me contestó: «Desde que cometí la estupidez de casarme con él, mi marido anuncia periódicamente que lleva entre manos un caso sensacional que lo colocará en primer plano y obligará a sus jefes a darle el puesto que merece. Al principio le creía y me alegraba con él. Al final el caso sensacional resultaba un fiasco o bien era otro quien se llevaba los parabienes». —Madame Maigret, animada como pocas veces la había visto su marido, añadió—: Tengo que confesar que, por el modo como me miraba al hablar, estaba claro que quien le quitaba el mérito a su marido eras tú. Se quejó de que últimamente le asignaban el turno de noche más de lo normal. ¿Es cierto?

—Él mismo lo pedía.

—Lognon no se lo contaba así. Hace cuatro o cinco días le dijo que habría novedades y que, esta vez, por las buenas o por las malas, los periódicos publicarían su foto en primera página.

—¿Ella no le preguntó a su marido por qué?

—No se lo creyó y supongo que se burló de él. ¡Espera! Añadió algo más, algo que me ha llamado la atención. Él le dijo: «La gente no siempre es lo que parece y, si pudiéramos ver más allá de las apariencias, nos llevaríamos extrañas sorpresas…».

El dueño del restaurante se acercó para saludarles e invitarles a una copa.

Cuando volvieron a quedarse solos, Madame Maigret preguntó un poco nerviosa:

—¿Te he sido de ayuda? ¿Te servirá de algo todo esto?

Maigret no contestó enseguida, ya que, mientras encendía la pipa, una idea un tanto vaga le rondaba por la cabeza.

—¿Me has oído? —insistió ella.

—Sí. Lo que acabas de contarme cambiará sin duda el curso de la investigación.

Ella le miró, tan incrédula como encantada. El almuerzo en el Manière se convertiría en uno de sus mejores recuerdos.