Era algo más de la una de noche cuando se apagó la luz en el despacho de Maigret. El comisario, con los ojos hinchados por el cansancio, empujó la puerta del despacho de los inspectores, donde el joven Lapointe y Bonfils permanecían de guardia.
—Buenas noches, muchachos —masculló el comisario.
Las mujeres de la limpieza estaban barriendo el amplio corredor y él las saludó con un leve gesto de la mano. Como todos los días a esa hora, había corriente de aire, y en la escalera, que en ese momento descendía en compañía de Janvier, hacía un frío aire húmedo.
Estaban a mediados de noviembre. Durante toda la jornada había llovido. Desde las ocho de la mañana del día anterior, Maigret no había abandonado el ambiente enrarecido de su despacho; antes de atravesar el patio, se levantó el cuello del abrigo.
—¿Te dejo en algún sitio?
Habían llamado por teléfono un taxi, que esperaba delante del pórtico del Quai des Orfèvres.
—En cualquier boca de metro, jefe.
Llovía a cántaros. La lluvia rebotaba en el pavimento. El inspector se apeó del taxi en Châtelet.
—Buenas noches, jefe.
—Buenas noches, Janvier.
Era una escena que habían vivido cientos de veces juntos, y habían sentido siempre la misma satisfacción un poco melancólica.
Unos minutos después, Maigret subía silenciosamente la escalera de su casa, en el Boulevard Richard-Lenoir, luego buscaba la llave en el bolsillo, la giraba con delicadeza en la cerradura y oía casi enseguida a Madame Maigret, que se removía en la cama.
—¿Eres tú?
Era la misma pregunta que, con voz adormecida, había formulado cientos de veces, por no decir miles, cuando él llegaba en plena noche y ella, al oírlo, buscaba a tientas la lámpara de la cabecera, se levantaba en camisón y miraba a su marido para averiguar su humor.
—¿Se ha acabado?
—Sí.
—¿El muchacho ha hablado por fin?
Él asintió con la cabeza.
—¿Tienes hambre? ¿Quieres que te prepare algo?
Maigret había colgado el abrigo mojado del perchero y ahora se estaba aflojando el nudo de la corbata.
En la Place de la République había estado a punto de decirle al taxista que se detuviera, pues quería tomarse una cerveza en un local que permanecía abierto.
—¿Era lo que suponías?
Un caso banal, si es que un caso que afecta a la suerte de varias personas puede ser considerado así. La prensa le había encontrado un título sensacionalista: «LA BANDA DE LAS MOTOS».
La primera vez, dos motos se pararon en pleno día delante de una joyería de la Rue de Rennes. Bajaron dos individuos de la primera moto, otro de la segunda y, cubriéndose la cara con pañuelos rojos, entraron en la tienda, de la que instantes después salieron, pistola en mano, con las joyas y los relojes robados del escaparate y del mostrador.
En un primer momento la gente no reaccionó, pero después de la sorpresa inicial, varios automovilistas decidieron perseguir a los ladrones, lo que produjo un embotellamiento que facilitó su huida.
«Volverán a hacerlo», predijo Maigret. El botín era escaso, pues la joyería, regentada por una viuda, sólo vendía joyas baratas. «Ha sido un ensayo.» Era la primera vez que se habían utilizado motos en un atraco.
El comisario no se equivocaba, ya que tres días después se repetía la misma escena. Esta vez ocurría en una joyería de lujo del Faubourg Saint-Honoré, pero con la diferencia de que los atracadores se llevaron joyas por valor de varios millones de francos antiguos, doscientos millones, según los periódicos, cien según el informe del seguro.
Sin embargo, en el momento de la huida uno de los ladrones perdió el pañuelo y al día siguiente era arrestado en el taller de cerrajería donde trabajaba, en la Rue Saint-Paul.
Aquella misma noche, tres de ellos estaban entre rejas; el mayor tenía veintidós años, y el benjamín, Jean Bauche, apodado «Jeannot», acababa de cumplir los dieciocho. Era un muchacho de pelo rubio demasiado largo, hijo de una criada de la Rue Saint-Antoine, y también trabajaba en el taller de cerrajería.
—Janvier y yo nos hemos turnado durante todo el día —le estaba contando a su mujer un Maigret huraño.
La jornada entera bebiendo cerveza y comiendo sándwiches.
«Escucha, Jeannot. Te crees un tipo duro. Te han convencido de que lo eres. Pero ese golpe no fue idea tuya ni de tus dos compinches. Hay alguien detrás de vosotros, alguien que lo ha organizado todo, pero que ha evitado exponerse. Ha salido de Fresnes hace dos meses y no piensa volver. Confiesa que os acompañaba en un coche robado y que os cubría la huida, entorpeciendo adrede el tráfico.»
Maigret iba desvistiéndose, mientras de vez en cuando daba un trago a su cerveza e informaba a su mujer con frases cortas.
—Estos muchachos son los más duros. Se les ha inculcado un sentido especial del honor.
Había mandado arrestar a tres reincidentes, entre ellos un tal Gaston Nouveau. Como era de esperar, éste tenía una coartada sólida: dos personas afirmaban que en el momento del atraco se encontraba en un bar de la Avenue des Ternes.
Los careos que tuvieron lugar durante horas no habían servido de nada. El regordete Victor Sidon, alias «Abuelita», el mayor de los tres motoristas, miraba al comisario con socarronería. Saugier, alias «Revólver», lloraba y juraba que no sabía nada.
—Janvier y yo hemos concentrado los esfuerzos en el joven Bauche. Hemos hecho venir a su madre, que le suplicaba: «¡Habla, Jeannot! No es a ti a quien buscan estos señores. Ellos saben que te has dejado llevar».
Fueron veinte horas desagradables, empujando implacablemente a un chiquillo hasta los límites de la resistencia humana. Y no menos desagradable fue verlo desmoronarse de repente.
«¡Está bien! Lo contaré todo. Fue Nouveau, sí. Él nos vio en el Lotus y nos metió en el plan.» Se trataba de un pequeño bar de la Rue Saint-Antoine al que chicos y chicas iban a escuchar la música de los jukebox.
«Por su culpa, comisario, cuando salga de la cárcel sus amigos me matarán.»
¡Por fin! Se había acabado. Maigret se acostó con la cabeza embotada.
—¿A qué hora tienes que estar en el despacho?
—A las nueve.
—¿No puedes dormir hasta más tarde?
—Despiértame a las ocho.
No hubo transición, por así decirlo. A Maigret le pareció no haber dormido: minutos después de haber cerrado los ojos, el timbre de la puerta de entrada sonaba y su mujer abandonaba la cama.
Alguien susurraba en la entrada. Creyó reconocer la voz, pero se dijo que estaba soñando y hundió la cabeza en la almohada.
Los pasos de su mujer se acercaban otra vez a la cama. ¿Iría a acostarse? ¿Alguien se habría equivocado de puerta? No. Su mujer le tocó en el hombro, descorrió las cortinas y, sin necesidad de abrir los párpados, Maigret se dio cuenta de que era de día. Con voz pastosa preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las siete.
—¿Hay alguien ahí?
—Lapointe te espera en el comedor.
—¿Qué quiere?
—No lo sé. Quédate en la cama mientras te preparo una taza de café.
¿Por qué su mujer le hablaba como si vinieran a anunciarle una mala noticia? ¿Por qué había dudado antes de responder a su pregunta? El día era de un color gris sucio y seguía lloviendo.
Lo primero que pensó Maigret fue que Jean Bauche, asustado por su propia confesión, se había colgado en la celda de la prisión preventiva. Se levantó sin esperar el café, se puso el pantalón, se peinó y, todavía confuso tras un sueño pesado, abrió la puerta del comedor.
Lapointe estaba de pie frente a la ventana, llevaba un abrigo negro y un sombrero oscuro en la mano, y tenía las mejillas sombreadas de barba tras una noche de guardia.
Maigret se limitó a interrogarle con la mirada.
—Siento haberle despertado, jefe. Esta noche le ha ocurrido algo a una persona a quien usted aprecia.
—¿Janvier?
—No, no es nadie del Quai.
Madame Maigret se acercaba con dos grandes tazas de café.
—Lognon.
—¿Ha muerto?
—Está gravemente herido. Lo han trasladado al hospital Bichat y el doctor Mingault lleva tres horas operándole. No he querido venir antes, ni telefonearle, porque después de estos últimos días usted necesitaba descansar. Además, al principio había pocas esperanzas de que saliera con vida.
—¿Qué le ha pasado?
—Dos disparos, uno en el vientre, el otro un poco más abajo del hombro.
—¿Dónde?
—En una acera de la Avenue Junot.
—¿Estaba solo?
—Sí. De momento, llevan la investigación sus colegas del distrito dieciocho.
Maigret tomaba el café a pequeños sorbos sin experimentar la satisfacción de otros días.
—He pensado que querrá usted estar allí si recupera el conocimiento. Tengo el coche abajo.
—¿Se sabe algo más?
—Casi nada. Ignoramos incluso qué hacía Lognon en la Avenue Junot. Una portera oyó los disparos y telefoneó a la policía. Una bala atravesó el postigo, rompió el cristal y se incrustó en la pared encima de su cama.
—Voy a vestirme.
Se dirigió al cuarto de baño, mientras Madame Maigret preparaba la mesa para el desayuno y Lapointe, que se había quitado el abrigo, esperaba.
Aunque a pesar de sus deseos el inspector Lognon no pertenecía al Quai, Maigret había trabajado a menudo con él, casi siempre que se daba algún caso importante en el distrito XVIII. Era uno de los veinte inspectores de paisano que tenían su oficina en el Ayuntamiento de Montmartre, en la esquina de la Rue Ordener con la Rue Mont-Cenis.
Algunos lo llamaban el inspector «Cara de Vinagre» a causa de su aspecto gruñón. Maigret lo llamaba el inspector «Malasuerte» y se diría, en efecto, que el pobre Lognon atraía sobre él todas las desdichas. Bajito y delgado, se pasaba el año constipado, lo que le ponía la nariz colorada y los ojos vidriosos de borracho, aunque era el agente más sobrio de la policía.
Para colmo de desgracias, su mujer estaba enferma, sólo salía de la cama para sentarse en un sofá junto a la ventana, de manera que, al acabar el servicio, Lognon debía ocuparse de las tareas de la casa, de la compra y de la cocina. Apenas si podía pagarse una asistenta una vez por semana para que hiciera la limpieza a fondo.
Se había presentado en cuatro ocasiones a las oposiciones de la Policía Judicial y las cuatro había fracasado por errores tontos, aunque en el plano profesional era un hombre notable: una especie de sabueso que en cuanto descubría una pista, no la abandonaba. Una persona obstinada, escrupulosa. Un tipo capaz de cruzarse con alguien por la calle y sospechar de inmediato algo inquietante.
—¿Se salvará?
—En el hospital Bichat creen que tiene un treinta por ciento de posibilidades.
No era muy alentador para un hombre que se había ganado el sobrenombre de inspector Malasuerte.
—¿Ha podido hablar?
Maigret, su mujer y Lapointe comían unos croissants que el chico del panadero acababa de traerles.
—Sus colegas no me han dicho nada, y yo he preferido no insistir.
Lognon no era el único que padecía complejo de inferioridad. La mayoría de los inspectores de barrio sentían envidia de «la gran casa», como llamaban al Quai des Orfèvres, y, cuando tenían entre manos un caso interesante, de los que merecen grandes titulares en los periódicos, no soportaban que se los quitaran.
—¡Vamos! —dijo Maigret con un suspiro mientras se ponía el abrigo, todavía húmedo del día anterior.
Su mirada se cruzó con la de su mujer y se dio cuenta de que ella quería decirle algo; adivinó que acababan de tener la misma idea.
—¿Vendrás a comer?
—No lo creo.
—Entonces, ¿qué te parece si…?
Su mujer pensaba en Madame Lognon, sola e impotente en su apartamento.
—¡Vístete, rápido! Te dejaremos en la Place Constantin-Pecqueur.
Aunque hacía veinte años que los Lognon vivían allí, en un edificio de ladrillo rojo con las ventanas bordeadas por una hilera de ladrillos amarillos, Maigret nunca era capaz de recordar el número.
Lapointe se colocó al volante del coche de la Policía Judicial. Después de tantos años, era la segunda vez que Madame Maigret subía a uno de esos coches en compañía de su marido.
Adelantaron a varios autobuses repletos. En las aceras, los transeúntes caminaban deprisa, inclinados hacia delante y aferrados al paraguas, que el viento intentaba arrancarles.
Llegaron a Montmartre, a la Rue Caulaincourt.
—Aquí es.
En medio de la plazoleta se alzaba una pareja esculpida en piedra, un seno de la mujer sobresalía del drapeado de su vestido, y la estatua se veía negra por el lado que la lluvia golpeaba.
—Llámame al despacho, supongo que estaré allí a última hora de la mañana.
Apenas se había acabado un caso y ya empezaba otro, del que todavía no sabía nada. Le gustaba Lognon. A menudo, en sus informes oficiales, Maigret había subrayado sus méritos, e incluso le había cedido los éxitos que en realidad el comisario había obtenido personalmente. Pero no había servido de nada. ¡El inspector Malasuerte!
—Primero, a Bichat.
Una escalera. Dos pasillos. Puertas abiertas que daban a hileras de camas y miradas que, desde los lechos, se clavaban en los dos hombres que pasaban.
Las señas que les dieron no eran correctas y tuvieron que volver a bajar al patio y subir por otra escalera antes de dar, por fin, con una puerta cuyo letrero rezaba CIRUGÍA y hallar a un inspector del distrito XVIII, un tal Créac, a quien conocían y que tenía un cigarrillo apagado entre los labios.
—Será mejor que apague la pipa, comisario. Aquí hay un dragón que le saltará encima, como lo ha hecho sobre mí cuando he intentado encender un cigarrillo.
Pasaron unas enfermeras con bacinillas, jarros y bandejas llenas de frascos e instrumentos niquelados.
—¿Sigue ahí?
Eran las nueve menos cuarto.
—La operación ha empezado a las cuatro.
—¿Hay alguna novedad?
—No. He intentado preguntar en el despacho de la izquierda, pero la mujer…
Era el despacho de la enfermera jefe, el «dragón» a quien había aludido Créac. Maigret llamó y una voz poco amable le gritó que entrara.
—¿Qué pasa?
—Siento molestarla. Soy el jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial.
La mirada fría de la mujer parecía decir: «¿Y qué?».
—Quisiera saber si hay alguna novedad sobre el inspector al que están operando en este momento.
—Sabré algo cuando se acabe la operación. Lo único que puedo decirle es que no ha muerto, porque el doctor no ha salido.
—Cuando le han traído, ¿podía hablar?
Esta vez lo miró como si Maigret hubiera formulado una pregunta tonta.
—Había perdido mucha sangre y ha habido que hacerle urgentemente una transfusión.
—¿Cuándo cree usted que podría recobrar el conocimiento?
—Pregúnteselo al doctor Mingault.
—Le agradecería que, si dispone de alguna habitación particular libre, se la reservara. Es importante. Pondremos a un inspector de guardia a la cabecera de su cama.
La enfermera prestó atención a la puerta de Cirugía, que acababa de abrirse, y apareció en el corredor un hombre con un gorro y un delantal manchado de sangre encima de una bata blanca.
—Doctor, hay una persona que…
—Comisario Maigret.
—Encantado.
—¿Vive?
—De momento, sí. Si no hay complicaciones, confío en que se salvará.
El sudor chorreaba por su frente y su mirada reflejaba cansancio.
—Una cosa más. Es importante que esté en una habitación particular.
—Ocúpese de eso, Madame Drasse. ¿Me permite?
Se dirigió a grandes pasos hacia su despacho. La puerta se abrió de nuevo y apareció una enfermera que empujaba una camilla con ruedas en la que, bajo la sábana, se dibujaba la forma de un cuerpo. Sólo se veía la parte superior de la cara de Lognon, rígido y exangüe.
—Bernard, llévelo a la doscientos dieciocho.
—De acuerdo.
La enfermera iba detrás de la camilla, con Maigret, Lapointe y Créac pisándole los talones. Era una procesión lúgubre en un día de luz plomiza que entraba por las altas ventanas; las camas se alineaban en las salas ante las que pasaban, como en las pesadillas.
Un médico, que había salido de la sala de operaciones, también seguía el cortejo.
—¿Es usted de la familia? —preguntó el médico.
—No, soy el comisario Maigret.
—¡Ah! ¿Es usted?
El médico lo observó con curiosidad, como si quisiera asegurarse de que se parecía a la imagen que tenía de él.
—El doctor ha dicho que puede salvarse.
Se hallaban en un mundo aparte, donde las voces no tenían la misma sonoridad que en otros lugares y donde las preguntas no provocaban eco.
—Si le ha dicho eso…
—¿Tiene idea de cuándo recobrará el conocimiento?
¿Era la pregunta de Maigret tan absurda como para que se le mirara de aquella forma? La enfermera jefe impidió que los policías pasaran de la puerta.
—No, ahora no.
Había que instalar al herido y atenderle. Llegaron dos enfermeras con material sanitario e, incluso, un equipo de oxígeno.
—Si quieren, esperen en el pasillo; pese a todo, no me gusta, pues hay horas de visita.
Maigret consultó su reloj.
—Creo que me voy, Créac. Procure estar presente cuando recobre el conocimiento. Si Lognon puede hablar, anote todo lo que diga.
Maigret no se sentía humillado, pero sí un poco incómodo, porque no estaba acostumbrado a que le trataran tan mal. En aquel hospital, su fama no ejercía ningún efecto en unas personas para quienes la vida y la muerte tenían un sentido diferente que para el común de los mortales.
Fue un alivio poder encender la pipa en el patio, mientras Lapointe encendía un cigarrillo.
—Sería mejor que fueras a acostarte. Déjame en el ayuntamiento del distrito dieciocho.
—¿Puedo quedarme con usted, jefe?
—No has dormido en toda la noche.
—A mi edad, ya sabe usted…
Estaban muy cerca. En el despacho de los inspectores había tres policías de paisano redactando informes y que, inclinados sobre sus máquinas de escribir, parecían concienzudos burócratas.
—Buenos días, señores. ¿Quién de ustedes está al corriente?
Maigret no los conocía por sus nombres, sólo de vista. Los tres se pusieron de pie.
—Todos y ninguno.
—¿Alguno de ustedes se ha encargado de informar a Madame Lognon?
—Sí, Durantel.
En el suelo había restos de huellas húmedas y el ambiente olía a tabaco rancio.
—¿Trabajaba Lognon en algún caso?
Se miraron indecisos. Por fin, uno de ellos, bajo y gordo, empezó a hablar:
—Eso es precisamente lo que nos preguntábamos. Usted ya conoce a Lognon, señor comisario. Cuando cree que está sobre una pista, se vuelve enigmático. No es raro que trabaje durante semanas en un caso, sin informarnos de nada…
¡Claro, porque el pobre Lognon estaba acostumbrado a que otro recibiera las felicitaciones en su lugar!
—Desde hace unos quince días se comportaba de un modo extraño y a veces, cuando volvía al despacho, parecía como si preparara una importante sorpresa.
—¿Nunca mencionó nada?
—No, pero casi siempre escogía el turno de noche.
—¿Saben en qué sector trabajaba?
—Las patrullas le vieron varias veces en la Avenue Junot, cerca del lugar donde fue atacado. Pero no en los últimos días, que salía del despacho sobre las nueve de la noche y volvía a las tres o las cuatro de la madrugada. A veces no aparecía en toda la noche.
—¿No redactó ningún informe?
—He consultado el registro. Se limitaba a escribir la palabra «nada».
—¿Se ha personado algún hombre en el lugar de los hechos?
—Tres hombres, dirigidos por Chinquier.
—¿Y la prensa?
—No es fácil ocultar una agresión contra un inspector. ¿Quiere ver al comisario?
—Ahora no.
Lapointe le llevó a la Avenue Junot. Los árboles acababan de perder las hojas, que se pegaban a los adoquines mojados. A pesar de que seguía lloviendo, un grupo de unas cincuenta personas permanecía en medio de la avenida.
Unos policías de uniforme impedían el paso por un trozo de acera delante de un edificio de cuatro plantas. Cuando Maigret se apeó del coche y tuvo que avanzar entre los curiosos y los paraguas, los fotógrafos captaron su imagen.
—Repítalo, comisario, camine un poco entre la gente…
Les lanzó la misma mirada que le había dirigido la enfermera jefe en el hospital Bichat. La lluvia no había podido borrar un charco de sangre, que se diluía lentamente en el trozo de acera que permanecía desierto, y a falta de poder utilizar la tiza dibujaron como habían podido, con pedacitos de madera, la forma de un cuerpo.
El inspector Deliot, que pertenecía también a la comisaría del distrito XVIII, se quitó el sombrero empapado para saludar a Maigret.
—Chinquier está con la portera, señor comisario. Ha sido el primero en acudir.
El comisario entró en el inmueble viejo, pero muy limpio y bien conservado, y empujó la puerta de cristales de la portería en el momento en que el inspector Chinquier guardaba su cuadernillo en el bolsillo.
—Sabía que vendría. Me ha sorprendido no ver a nadie del Quai.
—He estado antes en Bichat.
—¿Qué tal ha ido la operación?
—Parece que bien. El doctor cree que puede salvarse.
La portería también estaba limpia y cuidada. La portera, que debía de tener unos cuarenta y cinco años, era una mujer afable, de aspecto agradable.
—Siéntense, señores. Acabo de contarle al inspector todo lo que sé. Fíjense en el suelo. —El linóleo verde estaba tapizado con esquirlas del cristal que faltaba en la ventana—. Y aquí. —Señalaba un agujero, a un metro por encima de la cama que ocupaba el fondo de la habitación.
—¿Estaba usted sola?
—Sí. Mi marido es portero de noche en el Palace, en los Campos Elíseos, y no vuelve hasta las ocho de la mañana.
—¿Dónde está ahora?
—En la cocina. —Señalaba una puerta cerrada—. Intenta descansar, ya que, a pesar de todo, esta noche tiene que ir a trabajar.
—Supongo, Chinquier, que ya habrá hecho las preguntas pertinentes. No se moleste si repito alguna de ellas.
—¿Me necesita?
—Ahora mismo, no.
—Entonces, subo un momento.
Maigret frunció el ceño, preguntándose adónde iba a subir Chinquier, pero no insistió para no herir la susceptibilidad del inspector de barrio.
—Discúlpeme, Madame…
—Madame Sauget. Los inquilinos me llaman Angèle.
—Siéntese, por favor.
—¡Estoy tan acostumbrada a estar de pie! —Corrió las cortinas que durante el día ocultaban la cama, para que la habitación cobrara el aspecto de un pequeño salón—. ¿Quiere tomar algo? ¿Una taza de café?
—Gracias. Así pues, estaba usted acostada cuando…
—Sí. Oí una voz que decía: «Ábrame, por favor».
—¿Sabe qué hora era?
—Mi despertador tiene los números luminosos. Eran las dos y veinte.
—¿Se trataba de alguno de los inquilinos, que salía?
—No. Era ese señor. —Parecía tan molesta como alguien a quien se obliga a ser indiscreto.
—¿Qué señor?
—El señor al que han herido.
Maigret y Lapointe se miraron confusos.
—¿Se refiere al inspector Lognon?
La portera asintió con la cabeza y añadió:
—A la policía hay que contárselo todo, ¿verdad? No acostumbro a hablar de mis inquilinos, de lo que hacen o de a quién reciben. Su vida privada no es asunto mío, pero después de lo que ha pasado…
—¿Hace tiempo que conoce al inspector?
—Varios años, sí, desde que mi marido y yo vivimos aquí. Pero no sabía su nombre. Lo veía pasar y sabía que era policía, ya que había venido varias veces a la portería para comprobar alguna identidad. No era muy locuaz.
—¿En qué circunstancias tuvo más trato con él?
—Cuando empezó a visitar a la señorita del cuarto piso.
Maigret se quedó sin habla y Lapointe estupefacto. Los policías no son necesariamente unos santos y Maigret no ignoraba que, incluso en su brigada, algunos no se privaban de aventuras extraconyugales. ¡Pero Lognon! ¡Que el inspector Cara de Vinagre visitara por la noche a una señorita que vivía prácticamente a doscientos metros de su domicilio!
—¿Está usted segura de que se trata del mismo hombre?
—Es fácil de reconocer, ¿no?
—¿Desde cuándo…, desde cuándo visitaba a esa persona?
—Desde hace unos diez días.
—Así que, una noche, supongo, vino con ella.
—Sí.
—¿Se tapó la cara al pasar por delante de la portería?
—Esa impresión me dio.
—¿Volvió a menudo?
—Casi todas las noches.
—¿Se iba muy tarde?
—Al principio, o sea, los tres o cuatro primeros días, salía un poco después de las doce. Después se quedaba hasta más tarde, hasta las tres o las cuatro de la madrugada.
—¿Cómo se llama la mujer?
—Marinette…, Marinette Augier. Una chica de veinticinco años, muy guapa y educada.
—¿Suele recibir a hombres en su casa?
—Me parece que puedo responder, pues ella nunca ha ocultado su conducta. Durante un año, dos o tres veces por semana recibía a un joven muy guapo, que ella decía que era su prometido.
—¿Pasaba la noche con la señorita?
—De todas formas, acabará por saberlo… Sí. Cuando dejó de venir me pareció que estaba triste. Una mañana en que vino a recoger su correo, le pregunté si había roto su compromiso y me contestó: «No quiero ni oír hablar del tema, querida Angèle. No vale la pena preocuparse por un hombre». Debió de olvidarse enseguida, porque no tardó en recobrar la alegría. Es una chica muy alegre, con muy buen aspecto.
—¿Trabaja?
—Según me dijo, es esteticista en un instituto de belleza de la Avenue Matignon. Por eso va siempre tan bien arreglada, vestida con mucho gusto.
—¿Y su amigo?
—¿El novio que desapareció? Tendría treinta años. Desconozco su oficio. Sólo sé su nombre. Para mí, era Monsieur Henri, el nombre que daba cuando pasaba ante la portería por la noche.
—¿Cuándo rompieron?
—El invierno pasado, más o menos por Navidad.
—De manera que, durante aproximadamente un año, esta señorita… ¿Cómo se llama? ¿Marinette?
—Marinette Augier.
—O sea que, durante más o menos un año, no ha recibido a nadie.
—De vez en cuando a su hermano, que vive en las afueras con su mujer y sus tres hijos.
—¿Y una noche, hace dos semanas, vino con el inspector Lognon?
—Eso le he dicho.
—¿Y a partir de ese momento él apareció todos los días?
—Excepto los domingos, a menos que se me haya pasado por alto.
—¿Nunca venía durante el día?
—No. Pero acabo de recordar un detalle. Una noche llegó a eso de las nueve de la noche, como de costumbre, y corrí tras él antes de que subiera la escalera y le dije: «Marinette no está». Y me contestó: «Ya lo sé. Está en casa de su hermano». De todas formas subió, sin darme ninguna explicación, así que debía de tener llave.
En ese momento Maigret supo por qué había subido el inspector Chinquier.
—¿Su inquilina está arriba ahora?
—No.
—¿Ha ido a trabajar?
—No sé si ha ido o no, pero cuando subí a comunicarle, con todo tipo de precauciones, lo que había pasado…
—¿A qué hora?
—Después de llamar a la policía.
—Es decir, ¿antes de las tres de la madrugada?
—Sí. Pensé que seguramente habría oído los disparos. Todos los inquilinos los oyeron; algunos miraban por la ventana, otros bajaban en bata para saber qué pasaba. Lo que se veía en la acera no era agradable. Así que subí corriendo y llamé a la puerta. Nadie contestó. Entré y el apartamento estaba vacío. —Miraba al comisario con cierta satisfacción, como diciendo: «¡Usted habrá visto muchas cosas raras en su profesión, pero confiese que esto no se lo esperaba!».
Así era. Lo único que Maigret y Lapointe podían hacer era intercambiar miradas inexpresivas. Maigret pensaba que en aquellos momentos su mujer estaba con Madame Lognon, que se llamaba Solange, consolándola y ocupándose sin duda de la casa.
—¿Cree que salieron juntos de aquí?
—Estoy convencida de que no. Tengo el oído fino. Estoy segura de que sólo salió una persona, un hombre.
—¿Le dijo su nombre al pasar?
—No. Acostumbraba a gritar: «¡Cuarto!». Conocía su voz. Además, era el único que lo decía así.
—¿Cree que ella pudo salir antes que él?
—No. Esta noche sólo he abierto la puerta una vez, a las once y media, a los vecinos del tercero, que volvían del cine.
—¿Es posible que ella saliera al oír los disparos?
—Es la única explicación. Al ver el cadáver sobre la acera, me apresuré a telefonear a la policía. No sabía si cerrar la puerta de entrada, no me atrevía. Me pareció que sería como abandonar al pobre hombre…
—¿Se acercó para comprobar si estaba muerto?
—Fue tremendo, porque me horroriza la sangre, pero lo hice.
—¿Estaba consciente?
—No lo sé.
—¿Dijo algo?
—Movió los labios. Me di cuenta de que quería hablar. Me pareció oír una palabra, pero debo de haberme equivocado, porque no tiene ningún sentido. Quizá deliraba.
—¿Qué palabra?
—«Fantasma.»
La portera enrojeció, como si temiera que el comisario y el inspector se burlaran de ella o la acusaran de mentir.