XIII

La última batalla

Al volver a su despacho, Prasville reconoció en la sala de espera, sentado en una banqueta, al señor Nicole, con su espalda encorvada, su aire de sufrimiento, su paraguas de cotonada, su sombrero abollado y su único guante.

«Sí que es él —se dijo Prasville, que por un instante temió que Lupin le hubiera enviado otro señor Nicole—. Y si viene en persona, es porque no sospecha en absoluto que ha sido desenmascarado».

Y por tercera vez pronunció:

—¡De todos modos, qué cara más dura!

Volvió a cerrar la puerta de su despacho e hizo venir a su secretario.

—Señor Lartigue, voy a recibir aquí a un personaje bastante peligroso, que con toda probabilidad no saldrá de mi despacho sin las esposas en las manos. Tan pronto como lo haya introducido, tome todas las disposiciones necesarias, advierta a una docena de inspectores, y apóstelos en la antecámara y en su despacho. La consigna es formal: al primer timbrazo, entren todos, revólver en mano, y rodeen al personaje. ¿Entendido?

—Sí, señor secretario general.

—Sobre todo, nada de vacilaciones. Una entrada brusca, en masa, y browning[38] en mano. «A lo duro», ¿de acuerdo? Que venga el señor Nicole, por favor.

En cuanto estuvo solo, Prasville, sirviéndose de unos papeles, ocultó el botón del timbre eléctrico dispuesto sobre su mesa, y colocó detrás de una muralla de libros dos revólveres de respetables dimensiones.

«Ahora —se dijo—, juguemos fino. Si tiene la lista, cojámosla. Si no la tiene, cojámoslo. Y, si es posible, cojamos a los dos. Lupin y la lista de los veintisiete en el mismo día, y sobre todo después del escándalo de esta mañana, esto sí que me pondría en candelero de modo singular».

Llamaron. Gritó:

—¡Entre!

Y, levantándose:

—Entre, entre, señor Nicole.

El señor Nicole se aventuró por la habitación con un paso tímido, se instaló en el borde mismo de la silla designada y articuló:

—Vengo a proseguir… nuestra conversación de ayer… Espero que sepa perdonar mi retraso, señor…

—Un segundo —dijo Prasville—. ¿Me permite?

Se dirigió rápidamente a la antecámara y, viendo a su secretario:

—Me olvidaba, señor Lartigue. Que inspeccionen los pasillos y las escaleras…, no sea que haya cómplices.

Volvió, se instaló cómodamente, como para una larga conversación en la que estuviera muy interesado, y comenzó:

—¿Decía usted, señor Nicole?

—Decía, señor secretario general, que me perdonara por haberlo hecho esperar ayer tarde. Diversos impedimentos me retuvieron, en primer lugar la señora Mergy…

—Sí, la señora Mergy, a quien tuvo que conducir usted.

—En efecto, y tuve que cuidarla. Ya comprende usted la desesperación de la pobre. ¡Su hijo Gilbert, tan cerca de la muerte!… ¡Y qué muerte! En aquella hora ya no podíamos contar más que con un milagro… imposible… Yo mismo ya estaba resignado a lo inevitable… ¿verdad? Cuando la suerte se encarniza con uno, acaba por desanimarse.

—Pero —notó Prasville— me había parecido que su intención al dejarme era arrancar a Daubrecq su secreto a toda costa.

—Claro. Pero Daubrecq no estaba en París.

—¡Ah!

—No. Lo tenía viajando en automóvil.

—¿Tiene usted automóvil, señor Nicole?

—En ocasiones, sí, una vieja máquina pasada de moda, un cacharro vulgar. Así que estaba viajando en automóvil, o más bien, en la baca de un automóvil, en el fondo de un baúl en que yo lo había encerrado. Y el automóvil, ¡ay!, no podía llegar hasta después de la ejecución. Entonces…

Prasville observó al señor Nicole con aire estupefacto y, si le hubiera quedado la menor duda acerca de la identidad real del personaje, aquella forma de actuar contra Daubrecq se la habría disipado. ¡Demonio! ¡Cerrar a uno en un baúl y ponerlo a dormir en lo alto de un automóvil!… ¡Sólo Lupin se permitía tales fantasías y sólo Lupin las confesaba con aquella flema ingenua!

—¿Entonces? —dijo Prasville—. ¿Qué decidió usted?

—Busqué otro medio.

—¿Cuál?

—Señor secretario general, me parece que lo sabe usted tan bien como yo.

—¿Cómo?

—¡Pero, hombre! ¿No ha asistido usted a la ejecución?

—Sí.

—En ese caso, ya ha visto usted a Vaucheray y al verdugo heridos, el uno mortalmente, y el otro de una herida ligera. Y como puede usted pensar…

—¡Ah! —dijo Prasville, alelado—. ¿Confiesa usted…? ¿Ha sido usted quien ha tirado… esta mañana?

—Pero vamos a ver, señor secretario general, reflexione un poco. La lista de los veintisiete que usted examinó era falsa. Daubrecq, que poseía la verdadera, no llegaba hasta unas horas después de la ejecución. No me quedaba más que un medio de salvar a Gilbert y de obtener su indulto, y era retrasar la ejecución unas horas.

—Evidentemente…

—¿Verdad que sí? Al abatir a aquel bruto infame, ese criminal endurecido que se llamaba Vaucheray, y al herir al verdugo, sembraba el desorden y el pánico. Hacía material y moralmente imposible la ejecución de Gilbert, y ganaba las pocas horas que me eran indispensables.

—Evidentemente… —repitió Prasville. Y Lupin prosiguió:

—¿Verdad que sí? Ello nos da a todos, al gobierno, al jefe del Estado y a mí, el tiempo de reflexionar y de ver un poco claro en esta cuestión. No, pero piense un poco, ¡la ejecución de un inocente!, ¡la cabeza de un inocente que cae! ¿Podría yo dar tal autorización? No, a ningún precio. Había que actuar. Y he actuado. ¿Qué piensa usted, señor secretario general?

Prasville pensaba muchas cosas, y sobre todo que el señor Nicole estaba dando pruebas, como suele decirse, de un tupé infernal, de tal tupé, que daba lugar a preguntarse si verdaderamente había que confundir a Nicole con Lupin y a Lupin con Nicole.

—Pienso, señor Nicole, que para matar a la distancia de ciento cincuenta pasos a un individuo al que se quiere matar y herir a otro al que solamente se quiere herir, hay que ser enormemente diestro.

—Tengo algún entrenamiento —dijo el señor Nicole con aire modesto.

—Y pienso también que su plan sólo puede ser fruto de una larga preparación.

—¡En absoluto! ¡Ahí sí que se equivoca usted! ¡Fue absolutamente espontáneo! Si mi criado, o, por mejor decir, el criado del amigo que me prestó el apartamento de la plaza Clichy, no me hubiera despertado a la fuerza para decirme que él había servido antes como dependiente en aquella casita del bulevar Arago, que los inquilinos eran pocos y que quizá se podía intentar alguna cosa, a estas horas el pobre Gilbert tendría la cabeza cortada… y la señora Mergy estaría muerta con toda probabilidad.

—¿Cree usted?…

—Estoy seguro. Por eso salté ante la idea de ese fiel criado. ¡Ah, sólo que usted, señor secretario general, me ha molestado lo suyo!

—¿Yo?

—¡Claro que sí! ¿Pues no tuvo usted la estrambótica precaución de apostar doce hombres a la puerta de mi casa? He tenido que subir los cinco pisos de la escalera de servicio e irme por el pasillo de los criados y por la casa vecina. ¡Cansancio más inútil!

—Lo siento, señor Nicole. Otra vez…

—Como esta mañana, a las ocho, cuando esperaba el auto que me traía a Daubrecq en el baúl… He tenido que estar de plantón en la plaza de Clichy para que el auto no se parase ante la puerta de mi domicilio y sus agentes no interviniesen en mis pequeños asuntos. Si no, otra vez Gilbert y la señora Mergy estarían perdidos.

—Pero —dijo Prasville— me parece que retrasar esos acontecimientos…, por dolorosos que sean, un día, dos, o tres a lo sumo… Para conjurarlos definitivamente haría falta…

—La lista verdadera ¿no?

—Justamente, y quizá no la tenga usted.

—La tengo.

—¿La lista auténtica?

—La lista auténtica, irrefutablemente auténtica.

—¿Con la cruz de Lorena?

—Con la cruz de Lorena.

Prasville calló. Una emoción violenta lo oprimía, ahora que se entablaba el duelo con aquel adversario cuya terrible superioridad conocía, y se estremecía ante la idea de que Arsenio Lupin, el formidable Arsenio Lupin, estaba frente a él, tranquilo, apacible, persiguiendo su objetivo con la misma sangre fría que si tuviera todas las armas en las manos y se encontrara ante un enemigo desarmado.

No atreviéndose aún al ataque frontal, casi intimidado, Prasville dijo:

—¿Así que Daubrecq se la ha entregado?

—Daubrecq no entrega nada. Se la he quitado.

—¿Por la fuerza entonces?

—No, hombre, no —dijo el señor Nicole riendo—. Ah, la verdad es que estaba resuelto a todo y, cuando el bueno de Daubrecq fue cuidadosamente exhumado del baúl en que viajaba a toda velocidad con unas gotas de cloroformo por todo alimento, yo había preparado la cosa para que la danza comenzara al instante. ¡Oh, nada de torturas inútiles!… Nada de sufrimientos vanos… No… La muerte simplemente… La punta de una larga aguja situada sobre el pecho, en el lugar del corazón, que empieza a hundirse poco a poco, suavemente, elegantemente. Nada más… Pero era la señora Mergy quien hubiera dirigido esa punta… Ya comprende usted…, una madre es despiadada…, ¡una madre cuyo hijo va a morir!… «Habla, Daubrecq, o te la clavo… ¿No quieres hablar? Entonces avanzo un milímetro… y luego otro…». Y el corazón del paciente cesa de latir, ese corazón que siente la proximidad de la aguja… Y luego un milímetro más… y luego otro… ¡Ah, le juro por todos los santos que el bandido habría hablado! E, inclinados sobre él, aguardábamos su despertar, temblando de impaciencia de la prisa que teníamos… ¿Lo ve usted desde aquí, señor secretario general? El bandido acostado en un diván, bien atado, el pecho desnudo, y haciendo esfuerzos por librarse de los vapores de cloroformo que lo aturdían. Respira más de prisa… Sopla… Recobra la conciencia… Sus labios se agitan… Ya Clarisse Mergy murmura:

»—Soy yo…, soy yo…, Clarisse… ¿Vas a responder, miserable?

»Ha posado su dedo en el pecho de Daubrecq, en el sitio en que el corazón se mueve como un animalito escondido bajo la piel. Pero me dice:

»—Sus ojos…, sus ojos…, no los veo bajo las gafas… Quiero verlos…

»Y yo también quiero ver esos ojos que ignoro…, quiero leer en ellos, incluso antes de oír una palabra, el secreto que brotará del fondo de su ser espantado. Quiero ver. Estoy deseoso de ver. El mismo acto que voy a realizar me sobreexcita. Me parece que cuando haya visto se desgarrará el velo. Sabré. Es un presentimiento. Me trastorna la intuición profunda de la verdad. Ya no tiene los anteojos. Pero aún lleva las gruesas gafas opacas. Y se las arranco bruscamente. Y, bruscamente, sacudido por una visión desconcertante, deslumbrado por la súbita claridad que me hiere, y riendo, pero riendo a mandíbula batiente, ¡zas, de un pulgarazo le salto el ojo izquierdo!

El señor Nicole reía de verdad, a mandíbula batiente como él decía. Y ya no era el tímido pasante provinciano, untuoso y socarrón, sino un mozo lleno de aplomo, que había declamado y mimado toda la escena con una fogosidad impresionante, y que ahora reía con una risa estridente que Prasville no podía escuchar sin malestar.

—¡Hala! ¡Salta, marqués! ¡Fuera de la caseta, Azor! ¿Para qué dos ojos? Hay uno de más. ¡Hala! Pero, Clarisse, mire ése que rueda por la alfombra. ¡Atención, ojo de Daubrecq! ¡Cuidado con la salamandra!

El señor Nicole, que se había levantado y que simulaba una caza por toda la habitación, volvió a sentarse, sacó un objeto del bolsillo, lo hizo rodar en el hueco de su mano como una canica, lo hizo saltar por el aire como una pelota, volvió a meterlo en el bolsillo de su chaleco y declaró fríamente:

—El ojo izquierdo de Daubrecq.

Prasville estaba atolondrado. ¿Adónde quería ir a parar el extraño visitante y qué significaba toda aquella historia? Muy pálido, pronunció:

—Explíquese.

—Pero si está todo explicado, me parece. ¡Y resulta conforme con la realidad de las cosas!, ¡tan conforme con todas las hipótesis que yo iba haciendo a pesar mío desde hacía algún tiempo, y que me hubieran conducido fatalmente al objetivo, si ese endemoniado de Daubrecq no me hubiera desviado tan hábilmente! ¡Claro que sí! Reflexione…, siga la marcha de mis suposiciones: «Puesto que la lista no se descubre en ninguna parte fuera de Daubrecq, me decía yo, es porque la lista no se encuentra fuera de Daubrecq. Y puesto que tampoco se la descubre en las ropas que lleva puestas, es porque se encuentra escondida más profundamente aún, en sí mismo, para hablar más claramente, en su misma carne…, bajo la piel».

—¿En el ojo, quizá? —dijo Prasville bromeando.

—En el ojo, señor secretario general, usted lo ha dicho.

—¿Queé?

—En el ojo, se lo repito. Y es una verdad que hubiera debido venirme lógicamente a la mente, en lugar de habérseme revelado por azar. Y vea por qué. Daubrecq, sabiendo que Clarisse Mergy había sorprendido una carta suya en la que pedía a un fabricante inglés «que vaciara el cristal por dentro de forma que quedase un vacío imposible de sospechar», Daubrecq, por prudencia, tenía que desviar las pesquisas. Y así mandó hacer, sobre un modelo dado, un tapón de cristal «vaciado por dentro». Y detrás de ese tapón de cristal hemos estado corriendo usted y yo desde hace meses, y ha sido ese tapón de cristal el que yo descubrí en el fondo de un paquete de tabaco…, cuando lo que hacía falta…

—¿Qué hacía falta entonces? —preguntó Prasville intrigado.

El señor Nicole reventaba de risa.

—Cuando lo que hacía falta era sencillamente emprenderla con el ojo de Daubrecq, con ese ojo «vaciado por dentro de modo que formase un escondrijo invisible e impenetrable», con este ojo que tengo aquí.

Y el señor Nicole, sacando otra vez el objeto de su bolsillo, golpeó con él la mesa varias veces, produciendo el ruido de un cuerpo duro. Prasville murmuró:

—¡Un ojo de cristal!

—¡Pues claro que sí —gritó el señor Nicole, riendo a más y mejor—, un ojo de cristal! Un vulgar tapón de garrafa, que el bergante se había introducido en la órbita en lugar de un ojo muerto, un tapón de garrafa, o, si lo prefiere, un tapón de cristal, pero esta vez el verdadero, que él había trucado, que protegía tras la doble muralla de un binóculo y de unas gafas, y que contenía y que contiene aún el talismán gracias al que Daubrecq trabajaba con toda seguridad.

Prasville bajó la cabeza y se puso la mano ante la frente para disimular el rubor de su rostro: casi poseía ya la lista de los veintisiete. Estaba delante de él, encima de la mesa. Dominando su turbación, dijo con aire desenvuelto:

—¿Está ahí todavía?

—Al menos eso supongo —afirmó el señor Nicole.

—¡Cómo! Sólo supone…

—Yo no he abierto el escondrijo. Es un honor que le reservaba a usted, señor secretario general.

Prasville avanzó el brazo, cogió el objeto y lo miró. Era un bloque de cristal, que imitaba la naturaleza como para confundir a cualquiera, con todos los detalles del globo, la niña, la pupila, la córnea. En seguida vio por detrás una parte móvil que se deslizaba. Hizo un esfuerzo. El ojo estaba hueco. En el interior había una bolita de papel. La desdobló y, rápidamente, sin entretenerse en examinar previamente los nombres, la escritura o la firma, levantó los brazos y volvió el papel hacia la claridad de las ventanas.

—¿Está ahora la cruz de Lorena? —preguntó el señor Nicole.

—Aquí está —respondió Prasville—. Esta lista es la lista auténtica.

Vaciló un momento y se quedó con los brazos levantados, pensando en lo que iba a hacer. Luego, volvió a doblar el papel, lo devolvió a su pequeño estuche de cristal e hizo desaparecer todo en su bolsillo.

El señor Nicole, que lo estaba mirando, le dijo:

—¿Está usted convencido?

—Absolutamente.

—Por consiguiente, ¿estamos de acuerdo?

—Estamos de acuerdo.

Hubo un silencio, durante el cual los dos hombres se observaban sin parecerlo. El señor Nicole parecía esperar la continuación de la conversación. Prasville, que al abrigo de sus libros amontonados en la mesa tenía en una mano su revólver y con la otra tocaba el botón del timbre eléctrico, Prasville sentía toda la fuerza de su posición. Era dueño de la lista. ¡Era dueño de Lupin!

«Si se mueve —pensaba—, lo apunto con el revólver y llamo. Si me ataca, tiro».

Al fin, el señor Nicole prosiguió:

—Puesto que estamos de acuerdo, señor secretario general, creo que lo que tiene que hacer es darse prisa. ¿La ejecución tendrá lugar mañana?

—Mañana.

—En ese caso, espero aquí.

—¿Qué espera usted?

—La respuesta del Elíseo.

—¡Ah! ¿Tiene que traerle alguien esa respuesta?

—Sí, usted, señor secretario general.

Prasville inclinó la cabeza.

—No cuente conmigo, señor Nicole.

—¿De verdad? —dijo el señor Nicole con aire asombrado—. ¿Puedo saber la razón?

—He cambiado de idea.

—¿Así sencillamente?

—Así sencillamente. Estimo que, en el punto a que han llegado las cosas después del escándalo de esta noche, es imposible intentar nada en favor de Gilbert. Además, una gestión en este sentido en el Elíseo, por la forma en que se presenta, constituye un verdadero chantaje, al que decididamente no estoy dispuesto a prestarme.

—Es usted muy libre. Esos escrúpulos, aunque tardíos, puesto que ayer no los tenía usted, esos escrúpulos lo honran. Pero entonces, señor secretario general, dado que se ha roto el pacto que habíamos concluido, devuélvame la lista de los veintisiete.

—¿Para qué?

—Para dirigirme a otro intermediario distinto de usted.

—¡Y qué! Gilbert está perdido.

—No, no, no. Por el contrario estimo que después del incidente de esta noche, muerto como está su cómplice, es tanto más fácil conceder ese indulto, que todo el mundo encontrará justo y humano. Devuélvame la lista.

—No.

—¡Ay qué leñe! No tiene usted la memoria larga ni la conciencia muy delicada que digamos. ¿Así que ya no se acuerda de sus compromisos de ayer?

—Ayer me comprometí con un tal señor Nicole.

—¿Y qué?

—Usted no es el señor Nicole.

—¡Vaya! ¿Y quién soy yo entonces?

—¿Tengo que decírselo?

El señor Nicole no respondió, pero se echó a reír como si viera con satisfacción el giro singular que estaba tomando la entrevista, y Prasville experimentó una inquietud confusa al ver aquel acceso de hilaridad. Apretó la culata de su arma y se preguntó si no debía pedir socorro.

El señor Nicole empujó su silla hasta el mismo lado de la mesa, apoyó los dos codos sobre los papeles, miró a su interlocutor cara a cara y rió burlón:

—Así que, señor Prasville, ¿sabe usted quién soy yo y tiene el aplomo de jugar así conmigo?

—Tengo ese aplomo —dijo Prasville, aguantando el choque sin moverse.

—Lo que demuestra que usted me cree, a mí, Arsenio Lupin…, pronunciemos el nombre…, sí, Arsenio Lupin…, lo que demuestra que usted me cree tan idiota, tan primo, como para entregarme así, atado de pies y manos.

—¡Dios mío! —bromeó Prasville, dándose palmaditas en el bolsillo del chaleco donde había hundido el globo de cristal—. No veo muy bien qué puede usted hacer, señor Nicole, ahora que el ojo de Daubrecq está aquí y que en el ojo de Daubrecq se encuentra la lista de los veintisiete.

—¿Que qué puedo hacer? —repitió el señor Nicole no sin ironía.

—¡Pues sí! Desde el momento en que el talismán no lo protege, no vale usted más de lo que puede valer un hombre completamente solo y que se ha aventurado en el corazón de la prefectura de Policía, entre unas cuantas docenas de mozos que están detrás de cada una de las puertas, y otros cuantos centenares que correrán a la primera señal.

El señor Nicole se encogió de hombros y miró a Prasville con piedad.

—¿Sabe lo que pasa, señor secretario general? Bueno, pues que también a usted toda esta historia se le ha subido a la cabeza. Poseedor de la lista, mírenlo súbitamente en el mismo estado de ánimo que un Daubrecq o un Albufex. En su interior, ya ni siquiera se trata de llevarla a sus jefes para que sea aniquilado ese fermento de vergüenza y de discordia. No, no… Una tentación repentina lo emborracha y, presa del vértigo, está usted diciéndose: «La tengo aquí, en mi bolsillo. Con esto soy todopoderoso. Con esto vendrá la riqueza, el poder absoluto, sin límites. ¿Y si me aprovechara de ella? ¿Y si dejara morir a Gilbert y a Clarisse Mergy? ¿Y si metiera en chirona a este imbécil de Lupin? ¿Y si agarrara esta ocasión única de fortuna?».

Se inclinó hacia Prasville y, suavemente, con un tono de confidencia, amistoso, le dijo:

—No haga eso, querido señor, no haga eso.

—¿Y por qué, vamos a ver?

—No le interesa a usted, créame.

—¿De veras?

—No. O bueno, si está empeñado de todos modos en hacerlo, le ruego que consulte antes los veintisiete nombres de la lista que acaba usted de robarme, y medite un poco en el nombre del tercer personaje.

—¡Ah! ¿Y cuál es el nombre del tercer personaje?

—Es el de uno de sus amigos.

—¿Cuál?

—El ex diputado Stanislas Vorenglade.

—¿Y qué? —dijo Prasville, que pareció perder algo de su seguridad.

—¿Qué? Pregúntese si una investigación, incluso sumaria, no acabaría por descubrir detrás de ese Vorenglade al que compartía con él unos poquitos beneficios.

—¿Que se llama?

—Louis Prasville.

—¿Qué me está contando? —balbuceó Prasville.

—No cuento; hablo[39]. Y le digo que, si usted me ha desenmascarado, la máscara suya no se tiene mucho mejor, y que lo que se ve debajo de ella no es bonito, bonito que digamos.

Prasville se levantó. El señor Nicole pegó en la mesa un violento puñetazo y gritó:

—¡Basta de tonterías, señor mío! Ya llevamos veinte minutos dando vueltas a la noria. Se acabó. Terminemos de una vez. Y en primer lugar deje las pistolas. ¡Si se piensa que esos mecanismos me dan miedo…! Venga, acabemos, que tengo prisa.

Puso su mano sobre el hombro de Prasville y silabeó:

—Si dentro de una hora no ha vuelto usted de la presidencia trayéndome unas líneas que atestigüen que el decreto de indulto está firmado…, si dentro de una hora y diez minutos yo, Arsenio Lupin, no salgo de aquí sano y salvo, enteramente libre, esta noche cuatro periódicos de París recibirán cuatro cartas escogidas de la correspondencia intercambiada entre Stanislas Vorenglade y usted, correspondencia que Stanislas Vorenglade me ha vendido esta mañana. Aquí tiene su sombrero, su bastón y su abrigo. Largo. Espero.

Lo más extraordinario del caso, y sin embargo muy explicable, fue que Prasville no emitió la más ligera protesta ni inició el más mínimo principio de lucha. Tuvo la sensación repentina, total, de lo que significaba en toda su amplitud y omnipotencia aquel personaje a quien llamaban Arsenio Lupin. Ni siquiera pensó en discutir, en pretender —como había creído hasta entonces— que las cartas habían sido destruidas por el diputado Vorenglade, o que en todo caso Vorenglade no osaría entregarlas, puesto que actuando así se perdía a sí mismo. No. No rechistó. Se sentía cogido en un torno cuyas mandíbulas ninguna fuerza hubiera podido separar. No tenía nada que hacer sino ceder.

Cedió.

—Dentro de una hora aquí —repitió el señor Nicole.

—Dentro de una hora —dijo Prasville con una docilidad perfecta.

Sin embargo precisó:

—¿Me será devuelta esa correspondencia contra el indulto de Gilbert?

—No.

—¿Cómo que no? Entonces es inútil…

—Le será íntegramente devuelta dos meses después del día en que mis amigos y yo hayamos hecho evadirse a Gilbert, gracias a la vigilancia descuidada que, según las órdenes recibidas, se ejercerá en torno a su persona.

—¿Eso es todo?

—No. Aún hay dos condiciones.

—¿Cuáles?

—Primero, la entrega inmediata de un cheque de cuarenta mil francos.

—¡Cuarenta mil francos!

—Es el precio que me ha pedido Vorenglade por las cartas. En justicia…

—¿Y luego?

—Segundo, su dimisión dentro de seis meses del cargo que ocupa.

—¡Mi dimisión! ¿Pero por qué?

El señor Nicole hizo un gesto de dignidad.

—Porque es inmoral que uno de los cargos más elevados de la Prefectura de Policía esté ocupado por un hombre cuya conciencia no está limpia. Consiga que le otorguen una plaza de diputado, de ministro o de portero, en fin cualquier situación que su éxito le permita exigir. Pero secretario general de la Prefectura, no, eso no. Me da asco.

Prasville reflexionó un instante. El aniquilamiento súbito de su adversario lo hubiera regocijado profundamente, y buscó con toda su alma los medios de conseguirlo. ¿Pero qué podía hacer?

Se dirigió hacia la puerta y llamó.

—¿Señor Lartigue?

Y más bajo, pero de modo que el señor Nicole lo oyera:

—Señor Lartigue, despida a sus agentes. Ha habido un error. Y que nadie entre en mi despacho durante mi ausencia. El señor me esperará aquí.

«Mi más cordial enhorabuena, caballero —murmuró Lupin cuando la puerta volvió a cerrarse—. Se ha mostrado usted de una corrección perfecta… Por lo demás, yo también…, con una pizca de desprecio demasiado aparente quizá… y un pequeño exceso de brutalidad. Pero ¡bah!, estos asuntos requieren ser llevados a tambor batiente. Hay que aturdir al enemigo. Y además, con la conciencia de un armiño no habría manera de ponerse gallito con esta clase de gentes. Levanta la cabeza, Lupin. Has sido el campeón de la moral ofendida. Puedes estar orgulloso de tu obra. Y ahora échate y duerme. Te lo has ganado».

Cuando volvió Prasville encontró a Lupin profundamente dormido y tuvo que darle unos golpecitos en el hombro para despertarlo.

—¿Hecho? —preguntó Lupin.

—Hecho. El decreto de indulto será firmado en seguida. Aquí tiene la promesa escrita.

—¿Los cuarenta mil francos?

—Aquí está el cheque.

—Bien. No me queda más que darle las gracias, señor.

—Así, pues, ¿la correspondencia…?

—La correspondencia de Stanislas Vorenglade le será entregada con las condiciones indicadas. Sin embargo, me alegro de poder darle ya desde ahora, y en señal de agradecimiento, las cartas que iba a enviar a los periódicos.

—¡Ah! —dijo Prasville—. ¿Entonces las tenía usted aquí?

—¡Estaba tan seguro, señor secretario general, de que acabaríamos por entendernos!

Extirpó de su sombrero un sobre bastante pesado, sellado con cinco sellos rojos y prendido bajo el forro, y se lo tendió a Prasville, que se lo metió rápidamente en el bolsillo. Luego dijo aún:

—Señor secretario general, no sé muy bien cuándo tendré el placer de volver a verlo. Si tiene usted la más mínima cosa que comunicarme, bastará una simple línea en los anuncios del Diario. Dirección: señor Nicole. Mis respetos.

Se retiró.

Una vez solo, Prasville tuvo la impresión de que estaba despertando de una pesadilla, durante la que había efectuado actos incoherentes y sobre los que su conciencia no había ejercido ningún control. Estuvo a punto de tocar el timbre y lanzar su emoción por los pasillos, pero en aquel momento llamaron a la puerta y uno de los ujieres entró rápidamente.

—Señor secretario general, es el señor diputado Daubrecq, que desea ser recibido para un asunto urgente.

—¡Daubrecq! —gritó Prasville, estupefacto—. ¡Daubrecq aquí! Que entre.

Daubrecq no había esperado la orden. Se precipitó hacia Prasville, sin aliento, las ropas en desorden, una venda en el ojo izquierdo, sin corbata, sin cuello, con el aspecto de un loco que acaba de escaparse, y aún no se había cerrado la puerta, cuando agarró a Prasville con sus dos manos enormes.

—¿Tienes la lista?

—Sí.

—¿La has comprado?

—Sí.

—¿Contra el indulto de Gilbert?

—Sí.

—¿Está firmado?

—Sí.

Daubrecq experimentó un movimiento de rabia.

—¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Te has dejado engañar! Por odio a mí, ¿verdad? ¿Y ahora vas a vengarte?

—Con cierto placer, Daubrecq. Acuérdate de mi amiguita de Niza, la bailarina de la Ópera… Ahora vas a ser tú quien va a bailar.

—¿Entonces, eso significa la cárcel?

—No vale la pena —dijo Prasville—. Estás perdido. Privado de tu lista te vas a hundir por ti mismo. Y yo asistiré a tu desastre. Ésa es mi venganza.

—¡Que te crees tú eso! —profirió Daubrecq exasperado—. ¿Crees que a mí se me estrangula como a un pollito, y que no sabré defenderme, y que aún no me quedan garras y colmillos para morder? Pues bien, amiguito, si yo me quedo en el sitio, siempre habrá alguien que caerá conmigo…, y será el señor Prasville, el asociado de Stanislas Vorenglade, el cual Stanislas Vorenglade va a entregarme todas las pruebas posibles contra él, con lo que tengo para plantarte en la cárcel al momento. ¡Ah, te tengo cogido! ¡Con esas cartas vas a andar más que derecho, pardiez! Aún le quedan días buenos al diputado Daubrecq. ¿Qué? ¿Te ríes? ¿Quizá no existen esas cartas?

Prasville se encogió de hombros.

—Sí, existen. Pero Vorenglade no las tiene.

—¿Desde cuándo?

—Desde esta mañana. Vorenglade las ha vendido hace dos horas por cuarenta mil francos. Y yo he vuelto a comprarlas al mismo precio.

Daubrecq soltó una carcajada formidable.

—¡Por Dios que esto sí que es gracioso! ¡Cuarenta mil francos! ¡Has pagado cuarenta mil francos! ¿Al señor Nicole, verdad, al mismo que te ha vendido la lista de los veintisiete? Bueno, ¿quieres que te diga el verdadero nombre de ese señor Nicole? Es Arsenio Lupin.

—Ya lo sé.

—Puede ser. ¡Pero lo que no sabes, triple idiota, es que yo vengo de casa de Stanislas Vorenglade, y que Stanislas Vorenglade lleva cuatro días fuera de París! ¡Ja, ja, ésta sí que es buena! ¡Te han vendido papel viejo! ¡Y cuarenta mil francos! ¡Pero qué idiota!

Se fue riendo a carcajadas y dejando a Prasville absolutamente hundido.

¡Así que Arsenio Lupin no poseía ninguna prueba, y cuando amenazaba, cuando ordenaba, y cuando lo trataba a él, Prasville, con aquella insolente desenvoltura, era todo pura comedia, un farol!

—No…, no…, no puede ser… —repetía el secretario general—. Tengo aquí el sobre sellado… Está aquí… No tengo más que abrirlo.

No se atrevía a abrirlo. Lo palpaba, lo sopesaba, lo escrutaba… Y la duda penetraba tan rápidamente en su ánimo, que, una vez abierto, no le causó ninguna sorpresa comprobar que no contenía más que cuatro hojas de papel blanco.

«Vamos, que no estoy a la altura —se dijo—. Pero todavía no está todo terminado».

En efecto, no estaba todo terminado. Si Lupin había actuado con tanta audacia, era porque las cartas existían y contaba con comprárselas a Stanislas Vorenglade. Pero, por otra parte, puesto que Vorenglade no se hallaba en París, la tarea de Prasville consistía simplemente en adelantarse a la gestión de Lupin con Vorenglade y obtener de Vorenglade a toda costa la restitución de aquellas cartas tan peligrosas.

El primero que llegase sería el vencedor.

Prasville volvió a coger su sombrero, su abrigo y su bastón, bajó, subió a un auto y pidió que lo condujeran al domicilio de Vorenglade. Allí le respondieron que esperaban que el ex diputado regresara de Londres a las seis de la tarde.

Eran las dos de la tarde.

De modo que Prasville tuvo tiempo de sobra para preparar su plan.

A las cinco llegaba a la estación del Norte y apostaba a derecha e izquierda, en las salas de espera y en los despachos, a las tres o cuatro docenas de inspectores que se había traído.

De manera que estaba tranquilo.

Si el señor Nicole intentaba abordar a Vorenglade, arrestarían a Lupin. Y, para mayor seguridad, arrestaban a toda persona que pudiera ser sospechosa o bien de ser Lupin o un emisario de Lupin.

Además, Prasville efectuó una ronda minuciosa por toda la estación. No descubrió nada sospechoso. Pero a las seis menos diez el inspector Blanchon, que lo acompañaba, le dijo:

—Mire, ahí está Daubrecq.

Era Daubrecq, en efecto, y la vista de su enemigo exasperó de tal modo al secretario general, que estuvo a punto de mandar detenerlo. ¿Pero por qué motivo? ¿Con qué derecho? ¿En virtud de qué orden?

Por lo demás, la presencia de Daubrecq probaba aún con mayor fuerza que ahora dependía todo de Vorenglade. Vorenglade poseía las cartas. ¿Quién se haría con ellas? ¿Daubrecq? ¿Lupin? ¿O él, Prasville?

Lupin no estaba allí y no podía estar allí. Daubrecq no estaba en condiciones de luchar. El desenlace no ofrecía ninguna duda: Prasville entraría en posesión de sus cartas y, por lo mismo, escaparía a las amenazas de Daubrecq y de Lupin y recobraría sus medios de acción contra ellos.

Estaba llegando el tren.

Siguiendo las órdenes de Prasville, el comisario de la estación había dado la orden de que no se dejara pasar a nadie al andén. Prasville avanzó, pues, solo, seguido de un cierto número de sus hombres, que conducía el inspector principal Blanchon. El tren se paró.

Casi al instante Prasville divisó a Vorenglade a la puerta de un compartimento de primera clase situado hacia el centro.

El ex diputado bajó, y luego dio la mano, para ayudarlo a bajar, a un señor mayor que viajaba con él.

Prasville se precipitó hacia él y le dijo rápidamente:

—Tengo que hablar contigo, Vorenglade.

En el mismo instante, Daubrecq, que había logrado pasar, apareció y gritó:

—Señor Vorenglade, he recibido su carta. Estoy a su disposición.

Vorenglade miró a los dos hombres, reconoció a Prasville y a Daubrecq y sonrío:

—¡Ah, ah! Parece que mi vuelta era esperada con impaciencia. ¿De qué se trata? De cierta correspondencia, ¿verdad?

—Sí…, sí… —respondieron los dos hombres, solícitos a su alrededor.

—Demasiado tarde —declaró.

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué dice usted?

—Digo que ya está vendida.

—¡Vendida! ¿Pero a quién?

—A este señor —replicó Vorenglade, señalando a su compañero de viaje—, a este señor, que ha juzgado que el asunto bien valía un pequeño desplazamiento y ha ido a mi encuentro hasta Amiens.

El señor mayor, un viejo forrado de pieles e inclinado sobre un bastón, saludó.

«Es Lupin —pensó Prasville—, no cabe la menor duda de que es Lupin».

Y lanzó una ojeada hacia los inspectores, dispuesto a llamarlos. Pero el señor mayor explicó:

—Sí, me ha parecido que esa correspondencia merecía unas horas de ferrocarril y el gasto de dos billetes de ida y vuelta.

—¿Dos billetes?

—Uno para mí, y el otro para uno de mis amigos.

—¿Uno de sus amigos?

—Sí. Nos ha dejado hace unos minutos, y por los pasillos ha llegado hasta la parte delantera del tren. Tenía prisa.

Prasville comprendió; Lupin había tenido la precaución de llevar un cómplice; y el cómplice llevaba la correspondencia. Decididamente la partida estaba perdida. Lupin tenía la presa bien agarrada. No había más que inclinarse y someterse a las condiciones del vencedor.

—De acuerdo, señor —dijo—. Cuando llegue el momento, nos veremos. Hasta pronto, Daubrecq, ya oirás hablar de mí.

Y añadió, tirando de Vorenglade:

—En cuanto a ti, Vorenglade, estás jugando a un juego peligroso.

—¡Santo Dios! ¿Y por qué? —dijo el ex diputado.

Se fueron los dos. Daubrecq no había dicho una palabra, estaba inmóvil, como clavado en el suelo.

El señor mayor se acercó a él y murmuró:

—Vamos, Daubrecq, despierta, hombre… ¿El cloroformo, quizá?

Daubrecq cerró los puños y lanzó un gruñido sordo.

—¡Ah! —dijo el señor mayor—. Ya veo que me reconoces… Entonces ¿te acuerdas de aquella entrevista que tuvimos hace varios meses, cuando fui a pedirte a tu casa de la glorieta Lamartine tu apoyo en favor de Gilbert? Aquel día te dije: «Baja las armas. Salva a Gilbert y te dejo tranquilo. Si no, te quito la lista de los veintisiete y estás perdido». Bueno, pues creo que ya estás perdido. Mira lo que pasa por no entenderse con el bueno del señor Lupin. Puedes estar seguro de que un día u otro perderás hasta la camisa. ¡En fin, que esto te sirva de lección! Ah, tu cartera, que ya me olvidaba de dártela. Perdona si la encuentras un poco aligerada. Había dentro, además de un número respetable de billetes, el recibo del guardamuebles donde dejaste en depósito el mobiliario de Enghien que habías recuperado. Me creí en el deber de ahorrarte el trabajo de retirarlo tú mismo… A estas horas, ya debe de estar hecho. No, no me des las gracias. No hay de qué. Adiós, Daubrecq. Y si tienes necesidad de un luis[40] o dos para comprarte otro tapón de garrafa, aquí me tienes. Adiós, Daubrecq.

Se alejó.

No había dado cincuenta pasos cuando resonó el ruido de una detonación.

Se volvió. Daubrecq se había levantado la tapa de los sesos.

De profundis[41] —murmuró Lupin, quitándose el sombrero.

Un mes más tarde Gilbert, cuya pena había sido conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad, se evadió de la isla de Re[42] la víspera misma del día en que debían embarcarlo para la Guayana.

Extraña evasión, cuyos detalles siguen siendo inexplicables, y que, lo mismo que el tiro del bulevar Arago, contribuyó al prestigio de Lupin.

—En resumen —me dijo Lupin, después de haberme contado las distintas fases de la historia—, en resumen, ninguna empresa me ha dado más quebraderos de cabeza ni me ha costado tanto trabajo como esta maldita aventura, que podríamos llamar, si a usted le parece: «El tapón de cristal, o de cómo no hay que desanimarse nunca». En doce horas, de seis de la mañana a seis de la tarde, reparé seis meses de mala suerte, de errores, de tanteos y de derrotas. Esas doce horas las cuento entre las más bellas y gloriosas de mi vida.

—¿Y qué ha sido de Gilbert?

—Está cultivando sus tierras, allá en el fondo de Argelia, con su nombre verdadero, su único nombre de Antoine Mergy. Se ha casado con una inglesa y tienen un hijo que él ha querido que se llamase Arsenio. Con frecuencia me escribe cartas joviales y afectuosas. Mire, hoy mismo he tenido una. Dice: «Jefe, si usted supiera lo bueno que es ser un hombre honrado, levantarse por la mañana con una larga jornada de trabajo por delante y acostarse por la noche reventado de cansancio… Pero usted lo sabe, ¿verdad? Arsenio Lupin tiene su forma un poco especial, no muy católica. Pero ¡bah!, en el día del juicio final el libro de las buenas acciones estará tan lleno, que pasarán la esponja por el resto. Le quiero mucho, jefe». ¡Buen chico! —añadió Lupin, pensativo.

—¿Y la señora Mergy?

—Está con su hijo y con el pequeño Jacques.

—¿Ha vuelto a verla usted?

—No he vuelto a verla.

—¡Vaya!

Lupin vaciló unos segundos y luego me dijo sonriendo:

—Querido amigo, voy a revelarle un secreto que me va a cubrir de ridículo a sus ojos. Pero ya sabe usted que siempre he sido más sentimental que un colegial y más ingenuo que una pavisosa[43]. Bueno, pues la noche en que volví a ver a Clarisse Mergy y le anuncié las noticias de la jornada —una parte de las cuales por lo demás ya le era conocida—, sentí dos cosas muy profundamente. En primer lugar, que experimentaba por ella un sentimiento mucho más vivo de lo que creía, y después, que ella, por el contrario, experimentaba por mí un sentimiento que no estaba desprovisto de desprecio, de rencor ni incluso de una cierta aversión.

—¡Bah! ¿Y por qué?

—¿Por qué? Porque Clarisse Mergy es una mujer honrada, y yo no soy más que… Arsenio Lupin.

—¡Ah!

—Sí, hombre, sí, un bandido simpático, un ladrón novelesco y caballeroso, no mala persona en el fondo…, todo lo que usted quiera… Pero ello no impide que, para una mujer verdaderamente honrada, de carácter recto y naturaleza equilibrada, yo no sea más que… un simple granuja.

Comprendí que la herida era mucho más profunda de lo que confesaba, y le dije:

—¿Así que estuvo usted enamorado de ella?

—Creo —dijo con tono burlón— que incluso le pedí que se casara conmigo. Acababa de salvar a su hijo, ¿no?… Entonces… me imaginaba… ¡Vaya ducha! Ello originó una frialdad entre nosotros… Después…

—¿Pero después la olvidó usted?

—¡Oh, desde luego! ¡Pero cuán difícilmente! Y para levantar entre los dos una barrera infranqueable, me casé.

—¡Ahí va! ¿Está usted casado, usted, Lupin?

—Todo lo que se puede estarlo, y lo más legítimamente del mundo. Uno de los más grandes apellidos de Francia. Hija única… Fortuna colosal… ¡Cómo! ¿No conoce usted esa aventura? Pues le aseguro que vale la pena conocerla.

Y, sin más tardanza, Lupin, que estaba en vena de confidencias, se puso a contarme la historia de su boda con Angélique de Sarzeau-Vendôme, princesa de Bourbon-Condé, hoy sor Marie-Auguste, humilde religiosa de clausura en el convento de las dominicas…

Pero a las primeras palabras se detuvo, como si de pronto su relato hubiese dejado de interesarle, y se quedó pensativo.

—¿Qué le pasa, Lupin?

—¿A mí? Nada.

—Claro que sí… Y además, si está usted sonriendo… ¿Es el escondrijo de Daubrecq, el ojo de cristal, lo que le hace reír?

—Palabra que no.

—¿Entonces?

—Ya le digo que nada…, sólo un recuerdo…

—¿Un recuerdo agradable?

—¡Sí!… Sí…, incluso delicioso. Era de noche, en el mar de la isla de Re, en la barca pesquera en que Clarisse y yo nos llevábamos a Gilbert… Estábamos solos los dos en la popa del barco… Y recuerdo… Le hablé, le dije palabras y más palabras…, todo lo que tenía en el corazón… Y luego…, y luego llegó ese silencio que turba y que desarma…

—¿Y qué?

—Pues que le juro que la mujer que estreché contra mí… ¡Oh, no mucho tiempo, sólo unos segundos!… ¡No importa! Le juro que no era sólo una madre agradecida, ni una amiga que se deja enternecer, sino también una mujer, una mujer temblorosa y estremecida…

Rió burlón:

—Y que huía al día siguiente para no volver a verme.

Volvió a callarse. Luego murmuró:

—Clarisse…, Clarisse…, el día en que esté cansado y desilusionado iré a buscarla allá, a la casita árabe…, a la casita blanca…, donde me está esperando usted, Clarisse…, donde estoy seguro de que me está esperando…

FIN