XII

El cadalso

—¡Lo salvaré, lo salvaré! —repetía incansablemente Lupin en el auto que lo llevaba junto con Clarisse—. Le juro que lo salvaré.

Clarisse no escuchaba, como si estuviera aturdida, como poseída por una gran pesadilla de muerte que la dejaba extraña a todo lo que pasaba fuera de ella. Y Lupin explicaba sus planes, no tanto para convencer a Clarisse como quizá para tranquilizarse a sí mismo.

—No, no, la partida no es desesperada. Nos queda un triunfo, un triunfo formidable, las cartas y documentos que el ex diputado Vorenglade ha ofrecido a Daubrecq y de los cuales éste le hablaba a usted ayer mañana en Niza. Voy a comprarle a Stanislas Vorenglade esas cartas y documentos… al precio que quiera. Luego volvemos a la Prefectura y digo a Prasville: «Corra a la Presidencia… Sírvase de la lista como si fuera auténtica y salve a Gilbert de la muerte, aunque mañana, cuando Gilbert haya sido salvado, tenga que reconocer que la lista es falsa… ¡Hale, a galope! Si no… Bueno, pues, si no, las cartas y documentos Vorenglade aparecen mañana por la mañana martes en un gran periódico. Vorenglade es detenido. ¡Esa misma tarde encarcelan a Prasville!».

Lupin se frotó las manos.

—¡Funcionará!… ¡Funcionará!… Lo he sentido en seguida estando frente a él. El negocio me ha parecido seguro, infalible. Y como encontré en la cartera de Daubrecq la dirección de Vorenglade…, ¡en marcha, chófer, al bulevar Raspail!

Llegaron a la dirección indicada. Lupin saltó del coche y escaló tres pisos.

La criada le respondió que el señor Vorenglade estaba ausente y que no volvería hasta el día siguiente a la hora de cenar.

—¿Y no sabe usted dónde está?

—El señor está en Londres.

Al volver al auto, Lupin no pronunció una palabra. Por su lado, Clarisse ni siquiera lo interrogó: hasta tal punto se le iba haciendo todo indiferente, y hasta tal punto la muerte de su hijo le parecía cosa hecha.

Pidieron que los llevara a la plaza de Clichy. En el momento en que Lupin entraba en su casa se cruzó con dos individuos que salían de la portería. De tan absorbido como iba, ni siquiera se fijó en ellos. Eran dos inspectores de Prasville que estaban cercando la casa.

—¿Ningún telegrama? —preguntó a su criado.

—No, jefe —respondió Achille.

—¿Ninguna noticia de Le Ballu y de Grognard?

—Ninguna, jefe.

—Es natural —dijo, dirigiéndose a Clarisse en tono desenvuelto—. No son más que las siete, y no podemos contar con ellos antes de las ocho o las nueve. Prasville esperará, eso es todo. Voy a telefonearle que espere.

Acabada la comunicación, volvía a colgar el receptor, cuando oyó detrás de él un gemido. De pie junto a la mesa, Clarisse estaba leyendo un periódico de la tarde.

Se llevó la mano al corazón, vaciló y cayó.

—Achille, Achille —gritó Lupin, llamando a su criado—. Ayúdame a meterla en la cama… Y luego vete a buscar en el armario el frasquito número cuatro, el del narcótico.

Con la punta de un cuchillo separó los dientes de Clarisse, y a la fuerza le hizo tragar la mitad del frasco.

—Bueno —dijo—. Así la pobre no se despertará hasta mañana…, después.

Recorrió el periódico que Clarisse estaba leyendo y que aún tenía en su mano crispada, y se encontró con las líneas siguientes:

A la vista de la ejecución de Gilbert y Vaucheray, se han tomado las medidas de orden más rigurosas, en la hipótesis siempre posible de una tentativa de Arsenio Lupin para arrancar a sus cómplices del castigo supremo. Desde las doce de la noche todas las calles que rodean la cárcel de la Santé serán vigiladas militarmente. Se sabe, en efecto, que la ejecución tendrá lugar delante de los muros de la cárcel, en el terraplén del bulevar Arago.

Hemos podido adquirir información sobre la moral de los dos condenados a muerte. Vaucheray, siempre tan cínico, aguarda el término fatal con mucho ánimo. «¡Diantre! —dice—. No es que me haga gracia, pero en fin, puesto que hay que pasarlo, sabremos mantener el tipo…». Y añade: «La muerte me trae sin cuidado. Lo que me joroba es la idea de que van a cortarme la cabeza. ¡Ah, si el jefe encontrara un truco para enviarme al otro mundo derechito, sin tener tiempo de decir uf! Un poco de estricnina, jefe, por favor».

La calma de Gilbert es aún más impresionante, sobre todo si se recuerda su desmoronamiento en el tribunal. Él sigue teniendo una confianza inquebrantable en la omnipotencia de Arsenio Lupin: «El jefe me gritó ante todo el mundo que no tuviera miedo, que él estaba allí, que él respondería de todo. Pues bien, no tengo miedo. Hasta el último día, hasta el último minuto, al pie mismo del cadalso cuento con él. ¡Como si no conociera yo al jefe! Con él no hay nada que temer. Lo ha prometido y lo mantendrá. Aunque saltara mi cabeza, llegaría aún para volver a colocármela sobre los hombros, y sólidamente. ¿Dejar morir Arsenio Lupin a su pequeño Gilbert? ¡Ah, no, permítame que me carcajee!».

Hay en este entusiasmo algo de conmovedor y de ingenuo que no carece de nobleza. Veremos si Arsenio Lupin merece una tan ciega confianza.

Apenas si Lupin pudo acabar el artículo: de tal modo velaban sus ojos las lágrimas, lágrimas de ternura, lágrimas de piedad, lágrimas de desolación.

No, no merecía la confianza de su pequeño Gilbert. Es cierto que había hecho lo imposible, pero hay circunstancias en que es preciso hacer más de lo imposible, o hay que ser más fuerte que el destino, y aquella vez el destino había sido más fuerte que él.

Desde el primer día y a todo lo largo de aquella lamentable aventura, los acontecimientos habían caminado en un sentido contrario a sus previsiones, contrario a la lógica misma. Clarisse y él, aun persiguiendo idéntico objetivo, habían perdido semanas luchando entre sí. Luego, en el instante mismo en que unían sus esfuerzos, golpe tras golpe se iban produciendo desastres espantosos: el secuestro del pequeño Jacques, la desaparición de Daubrecq, su cautividad en la torre de los Dos Amantes, la herida de Lupin, su inactividad, y luego las falsas maniobras que arrastraban a Clarisse, y a Lupin tras ella, hacia el Mediodía, hacia Italia. Y luego, catástrofe suprema, cuando, tras prodigios de voluntad y milagros de obstinación, se podía creer que el Vellocino de Oro[37] estaba conquistado, todo se venía abajo. La lista de los veintisiete no tenía más valor que el más insignificante pedazo de papel…

—¡Depón las armas! —dijo Lupin—. La derrota está consumada. Por más que me vengue de Daubrecq, lo arruine y lo aniquile…, el verdadero vencido seré yo, puesto que Gilbert va a morir…

Lloró de nuevo, no de despecho o de rabia, sino de desesperación. ¡Gilbert iba a morir! Aquel a quien él llamaba su pequeño, el mejor de sus compañeros, dentro de unas horas iba a desaparecer para siempre. No podía salvarlo. Había agotado todos los recursos. Ya ni siquiera buscaba un último expediente. ¿Para qué?

Pronto o tarde, no lo sabía, la sociedad toma su revancha, la hora de la expiación siempre acaba por sonar, y no hay criminal que pueda pretender escapar al castigo. ¡Pero qué suplemento de horror en el hecho de que la víctima elegida fuera el desgraciado Gilbert, inocente del crimen por el que iba a morir! ¿No había en ello algo de trágico, algo que hacía resaltar más aún la impotencia de Lupin?

Y la convicción de aquella impotencia era tan profunda, tan definitiva, que Lupin no experimentó ninguna rebelión al recibir el siguiente telegrama de Le Ballu:

ACCIDENTE DE MOTOR. UNA PIEZA ROTA. REPARACIÓN BASTANTE LARGA. LLEGAREMOS MAÑANA POR LA MAÑANA.

Tan pronto como el destino había pronunciado su sentencia, le llegaba una última prueba. Ni siquiera pensó en rebelarse más contra aquella decisión de la suerte.

Miró a Clarisse. Dormía con un sueño apacible, y aquel olvido de todo, aquella inconsciencia le parecieron tan envidiables, que de pronto, presa también él de un acceso de abandono, cogió el frasquito de narcótico, que aún estaba a medias, y bebió.

Luego se fue a su habitación, se echó en la cama y llamó a su criado.

—Ve a acostarte, Achille, y no me despiertes bajo ningún pretexto.

—Entonces, jefe —le dijo Achille—, ¿no hay nada que hacer por Gilbert y Vaucheray?

—Nada.

—¿Van a diñarla?

—Van a diñarla.

Veinte minutos después Lupin se adormecía.

Eran las diez de la noche.

Aquella noche fue tumultuosa alrededor de la cárcel. A la una de la mañana la calle de la Santé, el bulevar Arago y todas las calles que iban a dar a los alrededores de la cárcel fueron vigiladas por agentes que no dejaban pasar a nadie sin someterlo a un verdadero interrogatorio.

Además llovía furiosamente y no parecía que los aficionados a esa clase de espectáculos iban a ser numerosos. Por orden especial todos los cabarets se cerraron hacia las tres, dos compañías de infantería vinieron a acampar en las aceras y, en caso de alerta, un batallón ocupó el bulevar Arago. Entre las tropas rondaban guardias municipales, iban y venían oficiales de la guardia municipal, funcionarios de la Prefectura, todo un personal movilizado para aquella circunstancia y contrariamente a lo habitual.

La guillotina se montó en silencio, en medio del terraplén que se abre en el ángulo del bulevar y de la calle, y se oía el ruido siniestro de los martillos.

Pero hacia las cuatro la muchedumbre se amontonó, a pesar de la lluvia, y la gente cantaba. Reclamaron iluminación y luego que empezara la función, y les exasperaba comprobar que, a causa de la distancia en que habían sido colocadas las barreras, apenas si podían verse los largueros de la guillotina.

Desfilaron varios coches que llevaban a los personajes oficiales vestidos de negro. Hubo aplausos, protestas, por lo que un pelotón de guardias municipales a caballo disolvió los grupos e hizo el vacío hasta más de trescientos metros del terraplén. Dos nuevas compañías de soldados se desplegaron.

Y de golpe se hizo un gran silencio. Una blancura confusa se abría paso entre las tinieblas del espacio. Bruscamente cesó la lluvia.

En el interior, al final del pasillo en que se encontraban las celdas de los condenados a muerte, los personajes vestidos de negro conversaban en voz baja.

Prasville estaba hablando con el procurador de la República, el cual le manifestaba sus temores.

—Que no, que no —afirmó Prasville—, le aseguro que todo transcurrirá sin incidentes.

—¿No señalan nada equívoco los informes, señor secretario general?

—Nada. Y no pueden señalar nada por la sencilla razón de que tenemos a Lupin.

—¿Es posible?

—Sí, conocemos su refugio. La casa que habita en la plaza de Clichy, y en la que entró ayer a las siete de la tarde, está rodeada. Además, conozco el plan que había concebido para salvar a sus dos cómplices. Dicho plan ha abortado en el último momento. Así que no tenemos nada que temer. La justicia seguirá su curso.

—Quizá algún día lo sentiremos —dijo el abogado de Gilbert, que lo había oído.

—¿Entonces, mi querido letrado, cree usted en la inocencia de su cliente?

—Firmemente, señor procurador. Va a morir un inocente.

El procurador se calló. Pero, después de un instante, y como si respondiera a sus propias reflexiones, confesó:

—Este asunto se ha llevado con una rapidez sorprendente.

Y el abogado repitió con voz alterada:

—Va a morir un inocente.

Sin embargo, había llegado la hora.

Comenzaron por Vaucheray, y el director mandó abrir la puerta de la celda.

Vaucheray saltó de su lecho y miró, con ojos agrandados por el terror, a la gente que entraba.

—Vaucheray, venimos a anunciarle…

—Cállense, cállense —murmuró—. Ni una palabra. Ya sé de qué va la cosa. Vamos allá.

Se diría que tenía prisa por acabar lo más pronto posible, según se prestaba a los preparativos habituales. Pero no admitía que le hablaran.

—Ni una palabra —repetía—. ¿Qué? ¿Confesarme? No vale la pena. He matado. Me matan. Es la regla. Estamos en paz.

No obstante, se paró en seco un momento.

—Díganme, ¿va a diñarla también mi compañero?…

Y cuando supo que Gilbert iría al suplicio al mismo tiempo que él, tuvo dos o tres segundos de vacilación, observó a los asistentes, pareció que iba a decir algo, se encogió de hombros, y al fin murmuró:

—Así es mejor… Hemos dado el golpe juntos…, que nos «trinquen» juntos.

Tampoco Gilbert dormía cuando entraron en su celda. Sentado en su lecho, escuchó las palabras terribles, intentó levantarse, se puso a temblar de pies a cabeza como un esqueleto al que sacuden, y luego volvió a caer sollozando.

—¡Ah, mi pobre mamá…, mi pobre mamá! —farfulló.

Quisieron interrogarle acerca de aquella madre de la que jamás había hablado, pero una rebelión brusca interrumpió sus sollozos y gritó:

—¡Yo no he matado…, no quiero morir…, yo no he matado!

—Gilbert —le dijeron—, hay que tener valor.

—Sí…, sí…, pero si yo no he matado…, ¿por qué tengo que morir?… Yo no he matado…, se lo juro…, yo no he matado…, no quiero morir…, yo no he matado…, no tendrían que…

Sus dientes castañeteaban tan fuerte que las palabras resultaban ininteligibles. Se dejó hacer, se confesó, oyó misa, y luego, más tranquilo, casi dócil, con una voz de niño pequeño que se resigna, gimió:

—Digan a mi madre que le pido perdón.

—¿Su madre?

—Sí… Que repitan mis palabras en los periódicos… Ella entenderá… Ella sabe que yo no he matado. Pero le pido perdón por el daño que le hago, por el daño que he podido hacerle. Y también…

—¿Y también, Gilbert?

—Bueno, quiero que el «jefe» sepa que no he perdido la confianza…

Examinó a los asistentes uno tras otro, como si tuviera la loca esperanza de que el «jefe» fuera uno de ellos, disfrazado, irreconocible, y dispuesto a llevárselo en sus brazos.

—Sí —dijo suavemente y con una especie de piedad religiosa—, sí, aún tengo confianza, incluso en este momento… Que lo sepa, ¿eh?… Estoy seguro de que no me dejará morir… estoy seguro.

Por la mirada de sus ojos fijos se adivinaba que veía a Lupin, que sentía la sombra de Lupin rondando por los alrededores y buscando una salida para poder llegar hasta él. Y no había nada tan conmovedor como el espectáculo de aquel niño, vestido con la camisa de fuerza, con los brazos y piernas atados, a quien millares de hombres estaban mirando, a quien el verdugo tenía ya bajo su mano inexorable, y que sin embargo esperaba todavía.

La angustia oprimía los corazones. Los ojos se velaban de lágrimas.

—¡Pobre chico! —balbuceó alguien.

Prasville, emocionado como los demás y pensando en Clarisse, repitió bajito:

—¡Pobre chico!

El abogado de Gilbert lloraba y no dejaba de decir a las personas que se encontraban a su lado:

—Va a morir un inocente.

Pero había sonado la hora. Los preparativos estaban terminados. Se pusieron en marcha.

Los dos grupos se reunieron en el pasillo.

Vaucheray, al ver a Gilbert, rió burlón:

—Pues ya ves, chico, el jefe nos ha abandonado.

Y añadió la frase siguiente, que nadie pudo entender salvo Prasville:

—Sin duda prefiere embolsarse los beneficios del tapón de cristal.

Bajaron las escaleras. Se pararon en la secretaría para cumplir las formalidades usuales. Atravesaron el patio. Etapa interminable, horrible…

Y de pronto, en el marco de la gran puerta abierta, el día lívido, la lluvia, la calle, las siluetas de las casas, y a lo lejos rumores que hacen estremecer en medio del espantoso silencio…

Anduvieron a lo largo del muro, hasta el ángulo del bulevar.

Unos pasos más… Vaucheray retrocedió. ¡Había visto!

Gilbert se arrastraba, con la cabeza baja, sostenido por un ayudante y por el capellán, que le daba a besar el crucifijo.

La guillotina se irguió…

—¡No, no! —protestó Gilbert—. No quiero…, yo no he matado…, yo no he matado… ¡Socorro! ¡Socorro!

Llamada suprema que se perdió en el espacio.

El verdugo hizo un movimiento. Agarró a Vaucheray, lo levantó, lo arrastró casi a la carrera.

Y entonces se produjo algo pasmoso: un tiro, un tiro que venía de enfrente, de una casa que había al otro lado.

Los ayudantes se pararon en seco.

El fardo que arrastraban se había doblado entre sus brazos.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué le ocurre? —preguntaban.

—Está herido…

De la frente de Vaucheray brotaba sangre que le cubría el rostro.

Barbotó:

—¡Ya está…, en el blanco! ¡Gracias, jefe, gracias…! ¡Me hubieran cortado la cabeza…, gracias, jefe! ¡Ah, qué tipo más estupendo!

—¡Que lo acaben! ¡Que lo lleven allá! —dijo una voz en medio de todo aquel follón.

—¡Pero si está muerto!

—¡Venga…, que lo acaben!

En medio del pequeño grupo de magistrados, funcionarios y agentes, el tumulto llegaba a su colmo. Todos daban órdenes.

—¡Que lo ejecuten!… ¡Que la justicia siga su curso!… ¡No podemos retroceder!… Sería una cobardía… ¡Que lo ejecuten!

—¡Pero si está muerto!

—¡No importa!… ¡Las sentencias de la justicia tienen que cumplirse!… ¡Que lo ejecuten!…

El capellán protestaba, mientras dos guardias y otros agentes vigilaban a Gilbert. Sin embargo, los ayudantes habían vuelto a coger el cadáver y lo llevaban hacia la guillotina.

—¡Adelante! —gritaba el ejecutor, asustado, con la voz ronca—. ¡Adelante!… Y luego el otro… De prisa…

No acabó. Una segunda detonación resonó. Pirueteó sobre sí mismo y cayó, gimiendo:

—No es nada…, una herida en el hombro… Continúen… ¡Le toca al otro!…

Pero los ayudantes huían aullando. En torno a la guillotina se produjo un vacío. Y el prefecto de policía, el único que había conservado toda su sangre fría, lanzó una orden con una voz estridente, reunió a sus hombres y empujó hacia la cárcel en tropel, como un rebaño desordenado, a los magistrados, los funcionarios, el condenado a muerte, el capellán, todos los que habían franqueado la bóveda dos o tres minutos antes.

Durante aquel tiempo, sin preocuparse del peligro, una escuadra de agentes, de inspectores y de soldados se lanzaba a la casa, una casita de tres pisos, de construcción ya antigua, y cuyos bajos estaban ocupados por dos tiendas cerradas a aquella hora. En seguida, desde el primer tiro, habían visto confusamente en una de las ventanas del segundo piso a un hombre con un fusil en la mano y rodeado de una nube de humo.

Dispararon, sin alcanzarlo, sus revólveres. Él, tranquilamente subido a una mesa, se echó por segunda vez el fusil a la cara, apuntó y restalló la detonación.

Luego volvió a la habitación.

Abajo, como nadie respondía a la llamada del timbre, empezaron a derribar la puerta, que en breves instantes fue abatida.

Se precipitaron a la escalera, pero en seguida un obstáculo detuvo su impulso. En el primer piso había un amontonamiento de sillones, camas y muebles, que formaban una verdadera barricada, y tan bien empotrados unos en otros, que los asaltantes necesitaron cuatro o cinco minutos para abrirse paso.

Aquellos cuatro o cinco minutos perdidos bastaron para hacer inútil toda persecución. Cuando llegaron al segundo, oyeron una voz que gritaba desde arriba.

—¡Por aquí, amigos! Ya no quedan más que dieciocho escalones. ¡Mil excusas por todo el trabajo que les estoy dando!

Subieron los dieciocho escalones, ¡y con qué agilidad! Pero arriba, por encima del tercer piso, estaba el desván, un desván al que se accedía por una escalera de mano y una trampilla. Y el fugitivo se había llevado la escalera y había vuelto a cerrar la trampilla.

Aún no se ha olvidado el tumulto levantado por aquel acto inaudito: las ediciones de periódicos se sucedían, los vendedores de periódicos los vociferaban por las calles, toda la capital estaba sacudida de indignación y, todo hay que decirlo, de ansiosa curiosidad.

Pero fue en la Prefectura donde la agitación alcanzó su paroxismo. Había movimiento en todas partes. Los mensajes, los telegramas, los telefonazos se sucedían.

Finalmente, hacia las once de la mañana hubo un conciliábulo en el despacho del prefecto de Policía. Prasville estaba allí. El jefe de la Seguridad estaba dando cuenta de su investigación.

Ésta se resumía así:

La víspera por la noche, un poco antes de las doce, alguien había llamado en la casa del bulevar Arago. La portera, que dormía en un cuchitril del bajo detrás de la tienda, tiró del cordón.

Un hombre llamó a su puerta. Dijo que iba de parte de la policía para un asunto urgente relativo a la ejecución del día siguiente. En cuanto abrió, fue atacada, amordazada y atada.

Diez minutos más tarde, un señor y una señora que vivían en el primer piso y que volvían a su casa, fueron igualmente reducidos a la impotencia por el mismo individuo y encerrados cada uno en una de las dos tiendas vacías. El inquilino del tercer piso sufrió una suerte análoga, pero a domicilio, en su propia habitación, en la cual pudo introducirse el hombre sin ser oído. El segundo piso no estaba ocupado y el hombre se instaló en él. Se había hecho dueño de la casa.

—Y eso es todo —dijo el prefecto de Policía, echándose a reír no sin cierta amargura—. ¡Eso es todo! ¡No es tan difícil como parece! Lo único que me extraña es cómo ha podido huir tan fácilmente.

—Le ruego que tenga en cuenta, señor prefecto, que, siendo dueño absoluto de la casa desde la una de la mañana, hasta las cinco ha tenido tiempo de sobra para preparar la huida.

—¿Y por dónde ha huido?

—Por los tejados. En aquel lugar las casas de la calle vecina, la calle de la Glaciére, no están muy separadas, y no hay entre los tejados más que una solución de continuidad de unos tres metros de ancha y con una diferencia de nivel de un metro.

—¿Y qué?

—Pues que nuestro hombre se llevó la escalera del desván, que le sirvió también de pasarela. En cuanto abordó en el otro islote de inmuebles, ya no tenía que hacer más que inspeccionar las claraboyas y encontrar una buhardilla vacía para introducirse en una casa de la calle de la Glaciére e irse tranquilamente con las manos en los bolsillos. Su huida, debidamente preparada, se efectuó así de la forma más sencilla del mundo y sin el menor obstáculo.

—Sin embargo, ¿no había tomado usted las medidas necesarias?

—Las que usted me ordenó, señor prefecto. Ayer por la noche mis agentes se pasaron tres horas visitando cada una de las casas, para cerciorarse de que ningún extraño se ocultaba en ellas. En el momento en que salían de la última casa mandé poner las barreras. Debió de ser durante ese intervalo de unos minutos cuando nuestro hombre se coló.

—¡Perfecto! Y, por supuesto, para usted no hay duda alguna: ¿es Arsenio Lupin?

—Sin duda alguna. Primero, porque se trataba de sus cómplices. Y luego…, porque sólo Arsenio Lupin podía combinar tal golpe y ejecutarlo con esa audacia inconcebible.

—¿Pero entonces…? —murmuró el prefecto de Policía.

Y, volviéndose hacía Prasville, prosiguió:

—Pero entonces, señor Prasville, ese individuo de que usted me habló y que, de acuerdo con el señor jefe de la Seguridad, había mandado usted vigilar desde ayer noche en su apartamento de la calle Clichy…, ¿ese individuo no es Arsenio Lupin?

—Sí, señor prefecto. Sobre eso tampoco hay duda alguna.

—¿Entonces no lo han detenido cuando ha salido esta noche?

—No ha salido.

—¡Oh, oh! Esto empieza a complicarse.

—Es muy sencillo, señor prefecto. Como todas las casas en donde se encuentra el rastro de Arsenio Lupin, la de la plaza de Clichy tiene dos salidas.

—¿Y no lo sabía usted?

—No lo sabía. Lo he comprobado hace un rato al visitar el apartamento.

—¿No había nadie en ese apartamento?

—Nadie. Esta mañana el criado, un tal Achille, se ha marchado, con una señora que vivía en casa de Lupin.

—¿Cómo se llama esa señora?

—No lo sé —respondió Prasville, tras una imperceptible vacilación.

—¿Pero sabe usted el nombre con el que vivía allí Arsenio Lupin?

—Sí: señor Nicole, profesor particular, licenciado en letras. Aquí tengo su tarjeta.

No había acabado Prasville aún la frase, cuando un ujier vino a anunciar al prefecto de Policía que lo llamaban urgentemente del Elíseo, donde estaba ya el presidente del Consejo.

—Voy —dijo. Y añadió entre dientes—: Va a decidirse la suerte de Gilbert.

Prasville aventuró:

—¿Cree usted que lo indultarán, señor prefecto?

—¡Nunca en la vida! Después del golpe de esta noche sería de un efecto deplorable. Mañana por la mañana es preciso que Gilbert pague su deuda.

Al mismo tiempo el ujier había entregado una tarjeta de visita a Prasville. Nada más mirarla, éste se sobresaltó y murmuró:

—¡Por todos los diablos! ¡Qué cara más dura tiene!

—¿Qué hay? —preguntó el prefecto de Policía.

—Nada, nada, señor prefecto —afirmó Prasville, que quería para él solo el honor de llevar aquel asunto hasta el final—. Nada…, una visita un poco imprevista…, cuyo resultado tendré el placer de comunicarle en seguida.

Se fue, mascullando con un aire alelado:

—¡Hay que ver, qué cara más dura tiene el tío este, pero qué cara más dura!

La tarjeta de visita que tenía en la mano llevaba la siguiente inscripción:

Señor Nicole Profesor particular, licenciado en letras.