XI

La cruz de Lorena

De golpe por así decirlo, sin transición, en cuanto se acabó la comida Lupin recobró todo su dominio y toda su autoridad. No era momento de bromas, y ya no podía ceder a esa necesidad de sorprender a la gente con efectos teatrales y juegos de magia. Puesto que había descubierto el tapón de cristal en su escondrijo, previsto por él con toda seguridad, puesto que poseía la lista de los veintisiete, ahora se trataba de jugar el final de la partida sin tardanza.

Juego de niños ciertamente, lo que quedaba por hacer no ofrecía ninguna dificultad. Aún había que aportar a esas acciones definitivas prontitud, decisión y una clarividencia infalible. La menor falta era irremediable. Lupin lo sabía, pero su mente, tan extrañamente lúcida, había examinado todas las hipótesis. Y los movimientos y palabras que iba a ejecutar y pronunciar estaban maduramente preparados.

—Grognard, el transportista espera en el bulevar Gambetta con la carreta y el baúl que hemos comprado. Tráelo aquí y que suba el baúl. Si te preguntan algo en el hotel, dices que es para la señora del 130.

Luego, dirigiéndose hacia su otro compañero:

—Le Ballu, vuelve al garaje y encárgate del limousine[33]. El precio está ajustado. Diez mil francos. Cómprate un casco y una levita de chófer y trae el auto delante de la puerta.

—¿El dinero, jefe?

Lupin sacó una cartera de la chaqueta de Daubrecq y encontró un enorme fajo de billetes de banco. Separó diez.

—Ahí tienes diez mil francos. Parece que nuestro amigo ha ganado una buena cantidad en el Círculo. Hala, Le Ballu.

Los dos hombres se fueron por la habitación de Clarisse. Lupin aprovechó un momento en que Clarisse no lo miraba para guardarse la cartera, y lo hizo con profunda satisfacción.

«Pues no habrá salido tan mal el negocio —se dijo—. Todos los gastos pagados, yo sacaré una buena tajada, y aún no hemos terminado».

Dirigiéndose a Clarisse Mergy, le preguntó:

—¿Tiene usted maleta?

—Sí, una maleta que compré al llegar a Niza, un poco de ropa interior y unos objetos de tocador, pues dejé París de improviso.

—Prepárelo todo. Luego baje a recepción. Diga que está esperando su baúl, que un transportista le traerá de la consigna, y que tendrá que deshacerlo y hacerlo en su habitación. Luego anúncieles su marcha.

Cuando se quedó solo, Lupin examinó a Daubrecq atentamente, luego registró todos sus bolsillos y arrambló con todo lo que le pareció que ofrecía algún interés.

Grognard volvió el primero. El baúl, un gran baúl de mimbre recubierto de molesquín[34] negro, fue depositado en la habitación de Clarisse. Ayudado por Clarisse y Grognard, Lupin transportó a Daubrecq y lo colocó en el baúl, bien sentado, pero con la cabeza inclinada para poder cerrar la tapa.

—No digo que sea tan confortable como una litera de coche cama, mi querido diputado —observó Lupin—. Pero en cualquier caso, más vale esto que un ataúd. Al menos hay aire para respirar. Tres pequeños agujeros en cada lado. ¡Quéjate!

Luego, destapando un frasco:

—¿Un poco más de cloroformo? Como parece que te gusta tanto…

Empapó de nuevo la mascarilla, mientras que, siguiendo sus órdenes, Clarisse y Grognard acunaban al diputado con ropa blanca, mantas de viaje y cojines, que habían tenido la precaución de amontonar en el baúl.

—¡Perfecto! —dijo Lupin—. Este bulto podría dar la vuelta al mundo. Cerremos y atemos.

Le Ballu llegaba vestido de chófer.

—El auto está abajo, jefe.

—Bien —dijo—. Vosotros dos bajad el baúl. Sería peligroso confiárselo a los mozos del hotel.

—¿Y si nos encontramos con ellos?

—Pero bueno, Le Ballu, ¿no eres tú el chófer? Tú llevas el baúl de tu señora aquí presente, la señora del 130, que baja igualmente, que sube a su auto… y que me espera doscientos metros más allá. Grognard, tú lo ayudarás a cargar. ¡Ah! Antes cerremos la puerta de comunicación.

Lupin pasó a la otra habitación, cerró la otra puerta, echó el cerrojo, luego salió y tomó el ascensor.

En recepción les previno:

—Al señor Daubrecq lo han llamado con urgencia a Montecarlo. Me ha encargado que les diga que no volverá hasta pasado mañana. Que le guarden la habitación. Además, todas sus cosas están allí. Aquí tiene la llave.

Se fue tranquilamente y alcanzó el automóvil, donde encontró a Clarisse lamentándose:

—¡Pero no podremos llegar a París mañana por la mañana! ¡Es una locura! La menor avería…

—Por eso —dijo él— usted y yo tomaremos el tren… Es más seguro…

La hizo subir a un fiacré[35] y dio las últimas instrucciones a los dos hombres.

—Una media de cincuenta kilómetros por hora, ¿verdad? Conducid y descansad por turnos. De ese modo podréis estar en París mañana lunes hacia las seis o las siete de la tarde. Pero no forcéis la marcha. Si me guardo a Daubrecq, no es porque tenga necesidad de él para mis planes, sino como rehén… y además por precaución… Me interesa tenerlo a mano durante unos días. Así que cuidádmelo bien, pobrecito… Unas gotas de cloroformo cada dos o cuatro horas. Es su pasión. En marcha, Le Ballu… Y tú, Daubrecq, no te envenenes la sangre ahí arriba. Si se te revuelve el estómago, no te preocupes… ¡En marcha, Le Ballu!

Miró al auto, que se alejaba, luego fue a una estafeta de correos, donde redactó un telegrama concebido en los términos siguientes:

Señor Prasville, Prefectura de policía. París. Individuo encontrado. Le llevaré el documento mañana por la mañana a las once. Comunicación urgente. Clarisse.

A las dos y media Clarisse y Lupin llegaban a la estación.

—¡Esperemos que haya sitio! —dijo Clarisse, que se alarmaba por todo.

—¡Sitio! Pero si nos han reservado los departamentos.

—¿Quién?

—Jacob… Daubrecq.

—¿Cómo?

—¡Pero, hombre! En la recepción del hotel me han entregado una carta que un propio acababa de traer para Daubrecq. Eran los dos billetes que Jacob le enviaba. Además, tengo su tarjeta de diputado. Viajaremos, pues, bajo el nombre de señor y señora Daubrecq, y tendrán con nosotros todas las atenciones propias de nuestro rango. Ya ve, querida señora, todo está previsto.

Esta vez a Lupin le pareció corto el trayecto. Interrogada por él, Clarisse le contó todo lo que había hecho durante los últimos días. También él explicó el milagro de su irrupción en la habitación de Daubrecq, en el momento en que su adversario lo creía en Italia.

—Un milagro no —dijo—. Sin embargo, cuando abandonaba San Remo en dirección a Génova, se dio en mí un fenómeno de orden especial, una especie de intuición misteriosa que me empujó primero a saltar del tren (cosa que me impidió Le Ballu), y luego a precipitarme hacia la puerta, bajar el cristal, y seguir con los ojos al portero del Embajadores Gran Hotel que me había transmitido su mensaje. Pues bien, en aquel minuto mismo el susodicho portero estaba frotándose las manos con tal aire de satisfacción, que sin otro motivo, súbitamente, lo comprendí todo: me habían engañado, me había engañado Daubrecq, como la había engañado a usted también. Un montón de pequeños hechos vinieron a mi mente. El plan del adversario se me apareció enterito. Un minuto más, y el desastre sería irremediable. Confieso que tuve unos instantes de auténtica desesperación ante la idea de que ya no iba a poder reparar todos los errores cometidos. Ello dependía sencillamente del horario de trenes, que me permitiría o no volver a encontrar en la estación de San Remo al emisario de Daubrecq. Finalmente, aquella vez el azar nos fue favorable. No habíamos bajado en la primera estación cuando pasó un tren hacia Francia. Cuando llegamos a San Remo, el hombre estaba allí. Había adivinado bien. Ya no llevaba su gorra ni su levita de portero, sino un sombrero y una chaqueta. Subió a un departamento de segunda clase. Desde ese momento la victoria ya no ofrecía ninguna duda.

—Pero… ¿cómo?… —dijo Clarisse, que, a pesar de los pensamientos que la obsesionaban, se estaba interesando por el relato de Lupin.

—¿Que cómo he llegado hasta usted? Dios mío, pues no soltando al señor Jacob, dejándolo en libertad de acción, seguro como estaba yo de que iría a dar cuenta de su misión a Daubrecq. De hecho, esta mañana, después de una noche pasada en un hotelito de Niza, se encontró con Daubrecq en el Paseo de los Ingleses. Charlaron bastante rato. Los sigo. Daubrecq vuelve a su hotel, instala a Jacob en uno de los pasillos de la planta baja, frente a la centralita, y toma el ascensor. Diez minutos más tarde ya sabía yo el número de su habitación, y sabía también que en la habitación vecina, la número 130, se hospedaba una señora desde la víspera. «Ahora creo que sí que hemos adivinado» —dije a Grognard y Le Ballu—. Llamo ligeramente a la puerta de usted. Ninguna respuesta. Y la puerta estaba cerrada con llave.

—¿Y qué? —dijo Clarisse.

—Pues que la abrimos. ¿Cree usted que no hay más que una llave en el mundo que pueda hacer funcionar una cerradura? Así que entro en su habitación. Nadie. Pero la puerta de comunicación está entreabierta. Me deslizo por ella. Desde ese momento sólo una simple cortina me separaba de usted, de Daubrecq… y del paquete de tabaco que distinguía sobre el mármol de la chimenea.

—¿Entonces conocía usted el escondrijo?

—Una pesquisa en el despacho de Daubrecq de París me sirvió para comprobar la desaparición del paquete de tabaco… Además…

—¿Además?

—Yo sabía, por ciertas confesiones arrancadas a Daubrecq en la torre de los Dos Amantes, que en la palabra Mary estaba la clave del enigma. Ahora bien, no era más que el principio de una palabra, que adiviné, por así decirlo, en el momento mismo en que me chocó la ausencia del paquete de tabaco.

—¿Qué palabra era?

—Maryland… el tabaco Maryland, el único que fuma Daubrecq.

Y Lupin se echó a reír.

—Es bastante estúpido, ¿eh? Y, al mismo tiempo, ¡fíjese si es espabilado por parte de Daubrecq! ¡Buscamos por todas partes, registramos por todas partes! ¿No llegué a aflojar hasta los casquillos de cobre de las bombillas eléctricas para ver si escondían un tapón de cristal? ¿Pero cómo se me hubiera ocurrido a mí, cómo se le hubiera ocurrido a cualquier otro, por perspicaz que fuese, romper el precinto de un paquete de Maryland, un precinto puesto, pegado, sellado, timbrado, fechado por el Estado, bajo el control de los Impuestos indirectos? ¡Piense un poco! ¡El Estado cómplice de tal infamia! ¡La ad-mi-nis-tra-ción de Impuestos indirectos prestándose a semejantes maniobras! ¡No! ¡Mil veces no! La Tabacalera puede cometer errores. Puede fabricar cerillas que no encienden y cigarrillos con astillas de Navidad dentro. ¡Pero de ahí a suponer que está conchabada con Daubrecq para sustraer la lista de los veintisiete a la curiosidad legítima del gobierno y a las empresas de Arsenio Lupin hay un abismo! Observe que, para introducir allí dentro el tapón de cristal, bastaba presionar un poco sobre el precinto, como hizo Daubrecq, dejarlo un poco más flojo, levantarlo, desdoblar el papel amarillo, separar el tabaco, y luego volver a poner todo en orden. Observe también que en París nos hubiera bastado tomar el paquete en las manos y examinarlo para descubrir el escondite. ¡No importa! ¡El paquete en sí mismo, el bloque de Maryland confeccionado y aprobado por el Estado y la Administración de Contribuciones indirectas, era una cosa sagrada, intangible, insospechable! Y nadie lo abrió.

Y Lupin concluyó:

—Y así ese demonio de Daubrecq deja durante meses en la mesa, rodando entre las pipas y otros paquetes de tabaco sin destripar, ese paquete de tabaco intacto. Y ningún poder del mundo hubiera podido suscitar en ninguna mente ni por asomo la idea de interrogar a ese pequeño cubo inofensivo. Tengo que hacerle notar además…

Lupin siguió durante un buen rato con sus consideraciones relativas al paquete de Maryland y al tapón de cristal, el ingenio y la clarividencia de su adversario, tanto más interesantes cuanto que él había acabado por vencerlo. Pero Clarisse, a quien esas cuestiones le importaban mucho menos que la preocupación por las acciones que había que realizar para salvar a su hijo, apenas lo escuchaba, sumida por completo en sus pensamientos.

—¿Está usted seguro —repetía sin cesar— de que va a conseguirlo?

—Absolutamente seguro.

—Pero Prasville no está en París.

—Si no está allí, estará en el Havre. Lo leí ayer en un periódico. En todo caso nuestro telegrama lo llamará inmediatamente a París.

—¿Y cree usted que tendrá suficiente influencia?

—Para obtener personalmente el indulto de Gilbert y Vaucheray, no. Si no, ya se la hubiéramos dado con queso. Pero tendrá la suficiente inteligencia como para comprender el valor de lo que le llevamos… y para actuar sin pérdida de tiempo.

—Pero, precisamente por eso, ¿no se engaña usted acerca de ese valor?

—¿Entonces se engañaba Daubrecq? ¿No estaba Daubrecq mejor situado que nadie para saber la omnipotencia del papel? ¿No ha tenido él veinte pruebas a cual más decisivas? Piense en todo lo que ha hecho, por la sola razón de que lo sabían poseedor de la lista. Lo sabían, eso es todo. No se servía de la lista, pero la tenía. Y, por tenerla, mató a su marido. Montó su fortuna sobre la ruina y el deshonor de los veintisiete. Ayer sin ir más lejos, Albufex, uno de los más intrépidos, se cortaba la garganta en la cárcel. No, esté tranquila, contra reembolso de esa lista podremos pedir lo que queramos. ¿Y qué pedimos nosotros? Casi nada…, menos que nada…, el indulto de un niño de veinte años. Es decir, que nos tomarán por imbéciles. ¡Cómo! Tenemos entre las manos…

Calló. Clarisse, agotada por tantas emociones, se estaba durmiendo frente a él.

A las ocho de la mañana llegaban a París.

Dos telegramas esperaban a Lupin en su domicilio de la plaza de Clichy.

Uno, de Le Ballu, enviado la víspera desde Avignon, anunciaba que todo iba a pedir de boca, y que esperaban llegar puntuales a la cita de por la tarde. El otro era de Prasville, fechado en el Havre, y dirigido a Clarisse:

IMPOSIBLE VOLVER MAÑANA LUNES POR LA MAÑANA. VAYA A MI DESPACHO A LAS CINCO. CUENTO TOTALMENTE CON USTED.

—¡A las cinco! —dijo Clarisse—. ¡Qué tarde es!

—Es una hora excelente —afirmó Lupin.

—Sin embargo, si…

—¿Si la ejecución tuviera lugar mañana por la mañana? ¿Es eso lo que quiere decir?… No tenga miedo de las palabras, porque no habrá ejecución.

—Los periódicos…

—Usted no ha leído los periódicos y le prohíbo que los lea. Todo lo que puedan anunciar no significa nada. Sólo una cosa importa: nuestra entrevista con Prasville. Por lo demás…

Sacó de un armario un frasquito y, posando su mano en el hombro de Clarisse, le dijo:

—Échese en ese canapé, y beba unos sorbitos de esta poción.

—¿Qué es?

—Algo que la hará dormir unas horas… y olvidar. Siempre será algo que tendremos ganado.

—No, no —protestó Clarisse—, no quiero. Gilbert no duerme…, no olvida.

—Beba —dijo Lupin, insistiendo con dulzura.

Cedió de pronto, por abandono, por exceso de sufrimiento, y dócilmente se echó en el canapé y cerró los ojos. Al cabo de unos minutos dormía.

Lupin llamó a su criado.

—Los periódicos…, rápido… ¿Los has comprado?

—Aquí están, jefe.

Lupin abrió uno de ellos y enseguida vio las líneas siguientes:

LOS CÓMPLICES DE ARSENIO LUPIN

Sabemos de fuente fidedigna que los cómplices de Arsenio Lupin, Gilbert y Vaucheray, serán ejecutados mañana martes por la mañana.

El señor Deibler ha visitado el montaje de la guillotina. Todo está preparado.

Levantó la cabeza con una expresión de desafío.

—¡Los cómplices de Arsenio Lupin! ¡La ejecución de los cómplices de Arsenio Lupin! ¡Qué hermoso espectáculo! ¡Y la de gente que irá para verlo! Lo siento en el alma, señores, pero por esta vez no se levantará el telón. Por orden superior de la autoridad no hay función. ¡Y la autoridad soy yo!

Y se golpeó violentamente el pecho con un gesto de orgullo.

—¡La autoridad soy yo![36]

A las doce Lupin recibió un telegrama que Le Ballu le enviaba desde Lyon:

TODO VA BIEN. BULTO LLEGARÁ SIN AVERÍAS.

A las tres se despertó Clarisse.

Su primera palabra fue la siguiente:

—¿Es para mañana?

Él no respondió. Pero ella lo vio tan tranquilo, tan sonriente, que se sintió penetrada de una paz inmensa, y tuvo la impresión de que todo había terminado, de que todo se había resuelto, arreglado, según la voluntad de su compañero.

A las cuatro y diez salieron.

El secretario de Prasville, prevenido telefónicamente por su jefe, los introdujo al despacho y les rogó que esperasen.

Eran las cinco menos cuarto. A las cinco en punto Prasville entró corriendo e inmediatamente gritó:

—¿Tiene usted la lista?

—Sí.

—Démela.

Tendió la mano. Clarisse, que se había levantado, no se movió.

Prasville la miró un momento, vaciló, luego se sentó. Comprendía. Al perseguir a Daubrecq, Clarisse Mergy no había actuado solamente por odio y por deseo de venganza. La empujaba otro motivo. La entrega del papel no se efectuaría sin determinadas condiciones.

—Siéntese, se lo ruego —dijo, indicando así que aceptaba el debate.

Prasville era un hombre delgado, de rostro huesudo, al que un guiño perpetuo de los ojos y cierta deformación de la boca le daban cierta expresión de inquietud y falsedad. Lo soportaban mal en la Prefectura, donde a cada momento tenían que estar reparando sus meteduras de pata y sus torpezas. Pero era uno de esos seres poco estimados a quienes se emplea para tareas especiales y en seguida se los despide con alivio.

Sin embargo Clarisse había vuelto a ocupar su sitio. Como ella seguía callada, Prasville pronunció:

—Hable, querida amiga, y hable con toda franqueza. No tengo ningún escrúpulo en declararle que estaríamos deseosos de tener ese papel.

—Si no es más que un deseo —observó Clarisse, a quien Lupin había soplado su papel hasta en los más mínimos detalles—, si no es más que un deseo, me temo que no vamos a ponernos de acuerdo.

Prasville sonrió:

—Ese deseo, evidentemente, nos conduciría a ciertos sacrificios.

—A todos los sacrificios —rectificó la señora Mergy.

—A todos los sacrificios, por supuesto siempre que nos mantengamos dentro de los límites de los deseos aceptables.

—E incluso si nos salimos de esos límites —pronunció Clarisse, inflexible.

Prasville se impacientó:

—En fin, veamos de qué se trata. Explíquese.

—Perdóneme, querido amigo. Ante todo, tenía interés en señalar la importancia considerable que concede usted a ese papel y, en vista de la transacción inmediata que vamos a concluir, en especificar bien…, ¿cómo diría yo?…, el valor de mi aportación. Y pues este valor no tiene límites, se lo repito, debe ser cambiado contra un valor ilimitado.

—Entendido —articuló Prasville con irritación.

—Así pues, no tiene ninguna utilidad que yo haga ahora una historia completa del caso y que enumere, por una parte, los desastres que la posesión de ese papel le hubiera permitido evitar y, por otra, las ventajas incalculables que hubiera podido usted sacar de dicha posesión, ¿no es así?

Prasville tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y para responder en un tono más o menos educado:

—Lo admito. ¿Ha terminado?

—Le pido perdón, pero no sabríamos explicarnos con suficiente claridad. Ahora bien, hay todavía un punto que es preciso aclarar. ¿Está usted en condiciones de tratar personalmente?

—¿Cómo dice?

—No le pregunto evidentemente si tiene usted poder para resolver el asunto ahora mismo, sino si representa usted frente a mí el pensamiento de los que conocen el asunto y están cualificados para resolverlo.

—Sí —afirmó Prasville con fuerza.

—Así pues, ¿podré tener su respuesta una hora después de que le comunique mis condiciones?

—Sí.

—¿Esa respuesta será la del gobierno?

—Sí.

Clarisse se inclinó, y con una voz más sorda:

—¿Esa respuesta será la del Elíseo?

Prasville pareció sorprendido. Reflexionó un instante, y luego pronunció:

—Sí.

Entonces Clarisse concluyó:

—No me queda más que pedirle su palabra de honor de que, por incomprensibles que le parezcan mis condiciones, no exigirá que le revele el motivo. Son las que son. Su respuesta deberá ser un sí o un no.

—Le doy mi palabra de honor —silabeó Prasville.

Clarisse experimentó un instante de emoción que acentuó aún más su palidez. Luego, dominándose, los ojos fijos en los ojos de Prasville, le dijo:

—La lista de los veintisiete será entregada contra el indulto de Gilbert y Vaucheray.

—¿Éeeh? ¿Queé?

Prasville se había levantado con un aire absolutamente alelado.

—¡El indulto de Gilbert y Vaucheray, los cómplices de Arsenio Lupin!

—Sí —dijo ella.

—¡Los asesinos del chalet Marie-Thérese, los que tienen que morir mañana!

—Sí, los mismos —dijo ella en voz alta—. Pido, exijo su indulto.

—¡Pero es una insensatez! ¿Por qué? ¿Por qué?

—Le recuerdo, Prasville, que me ha dado usted su palabra…

—Sí…, sí…, en efecto…, ¡pero resulta una cosa tan imprevista!

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¡Pues por toda clase de razones!

—¿Cuáles?

—En fin…, en fin…, ¡reflexione! ¡Gilbert y Vaucheray han sido condenados a muerte!

—Los enviarán al penal, eso es todo.

—¡Imposible! ¡El asunto ha armado un ruido enorme! Son cómplices de Arsenio Lupin. El mundo entero conoce el veredicto.

—¿Y qué?

—Pues que no podemos, no podemos, no, rebelarnos contra las sentencias de la justicia.

—No le pedimos eso. Le pedimos una conmutación de la pena mediante el indulto. El indulto es una cosa legal.

—La comisión de indultos ya se ha pronunciado…

—De acuerdo, pero aún falta el presidente de la República.

—Lo ha negado.

—Que se vuelva atrás de su negación.

—¡Imposible!

—¿Por qué?

—No hay pretexto.

—No hay necesidad de pretexto alguno. El derecho de indulto es absoluto. Se ejerce sin control, sin motivo, sin pretexto, sin explicación. Es una prerrogativa real. De la que el presidente de la República se sirve según su buen gusto, o más bien, según su conciencia, mirando siempre a los intereses del Estado.

—¡Pero es demasiado tarde! Está todo preparado. La ejecución tendrá lugar dentro de unas horas.

—Una hora le basta para tener la respuesta, acaba usted de decírnoslo.

—¡Pero es una locura, pardiez! Sus exigencias chocan con obstáculos infranqueables. Se lo repito, es imposible, materialmente imposible.

—Entonces, ¿es que no?

—¡No, no, y mil veces no!

—En ese caso no tenemos que hacer más que retirarnos.

Esbozó un movimiento hacia la puerta. El señor Nicole la siguió.

De un salto Prasville les cerró el camino.

—¿Dónde van?

—Dios mío, querido amigo, me parece que nuestra conversación ha terminado. Ya que usted estima, ya que usted está seguro de que el presidente de la República estimará que la famosa lista de los veintisiete no vale…

—Quédense —dijo Prasville.

Cerró con llave la puerta de salida y se puso a andar de arriba abajo, con las manos a la espalda y la cabeza inclinada.

Y Lupin, que no había despegado los labios durante toda la escena, y por prudencia se había relegado a un papel borroso, se decía:

«¡Cuánta historia! ¡Cuántos dengues y posicioncitas para llegar al inevitable desenlace! ¿Cómo el señor Prasville, que no es un águila, pero que tampoco es un cernícalo, renunciaría a vengarse de su mortal enemigo? ¡Vaya, qué decía yo! La idea de tumbar a Daubrecq hasta el fondo del abismo le hace sonreír. Vamos, que la partida está ganada».

En aquel momento Prasville abría una puertecita interior que daba al despacho de su secretario particular.

Ordenó en voz alta:

—Señor Lartigue, telefonee al Elíseo y diga que solicito una audiencia para una comunicación de la más alta gravedad.

Cerrando la puerta, volvió hacia Clarisse y le dijo:

—En todo caso, mi intervención se limita a someter a consideración su proposición.

—Una vez sometida, está aceptada.

Hubo un largo silencio. El rostro de Clarisse expresaba una alegría tan profunda, que Prasville se sorprendió y la miró con atenta curiosidad. ¿Por qué causa misteriosa quería Clarisse la salvación de Gilbert y Vaucheray? ¿Qué vínculo inexplicable la unía con aquellos dos hombres? ¿Qué drama había podido mezclar las tres existencias, y sin duda también la de Daubrecq con ellas?

«Vamos, amiguito —pensaba Lupin—, devánate los sesos, que no lo encontrarás. ¡Ah!, si no hubiéramos exigido más que el indulto de Gilbert, como deseaba Clarisse, quizá habrías llegado a descubrir el pastel. Pero Vaucheray, ese bruto de Vaucheray, realmente no puede haber la menor relación entre la señora Mergy y él… ¡Ah, ah, bribón! Ahora me toca a mí… Me observa… El monólogo interior gira en torno a mí… “Y este señor Nicole, este pequeño pasante provinciano, ¿quién puede ser? ¿Por qué se ha entregado a Clarisse Mergy en cuerpo y alma? ¿Cuál es la verdadera personalidad de este intruso? He cometido un error no informándome… Tendré que ver eso…, tendré que desatar los cordones de esa máscara… Porque, en fin, no es natural que nadie se tome tanto trabajo para realizar un acto en el que no se está directamente interesado. ¿Por qué quiere también él salvar a Gilbert y a Vaucheray? ¿Por qué?…”».

Lupin volvió ligeramente la cabeza.

«¡Ay, ay, ay!… Una idea está atravesando su cráneo de funcionario…, una idea confusa que no logra expresarse… ¡Diantre! No convendría que adivinara ahora al señor Lupin bajo el señor Nicole. Serían excesivas complicaciones…».

Pero se produjo una distracción. El secretario de Prasville vino a anunciarle que la audiencia tendría lugar dentro de una hora.

—Está bien. Muchas gracias —dijo Prasville—. Déjenos.

Y, volviendo a reanudar la entrevista sin más rodeos, como hombre que quiere hacer las cosas con rapidez y exactitud, declaró:

—Creo que podremos arreglarnos. Pero ante todo, y para poder cumplir la misión de que voy a encargarme, necesito una información más completa. ¿Dónde se hallaba el papel?

—En el tapón de cristal, como suponíamos —respondió la señora Mergy.

—¿Y el tapón de cristal?

—En un objeto que Daubrecq vino a buscar hace unos días a la mesa del despacho, en su casa de la glorieta Lamartine, objeto que yo le quité ayer domingo.

—¿Y ese objeto?

—Un paquete de tabaco, un vulgar paquete de tabaco Maryland que andaba rodando por la mesa.

Prasville se quedó de piedra. Ingenuamente murmuró:

—¡Ah, si lo hubiera sabido! He tocado diez veces ese paquete de Maryland. ¡Cosa más tonta!

—¡Qué importa! —dijo Clarisse—. Lo esencial es que se haya efectuado el descubrimiento.

Prasville hizo una mueca que significaba que el descubrimiento le hubiera resultado mucho más agradable si lo hubiera efectuado él. Luego preguntó:

—¿De manera que tiene usted la lista?

—Sí.

—¿Aquí?

—Sí.

—Enséñemela.

Y como Clarisse vacilara, le dijo:

—¡Oh, no tema, por favor! Esa lista le pertenece y se la devolveré. Pero tiene usted que comprender que no puedo hacer la gestión de que se trata sin una certeza.

Clarisse consultó al señor Nicole con una mirada que Prasville sorprendió, y luego declaró:

—Aquí está.

Él cogió la hoja con cierta turbación, la examinó, y casi al instante dijo:

—Sí…, sí…, la escritura del cajero…, la reconozco. Es la firma del presidente de la Compañía… La firma roja… Además tengo otras pruebas… Por ejemplo, el trocito roto que completaba la esquina superior izquierda de esta hoja.

Abrió su caja fuerte, y de una cajita especial sacó un pequeñísimo trozo de papel que acercó a la esquina superior izquierda.

—Es ésta, sí; las dos esquinas rotas coinciden exactamente. La prueba es incontestable. Ya no queda más que verificar la naturaleza misma de este papel cebolla.

Clarisse estaba radiante de alegría. Nadie hubiera creído que el más horrible suplicio llevaba semanas y semanas desgarrándola y que aún estaba sangrando y palpitante.

Mientras Prasville aplicaba la hoja contra el cristal de una ventana, ella dijo a Lupin.

—Exija que avisen a Gilbert esta misma noche. ¡Debe de ser tan atrozmente desgraciado!

—Sí —dijo Lupin—. Además podrá ir usted a casa de su abogado y avisarlo.

Ella prosiguió:

—Y también quiero ver a Gilbert mañana mismo. Que Prasville piense lo que quiera.

—Desde luego. Pero antes tiene que ganar el pleito en el Elíseo.

—No irá a tener dificultades allí, ¿verdad?

—No. Ya ve usted que ha cedido en seguida.

Prasville continuaba sus investigaciones con ayuda de una lupa, y luego comparando la hoja con el trocito de papel roto. A continuación volvió a situarla contra la ventana. A continuación sacó de la cajita otras hojas de papel de carta y examinó una de ellas al trasluz.

—Bueno, ya está —dijo—, mi convicción está establecida. Me perdonará usted, querida amiga, pero era un trabajo muy delicado… He pasado por varias fases…, pues en fin, desconfiaba… y no sin razón…

—¿Qué quiere usted decir? —murmuró Clarisse.

—Un segundo; antes de nada tengo que dar una orden.

Llamó a su secretario:

—Telefonee inmediatamente a la Presidencia, por favor, que me excusen, pero que, por motivos de que daré debida cuenta más tarde, la audiencia ya es inútil.

Cerró otra vez la puerta y volvió hacia su mesa.

Clarisse y Lupin, de pie, sofocados, lo miraban con estupor, sin comprender aquel cambio súbito. ¿Estaba loco? ¿Era una maniobra por su parte? ¿Un incumplimiento de palabra? ¿Se negaría a mantener sus promesas ahora que poseía la lista?

Se la tendió a Clarisse.

—Puede usted llevársela.

—¿Llevármela…?

—Y devolvérsela a Daubrecq.

—¿A Daubrecq?

—A menos que prefiera quemarla.

—¿Pero qué está diciendo?

—Digo que yo en su lugar la quemaría.

—¿Por qué dice usted eso? Es absurdo.

—Al contrario: es muy razonable.

—Pero ¿por qué?, ¿por qué?

—¿Por qué? Voy a explicárselo. La lista de los veintisiete, y tenemos una prueba irrecusable de ello, la lista fue escrita en una hoja de papel de carta que pertenecía al presidente de la Sociedad del Canal, y del que tengo algunas muestras en esta cajita. Pues bien, todas estas muestras llevan como marca de fábrica una crucecita de Lorena, casi invisible, pero que puede usted ver al trasluz en el espesor del papel. La hoja que usted me trae no tiene esa cruz de Lorena.

Lupin sintió que un temblor nervioso lo agitaba de pies a cabeza, y no osaba volver los ojos a Clarisse, cuya espantosa desolación adivinaba; la oyó balbucear:

—¿Habrá que suponer entonces… que han engañado a Daubrecq?

—¡Nunca en la vida! —exclamó Prasville—. A usted sí que la han engañado, mi pobre amiga. Daubrecq tiene la lista verdadera, la lista que robó de la caja fuerte del moribundo.

—¿Y ésta?

—Ésta es falsa.

—¿Falsa?

—Perentoriamente falsa. Es una treta admirable de Daubrecq. Alucinada por el tapón de cristal, que él no hacía más que espejear ante sus ojos, usted no buscaba más que el tapón de cristal, donde él había encerrado cualquier cosa…, este papel mojado, mientras que él, tan tranquilo, conservaba…

Prasville se interrumpió. Clarisse avanzaba a pasitos, completamente rígida, con el aspecto de un autómata. Articuló:

—¿Entonces?

—¿Entonces qué, querida amiga?

—¿Se niega usted?

—Pues claro, me veo en la obligación absoluta…

—¿Se niega usted a hacer esa gestión?…

—Vamos a ver, ¿es posible esa gestión? Es que no puedo, basándome en un documento sin valor…

—¿No quiere usted?… ¿No quiere usted?… Y mañana por la mañana…, dentro de unas horas, Gilbert…

Estaba horriblemente pálida, la cara completamente hundida, semejante a una cara agónica. Sus ojos se abrían desmesuradamente y sus mandíbulas castañeteaban…

Lupin, temiendo las palabras inútiles y peligrosas que iba a pronunciar, la agarró por los hombros e intentó llevársela. Pero ella lo rechazó con una fuerza indomable, dio aún dos o tres pasos, se tambaleó como si estuviera a punto de caer, y de pronto, sacudida por la energía y la desesperación, agarró a Prasville y profirió:

—¡Tiene que ir allí!… ¡Tiene que ir en seguida!… Hay que salvar a Gilbert…

—Por favor, querida amiga, cálmese…

Ella soltó una carcajada estridente:

—¡Calmarme!… Cuando Gilbert, mañana por la mañana… ¡Ah!, no, tengo miedo…, es horrible… ¡Pero corra allá, miserable! ¡Obtenga su indulto!… ¿Es que no comprende todavía? ¡Gilbert…, Gilbert… es mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!

Prasville lanzó un grito. La hoja de un cuchillo brillaba en la mano de Clarisse, que levantaba el brazo para herirse a sí misma. Pero el movimiento no llegó a término. El señor Nicole le había cogido el brazo al paso y, desarmando a Clarisse, reduciéndola a la inmovilidad, pronunció con voz ardiente:

—¡Está haciendo usted una locura!… ¿No le he jurado salvarlo? Viva, pues, para él… Gilbert no morirá… ¿Es posible que muera, cuando yo le he jurado…?

—Gilbert…, hijo mío… —gemía Clarisse.

La estrechó violentamente, la derribó contra él y le aplicó la mano sobre la boca.

—¡Basta! ¡Cállese…! Le suplico que se calle… ¡Gilbert no morirá!…

Con una autoridad irresistible la arrastró, como a una niña sumisa, de pronto obediente; pero en el momento de abrir la puerta se volvió hacia Prasville:

—Espéreme, señor —ordenó con un tono imperioso—. Si realmente tiene usted interés por esa lista de los veintisiete…, por la verdadera lista, espéreme. Dentro de una hora, dentro de dos horas como mucho, estaré aquí y charlaremos. —Y luego bruscamente a Clarisse—: Y usted, señora, un poco de ánimo todavía. Se lo ordeno en nombre de Gilbert.

Por los pasillos, por las escaleras, sosteniendo a Clarisse bajo el brazo, como hubiera sostenido a un maniquí, levantándola, llevándola casi, salió a paso rápido. Un patio, luego otro patio, y luego la calle…

Durante aquel tiempo, Prasville, sorprendido al principio, aturdido por los acontecimientos, iba recobrando poco a poco su sangre fría y reflexionaba. Reflexionaba en la actitud de ese señor Nicole, simple comparsa al principio, que representaba junto a Clarisse el papel de esos consejeros a los que se recurre en las crisis de la vida, y que súbitamente, saliendo de su torpor, aparecía a plena claridad, resuelto, autoritario, lleno de fogosidad, desbordante de audacia, dispuesto a derribar todos los obstáculos que el destino le pusiera en medio. ¿Quién podía actuar así?

Prasville se sobresaltó. Aún no se había propuesto la pregunta a su mente, cuando la respuesta se imponía con una certeza absoluta. Todas las pruebas surgían, todas a cual más precisas, todas a cual más irrecusables.

Sólo una cosa desconcertaba a Prasville. El rostro del señor Nicole, su apariencia, no tenía la más pequeña relación, por lejana que fuese, con las fotografías que Prasville conocía de Lupin. Era un hombre completamente nuevo, de otra estatura, de otra corpulencia, con un corte de cara, una forma de boca, una expresión de la mirada, una tez, unos cabellos absolutamente diferentes de todas las indicaciones formuladas acerca de las señas del aventurero. ¿Pero no sabía Prasville que toda la fuerza de Lupin residía precisamente en su prodigiosa capacidad de transformación? No cabía duda alguna.

A toda prisa Prasville salió de su despacho. Se encontró con un cabo de la Seguridad y le dijo febrilmente:

—¿Llega usted ahora?

—Sí, señor secretario general.

—¿No se ha cruzado usted con un señor y una señora?

—Sí, en el patio, hace unos minutos.

—¿Reconocería usted a ese individuo?

—Creo que sí.

—Entonces, cabo, no hay un minuto que perder… Llévese con usted seis inspectores. Nos veremos en la plaza de Clichy. Haga una investigación sobre el señor Nicole y vigile la casa. El señor Nicole tiene que volver allí.

—¿Y si no vuelve, señor secretario general?

—Deténgalo. Aquí tiene una orden.

Volvió a su despacho, se sentó, y en una hoja especial escribió un nombre.

El cabo parecía alelado.

—Pero el señor secretario general me ha hablado de un tal señor Nicole.

—¿Y qué?

—La orden lleva el nombre de Arsenio Lupin.

—Arsenio Lupin y el señor Nicole no son más que un solo y mismo personaje.