X

¿Extra-dry?

Sobre una de las colinas que rodean a Niza con el más hermoso decorado que existe, entre el vallecillo del Mantega y el de San Silvestre, se eleva un hotel colosal desde donde se domina la ciudad y la maravillosa bahía de los Ángeles. Todo un mundo se apretuja, llegado de todas partes, dando como resultado una turbamulta de todas las clases y naciones.

La noche misma del sábado en que Lupin, Grognard y Le Ballu se hundían en Italia, Clarisse Mergy entraba en aquel hotel, pedía una habitación al mediodía y escogía la número 130 del segundo piso, que estaba libre desde por la mañana.

Aquella habitación estaba separada de la 129 por una doble puerta. En cuanto estuvo sola, Clarisse apartó la cortina que cubría la primera puerta, descorrió sin ruido el cerrojo y pegó su oreja contra la segunda.

«Él está aquí —pensó—. Está vistiéndose para ir al Círculo… como ayer».

Cuando su vecino hubo salido, atravesó el pasillo y, aprovechando un segundo en que el pasillo estaba desierto, se acercó a la puerta número 129. La puerta estaba cerrada con llave.

Durante toda la velada estuvo aguardando el regreso de su vecino, y no se acostó hasta las dos. El domingo por la mañana empezó otra vez a escuchar.

A las once el vecino se fue. Esta vez había dejado la llave en la puerta del pasillo.

Clarisse giró la llave a toda prisa, entró resueltamente, se dirigió hacia la puerta de comunicación, y luego, tras levantar la cortina y correr el cerrojo, se encontró como en su casa.

Al cabo de unos minutos oyó a dos criadas que estaban arreglando la habitación del vecino.

Esperó con paciencia hasta que se marcharon. Entonces, segura ya de no ser molestada, se deslizó de nuevo a la otra habitación.

La emoción la obligó a apoyarse en un sillón. Después de días y noches de encarnizada persecución, después de alternativas de esperanza o angustia, lograba por fin introducirse en una habitación ocupada por Daubrecq. Iba a poder buscar a sus anchas y, si no descubría el tapón de cristal, podría por lo menos esconderse en el espacio que había entre las dos puertas de comunicación y, detrás de la doble cortina, ver a Daubrecq, espiar sus movimientos y sorprender su secreto.

Buscó. Llamó su atención un bolso de viaje, que logró abrir, pero en el que sus pesquisas fueron inútiles.

Desordenó los casilleros de un baúl y los bolsillos de una maleta. Registró el armario, el secreter, el cuarto de baño, el guardarropa, todas las mesas y todos los muebles. Nada.

Se sobresaltó al ver en el balcón un papel arrugado, tirado allí como por casualidad.

«¿Y si por una treta de Daubrecq —pensó Clarisse— ese papel arrugado contuviera…?».

—No —dijo una voz detrás de ella, en el momento en que ponía la mano en la falleba.

Se volvió y vio a Daubrecq.

No sintió asombro, ni espanto, ni siquiera molestia al encontrarse frente a él. Hacía varios meses que llevaba sufriendo demasiado para preocuparse ahora por lo que Daubrecq pudiera pensar o decir de ella al sorprenderla así en flagrante delito de espionaje.

Se sentó con un gesto de abatimiento.

Él rió burlonamente:

—No. Hay un error, querida amiga. Como dicen los niños, no se está usted «quemando» nada. ¡Pero es que nada! ¡Y es tan fácil! ¿Quiere que la ayude? A su lado, querida amiga, en ese pequeño velador… ¡Qué diablos! Y no hay tantas cosas que digamos en ese velador… Hay para leer, para escribir, para fumar, para comer, y eso es todo… ¿Quiere una de esas frutas confitadas?… ¿O prefiere reservarse sin duda para la comida más sustancial que he encargado?

Clarisse no respondió. Ni siquiera parecía escuchar lo que él decía, como si hubiera esperado las otras palabras, más graves que aquéllas, que él no podía dejar de pronunciar.

Quitó del velador todos los objetos que lo llenaban, y los puso sobre la chimenea. Luego llamó.

Vino un maître d’hotel.

Él le dijo:

—¿Está ya lista la comida que encargué?

—Sí, señor.

—Hay dos cubiertos, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Y champán?

—Sí, señor.

—¿Extra-dry?

—Sí, señor.

Otro criado trajo una bandeja y colocó, en efecto, encima del velador dos cubiertos, una comida fría, fruta, y en un cubo con hielo una botella de champán.

Luego los dos criados se retiraron.

—A comer, querida señora. Como ve, me había acordado de usted y su cubierto estaba puesto.

Y sin aparentar darse cuenta de que Clarisse no parecía dispuesta en absoluto a hacer los honores a su invitación, se sentó y empezó a comer, a la vez que proseguía.

—Esperaba que acabaría usted por aceptar esta conversación a solas, palabra que sí. Pronto va a hacer ocho días que me rodea usted con su asidua vigilancia, y yo me decía: «Vamos a ver… ¿qué es lo que prefiere? ¿El champán dulce? ¿El champán seco? ¿El extra-dry?». De verdad que estaba perplejo. Sobre todo desde nuestra salida de París. Había perdido sus huellas, es decir, temía que usted hubiera perdido las mías y renunciado a esta persecución que me estaba resultando tan agradable. Echaba de menos en mis paseos sus bonitos ojos negros, tan brillantes de odio bajo su pelo un poco gris. Pero esta mañana he comprendido: la habitación contigua a ésta quedaba por fin libre, y mi amiga Clarisse había podido instalarse, ¿cómo diría yo?…, a mi cabecera. Desde ese momento me sentía tranquilo. Al volver aquí, en vez de comer en el restaurante según mi costumbre, contaba con encontrarla arreglando mis cositas a su aire y según sus particulares gustos. De ahí el encargo de los dos cubiertos…, uno para un servidor, y el otro para su bella amiga.

Ella lo escuchaba ahora, ¡y con qué terror! ¡Así que Daubrecq se sabía espiado! ¡Así que desde hacía ocho días había estado burlándose de ella y de todas sus maniobras!

En voz baja, con la mirada llena de ansiedad, le dijo:

—Lo ha hecho adrede, ¿verdad? Ha salido sólo para arrastrarme.

—Sí —dijo él.

—Pero ¿por qué?, ¿por qué?

—¿Y usted me lo pregunta, querida amiga? —dijo Daubrecq con su pequeño cloqueo de alegría.

Ella se levantó a medias de la silla e, inclinada hacia él, pensó, como pensaba todas las veces, en el asesinato que podía cometer, que iba a cometer. Un tiro, y la odiosa bestia sería abatida.

Deslizó lentamente su mano hacia el arma que llevaba metida en la blusa.

Daubrecq pronunció:

—Un segundo, querida amiga… Dispare dentro de un momento, pero antes le suplico que lea este telegrama que acabo de recibir.

Ella vacilaba, sin saber qué clase de trampa le tendía, pero él, sacando una hoja azul de su bolsillo, precisó:

—Esto atañe a su hijo.

—¿Gilbert? —dijo emocionada.

—Sí, Gilbert… Tenga, lea.

Lanzó un aullido de espanto. Había leído:

Ejecución tendrá lugar martes.

Y en seguida gritó, arrojándose sobre Daubrecq:

—¡No es verdad! ¡Es una mentira… para hacerme perder la cabeza…! ¡Ah, lo conozco…, es usted capaz de todo! ¡Pero confiese de una vez…! No es el martes, ¿verdad? ¡Dentro de dos días! No, no…, le digo que aún nos quedan cuatro días, quizá cinco, para salvarlo… ¡Pero confiéselo de una vez!

Ya no le quedaban fuerzas, agotada por aquel acceso de rebeldía, y su voz sólo emitía sonidos inarticulados.

Él la contempló un instante, se sirvió una copa de champán y se la bebió de un trago. Después de haber dado unos pasos de derecha a izquierda, volvió al lado de ella y le dijo:

—Escúchame, Clarisse…

El insulto de aquel tuteo la hizo sobresaltarse con una energía imprevista. Se incorporó e, indignada, jadeante:

—Le prohíbo…, le prohíbo hablarme así. Es una injuria que no acepto… ¡Ah, miserable!…

Él se encogió de hombros y prosiguió:

—Vamos, ya veo que no está todavía completamente a punto. Eso se debe sin duda a que aún le queda la esperanza de una ayuda. ¿Prasville quizá? ¿Ese excelente Prasville, cuyo brazo derecho es usted?… Mi buena amiga, cae usted en un mal momento. ¡Figúrese que Prasville anda también comprometido en el caso del Canal! No directamente… Es decir, que su nombre no está en la lista de los veintisiete, pero aparece bajo el nombre de uno de sus amigos, el ex diputado Vorenglade, Stanislas Vorenglade, su hombre de paja, al parecer un pobre diablo al que yo dejaba tranquilo, y no sin razón. Yo ignoraba todo esto, y de pronto ¿pues no me anuncian esta mañana por carta la existencia de un paquete de documentos que prueban la complicidad de nuestro buen Prasville? ¿Y quién es el que me lo anuncia? ¡El mismísimo Vorenglade! Vorenglade, que cansado de arrastrar su miseria quiere chantajear a Prasville, a riesgo de que lo detengan también a él, y que sólo pide llegar a un entendimiento conmigo. ¡Y Prasville salta! ¡Ja, ja, ésta sí que es buena!… ¡Y le juro que va a saltar el canalla! ¡Con el tiempo que lleva molestándome, maldita sea! Ah, Prasville, amigo mío, te lo tienes bien merecido…

Se frotaba las manos, feliz con aquella nueva venganza que se le presentaba. Y prosiguió:

—Ya lo ve, mi querida Clarisse…, por ese lado, no hay nada que hacer. ¿Entonces qué? ¿A qué raíz agarrarse? ¡Ah, pero si ya me olvidaba!… ¡El señor Arsenio Lupin! ¡El señor Grognard! ¡El señor Le Ballu!… ¡Puaf! Confesará usted que estos señores no han estado muy brillantes que digamos, y que todas sus proezas no me han impedido seguir tranquilamente mi camino. ¿Qué quiere usted? Esa gente se imagina que no tiene rival. En cuanto encuentran un adversario que no se queda patidifuso, como yo, empiezan a cambiar, amontonan metedura de pata tras metedura de pata, mientras creen que te están engañando de lo lindo. ¡Novatos, vaya! En fin, a pesar de todo, ya que usted sigue haciéndose ilusiones acerca del susodicho Lupin, ya que sigue contando con ese pobre infeliz para aplastarme y para obrar un milagro en favor del inocente Gilbert, vamos, soplemos sobre esa ilusión. ¡Ah, Lupin! ¡Señor Dios! ¡Ella cree en Lupin! ¡Ella pone en Lupin sus últimas esperanzas! ¡Lupin! ¡Aguarda un poco que te desinfle, ilustre fantoche!

Cogió el receptor del teléfono, que se comunicaba con la centralita del hotel, y pronunció:

—De parte del número 129, señorita. Por favor, diga a esa persona que está sentada frente a su mesa que suba… ¿Sí? Sí, señorita, un señor con un sombrero flexible de color gris. Ya está avisado… Muchas gracias, señorita.

Volvió a colgar el receptor y se volvió hacia Clarisse:

—No tenga miedo. Ese señor es la discreción misma. Por otra parte, es la divisa de su trabajo: «Celeridad y discreción». Ex agente de la Seguridad, ya me ha prestado diversos servicios, entre otros el de seguirla a usted mientras usted me seguía a mí. Si desde nuestra llegada al Mediodía no se ha ocupado tanto de usted, es porque ha estado ocupado con otras cosas. Entre, Jacob.

Él mismo le abrió la puerta, y entró un señor delgado, pequeño, con bigotes rubicundos.

—Jacob, tenga la bondad de decir a la señora en breves palabras lo que ha estado haciendo usted desde el miércoles por la noche, el día en que, tras dejarla subir en la estación de Lyon al tren de lujo que me llevaba hacia el mediodía, usted se quedó en el andén de aquella misma estación. Por supuesto no le pido que nos diga cómo ha empleado el tiempo en lo que se refiere a la señora y a la misión que le encomendé.

El señor Jacob buscó en el bolsillo interior de su chaqueta una libretita que hojeó, y con el tono que se emplea para leer un informe leyó las páginas siguientes:

—«Miércoles por la noche. Siete y cuarto. Estación de Lyon. Espero a los señores Grognard y Le Ballu. Llegan con un tercer personaje que no conozco todavía, pero que no puede ser otro que el señor Nicole. Por diez francos, un empleado de la estación me presta la blusa y la gorra. He abordado a esos señores y les he dicho, de parte de una señora, que se iba a Montecarlo. En seguida he telefoneado al criado del hotel Franklin. Todos los telegramas enviados a su jefe y remitidos por el susodicho jefe serán leídos por el susodicho criado y en caso de necesidad interceptados».

»Jueves. Montecarlo. Esos tres señores registran los hoteles.

»Viernes. Excursiones rápidas a La Turbie, a Cap-d’Ail, a Cap-Martin. El señor Daubrecq me telefonea. Juzga más prudente expedir a esos señores a Italia. Así que mando al criado del hotel Franklin que les envíe un telegrama citándolos en San Remo.

»Sábado. San Remo, andén de la estación. Por diez francos el portero del Embajadores Gran Hotel me presta la gorra. Llegada de esos tres señores. Nos abordamos. Les explico, de parte de una viajera, la señora Mergy, que siguen hasta Génova, hotel Continental. Vacilación de esos señores, el señor Nicole quiere descender. Lo sujetan. El tren arranca. Buena suerte, señores. Una hora después, vuelvo a coger un tren para Francia y me detengo en Niza, donde espero nuevas órdenes».

El señor Jacob cerró su libreta y concluyó:

—Esto es todo. La jornada de hoy no la anotaré hasta esta noche.

—Puede usted anotarla ya, señor Jacob. «Las doce. El señor Daubrecq me envía a la Compañía de coches-cama. Saco dos camas para París en el tren de las dos cuarenta y ocho, y se las envío al señor Daubrecq con un propio. En seguida tomo el tren de las doce cincuenta y ocho para Vintimille, ciudad fronteriza donde paso el día en la estación vigilando a todos los viajeros que entran a Francia. Si los señores Nicole, Grognard y Le Ballu tuvieran la idea de dejar Italia, de volver por Niza o de regresar a París, tengo orden de telegrafiar a la prefectura de Policía que el señor Arsenio Lupin y dos de sus cómplices están en el tren número X…».

Mientras hablaba, Daubrecq condujo al señor Jacob hasta la puerta. Volvió a cerrarla tras él, torció la llave, echó el cerrojo y, acercándose a Clarisse, le dijo:

—Ahora escúchame, Clarisse…

Esta vez ella no protestó. ¿Qué hacer contra un enemigo así, tan poderoso, tan ingenioso, que preveía hasta los menores detalles y que se burlaba de sus adversarios con tal desenvoltura? Si hasta ahora había podido esperar en la intervención de Lupin, ¿podría seguir haciéndolo en aquella hora en que él estaba vagabundeando por Italia en persecución de unos fantasmas?

Ahora entendía por qué tres telegramas enviados por ella al hotel Franklin se habían quedado sin respuesta. Daubrecq estaba allá, en la sombra, vigilando, haciendo el vacío a su alrededor, separándola de sus compañeros de lucha, llevándola poco a poco, prisionera y vencida, hasta las cuatro paredes de aquella habitación.

Sentía su debilidad. Estaba a merced del monstruo. Había que callarse y resignarse.

Él repitió con maligna alegría:

—Escúchame, Clarisse. Escucha las palabras irremediables que voy a pronunciar. Escúchalas bien. Son las doce. A las dos cuarenta y ocho sale el último tren, ¿lo oyes?, el último tren que puede llevarme a París mañana lunes a tiempo para salvar a tu hijo. Los trenes de lujo están completos. Así que tengo que salir a las dos cuarenta y ocho… ¿Lo hago?

—Sí.

Nuestros coches-cama están reservados. ¿Me acompañas?

—Sí.

—¿Conoces las condiciones de mi intervención?

—Sí.

—¿Aceptas?

—Sí.

—¿Serás mi mujer?

—Sí.

¡Ah, aquellas respuestas horribles! La infeliz las había dado en una especie de torpor horroroso, negándose incluso a comprender a qué se comprometía. Ante todo salir, apartar a Gilbert de la máquina sangrienta cuya visión la obsesionaba día y noche… Y después, y después, que viniera lo que tuviera que venir… Él rompió a reír.

—¡Ah, picaruela! Qué pronto lo has dicho… ¿Estás dispuesta a prometer cualquier cosa, eh? Lo esencial es salvar a Gilbert, ¿verdad? Después, cuando el ingenuo de Daubrecq presente su anillo de desposados, ¡naranjas de la China!, nos burlaremos de él. Venga, vamos, basta de palabras vagas. Nada de promesas que no comprometen… Hechos, hechos inmediatos.

Y, claramente, sentándose al lado de ella, articuló:

—Lo que yo te propongo…, lo que debe ser…, lo que será… es esto: Pediré, o más bien, exigiré, no el indulto de Gilbert, sino un plazo, una prórroga a la ejecución, una prórroga de tres o cuatro semanas. Inventarán cualquier pretexto, eso no me importa. Y cuando la señora Mergy se haya convertido en la señora Daubrecq, entonces, sólo entonces, reclamaré el indulto, es decir, la sustitución de la pena. Y estáte tranquila, me la concederán.

—Acepto…, acepto… —balbuceó ella. Él rió de nuevo.

—Sí, aceptas, porque no ocurrirá hasta dentro de un mes… y hasta entonces aún cuentas con encontrar alguna estratagema, un auxilio cualquiera…, al señor Arsenio Lupin…

—Te juro por la cabeza de mi hijo…

—¡La cabeza de tu hijo!… Pero, pobrecita mía, tú te condenarías con tal que no cayera…

—¡Ah, sí! —murmuró estremeciéndose—. ¡Vendería mi alma con alegría!

Él se deslizó contra ella y, en voz baja:

—Clarisse, no es el alma lo que yo te pido… Hace ya más de veinte años que toda mi vida gira en torno a este amor. Eres la única mujer que he amado… Detéstame… Exécrame… Me da igual…, pero no me rechaces… ¿Esperar? ¿Esperar un mes aún?… No, Clarisse, llevo esperando tantos años…

Se atrevió a tocarle la mano. Clarisse hizo tal gesto de asco, que él se llenó de rabia y gritó:

—¡Ah, te juro por Dios, preciosa, que el verdugo no gastará tantos modales cuando agarre a tu hijo!… ¡Y tú andas haciendo remilgos! ¡Pero piensa un poco, va a ocurrir dentro de cuarenta horas! Cuarenta horas nada más. ¡Y vacilas!… ¡Y tienes escrúpulos cuando se trata de tu hijo! Venga, vamos, menos lloriqueo, menos sentimentalismo estúpido… Mira las cosas bien de frente. Según tu juramento, eres mi mujer, eres mi novia desde ahora… Clarisse, Clarisse, dame tus labios…

Apenas si lo rechazó, el brazo extendido, pero desfalleciente. Y, con un cinismo en que se revelaba su naturaleza abominable, Daubrecq, mezclando las palabras crueles con las palabras de pasión, continuaba:

—Salva a tu hijo…, piensa en la última mañana, en la preparación fúnebre, la camisa escotada, el pelo cortado… Clarisse, Clarisse, yo lo salvaré… Estáte segura…, toda mi vida te pertenecerá… Clarisse.

Ella ya no resistía. Se había terminado. Los labios del hombre inmundo iban a tocar los suyos, y tenía que ser así, y no podía hacer nada que no fuera eso. Era su deber obedecer las órdenes del destino. Ella lo sabía desde hacía mucho tiempo. Lo comprendió y, con los ojos cerrados para no ver la faz innoble que se alzaba hacia la suya, se repetía a sí misma: «Mi hijo…, mi pobre hijo…».

Pasaron algunos segundos, diez, veinte quizá. Daubrecq ya no se movía. Daubrecq ya no hablaba. Y se asombró de aquel gran silencio, de aquel apaciguamiento súbito. ¿Tenía remordimientos el monstruo en el último instante?

Levantó los párpados.

El espectáculo que se ofreció ante ella la dejó pasmada de estupor. En lugar de la faz grotesca que esperaba encontrar, vio un rostro inmóvil, desconocido, torcido por una expresión de espanto sin límites, y cuyos ojos, invisibles bajo el doble obstáculo de las gafas, parecían mirar por encima de ella, por encima del sillón en que estaba postrada.

Clarisse se volvió. Dos cañones de revólver apuntados hacia Daubrecq surgían a la derecha un poco por encima del sillón. No vio más que eso, los dos revólveres enormes y temibles que dos puños crispados estrechaban. No vio más que eso, y también la cara de Daubrecq, que el miedo iba dejando poco a poco sin color hasta volverse lívida. Y, casi al mismo tiempo, alguien que se deslizó, que surgió brutalmente detrás de él, le echó uno de sus brazos alrededor del cuello, lo derribó con una violencia increíble, y le aplicó al rostro una mascarilla de guata y tela. Se desprendió un repentino olor a cloroformo.

Clarisse había reconocido al señor Nicole.

—¡Aquí, Grognard! —gritó—. ¡Aquí, Le Ballu! ¡Dejad los revólveres! ¡Ya lo tengo! No es más que un guiñapo… ¡Atadlo!

Daubrecq, en efecto, se replegó sobre sí mismo y cayó de rodillas como un pelele desarticulado. Bajo la acción del cloroformo, el bruto formidable se hundía, inofensivo y ridículo.

Grognard y Le Ballu lo envolvieron en una manta y lo ataron sólidamente.

—¡Ya está! ¡Ya está! —clamó Lupin levantándose de un salto.

Y con un acceso brusco de alegría se puso a bailar una giga desordenada en medio de la habitación, una giga que tenía algo de cancán, y contorsiones de machicha[28], y piruetas de derviche danzarín, y acrobacias de payaso, y zigzags de borracho. Y anunciaba, como si fueran números de music-hall:

—La danza del prisionero… El baile del cautivo… ¡Fantasía sobre el cadáver de un representante del pueblo!… ¡La polca del cloroformo!… ¡El doble bostón[29] de las gafas vencidas!… ¡Ole, ole, el fandango del chantajista!… ¡Y además, la danza del oso!… ¡Y además la tirolesa!… ¡La-rá, la-rá, la-lá!… Allons, enfants de la patrie[30]!… Zim, bumbum. Zim, bumbum…

Toda su naturaleza de gavroche[31], todos sus instintos de alegría, ahogados durante tanto tiempo por la ansiedad y por las derrotas sucesivas, todo eso hacía irrupción ahora, estallaba en accesos de risa, en excedente de ocurrencias, en una necesidad pintoresca de exuberancia y de tumulto infantil.

Esbozó un último trenzado, dio una vuelta alrededor de la habitación haciendo la rueda, y finalmente se puso de pie, con los puños en las caderas y un pie encima del cuerpo inerte de Daubrecq.

—¡Cuadro alegórico! —anunció—. ¡El arcángel de la Virtud aplastando a la hidra del Vicio!

Y resultaba tanto más cómico cuanto que Lupin aparecía bajo las especies del señor Nicole, con su disfraz y sus ropas de profesor libre, entorpecido, acompasado y como comprimido en sus costuras.

Una triste sonrisa iluminó el rostro de la señora Mergy, su primera sonrisa desde hacía meses y meses. Pero en seguida, volviendo a la realidad, imploró:

—Se lo suplico… pensemos en Gilbert.

Corrió hacia ella, la cogió entre los brazos, y con un movimiento espontáneo, tan ingenuo que ella no pudo por menos de reír, le estampó dos sonoros besos en ambas mejillas.

—Aquí está, señora, éste es el beso de un hombre honesto. En lugar de Daubrecq, soy yo quien te beso… Una palabra más y vuelvo a empezar, y encima te tuteo… Enfádate si quieres… ¡Ah, lo contento que estoy!

Puso una rodilla en tierra, y respetuosamente:

—Le pido perdón, señora. La crisis ha terminado.

Y, levantándose, de nuevo socarrón, continuó, mientras Clarisse se preguntaba adónde quería ir a parar.

—¿Desea la señora? ¿El indulto de su hijo, tal vez? ¡Adjudicado! Señora, tengo el honor de concederle el indulto de su hijo, la conmutación de su pena por la de trabajos forzados a perpetuidad, y, como desenlace, su próxima evasión. Convenido, ¿eh, Grognard? Convenido, ¿eh, Le Ballu? Nos embarcamos para Nouméa[32] antes que el chico y lo preparamos todo. ¡Ah, respetable Daubrecq, tendríamos que encenderte un buen cirio! Y te lo recompensamos tan mal… Pero también te confieso que ya te estabas pasando un poquito. ¡Cómo! ¡Tratar al bueno de Lupin de novato, de pobre infeliz, y eso mientras está escuchando a tu puerta! ¡Tratarlo de ilustre fantoche! No dirás, eh: me parece que el ilustre fantoche no se ha manejado tan mal, mientras que tú no es para sentirte orgulloso que digamos, ¿eh, representante del pueblo?… ¡Pero qué cara! ¿Qué? ¿Qué quieres? ¿Una pastilla de Vichy? ¿No? ¿Una última pipa, tal vez? ¡Eso es, eso es!

Tomó una de las pipas de la chimenea, se inclinó hacia el cautivo, separó la mascarilla, y le introdujo entre los dientes la boquilla de ámbar.

—Chupa, amigo mío, chupa. De verdad que tienes una cara rarilla con el tapón en las narices y el quemamorros en el pico. ¡Vamos, chupa, leñe! ¡Ah, pero si me había olvidado de cargarte la pipa! ¿Dónde tienes el tabaco? ¿Tu Maryland preferido?… ¡Ah, está aquí!

Cogió de la chimenea un paquete amarillo, sin empezar, y rompió el precinto.

—¡El tabaco del señor! ¡Atención! Es una hora solemne.

»¡Diantre, cargar la pipa del señor! ¡Qué honor! ¡Sigan con atención mis movimientos! Nada en las manos, nada en los bolsillos…

Abrió el paquete, y con ayuda del índice y el pulgar, lentamente, delicadamente, como un prestidigitador que trabaja en presencia de un público boquiabierto, y que, con la sonrisa en los labios, los codos doblados, las mangas levantadas, acaba su juego de pasapasa, retiró de entre las briznas de tabaco un objeto brillante que ofreció a los espectadores.

Clarisse lanzó un grito.

Era el tapón de cristal.

Ella se precipitó hacia Lupin y se lo arrancó.

—¡Es éste, es éste! —profirió febril—. ¡Éste no tiene el arañazo en la caña! Y además, mire, esta línea que lo parte por la mitad, en el sitio donde terminan las facetas de oro… Es éste, se afloja a rosca… ¡Ah, Dios mío, ya no tengo fuerzas…!

Temblaba de tal modo, que Lupin volvió a cogerle el tapón y lo aflojó el mismo.

El interior de la cabeza estaba hueco, y en el hueco había un trozo de papel enrollado en forma de bolita.

—El papel de cebolla —dijo en voz baja, también emocionado y con las manos temblorosas.

Hubo un gran silencio. Los cuatro sintieron el corazón a punto de romperse, y tuvieron miedo de que fuera a ocurrir.

—Por favor…, por favor… —balbuceó Clarisse.

Lupin desplegó el papel.

Había nombres escritos unos encima de otros.

Había veintisiete, los veintisiete nombres de la famosa lista. Langeroux, Dechaumont, Vorenglade, Albufex, Laybach, Victorien Mergy, etc.

Y debajo, la firma del presidente del Consejo de administración del Canal francés de los Dos Mares, la firma color de sangre…

Lupin consultó su reloj.

—La una menos cuarto —dijo—. Aún nos quedan veinte minutos largos… Vamos a comer.

—Pero —dijo Clarisse, que ya empezaba a excitarse—, no olvide…

Él declaró simplemente:

—Me muero de hambre.

Se sentó ante el velador, se cortó una buena lonja de paté y dijo a sus cómplices:

—¿Grognard? ¿Le Ballu? ¿Reponemos fuerzas?

—No es cosa de negarse, jefe.

—Entonces daos prisa, muchachos. Y encima, un vaso de champán; invita el cloroformizado. A tu salud, Daubrecq. ¿Champán dulce? ¿Champán seco? ¿Extra-dry?