IX

En las tinieblas

Una habitación de hotel en Amiens… Por primera vez Arsenio Lupin recobra un poco el conocimiento. Clarisse está a su cabecera, así como Le Ballu.

Charlan los dos, y Lupin, sin abrir los ojos, escucha. Se entera de que han temido por sus días, pero que el peligro ha pasado. Luego, en el curso de la conversación, capta algunas palabras que le revelan lo que pasó en la trágica noche de Mortepierre, la bajada de Daubrecq, el pasmo de los cómplices al no reconocer al jefe, luego la lucha breve; Clarisse, que se lanza sobre Daubrecq y que es herida en el hombro por una bala; Daubrecq, que salta a la orilla; Grognard, que dispara dos veces y se lanza en su persecución; Le Ballu, que trepa por la escalera y encuentra al jefe desvanecido.

—¡Palabra! —explica Le Ballu—. Todavía me pregunto cómo no rodó abajo. Había, sí, una especie de hoyo en aquel lugar, pero un hoyo en pendiente, y era preciso que, incluso medio muerto, se agarrase con sus diez dedos. ¡Por vida de Satanás, qué a tiempo llegue!

Lupin escucha, escucha desesperadamente. Reúne sus fuerzas para recoger y comprender las palabras. Pero de pronto pronuncian una frase terrible: Clarisse, llorando, habla de los dieciocho días que acaban de transcurrir, otros dieciocho días perdidos para la salvación de Gilbert.

¡Dieciocho días! La cifra espanta a Lupin. Piensa que todo ha terminado, que nunca podrá reponerse y continuar la lucha, y que Gilbert y Vaucheray morirán… Su cerebro se le escapa. Y otra vez la fiebre, otra vez el delirio.

* * *

Y pasaron otros días. Quizá sea ésta la época de su vida de la que Lupin habla con más espanto. Aún le quedaba conciencia suficiente y tenía minutos bastante lúcidos para darse cuenta exacta de la situación. Pero no podía coordinar las ideas, seguir un razonamiento e indicar o prohibir a sus amigos una determinada línea de conducta.

Cuando salía de su torpor, se encontraba a menudo con su mano en la mano de Clarisse, y, en ese estado de duermevela en que la fiebre le mantiene a uno, le decía palabras extrañas, palabras de ternura y de pasión, implorándola y dándole las gracias, y bendiciéndola por toda la luz y la alegría que ella ponía en las tinieblas.

Luego, más tranquilo, y sin comprender bien lo que había dicho, se esforzaba por bromear:

—¿He estado delirando, verdad? ¡La de tonterías que he debido de contar!

Pero, por el silencio de Clarisse, Lupin se daba cuenta de que podía decir todas las tonterías que la fiebre le inspirase… Ella no las oía. Los cuidados que prodigaba al enfermo, su abnegación, su vigilancia, su inquietud a la menor recaída, todo ello iba dirigido no a él mismo, sino al posible salvador de Gilbert. Espiaba con ansiedad los progresos de la convalecencia. ¿Cuándo se sentiría capaz de ponerse otra vez en campaña? ¿No era una locura entretenerse junto a él cuando cada día se llevaba un poco de esperanza?

Lupin no cesaba de repetirse, con el convencimiento íntimo de que así podía influir en su mal:

«Quiero curarme… quiero curarme…».

Y no se movía durante jornadas enteras para no desarreglar el vendaje ni incrementar, por poco que fuese, la sobreexcitación de sus nervios.

También se esforzaba por no pensar en Daubrecq. Pero la imagen de su formidable adversario lo hechizaba.

Una mañana Arsenio Lupin se despertó más dispuesto. La herida se había cerrado, la temperatura era casi normal. Un doctor amigo suyo, que venía diariamente de París, le prometió que podría levantarse dos días después. Y desde aquel día, en ausencia de sus cómplices y de la señora Mergy, que se habían ido los tres la antevíspera en busca de informes, pidió que lo acercasen a la ventana abierta.

Sentía que la vida entraba en él con la claridad del sol, con el aire más tibio, que anunciaba la proximidad de la primavera. Volvía a encontrar el encadenamiento de sus ideas, y los hechos se ordenaban en su cerebro según un orden lógico y según sus secretas relaciones.

Por la noche recibió un telegrama de Clarisse, en el que le anunciaba que las cosas iban mal y que se quedaba en París con Grognard y Le Ballu. Muy atormentado por aquel telegrama, pasó una noche no tan buena. ¿Qué nuevas podían haber motivado el telegrama de Clarisse?

Pero al día siguiente llegó a su habitación, completamente pálida, los ojos enrojecidos de lágrimas, y cayó sin fuerzas.

—El recurso de casación ha sido rechazado —balbuceó.

Él se dominó y dijo con voz de extrañeza:

—¿Pero es que contaba usted con ello?

—No, no —dijo—, pero siempre se espera…, contra todo y contra todos…

—¿Ha sido ayer cuando lo han rechazado?

—Hace ocho días. Le Ballu me lo ha ocultado y yo no me atrevía a leer los periódicos.

Lupin insinuó:

—Queda el indulto…

—¿El indulto? ¿Cree usted que indultarán a los cómplices de Arsenio Lupin?

Ella lanzó estas palabras con un arrebato y una amargura de que él no pareció darse cuenta, y pronunció:

—A Vaucheray, no, quizá… Pero tendrán piedad de Gilbert, de su juventud…

—No habrá piedad para él.

—¿Qué sabe usted?

—He visto a su abogado.

—¡Ha visto usted a su abogado! ¿Y le ha dicho…?

—Le he dicho que yo era la madre de Gilbert, y le he preguntado si, proclamando la identidad de mi hijo, se podría influir en el desenlace… o al menos retrasarlo.

—¿Haría usted eso? —murmuró él—. ¿Confesaría usted…?

—La vida de Gilbert ante todo. ¡Qué me importa mi nombre! ¡Qué me importa el nombre de mi marido!

—¿Y el del pequeño Jacques? —objetó Lupin—. ¿Tiene derecho a perder a Jacques y hacer de él el hermano de un condenado a muerte?

Ella bajó la cabeza y él prosiguió:

—¿Qué le ha respondido el abogado?

—Me ha respondido que tal acto no le serviría de nada a Gilbert. Y, pese a todas sus protestas, he visto claramente que él no se hacía ninguna ilusión y que la comisión de indultos se decidiría por la ejecución.

—La comisión, puede. ¿Pero el presidente de la República?

—El presidente está siempre de acuerdo con el parecer de la comisión.

—Esta vez no estará de acuerdo.

—¿Por qué?

—Porque influiremos en él.

—¿Cómo?

—Por medio de la entrega condicional del papel de los veintisiete.

—¿Es que lo tiene usted?

—No.

—¿Entonces?

—Lo tendré.

Su certeza no se había doblegado. Y lo afirmaba con tanta calma y con tanta fe en el poder infinito de su voluntad…

Ella se encogió ligeramente de hombros, con menos confianza en él.

—Si Albufex no le ha robado la lista, sólo hay un hombre que pueda influir, uno solo. Daubrecq.

Dijo estas palabras con una voz baja y distraída que lo hizo sobresaltarse. ¿Seguía pensando, como a menudo él había creído notar, en volver a ver a Daubrecq y pagarle la salvación de Gilbert?

—Una vez me hizo usted un juramento —dijo—. Se lo recuerdo. Convinimos en que la lucha contra Daubrecq sería dirigida por mí, sin que hubiera jamás posibilidad de acuerdo entre usted y él.

Ella replicó:

—Ni siquiera sé dónde está. Si lo supiera, ¿no lo sabría usted también?

La respuesta era evasiva. Pero él no insistió, prometiéndose vigilarla en el momento oportuno, y le preguntó, pues aún había bastantes detalles que no le habían contado:

—Entonces, ¿no se sabe qué ha sido de Daubrecq?

—No se sabe. Evidentemente lo alcanzó una de las balas de Grognard, pues al día siguiente de su evasión recogimos en una espesura un pañuelo lleno de sangre. Además, al parecer, alguien vio en la estación de Aumale a un hombre que parecía muy cansado y que andaba con gran dificultad. Tomó un billete para París, subió en el primer tren que pasó… y eso es todo lo que sabemos…

—Debe de estar gravemente herido —pronunció Lupin—, y estará curándose en algún refugio seguro. También es posible que haya juzgado prudente sustraerse durante algunas semanas a las posibles trampas de la policía, de Albufex, de usted, de mí, de todos sus enemigos.

Reflexionó y continuó:

—¿Qué ha pasado en Mortepierre después de la evasión? ¿No se ha comentado nada en el lugar?

—No. Al alba la cuerda ya había sido retirada, lo que prueba que Sebastiani y sus hijos se dieron cuenta aquella misma noche de la huida de Daubrecq. Durante toda aquella jornada Sebastiani estuvo ausente.

—Sí, habrá prevenido al marqués. ¿Y él dónde está?

—En su casa. Y, según las investigaciones de Grognard, tampoco allí hay nada sospechoso.

—¿Podemos estar seguros de que no ha penetrado en el hotel de la glorieta Lamartine?

—Tan seguros como se puede estarlo.

—¿Daubrecq tampoco?

—Daubrecq tampoco.

—¿Ha visto usted a Prasville?

—Prasville está de permiso. Está de viaje. Pero el inspector principal Blanchon, que se ha encargado del caso, y los agentes que guardan el hotel aseguran que, conforme a las órdenes de Prasville, su vigilancia no se ha relajado un instante, ni siquiera de noche; que uno de ellos por turno se queda de guardia en el despacho, y que, por consiguiente, nadie ha podido introducirse allí.

—¿Así que —concluyó Arsenio Lupin— en principio el tapón de cristal debería encontrarse todavía en el despacho de Daubrecq?

—Si estaba allí antes de la desaparición de Daubrecq, tiene que estar todavía en el despacho.

—Y encima de la mesa.

—¿Encima de la mesa? ¿Por qué dice usted eso?

—Porque lo sé —dijo Lupin, que no había olvidado la frase de Sebastiani.

—¿Pero no conoce usted el objeto donde está escondido el tapón?

—No. Pero una mesa es un espacio reducido. En veinte minutos se la explora. En diez minutos, si es preciso, se la despedaza.

La conversación había fatigado un poco a Arsenio Lupin. Como no quería cometer ninguna imprudencia, dijo a Clarisse:

—Escuche, aún tengo que pedirle dos o tres días. Hoy estamos a lunes 4 de marzo. Pasado mañana, miércoles, el jueves lo más tarde, yo estaré en pie. Y puede estar segura de que lo lograremos.

—¿Y entretanto?

—Entretanto vuelva a París. Instálese con Grognard y Le Ballu en el hotel Franklin, cerca del Trocadero[23], y vigile la casa de Daubrecq. Usted tiene allí entrada libre. Estimule el celo de los agentes.

—¿Y si vuelve Daubrecq?

—Si vuelve, tanto mejor, es nuestro.

—¿Y si no hace más que pasar?

—En ese caso, que lo sigan Grognard y Le Ballu.

—¿Y si pierden su rastro?

Lupin no respondió. ¡Nadie mejor que él sabía cuán funesto resultaba permanecer inactivo en una habitación de hotel, y cuán útil hubiera sido su presencia en el campo de batalla! Incluso era posible que aquella idea confusa hubiera prolongado su mal más allá de los límites ordinarios.

Murmuró:

—Váyase, se lo suplico.

Había entre ellos una desazón que se acentuaba con la cercanía del día terrible. Injusta, olvidando, o queriendo olvidar, que había sido ella la que había lanzado a su hijo a la aventura de Enghien, la señora Mergy no olvidaba que la justicia perseguía a Gilbert con tal rigor no tanto como criminal cuanto como cómplice de Lupin. Y además, a pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de los prodigios de su energía, ¿a qué resultado había llegado Lupin en fin de cuentas? ¿En qué había aprovechado a Gilbert su intervención?

Después de un silencio, ella se levantó y lo dejó solo.

Al día siguiente estuvo bastante débil. Pero al segundo día, que era el miércoles, cuando el doctor exigió que se quedara aún hasta el fin de la semana, respondió:

—¿Qué puede pasarme si no?

—Que le vuelva la fiebre.

—¿Nada más?

—No. La herida ha cicatrizado suficientemente.

—Entonces, que venga lo que quiera. Subo con usted a su auto. A mediodía estaremos en París.

Lo que determinó a Lupin a salir inmediatamente fue ante todo una carta de Clarisse concebida en estos términos: «He encontrado el rastro de Daubrecq…». Y también la lectura de un telegrama publicado por los periódicos de Amiens, telegrama que anunciaba la detención del marqués de Albufex, comprometido en el caso del Canal.

Daubrecq se había vengado.

Ahora bien, si Daubrecq podía vengarse, era porque el marqués no había podido prevenir aquella venganza apoderándose del documento que se encontraba encima de la mesa misma del despacho. Era porque los agentes del inspector principal Blanchon, establecidos por Prasville en el hotel de la glorieta Lamartine, habían realizado una buena vigilancia. En una palabra, era porque el tapón de cristal aún estaba allí.

Allí estaba aún, y ello probaba, o bien que Daubrecq no se atrevía a volver a su casa, o bien que su estado de salud se lo impedía, o incluso que tenía la suficiente confianza en su escondrijo, como para no tomarse el trabajo de molestarse.

En todo caso no había duda alguna acerca de la conducta que seguir: había que actuar, y actuar lo más rápidamente posible. Había que adelantarse a Daubrecq y apoderarse del tapón de cristal.

Tan pronto como hubieron franqueado el bosque de Boulogne y el automóvil llegó a los alrededores de la glorieta Lamartine, Lupin se despidió del doctor y se bajó. Grognard y Le Ballu, con quienes había quedado citado, se reunieron con él.

—¿Y la señora Mergy? —les dijo.

—No ha vuelto desde ayer. Hemos sabido por un neumático[24] que vio salir a Daubrecq de casa de sus primas y subir en coche. Tiene el número del coche y nos pondrá al corriente de sus pesquisas.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—¿Ninguna otra novedad?

—Sí, en el Paris-Midi; esta noche, en la celda de la Santé, Albufex se ha abierto las venas con un trozo de cristal. Al parecer ha dejado una larga carta, carta de confesión y acusación al mismo tiempo, confesando su falta, pero acusando a Daubrecq de su muerte y exponiendo el papel representado por Daubrecq en el caso del Canal.

—¿Eso es todo?

—No. El mismo periódico anuncia que, según indicios de toda solvencia, la comisión de indultos, después del examen del informe, ha denegado el indulto de Vaucheray y de Gilbert, y que el viernes probablemente el presidente de la República recibirá a sus abogados.

Lupin sintió un estremecimiento.

—No dan largas, no —dijo—. Se ve que Daubrecq, desde el primer día, ha dado un vigoroso impulso a la vieja máquina judicial. Una semanita más y caerá la cuchilla. ¡Ah, mi pobre Gilbert! Si el informe que pasado mañana lleve tu abogado al presidente de la República no contiene la oferta incondicional de la lista de los veintisiete, mi pobre Gilbert, vas de culo.

—Vamos, vamos, jefe, ¿ahora es usted quien se desanima?

—¡Yo! ¡Qué tontería! Dentro de una hora tendré el tapón de cristal. Dentro de dos horas veré al abogado de Gilbert. Y la pesadilla habrá terminado.

—¡Bravo, jefe! Volvemos a reconocerlo. ¿Le esperamos aquí?

—No. Volved al hotel. Yo me reuniré con vosotros.

Se separaron. Lupin fue derecho hacia la reja del hotel y llamó al timbre.

Le abrió un agente, que lo reconoció.

—El señor Nicole, ¿verdad?

—Sí, soy yo —dijo—. ¿Está aquí el inspector Blanchon?

—Sí, aquí está.

—¿Puedo hablar con él?

Lo condujeron al despacho, donde el inspector lo recibió con una solicitud visible.

—Señor Nicole, tengo orden de ponerme a su entera disposición. E incluso me siento muy contento de verlo hoy.

—¿Y por qué hoy precisamente, señor inspector?

—Porque hay novedad.

—¿Algo grave?

—Muy grave.

—Hable. Rápido.

—Daubrecq ha vuelto.

—¿Eeeh? ¡Cómo! —gritó Lupin sobresaltado—. ¿Ha vuelto Daubrecq? ¿Está aquí?

—No, ya se ha marchado.

—¿Y ha entrado aquí, a este despacho?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿Y no se lo ha impedido usted?

—¿Con qué derecho?

—¿Y lo ha dejado usted solo?

—Sí, lo hemos dejado solo, nos lo ha ordenado terminantemente.

Lupin se sintió palidecer.

¡Daubrecq había vuelto a buscar el tapón de cristal!

* * *

Guardó silencio durante largo tiempo, y no dejaba de repetirse a sí mismo:

«Ha vuelto a buscarlo… Ha tenido miedo de que se lo encontráramos y se lo ha llevado… ¡Pardiez! Era inevitable… Albufex detenido, Albufex acusado y acusante, era preciso que Daubrecq se defendiera. La partida se está poniendo dura para él. Después de meses y meses de misterio, el público se entera por fin de que el ser infernal que ha combinado todo el drama de los veintisiete y que deshonra y que mata es él, Daubrecq. ¿Qué sería de él si por un milagro su talismán dejara de protegerlo? Se lo ha llevado».

Con una voz a la que trataba de dar firmeza, dijo:

—¿Se ha quedado mucho tiempo?

—Quizá veinte segundos.

—¡Cómo, veinte segundos! ¿No más? ¿Nada más?

—Nada más.

—¿Qué hora era?

—Las diez.

—¿Podía haberse enterado ya entonces del suicidio del marqués de Albufex?

—Sí. He visto que llevaba en el bolsillo la edición especial que ha publicado el Paris-Midi a este respecto.

—Es eso…, es eso… —dijo Lupin.

Y preguntó aún:

—¿No le había dado el señor Prasville instrucciones especiales referentes a la posible vuelta de Daubrecq?

—No. Es más, en ausencia del señor Prasville, he telefoneado a la Prefectura y estoy esperando. Usted sabe que la desaparición del diputado Daubrecq ha armado mucho ruido, y nuestra presencia aquí es admisible a los ojos del público mientras dure esa desaparición. Pero, ya que Daubrecq ha vuelto, ya que tenemos la prueba de que no está secuestrado ni muerto, ¿podemos seguir en esta casa?

—¡Qué importa ya! —dijo Lupin distraídamente—. ¡Qué importa que la casa esté vigilada o no! Daubrecq ha vuelto: luego el tapón de cristal no está aquí.

Aún no había acabado esta frase, cuando una pregunta le vino a la mente de forma espontánea. Si el tapón de cristal ya no estaba allí, ¿no podía verse en algún signo material? La desaparición de aquel objeto, contenido sin duda alguna en otro objeto, ¿había dejado una huella, un vacío?

La comprobación era fácil. Simplemente se trataba de examinar la mesa, ya que Lupin sabía, por las bromas de Sebastiani, que allí estaba el lugar del escondrijo. Y ese escondrijo no podía ser complicado, puesto que Daubrecq no se había quedado en su despacho más de veinte segundos, el tiempo, por así decirlo, de entrar y salir.

Lupin miró. Y fue inmediato. Su memoria había grabado tan fielmente la imagen de la mesa con la totalidad de los objetos colocados sobre ella, que la ausencia de uno de ellos le chocó instantáneamente, como si aquel objeto y sólo aquél hubiera sido la señal característica que distinguía a aquella mesa de todas las demás.

«¡Oh! —pensó con un estremecimiento de alegría—. ¡Todo concuerda…, todo…, hasta ese principio de palabra que la tortura arrancó a Daubrecq en la torre de Mortepierre! El enigma está descifrado. Esta vez no hay duda posible, se acabaron los tanteos. Estamos tocando la meta».

Y, sin responder a las preguntas del inspector, pensaba en la simplicidad del escondrijo y se acordaba de la maravillosa historia de Edgar Poe[25], en que la carta robada y tan ávidamente buscada se encontraba en cierto modo a la vista de todos. Nunca se sospecha de lo que no parece estar oculto.

«Vamos —se dijo Lupin al salir, muy excitado por su descubrimiento—, está escrito que en esta maldita aventura me toparé hasta el fin con las peores decepciones. Todo lo que construyo se derrumba al instante. Toda conquista acaba en desastre».

Sin embargo, no se dejaba abatir. Por una parte, conocía el modo como el diputado Daubrecq ocultaba el tapón de cristal. Por otra parte, iba a saber a través de Clarisse Mergy el refugio mismo de Daubrecq. Desde ese momento el resto no sería más que un juego de niños para él.

Grognard y Le Ballu lo esperaban en el salón del hotel Franklin, un pequeño hotel familiar situado al lado del Trocadero. La señora Mergy no les había escrito todavía.

—¡Bah —dijo—, tengo confianza en ella! No dejará a Daubrecq antes de tener seguridad.

Sin embargo, a la caída de la tarde empezó a perder la paciencia y a inquietarse. Estaba librando una batalla —esperaba que fuera la última— en que el menor retraso los exponía a comprometerlo todo. Si Daubrecq despistaba a la señora Mergy, ¿cómo volver a atraparlo? Ya no disponían, para reparar los errores cometidos, de semanas o de días, sino más bien de horas, un número de horas terriblemente reducido.

Al ver al dueño del hotel, lo interpeló:

—¿Está usted seguro de que no ha habido ningún neumático a nombre de mis dos amigos?

—Absolutamente seguro.

—¿Y a mi nombre, a nombre del señor Nicole?

—Tampoco.

—Es curioso —dijo Lupin—. Esperábamos tener noticias de la señora Audran (era el nombre con el que Clarisse se había hospedado).

—Pero si esa señora ha venido —gritó el patrón.

—¿Qué dice?

—Ha venido hace un poco y, como estos señores no estaban aquí, ha dejado una carta en su habitación. ¿No se lo ha dicho el criado?

Lupin y sus amigos subieron a toda velocidad.

En efecto, había una carta encima de la mesa.

—Mira —dijo Lupin—, está abierta. ¿Cómo es eso? ¿Y por qué estos tijeretazos?

La carta contenía las siguientes líneas:

Daubrecq ha pasado la semana en el hotel Central.

Esta mañana ha mandado llevar su equipaje a la estación de

y ha telefoneado que le reserven un coche cama para

No sé a qué hora sale el tren. Pero estaré toda la tarde en la estación. Vengan los tres lo más rápidamente posible. Prepararemos el secuestro.

—¡Pues sí! —dijo Le Ballu—. ¿A qué estación? ¿Y para dónde el coche cama? Ha recortado justo el emplazamiento de esas palabras.

—Ni más ni menos —dijo Grognard—. Dos tijeretazos en cada sitio y las únicas palabras útiles han saltado. ¡Ésta sí que es buena! ¿Pero es que la señora Mergy ha perdido la cabeza o qué?

Lupin no se movía. Tal afluencia de sangre batía sus sienes, que había pegado sus puños contra ellas y apretaba con todas sus fuerzas. La fiebre le subía, ardiente y tumultuosa, y su voluntad, exasperada hasta el sufrimiento, se contraía sobre aquella enemiga solapada que era preciso ahogar instantáneamente, si él mismo no quería verse vencido sin retorno.

Murmuró muy tranquilo:

—Daubrecq ha venido aquí.

—¡Daubrecq!

—¿Podemos suponer que la señora Mergy se haya entretenido en suprimir ella misma esas dos palabras? Daubrecq ha venido aquí. La señora Mergy creía vigilarlo. Y era él quien la vigilaba a ella.

—¿Cómo?

—Sin duda por medio de ese criado que no nos ha avisado a nosotros de que la señora Mergy ha pasado por el hotel, pero que sí habrá avisado a Daubrecq. Ha venido. Ha leído la carta. Y, por ironía, se ha conformado con recortar las palabras esenciales.

—Podemos saberlo…, interrogarlo…

—¡Para qué! Para qué saber cómo ha venido, si sabemos que ha venido.

Examinó la carta durante un buen rato, la volvió del derecho y del revés, luego se levantó y dijo:

—Vámonos.

—¿Pero adónde?

—A la estación de Lyon.

—¿Está usted seguro?

—Con Daubrecq no estoy seguro de nada. Pero como, por el contenido mismo de la carta, tenemos que elegir entre la estación del Este y la estación de Lyon, supongo que sus asuntos, sus diversiones, su salud conducirán a Daubrecq más bien hacia Marsella y la Costa Azul que hacia el este de Francia.

Eran más de las siete de la tarde cuando Lupin y sus compañeros dejaron el hotel Franklin. Un automóvil los hizo atravesar París a toda velocidad. Pero en unos minutos pudieron comprobar que Clarisse Mergy no estaba fuera de la estación, ni en las salas de espera, ni en los andenes.

—Sin embargo…, sin embargo… —rezongaba Lupin, cuya agitación crecía con los obstáculos—, sin embargo, si Daubrecq ha encargado un coche cama, no puede ser más que en un tren de la noche. ¡Y no son más que las siete y media!

Un tren salía en ese momento. El rápido de la noche. Tuvieron tiempo de galopar a lo largo de los pasillos. Nadie…, ni la señora Mergy, ni Daubrecq.

Pero, cuando ya se iban los tres, un mozo de cuerda, un maletero, los abordó ante la fonda.

—¿Alguno de ustedes se llama Le Ballu?

—Sí, sí, sí —dijo Lupin—. Rápido… ¿Qué quiere usted?

—¡Ah, es usted, señor! Por eso me había dicho la señora que quizá fueran ustedes tres…, quizá dos… Y yo no sabía muy bien…

—¡Pero hable de una vez, por Dios! ¿Qué señora?

—Una señora que se ha pasado el día en la acera, al lado del equipaje, esperando…

—¿Y después?… ¡Pero hable! ¿Ha cogido un tren?

—Sí, el tren de lujo, a las seis treinta… En el último momento se ha decidido, y me ha dicho que se lo diga… Y me ha dicho que les diga también que el señor estaba en ese tren, y que se iban a Montecarlo.

—¡Ah, maldición! —murmuró Lupin—. ¡Hubiéramos tenido que coger el rápido hace un instante! Ahora no nos quedan más que los trenes de la noche. ¡Y no se adelantan! Hemos perdido más de tres horas.

El tiempo les parecía interminable. Reservaron los asientos. Telefonearon al dueño del hotel Franklin para que les enviara la correspondencia a Montecarlo. Cenaron. Leyeron los periódicos. Por fin, a las nueve y media, el tren arrancó.

Así pues, merced a una concurrencia de circunstancias verdaderamente trágica, en el momento más grave de la lucha Lupin volvía la espalda al campo de batalla y se iba, a la aventura, a buscar no sabía dónde, a vencer no sabía cómo, al más temible y al más difícil de encontrar de todos los enemigos con que nunca hubiera combatido.

Y esto ocurría cuatro días, cinco días como mucho, antes de la inevitable ejecución de Gilbert y Vaucheray.

Aquella noche fue dura y dolorosa para Lupin. A medida que estudiaba la situación, le parecía más terrible. Por todos los lados no había más que incertidumbre, tinieblas, confusión, impotencia.

Conocía bien el secreto del tapón de cristal. ¿Pero cómo saber si Daubrecq no cambiaría, si no había cambiado ya de táctica? ¿Cómo saber si la lista de los veintisiete se hallaba aún en aquel tapón de cristal, y si el tapón de cristal se hallaba aún en el objeto en que Daubrecq lo había escondido al principio?

Y qué otro motivo de inquietud más en el hecho de que Clarisse Mergy creía seguir y vigilar a Daubrecq, cuando por el contrario era Daubrecq quien la vigilaba, quien se dejaba seguir y quien la arrastraba con una habilidad diabólica hacia los lugares escogidos por él, lejos de todo socorro y de toda esperanza de socorro.

¡Ah, y qué claro estaba el juego de Daubrecq! ¿No conocía Lupin las vacilaciones de la infeliz mujer? ¿No sabía —y Grognard y Le Ballu se lo confirmaron del modo más formal— que Clarisse consideraba como posible, como aceptable, el trato infame proyectado por Daubrecq? En tal caso, ¿cómo podría tener éxito él? La lógica de los acontecimientos, dirigidos de manera tan poderosa por Daubrecq, conduciría al desenlace fatal: la madre tenía que sacrificarse y, por la salvación de su hijo, inmolar sus escrúpulos, sus repugnancias, su mismo honor.

—¡Ah, bandido! —rechinaba Lupin con impulsos de rabia—. ¡Si te agarro del cuello, vas a danzar una giga[26] poco corriente! Verdaderamente no me gustaría estar en tu sitio ese día.

Llegaron a las tres de la tarde. En seguida tuvo Lupin una decepción, al no ver a Clarisse en el andén de la estación de Montecarlo.

Esperó: ningún mensajero lo abordó.

Interrogó al personal de la estación y a los revisores; entre la muchedumbre ninguno se había fijado en unos viajeros cuyas señas correspondieran a las de Daubrecq y Clarisse.

Había, pues, que ponerse a husmear y registrar los hoteles y las pensiones del Principado[27]. ¡Qué pérdida de tiempo!

Al día siguiente por la noche Lupin sabía, sin lugar a dudas, que Daubrecq y Clarisse no estaban ni en Montecarlo, ni en Monaco, ni en Cap-d’Ail, ni en La Turbie, ni en Cap-Martin.

—¿Entonces? ¿Entonces qué? —decía temblando de cólera.

Por fin el sábado, en lista de correos, le entregaron un telegrama reexpedido por el dueño del hotel Franklin y que decía:

Ha bajado en Cannes y ha vuelto a salir para San Remo, Embajadores Gran Hotel. Clarisse.

El telegrama llevaba la fecha de la víspera.

—¡Por todos los diablos! —exclamó Lupin—. Han pasado por Montecarlo. ¡Uno de nosotros tenía que haberse quedado de guardia en la estación!

Lupin y sus amigos saltaron al primer tren que iba hacia Italia.

A las doce atravesaron la frontera.

A las doce cuarenta entraban en la estación de San Remo.

En seguida vieron un portero, cuya gorra galoneada ostentaba la inscripción: «Embajadores Gran Hotel», y que parecía estar buscando a alguien entre los que llegaban.

Lupin se acercó a él.

—Está usted buscando al señor Le Ballu, ¿verdad?

—Sí… Al señor Le Ballu y dos señores…

—De parte de una señora, ¿verdad?

—Sí, la señora Mergy.

—¿Está en su hotel?

—No. No ha bajado del tren. Me ha hecho una seña para que me acercara, me ha dado las señas de tres señores y me ha dicho: «Dígales que vamos a Génova… Hotel Continental».

—¿Estaba sola?

—Sí.

Lupin despidió al hombre después de haberle dado una propina, y luego, volviéndose hacia sus amigos:

—Hoy es sábado. Si la ejecución tiene lugar el lunes, no hay nada que hacer. Pero el lunes es poco probable… Así que esta noche tenemos que echar mano a Daubrecq y el lunes tengo que estar en París con el documento. Es nuestra última posibilidad. A por ella.

Grognard se acercó a la ventanilla y sacó tres billetes para Génova.

El tren silbaba.

Lupin tuvo una vacilación suprema.

—¡No, pero qué tontería es ésta! ¡Qué estamos haciendo! ¡Es en París donde tendríamos que estar! Vamos a ver…, vamos a ver… Reflexionemos…

Estuvo a punto de abrir la puerta y saltar a la vía… Pero sus compañeros lo sujetaron. El tren salía. Volvió a sentarse.

Y continuaron aquella loca persecución, se fueron al azar, hacia lo desconocido…

Y aquello ocurría dos días antes de la inevitable ejecución de Gilbert y Vaucheray.