VIII

La torre de los Dos Amantes

La sala de torturas se arqueaba por debajo de él, vasta, de forma irregular, distribuida en partes desiguales por los cuatro gruesos pilares macizos que sostenían sus bóvedas. Un olor a moho y humedad subía de sus muros y sus losas mojadas por las infiltraciones. Su aspecto debía de ser siniestro en cualquier momento. Pero a aquella hora, con las altas siluetas de Sebastiani y sus hijos, con los resplandores oblicuos que jugaban en los pilares, con la visión del cautivo encadenado sobre una yacija, adquiría un aspecto misterioso y bárbaro.

Estaba en primer plano Daubrecq, cinco o seis metros por debajo del tragaluz donde Lupin se mantenía acurrucado. Además de las antiguas cadenas de que se habían servido para atarlo a su lecho y para atar el lecho a un gancho de hierro empotrado en la pared, unas correas de cuero rodeaban sus tobillos y muñecas, y un ingenioso dispositivo hacía que al menor movimiento se pusiera en funcionamiento una campanilla colgada del pilar vecino.

Una lámpara colocada encima de un escabel lo iluminaba en pleno rostro.

De pie a su lado, el marqués de Albufex, cuyo pálido rostro, el bigote grisáceo, el talle alto y delgado veía Lupin, el marqués de Albufex miraba a su prisionero con expresión de satisfacción y de odio saciado.

Transcurrieron varios minutos en un silencio profundo. Luego el marqués ordenó:

—Sebastiani, enciende esas tres antorchas para que lo vea mejor.

Y, cuando las tres antorchas estuvieron encendidas y hubo contemplado bien a Daubrecq, se inclinó sobre él y le dijo casi dulcemente:

—No sé muy bien lo que será de nosotros dos. Pero, a pesar de todo, habré tenido en esta sala unos minutos de alegría pistonudos. ¡Me has hecho tanto daño, Daubrecq! ¡Lo que he podido llorar por tu culpa!… Sí…, auténticas lágrimas…, auténticos sollozos de desesperación… ¡El dinero que has podido robarme! ¡Una fortuna! ¡Y el miedo que tenía de tu denuncia! Pronunciar mi nombre significaba el final de mi ruina, el deshonor. ¡Ah, granuja!

Daubrecq no se movía. Desprovisto de sus anteojos, conservaba sin embargo las gafas, en las que se reflejaba la claridad de las luces. Había adelgazado considerablemente, y los huesos de sus pómulos sobresalían por encima de sus mejillas hundidas.

—Vamos —dijo Albufex—, ahora se trata de terminar. Parece que hay unos pillos rondando el lugar. ¡Quiera Dios que no sea por ti y que no intenten liberarte, porque eso significaría tu pérdida inmediata, como tú sabes…! Sebastiani, ¿sigue funcionando bien la trampa?

Sebastiani se acercó, puso una rodilla en tierra, levantó y giró una argolla que Lupin no había visto y que se encontraba al pie mismo del lecho. Una de las losas basculó, descubriendo un agujero negro.

—Ya ves —prosiguió el marqués—, todo está previsto, y tengo al alcance de la mano todo lo necesario, incluso mazmorras… y mazmorras insondables, dice la leyenda del castillo. Así que no hay nada que esperar, ningún socorro. ¿Vas a hablar?

Como Daubrecq no respondiera, él continuó:

—Es la cuarta vez que te interrogo, Daubrecq. Es la cuarta vez que me desplazo para pedirte el documento que posees y para sustraerme así a tu chantaje. Es la cuarta y última vez. ¿Vas a hablar?

El mismo silencio. Albufex hizo una seña a Sebastiani. El guarda avanzó, seguido de dos de sus hijos. Uno de ellos llevaba un palo en la mano.

—Adelante —ordenó Albufex, después de unos segundos de espera.

Sebastiani aflojó las correas que oprimían las muñecas de Daubrecq, introdujo el palo entre las correas y lo sujetó.

—¿Doy una vuelta, señor marqués?

Otro silencio. El marqués esperaba. Como Daubrecq no moviera, murmuró:

—¡Pero habla! ¿Para qué exponerte a sufrir?

Ninguna respuesta.

—Da una vuelta, Sebastiani.

Sebastiani hizo dar al palo un giro completo. Las ligaduras se tensaron. Daubrecq lanzó un gemido.

—¿No quieres hablar? Y sin embargo sabes muy bien que no cederé, que me es imposible ceder, que te tengo y que, si es preciso, te destrozaré hasta hacerte morir. ¿No quieres hablar? ¿No?… Sebastiani, otra vuelta más.

El guarda obedeció. Daubrecq tuvo un sobresalto de dolor y volvió a caer sobre su lecho con un estertor.

—¡Imbécil! —gritó el marqués, trémulo y tembloroso—. ¡Pero habla! ¿Qué? ¿No estás harto ya de esa lista? Además, ya es hora de que le toque a otro, ¿no? Vamos, habla… ¿Dónde está?

»Una palabra…, sólo una palabra… y te dejamos tranquilo… Y mañana en cuanto tenga la lista, serás libre. Libre, ¿lo oyes? ¡Pero, habla, por Dios! ¡Será bruto! Sebastiani, otra vuelta.

Sebastiani hizo un nuevo esfuerzo. Los huesos crujieron.

—¡Socorro! ¡Socorro! —articuló Daubrecq con una voz ronca e intentando vanamente liberarse.

Y, muy bajo, farfulló:

—Piedad…, piedad…

¡Espectáculo horrible! Los tres hijos tenían los rostros convulsos. Lupin, estremeciéndose, asqueado, y comprendiendo que él nunca hubiera podido llegar a realizar aquel acto abominable, Lupin espiaba las palabras inevitables. Iba a saber. El secreto de Daubrecq iba a expresarse en sílabas, en palabras arrancadas por el dolor. ¡Y Lupin pensaba ya en la retirada, en el automóvil que lo esperaba, en la carrera loca hacia París, en la victoria tan próxima!…

—Habla… —murmuraba Albufex, habla y habremos terminado.

—Sí…, sí… —balbuceó Daubrecq.

—Vamos…

—Más tarde…, mañana…

—¡Ah, pero tú estás loco! ¡Mañana! ¿Qué me estás contando? Sebastiani, otra vuelta.

—No, no —aulló Daubrecq—, no, para.

—¡Habla!

—Bueno, ahí va… He escondido el papel…

Pero el sufrimiento era demasiado grande. Daubrecq levantó la cabeza en un supremo esfuerzo, emitió sonidos incoherentes, consiguió pronunciar dos veces: «Mary… Mary…», y cayó agotado, inerte.

—Suéltalo, vamos —ordenó Albufex a Sebastiani—. ¡Maldita sea! ¿Nos habremos pasado en la dosis?

Pero un examen rápido le demostró que Daubrecq estaba simplemente desvanecido. Entonces él mismo, extenuado, se derrumbó al pie del lecho enjugándose las gotas de sudor que mojaban su frente, y masculló:

—¡Ah, puerco trabajo!

—Quizá ya es bastante por hoy… —dijo el guarda, cuya ruda cara traicionaba su emoción—. Podemos volver a empezar mañana…, o pasado mañana.

El marqués callaba. Uno de los hijos le tendió una cantimplora de coñac. Él llenó la mitad de un vaso y se lo bebió de un trago.

—Mañana no —dijo—. En seguida. Un esfuercito más. En el punto en que está ya no será difícil.

Y tomando al guarda aparte:

—¿Has oído? ¿Qué habrá querido decir con eso de «Mary»? Lo ha repetido dos veces.

—Sí, dos veces —dijo el guarda—. Quizá ha confiado ese documento que usted le reclama a alguna persona que responda al nombre de Mary.

—¡Nunca en la vida! —protestó Albufex—. Él no confía nada a nadie… Eso significa otra cosa.

—¿Pero qué, señor marqués?

—¿Qué? No vamos a tardar en saberlo, respondo de ello.

En aquel momento Daubrecq aspiró profundamente y se movió en la cama.

Albufex, que había vuelto a recobrar toda su sangre fría y que no perdía de vista al enemigo, se aproximó a él y le dijo:

—Ya ves, Daubrecq…, es una locura resistir… Cuando uno está vencido, no tiene más remedio que someterse a la ley del vencedor, en lugar de dejarse torturar tontamente… Vamos, sé razonable.

Y, dirigiéndose a Sebastiani:

—Tensa la cuerda…, que la sienta un poco… Eso lo despertará… Está haciéndose el muerto…

Sebastiani cogió otra vez el palo y giró hasta que la cuerda volvió a entrar en contacto con las carnes tumefactas. Daubrecq se sobresaltó.

—Para, Sebastiani —ordenó el marqués—. Me parece que nuestro amigo se halla en las mejores disposiciones del mundo y comprende la necesidad de llegar a un acuerdo. ¿No es así, Daubrecq? ¿Prefieres acabar? ¡Cuánta razón tienes!

Los dos hombres estaban inclinados sobre el paciente, Sebastiani con el palo en la mano, Albufex manteniendo la lámpara para iluminarlo en pleno rostro.

—Sus labios se agitan…, va a hablar… Afloja un poco, Sebastiani, no quiero que nuestro amigo sufra… Y ahora, no, aprieta más…, creo que nuestro amigo vacila… Otra vuelta… ¡Alto!… Ya empezamos a entender… ¡Ah, mi querido Daubrecq! Si no articulas mejor, es tiempo perdido. ¿Qué? ¿Qué es lo que dices?

Arsenio Lupin barbotó un juramento. ¡Daubrecq estaba hablando, y él, Lupin, no podía oírlo! Por más que aguzaba el oído, por más que sofocaba los latidos de su corazón y el zumbido de sus sienes, no llegaba hasta él ningún sonido.

«¡Maldita sea mil veces! —pensó—. Esto sí que no lo había previsto yo. ¿Qué hacer?».

Estuvo a punto de empuñar el revólver y enviar a Daubrecq una bala que cortara en seco toda explicación. Pero pensó que con ello tampoco él sabría más, y que más valía remitirse a los acontecimientos para sacar el mejor partido de ellos.

Abajo, sin embargo, proseguía la confesión, sorda, entrecortada de silencios y mezclada con quejas. Albufex no dejaba su presa.

—Vamos… Acaba de una vez…

Y puntuaba las frases con exclamaciones aprobatorias:

—¡Bien!… ¡Perfecto!… ¡No es posible! Repite otra vez, Daubrecq… ¡Ah, ya! Qué gracioso… ¿Y a nadie se le ha ocurrido? ¿Ni siquiera a Prasville?… ¡Qué idiota!… Afloja, Sebastiani… Ya ves que nuestro amigo está sin resuello… Calma, Daubrecq…, no te canses… Y entonces, querido amigo, decías…

Era el final. Hubo un cuchicheo bastante largo que Albufex escuchó sin interrupción y del que Arsenio Lupin no pudo captar la menor sílaba; luego el marqués se levantó y exclamó con voz gozosa:

—¡Ya está!… Gracias, Daubrecq. Y créeme que no olvidaré jamás lo que acabas de hacer. Cuando te veas en la necesidad, no tienes más que llamar a mi puerta: siempre habrá para ti un pedazo de pan en la cocina y un vaso de agua filtrada. Sebastiani, cuida al señor diputado absolutamente igual que si fuera uno de tus hijos. Y en primer lugar quítale las ligaduras. No se puede tener corazón para atar así a uno de nuestros semejantes, como un pollo en el asador.

—¿Le damos de beber?

—¡Eso es! Dale de beber.

Sebastiani y sus hijos desataron las correas de cuero, friccionaron las muñecas doloridas y las envolvieron en vendas de tela untadas de ungüento. Luego Daubrecq bebió unos sorbos de aguardiente.

—Eso va mejor —dijo el marqués—. ¡Bah, no será nada! Dentro de unas horas ni siquiera se verá, y podrás vanagloriarte de haber sufrido la tortura como en los buenos tiempos de la Inquisición. ¡Qué potra tienes!

Consultó su reloj.

—Ya hemos charlado bastante, Sebastiani. Que tus hijos lo vigilen por turno. Tú llévame a la estación para coger el último tren.

—Entonces, señor marqués, ¿lo dejamos así, libre de movimientos?

—¿Por qué no? ¿Te imaginas que vamos a tenerlo aquí hasta el día de su muerte? No, Daubrecq, estáte tranquilo. Mañana por la tarde iré a tu casa… y, si el documento se encuentra en el sitio que me has dicho, inmediatamente un telegrama, y podrás tomar las de Villadiego. ¿No habrás mentido, eh?

Se volvió hacia Daubrecq, e inclinándose otra vez sobre él:

—Nada de chistes, ¿verdad? Sería idiota por tu parte. Yo perdería un día, eso es todo. Mientras que tú perderías los días que te quedan de vida. Pero no, no, el escondrijo es demasiado bueno. No se inventa eso para divertirse. En marcha, Sebastiani. Mañana te mandaré el telegrama.

—¿Y si no le dejan entrar en la casa, señor marqués?

—¿Y por qué?

—La casa de la glorieta Lamartine está ocupada por los hombres de Prasville.

—No te preocupes, Sebastiani, entraré, y, si no me abren la puerta, para eso está la ventana. Y, si no se abre la ventana, ya me las apañaré con alguno de los hombres de Prasville. Es cuestión de dinero. ¡Y, gracias a Dios, no va a ser eso lo que falte en lo sucesivo! Buenas noches, Daubrecq.

Salió, acompañado de Sebastiani, y la pesada puerta volvió a cerrarse.

Inmediatamente, y siguiendo un plan concebido durante aquella escena, Lupin efectuó su retirada.

El plan era simple: bajar volando con ayuda de la cuerda hasta el pie del acantilado, llevarse con él a sus amigos, saltar al auto y atacar a Albufex en la carretera desierta que lleva a la estación de Aumale. El resultado del combate no ofrecía duda. Una vez prisioneros Albufex y Sebastiani, se las arreglarían para que uno de los dos hablase. Albufex había enseñado cómo había que hacerlo y, por la salvación de su hijo, Clarisse Mergy sabría ser inflexible.

Tiró de la cuerda de que estaba provisto y buscó a tientas una aspereza de la roca en torno a la cual pudiera pasarla, de manera que quedaran colgando dos extremos iguales, que cogería con las dos manos. Pero, cuando hubo encontrado lo que necesitaba, en lugar de actuar, y rápidamente porque la tarea corría prisa, se quedó inmóvil, reflexionando. En el último momento su proyecto no le satisfacía.

«Absurdo —se decía—. Lo que voy a hacer es absurdo e ilógico. ¿Quién me asegura que Albufex y Sebastiani no se me van a escapar? ¿Quién me asegura que una vez en mi poder hablarán? No, me quedo. Hay algo mejor que intentar…, mucho mejor. No tengo por qué meterme con esos dos, sino con Daubrecq. Está extenuado, en el límite de su resistencia. Si ha dicho su secreto al marqués, no hay ninguna razón para que no me lo diga a mí, cuando Clarisse y yo empleemos los mismos procedimientos. ¡Adjudicado! ¡Secuestremos a Daubrecq!».

Y añadió para sí mismo:

«Además, ¿qué riesgo corro? Si marro el golpe, Clarisse Mergy y yo nos largamos a París y, de acuerdo con Prasville, organizamos en la casa de la glorieta Lamartine una vigilancia minuciosa para que Albufex no pueda aprovecharse de las revelaciones que Daubrecq le ha hecho. Lo esencial es que Prasville esté prevenido del peligro. Y lo estará».

En aquel momento daban las doce en la iglesia de un pueblo vecino. Ello proporcionaba a Lupin seis o siete horas para poner en ejecución su nuevo plan. Comenzó en seguida.

Al retirarse del orificio al fondo del cual se abría la ventana, tropezó con un macizo de pequeños arbustos en uno de los huecos del acantilado. Valiéndose de su cuchillo, cortó una docena y los redujo todos a la misma dimensión. Tomó luego la cuerda y la dividió en dos trozos de igual longitud. Éstos serían los largueros de la escala. Entre los largueros sujetó los doce palitroques, y de ese modo confeccionó una escala de cuerda de unos seis metros.

Cuando volvió a su puesto, en la sala de torturas, al lado del lecho de Daubrecq, ya no quedaba más que uno de los tres hijos. Estaba fumando su pipa al lado de la lámpara. Daubrecq dormía. «¡Diantre! —pensó Lupin—. ¿Va a estar vigilando toda la noche ese muchacho? En ese caso, no tengo nada que hacer más que zafarme».

La idea de que Albufex era dueño del secreto lo atormentaba vivamente. A juzgar por la entrevista a la que había asistido, tenía la impresión muy clara de que el marqués «trabajaba para la casa» y que, al robar la lista, no sólo quería sustraerse a la acción de Daubrecq, sino también conquistar el poder de Daubrecq y reconstruir su fortuna por los mismos medios que había empleado Daubrecq.

Para Lupin eso significaba que desde ese momento tendría que librar una nueva batalla con un nuevo enemigo. La rápida marcha de los acontecimientos no le permitía considerar semejante hipótesis. Había que cortar el camino al marqués de Albufex a toda costa, previniendo a Prasville.

Sin embargo Lupin seguía allí, retenido por la tenaz esperanza de que algún incidente le diera la oportunidad de actuar.

Dieron las doce y media. Luego, la una. La espera se hacía terrible, tanto más cuanto que una bruma glacial subía del valle y Lupin sentía que el frío le penetraba hasta los huesos. A lo lejos oyó el trote de un caballo. «Ése es Sebastiani, que vuelve de la estación», pensó. Pero el hijo que vigilaba en la sala de torturas, habiendo terminado su paquete de tabaco, abrió la puerta y preguntó a sus hermanos si no tenían con qué cargar la última pipa. Ante su respuesta, salió para ir hasta el pabellón.

Y Lupin se quedó estupefacto. Aún no se había cerrado la puerta, cuando Daubrecq, que dormía tan profundamente, se sentó en la cama, escuchó, puso un pie en el suelo, luego el otro, y de pie, un poco vacilante, aunque bastante más firme de lo que se hubiera podido creer, probó sus fuerzas.

«Vamos —se dijo Lupin—, todavía le queda cuerda al mozo. Él mismo podrá contribuir muy bien a su secuestro. Sólo me preocupa una cosa… ¿Se dejará convencer? ¿Querrá seguirme? ¿No creerá que este socorro milagroso caído del cielo es una trampa del marqués?».

Pero de pronto Lupin se acordó de la carta que había hecho escribir a las viejas primas de Daubrecq, aquella carta de recomendación, por así decir, que la mayor de las hermanas Rousselot había firmado con su nombre de Euphrasie.

Estaba allí, en su bolsillo. La cogió y prestó oído. Ningún ruido, salvo el ligero ruido de los pasos de Daubrecq sobre las losas. Lupin juzgó propicio el instante. Rápidamente pasó el brazo entre los barrotes y arrojó la carta.

Daubrecq pareció desconcertado.

El sobre había revoloteado por la sala, y ahora yacía en tierra a tres pasos de él. ¿De dónde venía? Levantó la cabeza hacia la ventana e intentó horadar la oscuridad que le escondía toda la parte alta de la sala. Luego miró el sobre, sin atreverse a tocarlo todavía, como si temiera alguna trampa. Luego, de pronto, tras echar una ojeada al lado de la puerta, se agachó rápidamente, cogió el sobre y lo abrió.

—¡Ah! —dijo con un suspiro de alegría, al ver la firma.

Leyó la carta a media voz:

Confía plenamente en el portador de estas letras. Ha sido él quien, gracias al dinero que le hemos entregado, ha sabido descubrir el secreto del marqués y ha ideado el plan de la evasión. Todo está preparado para la huida.

EUPHRASIE ROUSSELOT.

Volvió a leer la carta, repitió: «Euphrasie…, Euphrasie…» y levantó de nuevo la cabeza.

Lupin cuchicheó:

—Necesito dos o tres horas para serrar uno de los barrotes. ¿Van a volver Sebastiani y sus hijos?

—Sí, sin duda —respondió Daubrecq tan suavemente como él—, pero creo que me dejarán.

—¿Pero se acuestan al lado?

—Sí.

—¿No lo oirán?

—No, la puerta es maciza.

—Bien. En ese caso no será largo. Tengo una escala de cuerda. ¿Podrá subir usted solo, sin mi ayuda?

—Creo que sí…, lo intentaré…, me han hecho polvo las muñecas… ¡Ah, los muy animales! ¡Apenas si puedo mover las manos… y no tengo mucha fuerza! Pero, a pesar de todo, lo intentaré…, saldrá bien…

Se interrumpió, escuchó y, llevándose un dedo a la boca, murmuró:

—¡Chist!

Cuando entraron Sebastiani y sus hijos, Daubrecq, que había ocultado la carta y se hallaba ya en la cama, fingió despertarse sobresaltado. El guarda traía una botella de vino, un vaso y algunas provisiones.

—¿Cómo va eso, señor diputado? —gritó—. ¡Vaya! Quizá hemos apretado un poco fuerte… Con lo brutal que es ese torniquete de madera. Me han dicho que se llevaba mucho en tiempos de la gran Revolución y de Bonaparte…, en los tiempos en que había «calientapiés». ¡Un bonito invento! Y además, limpio…, sin sangre… ¡Ah, no ha sido largo! Al cabo de veinte minutos ya había escupido usted la palabra del enigma.

Sebastiani rompió a reír.

—A propósito, señor diputado, ¡mi más cordial enhorabuena! Excelente el escondrijo. ¿Quién hubiera podido sospecharlo?… Fíjese, lo que nos confundía al señor marqués y a mí era ese nombre de Mary que soltó usted al principio. No había mentido usted. Sólo que… la palabra se quedó en camino, eso es. Había que terminarla. No, pero, a pesar de todo, ¡cuidado que es gracioso! ¡Así que encima de la mesa misma del despacho! verdaderamente es para echarse a reír.

El guarda se levantó y recorrió la pieza frotándose las manos.

—El señor marqués está enormemente contento, tan contento, que incluso vendrá mañana por la tarde en persona para darle la libertad y que usted pueda tomar el portante. Sí, lo ha pensado mejor, y habrá algunas formalidades…, quizá tenga usted que algunos cheques, devolver ¡pues eso!, y reembolsar al marqués su dinero y sus penas. Pero ¿qué es eso? ¡Una miseria para usted! Sin contar con que desde este momento se acabó la cadena, se acabaron las correas de cuero alrededor de las muñecas, en una palabra, ¡un trato de rey! E incluso, fíjese, tengo orden de concederle una buena botella de vino viejo y un frasco de coñac.

Sebastiani soltó aún algunas bromas, luego tomó la lámpara, inspeccionó la sala por última vez y dijo a sus hijos:

—Dejémoslo dormir. Vosotros también, acostaos los tres, dormid con un ojo abierto… Nunca se sabe lo que puede pasar…

Se retiraron.

Lupin esperó pacientemente y dijo en voz baja:

—¿Puedo empezar?

—Sí, pero cuidado… No sería de extrañar que se dieran una vuelta de aquí a una hora o dos.

Lupin puso manos a la obra. Tenía una lima muy potente, y el fierro de los barrotes, oxidado y roído por el tiempo, en ciertos lugares era casi friable[22]. Al segundo toque Lupin se paró con los oídos al acecho. Pero era la carrerilla de un ratón por los escombros del piso superior, o el vuelo de un pájaro nocturno, y continuó su tarea, animado por Daubrecq, que escuchaba al lado de la puerta, y que le hubiera prevenido a la menor alerta.

«¡Uf! —se dijo, pasando por última vez la lima—. Menos mal, porque la verdad es que no se está muy ancho en este maldito túnel… Eso sin contar el frío…».

Empujó con todas sus fuerzas sobre el barrote que había serrado por abajo, y consiguió separarlo lo suficiente para que un hombre pudiera deslizarse entre los dos barrotes que quedaban. Luego tuvo que retroceder hasta la otra punta del pasillo, la parte más ancha, donde había dejado la escala de cuerda. Después de haberla sujetado a los barrotes, llamó:

—Psst… Ya está… ¿Está usted preparado?

—Sí…, aquí estoy…, un segundo, que voy a escuchar… Bien…, están durmiendo… Déme la escala.

Lupin la dejó caer y dijo:

—¿Tengo que bajar yo?

—No… Estoy un poco débil…, pero creo que podré.

En efecto, llegó bastante rápido al orificio del pasillo y se puso a seguir a su salvador. Sin embargo, al aire libre pareció aturdido. Además, para recobrar fuerzas, se había bebido media botella de vino, y experimentó un desfallecimiento que lo dejó tendido sobre la piedra del pasillo durante media hora. Lupin, perdiendo la paciencia, iba ya a atarlo a uno de los extremos del cable, cuyo extremo opuesto estaba anudado alrededor de los barrotes, y se disponía a hacerlo deslizarse como un fardo, cuando Daubrecq se despertó más dispuesto.

—Ya vale —murmuró—, ahora me siento mejor. ¿Va a ser largo?

—Bastante largo. Estamos a cincuenta metros de altura.

—¿Y cómo Albufex no ha previsto que era posible una evasión por aquí?

—El acantilado está a pico.

—¿Y ha podido usted…?

—¡Hombre, sus primas han insistido tanto…! Y además, hay que vivir, ¿no es cierto? Y ellas han sido generosas.

—¡Buenas chicas! —dijo Daubrecq—. ¿Dónde están?

—Abajo, en una barca.

—¿Entonces hay un río?

—Sí, pero dejémonos de charla, si no le importa. Es peligroso.

—Una palabra más. ¿Llevaba usted mucho tiempo allí cuando me tiró la carta?

—Pues no…, no… Un cuarto de hora como mucho. Ya se lo explicaré… Ahora hay que darse prisa.

Lupin pasó el primero, recomendando a Daubrecq que se agarrase bien a la cuerda y descendiese a reculones. Además, él lo sujetaría en los lugares más difíciles.

Necesitaron más de cuarenta minutos para llegar al terraplén del saliente que formaba el acantilado, y varias veces Lupin tuvo que ayudar a su compañero, cuyas muñecas, todavía magulladas por la tortura, habían perdido toda su energía y flexibilidad.

En varias ocasiones gimió:

—¡Ah, los muy canallas me han destrozado!… ¡Canallas!… ¡Ah, Albufex, ésta me la vas a pagar cara!

—Silencio —dijo Lupin.

—¿Qué?

—Se oye ruido… allá arriba…

Inmóviles en el terraplén, escucharon. Lupin pensó en el señor de Tancarville y en el centinela que lo había matado de un arcabuzazo. Se estremeció, sometido al influjo del silencio y las tinieblas.

—No —dijo—, me he equivocado… Además, es idiota… No pueden alcanzarnos aquí.

—¿Quién podría alcanzarnos?

—Nada…, nada…, una idea estúpida…

Buscó a tientas y acabó por encontrar los largueros de la escalera, y prosiguió:

—Mire, ésta es la escalera que está apoyada en el lecho del río. Uno de mis amigos la guarda, además de las dos primas de usted.

Silbó.

—Estoy aquí —dijo a media voz—. Sujetad bien la escalera.

Y dijo a Daubrecq:

—Paso delante.

Daubrecq objetó:

—Quizá sería preferible que pasara yo delante de usted.

—¿Por qué?

—Estoy muy cansado. Áteme la cuerda a la cintura y usted me va sujetando… Si no, me expongo…

—Sí, tiene usted razón —dijo Lupin—. Acérquese.

Daubrecq se acercó y se puso de rodillas sobre la roca. Lupin lo ató, y luego, doblándose en dos, agarró uno de los largueros con las dos manos para que la escalera no oscilase.

—Adelante —dijo.

En el mismo momento sintió un violento dolor en el hombro.

—¡Maldición! —dijo, desplomándose.

Daubrecq le había dado una cuchillada debajo de la nuca, un poco a la derecha.

—¡Ah, miserable…, miserable!

En la sombra adivinó a Daubrecq, que se desembarazaba de la cuerda, y lo oyó murmurar:

—¡Mira que eres tonto! Me traes una carta de mis primas Rousselot, donde he reconocido en seguida la letra de la mayor, Adelaide, pero esa vieja lagarta de Adelaide, por desconfianza o para prevenirme en caso de necesidad, ha tenido la precaución de firmar en el nombre de su hermana menor, Euphrasie Rousselot. ¡Imagínate si habré tenido un tic!… Entonces, con un poco de reflexión… Tú eres el señor Arsenio Lupin, ¿no?, el protector de Clarisse, el salvador de Gilbert… Pobre Lupin, creo que tu asunto marcha mal… No suelo herir con frecuencia, pero, cuando lo hago, ya está.

Se inclinó hacia el herido y registró sus bolsillos.

—Anda, dame tu revólver. Como puedes comprender, tus amigos van a darse cuenta casi al momento de que no soy su jefe y van a intentar retenerme. Y, como no tengo muchas fuerzas, una bala o dos… ¡Adiós, Lupin! Y mi más sincero agradecimiento… Porque, verdaderamente, sin ti no sé muy bien lo que hubiera sido de mí. ¡Diantre! Albufex no se ha andado con chiquitas. El tío ese… ¡Cómo me voy a divertir cuando me lo encuentre!

Daubrecq había terminado sus preparativos. Silbó de nuevo. Le respondieron desde la barca.

—Estoy aquí —dijo.

En un supremo esfuerzo, Lupin extendió los brazos para detenerlo. Pero no encontró más que el vacío. Quiso gritar, advertir a sus cómplices: su voz se estranguló en su garganta.

Experimentaba un aturdimiento atroz en todo su ser. Le zumbaban las sienes.

De pronto, gritos abajo. Luego una detonación, luego otra, a la que siguió una risotada de triunfo. Y lamentos de mujer, gemidos. Y poco después, otras dos detonaciones…

Lupin pensó en Clarisse, herida, muerta quizá; en Daubrecq, que huía victorioso; en Albufex; en el tapón de cristal, que uno u otro de los dos adversarios iba a recobrar sin que nadie pudiera impedírselo. Luego una visión brusca le mostró al señor de Tancarville cayendo con su amada. Luego murmuró varias veces:

—Clarisse…, Clarisse…, Gilbert…

Se hizo un gran silencio en él, una paz infinita lo penetró y, sin rebelión alguna, tuvo la impresión de que su cuerpo, agotado, sin nada que lo retuviera, rodaba hasta el borde mismo de la roca, hacia el abismo…