VII

El perfil de Napoleón

Tan pronto como el prefecto de policía, el jefe de la Seguridad y los magistrados instructores hubieron abandonado el hotel de Daubrecq, tras las primeras diligencias judiciales, cuyo resultado por lo demás fue completamente negativo, Prasville reanudó sus investigaciones personales.

Estaba examinando el despacho y las huellas de la lucha que se había desarrollado, cuando la portera le entregó una tarjeta de visita, con unas palabras garrapateadas a lápiz.

—Diga a esa señora que entre —dijo.

—La señora no está sola —dijo la portera.

—Ah. Bueno, pues diga que entre también la otra persona.

Entonces fue introducida Clarisse Mergy, e inmediatamente, presentando al caballero que la acompañaba, un señor con levita negra demasiado estrecha, bastante descuidada, de aspecto tímido, y el aire de sentirse poco cómodo con su viejo sombrero hongo, su paraguas de cotonada[20], su único guante y toda su persona:

—El señor Nicole —dijo—, profesor particular, y que está dando clases a mi pequeño Jacques. El señor Nicole me ha ayudado mucho con sus consejos desde hace un año. Ha sido él en particular quien ha reconstruido toda la historia del tapón de cristal. Me gustaría que conociera como yo, si usted no tiene inconveniente en contármelo, los detalles de este secuestro…, que me inquieta, que trastorna mis planes… y los suyos también, ¿no es así?

Prasville tenía plena confianza en Clarisse Mergy, cuyo odio implacable contra Daubrecq conocía, y cuya cooperación en el asunto apreciaba. Así que no puso ninguna dificultad para decir lo que sabía, gracias a ciertos indicios y sobre todo a la declaración de la portera.

Por lo demás, la cosa era muy sencilla.

Daubrecq, que había asistido como testigo al proceso de Gilbert y Vaucheray, y que fue visto en el Palacio de Justicia durante los informes de la defensa, volvió a su casa hacia las seis. La portera afirmaba que había entrado solo y que en aquel momento no había nadie en el hotel. Sin embargo, unos minutos más tarde oyó gritos, ruido de lucha, dos detonaciones, y desde la portería vio cómo cuatro individuos enmascarados rodaban por la escalinata, llevándose al diputado Daubrecq, y que se dirigían apresuradamente hacia la reja. Abrieron. En aquel mismo instante llegaba un automóvil ante el hotel. Los cuatro hombres se precipitaron a él, y el automóvil, que no había parado por así decirlo, partió a toda velocidad.

—¿No había aquí siempre dos agentes de guardia? —preguntó Clarisse.

—Y aquí estaban —afirmó Prasville—, pero a ciento cincuenta metros de distancia, y el secuestro fue tan rápido, que, pese a toda su rapidez, no pudieron interponerse.

—¿Y no han interceptado nada, no han encontrado nada?

—Nada, o casi nada… Simplemente esto.

—¿Qué es eso?

—Un trocho de marfil que han encontrado en el suelo. Dentro del automóvil había un quinto individuo, a quien la portera, desde la ventana de la portería, vio bajar mientras metían a Daubrecq. En el momento de volver a subir se le cayó algo, que recogió en seguida. Pero aquella cosa debió de romperse contra el pavimento de la acera, y éste es el fragmento de marfil que hemos recogido.

—Pero —dijo Clarisse— ¿cómo pudieron entrar esos cuatro individuos?

—Evidentemente valiéndose de llaves falsas, mientras la portera hacía las compras en el transcurso de la tarde, y no les fue difícil esconderse, puesto que Daubrecq no tenía más criados.

»Todo me lleva a creer que se escondieron en la habitación vecina, que es el comedor, y que luego se arrojaron sobre Daubrecq en su despacho. El desorden de los muebles y los objetos demuestra la violencia de la lucha. Hemos encontrado sobre la alfombra este revólver de grueso calibre, que pertenecía a Daubrecq. Una de las balas incluso ha roto el cristal de la chimenea.

Clarisse se volvió hacia su compañero a fin de que expresara su opinión. Pero el señor Nicole, con los ojos obstinadamente bajos, no se había movido de la silla y seguía manipulando los bordes de su sombrero, como si aún no hubiera encontrado un sitio conveniente para dejarlo.

Prasville esbozó una sonrisa. Evidentemente el consejero de Clarisse no le parecía una lumbrera.

—El asunto está un poquito oscuro —dijo—, ¿no es así, señor?

—Sí…, sí… —confesó el señor Nicole—, muy oscuro.

—¿Entonces no se le ocurre a usted alguna ideílla personal al respecto?

—¡Hombre, señor secretario general, creo que Daubrecq tiene muchos enemigos!

—¡Ah, ah, perfecto!

—Y que varios de esos enemigos que tienen interés en que desaparezca han debido de confabularse contra él.

—Perfecto, perfecto —aprobó Prasville, con una complacencia irónica—. Perfecto, todo se aclara. Ya no le queda más que darnos una pequeña indicación que nos permita orientar nuestras pesquisas.

—¿No cree usted, señor secretario general, que ese fragmento de marfil encontrado en el suelo…?

—No, señor Nicole, no. Este fragmento procede de un objeto cualquiera que no conocemos, y que su propietario se apresurará a ocultar. Para llegar hasta el propietario, por lo menos habría que definir la naturaleza misma de este objeto.

El señor Nicole reflexionó y luego empezó:

—Señor secretario general, cuando Napoleón I cayó del poder…

—¡Oh, oh, señor Nicole, una clase de historia de Francia ahora!

—Una frase, señor secretario general, una simple frase que le ruego me permita terminar. Cuando Napoleón I cayó del poder, la Restauración retiró del servicio a cierto número de oficiales que, vigilados por la policía, sospechosos para las autoridades, pero fieles al recuerdo del Emperador, se las ingeniaron para reproducir la imagen de su ídolo en todos los objetos de uso familiar: tabaqueras, joyas, alfileres de corbata, cuchillos, etc.

—¿Y qué?

—Pues que este fragmento procede de un bastón, o más bien, de una especie de garrota de junco, cuyo puño está formado por un bloque de marfil esculpido. Mirando el bloque de cierta manera, acaba uno por descubrir que la línea exterior representa el perfil del pequeño cabo. Tiene usted entre las manos, señor secretario general, un trozo del puño de marfil que coronaba la garrota de un militar retirado.

—En efecto… —dijo Prasville, examinando a la luz la pieza de convicción—. En efecto, se distingue un perfil…, pero no veo la conclusión…

—La conclusión es sencilla. Entre las víctimas de Daubrecq, entre aquellos cuyo nombre está inscrito en la famosa lista, se halla el descendiente de una familia corsa que estuvo al servicio de Napoleón, enriquecida y ennoblecida por él, y arruinada más tarde por la Restauración. Hay un noventa por ciento de probabilidades de que ese descendiente, que fue hace unos años el jefe del partido bonapartista, sea el quinto personaje que se escondía en el automóvil. ¿Tengo que decir su nombre?

—¿El marqués de Albufex? —murmuró Prasville.

—El marqués de Albufex —afirmó el señor Nicole.

E inmediatamente el señor Nicole, que ya no tenía aquel aire de incomodidad ni parecía que le molestase lo más mínimo el sombrero, el guante y el paraguas, se levantó y dijo a Prasville:

—Señor secretario general, hubiera podido guardar mi descubrimiento para mí y no haberle hecho partícipe de él hasta después de la victoria definitiva, es decir, hasta después de llevarle la lista de los veintisiete. Pero los acontecimientos apremian. La desaparición de Daubrecq, contrariamente a lo que esperan sus secuestradores, puede precipitar la crisis que usted quiere conjurar. Hay, pues, que actuar a toda prisa. Señor secretario general, le pido su ayuda inmediata y eficaz.

—¿En qué puedo ayudarle? —dijo Prasville, impresionado por aquel extraño individuo.

—Dándome mañana unos informes sobre el marqués de Albufex que a mí me llevaría varios días reunir.

Prasville pareció vacilar y volvió la cabeza hacia la señora Mergy. Clarisse le dijo:

—Le ruego encarecidamente que acepte los servicios del señor Nicole. Es un auxiliar precioso y dedicado. Respondo de él como de mí misma.

—¿Qué informes desea usted? —preguntó Prasville.

—Todo lo que concierne al marqués de Albufex, su situación familiar, sus ocupaciones, sus vínculos de parentesco, las propiedades que tiene en París y su provincia.

Prasville objetó:

—En el fondo, sea el marqués o cualquier otro, el secuestrador de Daubrecq trabaja para nosotros, puesto que, al quitarle la lista, desarma a Daubrecq.

—¿Y quién le dice a usted, señor secretario general, que no trabaja para sí mismo?

—Imposible, pues su nombre está en la lista.

—¿Y si lo borra? ¿Y si se encuentra usted en presencia de un segundo chantajista, más áspero, aún más poderoso que el primero, y, como adversario político, mejor situado que Daubrecq para sostener la lucha?

El argumento hizo efecto en el secretario general. Después de un instante de reflexión, declaró:

—Venga a verme mañana a las cuatro a mi despacho de la Prefectura. Le daré todos los informes necesarios. ¿Cuál es su dirección en caso de necesidad?

—Señor Nicole, plaza Clichy, 25. Vivo en casa de uno de mis amigos, que me ha prestado su apartamento durante su ausencia.

La entrevista había terminado. El señor Nicole dio las gracias, saludó muy bajo al secretario general y salió acompañado por la señora Mergy.

—El asunto se presenta de modo excelente —dijo, una vez fuera, frotándose las manos—. Tengo entrada libre en la Prefectura y todos se van a poner en campaña.

La señora Mergy, menos propensa a la esperanza, objetó:

—¡Ay! ¿Pero llegaremos a tiempo? Lo que me preocupa es que puedan destruir esa lista.

—¡Pero quién, Señor! ¿Daubrecq?

—No, pero sí el marqués, en cuanto se la haya quitado.

—¡Pero aún no se la ha quitado! ¡Daubrecq resistirá…, por lo menos el tiempo suficiente para que lleguemos hasta él! ¡Piense un poco! Prasville está a mis órdenes.

—¿Y si lo descubre a usted? La más mínima investigación demostrará que el señor Nicole no existe.

—Pero no demostrará que el señor Nicole no es otro que Arsenio Lupin. Y además, esté usted tranquila. Prasville, que por otra parte es un negado como policía, no tiene más que un objetivo: hundir a su viejo enemigo Daubrecq. Con tal de conseguirlo, todos los medios son buenos para él, y no perderá el tiempo verificando la identidad de un tal señor Nicole que le promete la cabeza de Daubrecq. Sin contar con que ha sido usted quien me ha llevado y que, en resumidas cuentas, mi pequeño talento no ha dejado de deslumbrarlo. Así que, adelante y con audacia.

Clarisse, aun a pesar suyo, seguía recobrando la confianza al lado de Lupin. El porvenir le pareció menos espantoso, se esforzó por admitir que las posibilidades de salvar a Gilbert no habían disminuido con aquella horrible condena a muerte. Pero él no pudo obtener de Clarisse que se volviera a Bretaña. Quería estar allí y tener su parte en todas las esperanzas y todas las angustias.

Al día siguiente los informes de la Prefectura confirmaron lo que Lupin y Prasville sabían. El marqués de Albufex, muy comprometido en el caso del Canal, tan comprometido, que el príncipe Napoleón tuvo que retirarle de la dirección de su gabinete político en Francia, el marqués de Albufex no podía mantener el gran tren de vida de su casa más que a fuerza de préstamos y chanchullos. Por otro lado, en lo concerniente al secuestro de Daubrecq, quedó establecido que, contrariamente a su costumbre cotidiana, el marqués no apareció por el Círculo de seis a siete, ni había cenado en su casa. Aquella noche no volvió hasta las doce y a pie.

La acusación del señor Nicole adquiría así un principio de prueba. Desgraciadamente —y por sus propios medios Lupin no consiguió más— fue imposible obtener el menor indicio acerca del automóvil, el chófer y los cuatro personajes que entraron en el hotel de Daubrecq. ¿Eran socios del marqués, comprometidos como él en el caso? ¿Eran hombres a sueldo? No pudo saberse.

Había, pues, que concentrar todas las pesquisas en el marqués —y en los castillos y viviendas que poseía a cierta distancia de París, distancia que, teniendo en cuenta la velocidad media de un automóvil y las paradas necesarias, podía calcularse en unos ciento cincuenta kilómetros.

Ahora bien, Albufex lo había vendido todo y no poseía castillo ni vivienda alguna en provincias.

Se volvieron hacia los padres y amigos íntimos del marqués. ¿Podría disponer por ese lado de algún refugio seguro donde encerrar a Daubrecq?

El resultado fue igualmente negativo.

Y pasaban los días. ¡Y qué días para Clarisse Mergy! Cada uno de ellos acercaba a Gilbert al término terrible. Cada uno de ellos significaba que faltaban veinticuatro horas menos para la fecha que involuntariamente ella había fijado en su espíritu. Y decía a Lupin, obsesionado por la misma ansiedad:

—Sólo cincuenta y cinco días… Sólo cincuenta… ¿Qué podemos hacer en tan pocos días? ¡Oh, por favor…, por favor…!

En efecto, ¿qué podían hacer? Lupin, que no quería confiar a nadie el cuidado de vigilar al marqués, no dormía por así decirlo. Pero el marqués había reanudado su vida regular y, desconfiando sin duda, no se atrevía a ausentarse.

Sólo una vez fue durante el día a casa del duque de Montmaur, cuyo equipo de monteros y jauría iban a cazar jabalíes al bosque de Durlaine, y con el que no mantenía más que relaciones deportivas.

—Es difícil suponer —dijo Prasville— que el riquísimo duque de Montmaur, que no se preocupa más que de las tierras y la caza y no se dedica a la política, se haya prestado a secuestrar en su castillo al diputado Daubrecq.

También Lupin era de la misma opinión, pero, como no quería dejar nada al azar, cuando una mañana de la semana siguiente vio al de Albufex salir en traje de jinete, lo siguió hasta la estación del Norte y tomó el tren al mismo tiempo que él.

Bajó en la estación de Aumale, donde Albufex encontró un coche que lo condujo hacia el castillo de Montmaur.

Lupin almorzó tranquilamente, alquiló una bicicleta y llegó a la vista del castillo en el mismo momento en que los invitados salían del parque en automóvil o a caballo. El marqués de Albufex se encontraba entre los jinetes.

Tres veces lo vio galopando en el transcurso de la jornada. Y volvió a encontrarlo por la noche en la estación, adonde Albufex se dirigía a caballo, seguido de un montero.

La prueba, pues, era decisiva: no había nada sospechoso por ese lado. Y sin embargo ¿por qué Lupin resolvió no fiarse de las apariencias? ¿Y por qué al día siguiente envió a Le Ballu a hacer una investigación por los alrededores de Montmaur? Exceso de precauciones que no se basaba en ningún razonamiento, pero que concordaba con su manera de actuar metódica y minuciosa.

Dos días después, entre otros informes sin interés, recibía de Le Ballu la lista de todos los invitados, de todos los criados y de todos los guardas de Montmaur.

Un nombre le chocó entre los de los monteros. Inmediatamente telegrafió:

Informarse sobre el montero Sebastiani.

La respuesta de Le Ballu no tardó:

«Sebastiani (corso) fue recomendado al duque de Montmaur por el marqués de Albufex. Vive a una legua del castillo en un pabellón de caza levantado entre los restos de una fortaleza feudal, que fue la cuna de la familia Montmaur».

—Ya está —dijo Lupin a Clarisse Mergy, mostrándole la carta de Le Ballu—. El nombre de Sebastiani me recordó inmediatamente que Albufex es de origen corso. Ahí había cierta relación…

—Entonces, ¿cuál es su intención?

—Mi intención es entrar en comunicación con Daubrecq, si es que se encuentra encerrado en esas ruinas.

—Desconfiará de usted.

—No. Estos días, siguiendo las indicaciones de la policía, he acabado por descubrir a aquellas dos señoras viejas que secuestraron al pequeño Jacques en Saint-Germain, y que aquella misma noche, cubiertas con un velo, volvieron a llevarlo a Neuilly. Son dos viejas solteras, primas de Daubrecq, quien les pasa una pequeña renta mensual. He visitado a esas señoritas Rousselot (no olvide su nombre y su dirección, calle de Bac, 134 bis), les he inspirado confianza, les he prometido encontrar a su primo y bienhechor, y la mayor, Euphrasie Rousselot, me ha dado una carta en la que suplica a Daubrecq que se ponga en contacto sin falta con el señor Nicole. Ya ve que he tomado todas las precauciones. Me voy esta noche.

—Nos vamos —dijo Clarisse.

—¡Usted!

—¡Es que no puedo vivir así en medio de la inactividad, de la fiebre!

Y murmuró:

—No son los días lo que cuenta…, los treinta y ocho o cuarenta días a lo sumo que nos quedan…, son las horas…

Lupin vio en ella una resolución demasiado violenta para intentar combatirla. A las cinco de la mañana se iban los dos en automóvil. Grognard los acompañaba.

Para no despertar sospechas, Lupin escogió como cuartel general una ciudad grande. Amiens[21], donde instaló a Clarisse, no estaba separada de Montmaur más que por unos treinta kilómetros.

Hacia las ocho encontró a Le Ballu no lejos de la antigua fortaleza, conocida en la región con el nombre de Mortepierre, y guiado por él examinó el lugar.

En los confines del bosque el riachuelo Ligier, que ha excavado en aquel lugar un valle muy profundo, forma una curva dominada por el enorme acantilado de Mortepierre.

—Por este lado no hay nada que hacer —dijo Lupin—. El acantilado es abrupto, con una altura de sesenta o setenta metros, y el río lo ciñe por todas partes.

Más lejos encontraron un puente que terminaba al pie de un sendero, cuyas vueltas y revueltas entre abetos y encinas los condujeron hasta una pequeña explanada, donde se erguía una puerta maciza, recubierta de hierro, erizada de clavos y flanqueada por dos grandes torres.

—¿Es aquí donde vive el montero Sebastiani? —preguntó Lupin.

—Sí —dijo Le Ballu—. Vive con su mujer, en un pabellón situado en mitad de las ruinas. Además he sabido que tiene tres hijos mayores y que los tres salieron, de viaje al parecer, y precisamente el mismo día que secuestraron a Daubrecq.

—¡Vaya, vaya! —dijo Lupin—. Vale la pena tener en cuenta la coincidencia. Es muy probable que el golpe fuera ejecutado por esos buenos mozos y por su padre.

Al caer la tarde, Lupin aprovechó una brecha para escalar la cortina a la derecha de las torres. Desde allí pudo ver el pabellón del guarda y algunos restos de la vieja fortaleza: aquí un lienzo de pared donde se adivina la campana de una chimenea; más lejos, una cisterna; a este lado, la arcada de una capilla; al otro, un montón de piedras derrumbadas.

Por delante, un camino de ronda bordea el acantilado y, a uno de los extremos del camino, hay vestigios de un formidable torreón prácticamente derruido hasta el nivel del suelo.

Por la noche Lupin volvió al lado de Clarisse Mergy. Y desde entonces no cesaron las idas y venidas entre Amiens y Mortepierre, dejando a Grognard y Le Ballu en observación permanente.

Y pasaron seis días… Las costumbres de Sebastiani parecían estar sometidas únicamente a las exigencias de su empleo. Iba al castillo de Montmaur, se paseaba por el bosque, marcaba los lugares por donde pasaban los animales, hacía rondas de noche.

Pero el séptimo día, habiendo sabido que iba a haber caza y por la mañana había salido un coche hacia la estación de Aumale, Lupin se apostó entre un grupo de laureles y de bojes que rodeaban la pequeña explanada delante de la puerta.

A las dos oyó los ladridos de la jauría. Se acercaban, acompañados de griterío, y luego se alejaban. Hacia media tarde volvió a oírlos de nuevo, con menos claridad, y eso fue todo. Pero de pronto, en medio del silencio, llegó hasta él un galope de caballo y un minuto más tarde vio dos jinetes que escalaban el sendero del río.

Reconoció al marqués de Albufex y a Sebastiani. Una vez llegados a la explanada, los dos echaron pie a tierra, mientras que una mujer, la mujer del montero sin duda, abría la puerta. Sebastiani ató las bridas de las monturas a unas argollas empotradas en un poste que se erguía a tres pasos de Lupin, y corriendo se reunió con el marqués. La puerta se cerró detrás de ellos.

Lupin no vaciló y, aunque todavía era completamente de día, contando con la soledad de aquel lugar se encaramó a los huecos de la brecha. Pasando la cabeza, divisó a los dos hombres y a la mujer de Sebastiani, que se dirigían de prisa hacia las ruinas del torreón.

El guarda levantó una cortina de hiedra y descubrió la entrada de una escalera, por la que bajó, así como Albufex, dejando a su mujer de plantón en la terraza.

Como no cabía pensar en introducirse en su seguimiento, Lupin volvió a su escondrijo. No tuvo que esperar mucho tiempo antes de que la puerta volviera a abrirse.

El marqués de Albufex parecía sumamente irritado. Golpeaba con el látigo la caña de sus botas y mascullaba palabras de cólera, que Lupin pudo distinguir cuando la distancia fue menor.

—¡Ah, el miserable, lo voy a obligar, y bien!… Esta noche, ¿oyes, Sebastiani?, esta noche, a las diez, volveré… Y actuaremos… ¡El muy animal!…

Sebastiani desató los caballos. Albufex se volvió hacia la mujer:

—Que sus hijos vigilen bien… Y si intentan liberarlo, peor para él… La trampa está allí… ¿Puedo contar con ellos?

—Como con su padre, señor marqués —afirmó el montero—. Saben lo que el señor marqués ha hecho por mí y lo que quiere hacer por ellos. No retrocederán ante nada.

—A caballo —dijo Albufex—, y volvamos a la caza.

Así pues, las cosas se realizaban tal y como Lupin había supuesto. En el transcurso de aquellas partidas de caza, Albufex, galopando por su lado, se llegaba hasta Mortepierre, sin que nadie pudiera darse cuenta de sus manejos. Sebastiani, que por razones antiguas, e inútiles de conocer por lo demás, le era fiel en cuerpo y alma, Sebastiani lo acompañaba, e iban a ver juntos al cautivo, a quien los tres hijos del montero y su mujer tenían estrechamente vigilado.

—Así están las cosas —dijo Lupin a Clarisse Mergy, cuando volvió a encontrarse con ella en un albergue de los alrededores—. Esta noche a las diez el marqués someterá a Daubrecq al interrogatorio…, un poco brutal pero indispensable, al que yo mismo iba a proceder.

—Y Daubrecq entregará su secreto… —dijo Clarisse, ya preocupada.

—Eso me temo.

—¿Entonces?

—Entonces —respondió Lupin, que parecía muy tranquilo— estoy dudando entre dos planes. O bien impedir esa entrevista…

—¿Pero cómo?

—Adelantándonos a Albufex. A las nueve, Grognard, Le Ballu y yo franqueamos las murallas. Invasión de la fortaleza, asalto al torreón, desarme de la guarnición… y la jugada está hecha. Daubrecq es nuestro.

—Siempre que los hijos de Sebastiani no lo arrojen antes por la trampa a la que el marqués ha hecho alusión…

—De todos modos —dijo Lupin— no es mi intención arriesgar un golpe de fuerza sino en último recurso, y en el caso de que mi otro plan no fuera realizable.

—¿Y cuál es ese otro plan?

—Asistir a la entrevista. Si Daubrecq no habla, ello nos dará el tiempo necesario para preparar su secuestro en condiciones más favorables. Si habla, si lo obligan a revelar el lugar donde se encuentra la lista de los veintisiete, sabré la verdad al mismo tiempo que Albufex, y juro a Dios que sacaré partido de ella antes que él.

—Sí…, sí… —pronunció Clarisse—. ¿Pero con qué medios cuenta usted para asistir…?

—No lo sé todavía —confesó Lupin—. Depende de ciertos informes que tiene que traerme Le Ballu… y de los que reuniré yo por mi cuenta.

Salió del albergue y no volvió hasta una hora más tarde, a la caída de la noche. Le Ballu venía con él.

—¿Tienes el libro? —dijo a su cómplice.

—Sí, jefe. Era el que había visto donde el vendedor de periódicos de Aumale. Lo he conseguido por cincuenta céntimos.

—Dámelo.

Le Ballu le dio un viejo folleto usado, sucio, en el que podía leerse:

Una visita a Mortepierre, 1834, con dibujos y planos.

En seguida Lupin buscó el plano del torreón.

—Éste es… —dijo—. Tenía tres pisos, que han sido derruidos, y bajo tierra, excavados en la roca, otros dos pisos, uno de los cuales ha quedado invadido por los escombros, y el otro… mírelo, aquí es donde está nuestro amigo Daubrecq. El nombre es significativo… La sala de torturas… ¡Pobre amigo!… Entre la escalera y la sala, dos puertas. Entre esas dos puertas, un reducto, donde evidentemente se hallan los tres hermanos, escopeta en mano.

—Así que es imposible penetrar por ahí sin ser visto.

—Imposible… a menos que se pase por arriba, por el piso derrumbado, y se busque una vía de acceso a través del techo… Pero es bastante arriesgado…

Continuó hojeando el libro. Clarisse le preguntó:

—¿No hay ventanas en esa sala?

—Sí —dijo—. Desde abajo, desde el río (ahora caigo), se ve una pequeña abertura, que además está marcada en este plano. Pero hay cincuenta metros de altura, ¿verdad?, a pico… e incluso la roca cae a plomo por encima del agua. Así que también imposible.

Recorrió algunos pasajes del libro. Le llamó la atención un capítulo titulado «La torre de los Dos Amantes». Leyó las primeras líneas:

—«Antiguamente la gente del lugar llamaba al torreón la torre de los Dos Amantes, en recuerdo de un drama que lo ensangrentó en la Edad Media. El conde de Mortepierre, habiendo obtenido pruebas de la infidelidad de su esposa, la encerró en la cámara de torturas. Parece que pasó allí veinte años. Una noche su amante, el señor de Tancarville, tuvo la audacia loca de levantar una escalera de mano en el río y luego trepar a lo alto del acantilado hasta la abertura de la cámara. Después de serrar los barrotes, consiguió liberar a la que amaba, y bajó con ella valiéndose de una cuerda. Llegaban los dos a la cima de la escalera, que unos amigos vigilaban, cuando un tiro disparado desde el camino de ronda alcanzó al hombre en el hombro. Los dos amantes se precipitaron en el vacío…».

Hubo un silencio tras aquella lectura, un largo silencio durante el que cada cual reconstruía la trágica evasión. Así que ya tres o cuatro siglos antes, arriesgando su vida por salvar a una mujer, un hombre había intentado esa proeza inconcebible, y hubiera conseguido llevarla a cabo de no ser por la vigilancia de algún centinela atraído por el ruido. ¡Un hombre se había atrevido a eso! ¡Un hombre había hecho eso!

Lupin levantó los ojos hacia Clarisse. Ella lo miraba, ¡pero con qué mirada extraviada y suplicante! Mirada de madre, que exigía lo imposible, y que lo hubiera sacrificado todo por la salvación de su hijo.

—Le Ballu —dijo él—, procúrame una cuerda sólida, muy fina, para que pueda enrollármela a la cintura, y muy larga, de unos cincuenta o sesenta metros. Tú, Grognard, ponte a buscar tres o cuatro escaleras y átalas por los extremos.

—¿Eeeh? ¡Pero qué está usted diciendo, jefe! —gritaron los dos cómplices—. ¡Qué! ¿Es que quiere usted…? Pero eso es una locura.

—¿Una locura? ¿Por qué? Lo que otro ha hecho bien puedo hacerlo yo.

—Pero hay cien probabilidades contra una de que se rompa la cabeza.

—Ya lo ves, Le Ballu, hay una probabilidad de que no me la rompa.

—Pero vamos a ver, jefe…

—Ya hemos charlado bastante, amigos. Nos vemos dentro de una hora a la orilla del río.

Los preparativos fueron largos. No fue fácil encontrar con qué hacer la escalera de quince metros para que pudiera llegar al primer saliente del acantilado, y se necesitaron muchos esfuerzos y cuidados para unir unas con otras las diferentes partes.

Finalmente, poco después de las nueve, fue levantada en medio del río y calzada por medio de una barca, cuya proa estaba sujeta entre dos palos y cuya popa se hundía en la ribera.

La carretera que bordea el valle estaba poco frecuentada y nadie estorbó los trabajos. La noche estaba oscura; el cielo cargado de nubes inmóviles.

Lupin hizo las últimas recomendaciones a Le Ballu y a Grognard, y dijo riendo:

—Nadie puede imaginarse lo que va a divertirme ver la cara de Daubrecq mientras le cortan el cuero cabelludo y le arrancan la piel a tiras. ¡De verdad! Eso bien vale el viaje.

También Clarisse estaba en la barca. Él le dijo:

—Hasta pronto. Y sobre todo, no se mueva. Pase lo que pase, nada de movimientos, nada de gritos.

—¿Entonces puede pasar algo? —dijo ella.

—¡Hombre! Acuérdese del señor de Tancarville. En el mismo momento en que llegaba a su meta con su amada en los brazos un azar lo traicionó. Pero esté tranquila, todo irá bien.

Ella no respondió. Él le cogió la mano y la estrechó fuertemente entre las suyas.

Puso el pie en la escalera y se aseguró de que no se movía demasiado. Luego subió.

Rápidamente llegó al último peldaño.

Era entonces cuando comenzaba la subida realmente peligrosa, una subida penosa al principio a causa de la pendiente excesiva, y que a mitad de camino se convirtió en la auténtica escalada de una muralla.

Por suerte, en distintos lugares había pequeños huecos donde podía posar los pies y pedruscos salientes donde podía agarrarse con las manos. Pero por dos veces los pedruscos cedieron, se deslizó, y por dos veces creyó que todo estaba perdido.

Encontró un hueco profundo y descansó allí. Estaba extenuado y, ya dispuesto a renunciar a la empresa, se preguntaba si realmente valía la pena exponerse a tales peligros.

«¡Demonio! —pensó—. Me parece que estás empezando a flaquear, amigo Lupin. ¿Renunciar a la empresa? Entonces Daubrecq va a susurrar su secreto. El marqués será dueño de la lista. Lupin se volverá con las manos vacías y Gilbert…».

Como la larga cuerda que había enrollado alrededor de su cintura le ocasionaba una molestia y un cansancio inútiles, Lupin fijó simplemente uno de los extremos en la hebilla del pantalón. Así la cuerda se desenrollaría a lo largo de la subida, y a la vuelta se serviría de ella como de una barandilla.

Luego se agarró de nuevo a las asperezas del acantilado y continuó la escalada, con los dedos ensangrentados y las uñas machacadas. A cada momento esperaba la caída inevitable. Y lo que más lo descorazonaba era percibir el murmullo de voces que se elevaba desde la barca, un murmullo tan claro como si no aumentase la distancia entre sus compañeros y él.

Y se acordó del señor de Tancarville, solo también en medio de las tinieblas, y que debía de estremecerse con el estrépito de las piedras que caían brincando al desprenderse. ¡Cómo resonaba el menor ruido en el silencio profundo! Bastaba con que uno de los guardianes de Daubrecq espiara la sombra desde lo alto de la torre de los Dos Amantes, y ello significaría un tiro, la muerte.

Trepaba…, trepaba… y llevaba trepando tanto tiempo, que acabó por imaginar que se había pasado. Sin duda alguna había torcido sin darse cuenta hacia la derecha o hacia la izquierda e iría a desembocar al camino de ronda. ¡Qué estúpido desenlace! ¿Y es que podía ser de otro modo tratándose de una tentativa que el rápido desencadenamiento de los hechos no le había permitido estudiar y preparar en condiciones?

Furioso, redobló sus esfuerzos, se elevó unos cuantos metros, se deslizó, reconquistó el terreno perdido, se agarró a un manojo de raíces que se le quedó en la mano, se deslizó de nuevo, y, descorazonado, ya iba a abandonar la partida, cuando de pronto, poniéndose tenso en una crispación de todo su ser, de todos sus músculos y de toda su voluntad, se inmovilizó; un ruido de voces parecía salir de la roca que abrazaba.

Escuchó. Aquello ocurría hacia la derecha. Volvió la cabeza y creyó ver un rayo de claridad que atravesaba las tinieblas del espacio. Por qué sobresalto de energía, por qué movimientos insensibles logró desplazarse hasta allí, no se dio cuenta exacta. Pero bruscamente se encontró sobre el reborde de un orificio bastante ancho, de unos tres metros al menos de profundidad, que atravesaba la pared del acantilado como un pasillo, y cuyo extremo opuesto, mucho más estrecho, estaba cerrado por tres barrotes.

Lupin se arrastró. Su cabeza llegó hasta los barrotes. Y vio…