VI

La pena de muerte

El coche de Lupin, además de un despacho provisto de libros, papel, tinta y plumas, constituía un verdadero camerino de actor, con una caja completa de maquillaje, un baúl lleno de las ropas más diversas, otro abarrotado de accesorios, paraguas, bastones, pañuelos, anteojos, etc., en una palabra, todo un utillaje que le permitía sobre la marcha transformarse de pies a cabeza.

El caballero que tocó el timbre hacia las seis de la tarde en la reja del diputado Daubrecq era algo gordo, con levita negra, sombrero de copa, el rostro flanqueado por patillas, y unas gafas cabalgando sobre la nariz.

La portera lo condujo a la escalinata, donde, avisada por un timbrazo, apareció Victoire.

Él le preguntó:

—¿Podría el señor Daubrecq recibir al doctor Vernes?

—El señor está en su habitación, y a estas horas…

—Entréguele mi tarjeta.

Escribió al margen estas palabras: «De parte de la señora Mergy», e, insistiendo:

—Tenga, no dudo de que me recibirá.

—Pero —objetó Victoire.

—Pero bueno, ¿vas a decidirte de una vez, vieja chocha? ¡Ya está bien de melindres!

Se quedó estupefacta y farfulló:

—¡Tú!… ¡Eres tú!

—No, es Luis XIV.

Y, empujándola hacia un rincón del vestíbulo:

—Escucha… ¡En cuanto esté a solas con él, sube a tu habitación, lía el petate de cualquier manera y sal pitando!

—¿Qué?

—Haz lo que te digo. Encontrarás mi auto un poco más lejos, en la avenida. Vamos, de prisa, anúnciame; espero en el despacho.

—Si no se ve.

—Pues enciende.

Dio la llave de la luz y dejó solo a Lupin.

«Aquí —pensaba mientras se sentaba—, aquí se encuentra el tapón de cristal. A no ser que Daubrecq lo lleve siempre consigo… Pero no, cuando uno tiene un buen escondrijo lo utiliza. Y ése es excelente, puesto que nadie… hasta ahora…».

Escudriñaba los objetos de la habitación con toda atención y se acordaba de la misiva que Daubrecq había escrito a Prasville: «Al alcance de tu mano, amigo mío… Lo has tocado… Un poco más… Y ya estaba…».

Nada parecía haberse movido desde aquel día. Las mismas cosas rodando por la mesa, libros, registros, una botella de tinta, una caja de sellos, tabaco, pipas, cosas todas que habían sido registradas y auscultadas muchas veces.

«¡Qué bicho! —pensó Lupin—. ¡Hay que ver lo bien estudiado que lo tiene todo! Esto se tiene como el drama de un buen artesano».

En el fondo, aunque Lupin sabía exactamente a lo que había venido y cómo iba a actuar, no ignoraba la parte de incertidumbre y de azar que tenía su visita con un adversario de tamaña fuerza. Podía suceder muy bien que Daubrecq quedara dueño del campo de batalla y que la conversación tomase un giro absolutamente diferente del que Lupin pretendía darle.

Y aquella perspectiva no dejaba de causarle cierta irritación.

Se enderezó; un ruido de pasos se acercaba.

Entró Daubrecq.

Entró sin una palabra, hizo una señal a Lupin, que se había levantado, para que volviera a sentarse, se sentó también él ante la mesa y, mirando la tarjeta que aún conservaba:

—¿El doctor Vernes?

—Sí, señor diputado; el doctor Vernes de Saint-Germain.

—Ya veo que viene usted de parte de la señora Mergy…, paciente suya, sin duda.

—Paciente casual. No la conocía hasta que me llamaron a su cabecera, en circunstancias particularmente trágicas.

—¿Está enferma?

—La señora Mergy se ha envenenado.

—¿Eeeh?

Daubrecq se había sobresaltado y prosiguió sin disimular su turbación:

—¡Pero qué me dice usted! ¡Envenenada! ¿Muerta tal vez?

—No, la dosis no era suficiente. Salvo complicaciones, considero que la señora Mergy está salvada.

Daubrecq calló y permaneció inmóvil, con la cabeza vuelta hacia Lupin.

«¿Me está mirando? ¿Tiene los ojos cerrados?», se preguntaba Lupin.

Le molestaba terriblemente eso de no ver los ojos de su adversario, aquellos ojos que ocultaba el doble obstáculo de las gafas y unos anteojos negros, ojos de enfermo, le había dicho la señora Mergy, estriados e inyectados en sangre. ¿Cómo seguir sin ver la expresión de un rostro el hilo secreto de los pensamientos?

Era casi como batirse con un enemigo cuya espada fuera invisible.

Daubrecq prosiguió al cabo de un instante:

—Así que la señora Mergy está salvada… Y ella lo envía a mí… No acabo de entender… Apenas conozco a esa dama…

«Ha llegado el momento delicado —pensó Lupin—. Bien, vamos allá».

Y con un tono de simplicidad, en que se adivinaba el embarazo de una persona tímida, pronunció:

—Mire, señor diputado, hay casos en que el deber de un médico es muy complicado…, muy oscuro…, y tal vez piense que al hacer esta gestión ante usted… En una palabra, verá usted… Mientras estaba atendiéndola, la señora Mergy ha intentado envenenarse por segunda vez… Sí, por desgracia, el frasco se encontraba al alcance de su mano. Se lo arranqué. Hubo una lucha entre nosotros. Y en el delirio de la fiebre, con palabras entrecortadas, me dijo: «Es él… Es él… Daubrecq…, el diputado… Que me devuelva a mi hijo… Dígaselo… Si no, quiero morir…, sí, en seguida…, esta noche. Quiero morir». Eso es, señor diputado… Así que he pensado que debía ponerlo a usted al corriente. Es cierto que en el estado de exasperación en que se encuentra esa dama… Por supuesto, ignoro el sentido exacto de sus palabras… No he preguntado a nadie… He venido directamente aquí, movido por un impulso espontáneo.

Daubrecq reflexionó durante un buen rato y dijo:

—En resumidas cuentas, doctor, usted ha venido a preguntarme si yo sé dónde está ese niño…, que supongo ha desaparecido, ¿no es así?

—Sí.

—Y en caso de que yo lo supiera, usted se lo llevaría a su madre.

—Sí.

Otro largo silencio. Lupin se decía:

«¿Se tragará por casualidad esta historia? ¿Bastará la amenaza de esa muerte? Vamos a ver… No, no puede ser… Y sin embargo…, sin embargo… parece dudar».

—¿Me permite? —dijo Daubrecq, acercando el aparato telefónico que se erguía sobre la mesa—. Necesito hacer una llamada urgente…

—No faltaría más, señor diputado.

Daubrecq llamó:

—¿Oiga?… Señorita, ¿quiere usted ponerme con el 82219?

Repitió el número y esperó sin moverse.

Lupin sonrió:

—La prefectura de policía, ¿no? Secretariado general…

—En efecto, doctor… ¿Así que lo sabe usted?

—Sí, como médico forense, he tenido que telefonear alguna vez…

Y en el fondo de sí mismo Lupin se preguntaba:

«¿Qué diablos quiere decir todo esto? El secretario general es Prasville… ¿Entonces qué?».

Daubrecq colocó los dos receptores a sus oídos y articuló:

—¿El 82219?… Quisiera hablar con el secretario general, señor Prasville… ¿Que no está ahí?… Sí, sí, siempre está en su despacho a estas horas… Dígale que es de parte de Daubrecq…, del señor Daubrecq, el diputado…, es una comunicación de la mayor importancia.

—¿No seré indiscreto? —dijo Lupin.

—De ningún modo, de ningún modo, doctor… —aseguró Daubrecq—. Además esta comunicación no deja de tener cierta relación con su gestión…

E, interrumpiéndose:

—¿Oiga?… ¿El señor Prasville?… ¡Ah, eres tú, amigo Prasville! Pero bueno, hombre, pareces desconcertado… Sí, es verdad, hace bastante tiempo que no nos vemos… Pero, en el fondo, no dejamos de pensar el uno en el otro, ¿eh?… Y yo, incluso he tenido con frecuencia tu visita y la de tus artistas… Pero ¿no es verdad que…? ¿Eeeh?… ¿Qué? ¿Que tienes prisa? ¡Ah, disculpa!… Además, yo también. Así que al grano… Quiero hacerte un pequeño favor… Pero espera un poco, animal… No lo sentirás… Te va en ello la gloria… ¿Oye?… ¿Me oyes? Bueno, mira, cógete media docena de hombres contigo… Los de la Seguridad mejor, que los encontrarás en la comisaría… Montaos en los coches y veníos aquí en cuarta… Te ofrezco una caza de primera, amigo mío… Un caballero de la alta. Napoleón en persona… En una palabra, Arsenio Lupin.

Lupin se levantó de un salto. Se esperaba cualquier cosa menos aquel desenlace. Pero hubo algo más fuerte en él que la sorpresa, un impulso de toda su naturaleza que le hizo decir riendo:

—¡Bravo! ¡Bravo!

Daubrecq inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y murmuró:

—No he terminado… Un poco de paciencia todavía, ¿quiere?

Y continuó:

—¿Oiga?… Prasville… ¿Qué? Que no, hombre, que no, que no es una broma… Encontrarás a Lupin aquí, frente a mí, en mi despacho… Lupin me está dando la lata como los demás… ¡Oh! Uno más o menos ya me trae sin cuidado. Pero es que éste ya se está poniendo muy indiscreto. Por eso he recurrido a tu amistad. Quítame de encima a este individuo, por favor… Con media docena de tus esbirros y los dos que están de plantón delante de mi casa será suficiente. ¡Ah! Y ya que te pones, sube también al tercer piso y llévate a mi cocinera… Es la famosa Victoire… ¿Me sigues?… La vieja nodriza del señor Lupin. Y además, mira, otra información… No dirás que no te quiero… Bueno, pues manda una cuadrilla a la calle Chateaubriand, esquina a Balzac… Allí vive nuestro Lupin nacional, bajo el nombre de Michel Beaumont… ¿Entendido, viejo? Y ahora, a trabajar. Hala, espabílate…

Cuando Daubrecq volvió la cabeza, Lupin estaba de pie, con los puños crispados. Su impulso de admiración no había resistido después del discurso y de las revelaciones hechas por Daubrecq sobre Victoire y sobre el domicilio de la calle Chateaubriand. La humillación era demasiado fuerte, y ya no pensaba en jugar más tiempo a los médicos de pueblo. No tenía más que una idea, no dejarse llevar por el exceso de rabia formidable que lo impulsaba a embestir a Daubrecq como el toro al obstáculo.

Daubrecq lanzó una especie de cloqueo, que en él remedaba a la risa. Avanzó contoneándose, las manos en los bolsillos del pantalón, y silabeó:

—No pueden ir las cosas mejor, ¿no le parece? Un terreno despejado, una situación clara… Al menos se ve mejor. Lupin contra Daubrecq, y punto. Y además, ¡cuánto tiempo ganado! ¡El doctor Vernes, médico forense, hubiera tardado dos horas en devanar su madeja! Mientras que así, el señor Lupin se ve obligado a desembuchar su asuntito en treinta minutos…, so pena de verse agarrado por el cuello y de dejar prender a sus cómplices… ¡Vaya pedrada en el charco de ranas! Treinta minutos, ni uno más. De aquí a treinta minutos hay que despejar el campo, escapar como una liebre, largarse a la desbandada. ¡Ja, ja, qué divertido! ¡Vamos, Polonio, reconoce que no tienes suerte con este cura! Porque eras tú el que te escondías detrás de la cortina, ¿eh, infortunado Polonio?

Lupin no soltaba prenda. La única solución que lo hubiera apaciguado, es decir, estrangular al adversario, era demasiado absurda para que no prefiriera sufrir sin replicar sarcasmos que, sin embargo, lo cimbraban como latigazos. Por segunda vez, en la misma habitación y en circunstancias análogas, debía agachar la cabeza ante aquel maldito Daubrecq y aguantar en silencio la más ridícula de las posturas… Además, estaba profundamente convencido de que, si abría la boca, sería para escupir a la cara de su vencedor palabras de cólera e invectivas. ¿Y para qué? ¿No era lo esencial actuar con sangre fría y hacer las cosas como las pedía la nueva situación?

—Bueno, bueno, señor Lupin —proseguía el diputado—; tiene usted todo el aspecto de estar desconcertado. Vamos, hombre, hay que entrar en razón y admitir que uno puede encontrarse en su camino con alguien un poco menos imbécil que sus contemporáneos. ¿Se imaginaba usted que porque llevo binóculo y antiparras estoy ciego? ¡Hombre! No digo que haya adivinado en seguida a Lupin detrás de Polonio y a Polonio detrás del señor que fue a molestarme al palco del Vaudeville. No. Pero, a pesar de todo, eso me fastidiaba. Veía que entre la policía y la señora Mergy había un tercer ladrón que intentaba colarse… Entonces, poco a poco, por algunas palabras que se le escaparon a la portera, observando las idas y venidas de la cocinera, pidiendo sobre ella informes de buenas fuentes, empecé a comprender. Por fin, la otra noche se hizo la luz. Aunque dormido, oí el batiburrillo en el hotel. Pude reconstruir el asunto, pude seguir el rastro de la señora Mergy hasta la calle de Chateaubriand primero y hasta Saint-Germain después… Y luego…, luego…, ¡pues nada!, relacioné los hechos…, el robo de Enghien, la detención de Gilbert…, el tratado de alianza inevitable entre la madre desolada y el jefe de la banda…, la vieja nodriza instalada como cocinera, todo el mundo entrando en mi casa por las puertas o por las ventanas… Sabía a qué atenerme. Maese Lupin husmeaba alrededor del pastel. El olor de los veintisiete lo atraía. Ya no había qué hacer más que esperar su visita. La hora ha llegado. Buenos días, maese Lupin.

Daubrecq hizo una pausa. Había soltado su discurso con la satisfacción visible del hombre que puede aspirar a la estima de los aficionados más difíciles. Como Lupin callaba, sacó su reloj.

—¡Eh, que ya no le quedan más que veintitrés minutos! ¡Cómo se va el tiempo! De seguir así, no nos va a dar tiempo a explicarnos.

Y, acercándose más a Lupin:

—Pese a todo, me da pena. Yo creía a Lupin otra clase de señor. ¿Así que al primer adversario un poco serio el coloso se derrumba? ¡Pobre joven!… ¿Un vaso de agua para reponernos?

Lupin no dejó escapar una palabra, un gesto de irritación. Con una calma perfecta, con una precisión de movimientos que indicaba su dominio absoluto y la nitidez del plan de conducta que había adoptado, apartó suavemente a Daubrecq, se acercó a la mesa y a su vez agarró la trompetilla del teléfono.

Preguntó:

—Por favor, señorita, ¿me pone con el 56534?

Una vez obtenido el número, dijo con voz lenta, destacando cada una de las sílabas:

—¿Oiga?… ¿Calle de Chateaubriand?… ¿Eres tú, Achille?… Sí, soy yo, el jefe… Escúchame bien… Achille… Hay que dejar el apartamento. ¿Oye?… Sí, en seguida…, la policía va a llegar ahí dentro de unos minutos. No, que no, no te asustes… Tienes tiempo. Haz sólo lo que yo te diga. ¿Sigues teniendo la maleta preparada?… Perfecto. ¿Has dejado vacía una de las casillas como te dije? Perfecto. Bueno, ahora ve a mi habitación y ponte de cara a la chimenea. Con la mano izquierda aprieta el pequeño rosetón esculpido que adorna la placa de mármol, por la parte de delante, en medio; y, con la mano derecha, la parte de arriba de la chimenea. Ahí veras una especie de cajón, y en el cajón dos cajitas. Ten cuidado. La una contiene todos nuestros papeles; la otra, billetes de banco y joyas. Pon las dos en la casilla vacía de la maleta. Coge la maleta a mano y vente andando rápidamente hasta la esquina de la avenida Victor Hugo con la avenida Montespan. Allí está el auto, con Victoire. Yo me reuniré allí con vosotros… ¿Qué? ¿Mi ropa? ¿Mis bibelots? ¡Deja todo eso y lárgate! cuanto antes. Hasta luego.

Tranquilamente Lupin apartó el teléfono. Después agarró a Daubrecq del brazo, lo hizo sentar en una silla vecina a la suya y le dijo:

—Y ahora escúchame.

—¡Oh, oh! —rió burlonamente el diputado—. ¿Nos tuteamos?

—Sí, te lo permito —declaró Lupin.

Y como Daubrecq, al que no había soltado el brazo, se desprendiera con cierta desconfianza, pronunció:

—No, no tengas miedo. No vamos a pelearnos. Ni el uno ni el otro íbamos a ganar nada moliéndonos a golpes. ¿Una cuchillada? ¿Para qué? No. Palabras, sólo palabras. Pero palabras eficaces. Ahí van las mías. Son categóricas. Responde del mismo modo, sin reflexionar. Será mejor. ¿El niño?

—Lo tengo yo.

—Devuélvelo…

—No.

—La señora Mergy se matará.

—No.

—Te digo que sí.

—Y yo te aseguro que no.

—Sin embargo ya lo ha intentado.

—Justamente por eso no lo intentará otra vez.

—¿Entonces?

—No.

Tras un instante Lupin prosiguió:

—Me lo esperaba. Como también me imaginaba al venir aquí que no te tragarías la historia del doctor Vernes y que tendría que emplear otros medios.

—Los de Lupin.

—Tú lo has dicho. Estaba resuelto a desenmascararme. Lo has hecho tú mismo. Bravo. Pero eso no cambia nada de mis proyectos.

—Habla.

Lupin sacó de una libreta una hoja doble de papel de carta, la desdobló y se la tendió a Daubrecq, diciendo:

—Éste es el inventario exacto y detallado, con su número de orden, de los objetos que mis amigos y yo nos llevamos de tu chalet Marie-Thérese, sito en las orillas del lago de Enghien. Como ves, hay ciento trece números. De los ciento trece objetos, sesenta y ocho, que son los números marcados con una cruz roja, ya han sido vendidos y expedidos a América. Los otros, en número por consiguiente de cuarenta y cinco, siguen en mi poder hasta nueva orden. Además son los más hermosos. Te los ofrezco a cambio de la entrega inmediata del niño.

Daubrecq no pudo contener un movimiento de sorpresa.

—¡Vaya, vaya! —dijo—. ¡Pues sí que tienes interés en ello!

—Infinitamente —dijo Lupin—, porque estoy convencido de que una ausencia más larga de su hijo significará la muerte para la señora Mergy.

—¿Y eso te afecta, don Juan?

—¿Cómo?

Lupin se plantó ante él y repitió:

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Nada…, nada…, una ocurrencia… Clarisse Mergy es todavía joven y bonita…

Lupin se encogió de hombros.

—¡Qué animal eres! —masculló—. Te imaginas que todos somos como tú, sin corazón y sin piedad. Te sofoca que un bandido de mi especie pierda el tiempo jugando a Don Quijote, ¿eh? Y te preguntas qué sucio motivo puede impulsarme. No busques, eso cae fuera de tu competencia, caballerito. Más vale que me contestes… ¿Aceptas?

—¿Va en serio? —preguntó Daubrecq, a quien el desprecio de Lupin parecía no conmover lo más mínimo.

—Absolutamente. Los cuarenta y cinco objetos están en un almacén, cuya dirección te daré, y te serán entregados si te presentas esta noche a las nueve con el niño.

La respuesta de Daubrecq no ofrecía duda. El secuestro del pequeño Jacques no era para él más que un medio de presionar a Clarisse Mergy y quizá también una advertencia para que abandonase la guerra emprendida. Pero la amenaza de suicidio necesariamente tenía que demostrar a Daubrecq que estaba equivocando el camino. En ese caso, ¿por qué rechazar el trato tan ventajoso que le proponía Lupin?

—Acepto —dijo.

—Aquí tienes la dirección de mi almacén: calle Charles-Lafitte 95, en Neuilly. No tienes más que llamar al timbre.

—¿Y si envío al secretario general Prasville en mi lugar?

—Si envías a Prasville —declaró Lupin—, el lugar está dispuesto de tal forma, que lo veré llegar y me dará tiempo a escapar, no sin antes haber prendido fuego a las gavillas de heno y paja que protegen y disimulan tus consolas, tus relojes y tus vírgenes góticas.

—Pero se te quemará el almacén…

—Me es igual. La policía empieza ya a vigilarlo. En cualquier caso voy a dejarlo.

—¿Y quién me asegura que no es una trampa?

—Empieza por recoger la mercancía y me das al niño después. Yo sí que confío en ti, ya ves.

—Vamos, que lo has previsto todo —dijo Daubrecq—. De acuerdo, tendrás al crío, la bella Clarisse vivirá y todos contentos. Ahora, si tengo un consejo que darte, es que tomes el portante, y de prisa.

—Todavía no.

—¿Eeeh?…

—Te he dicho que todavía no.

—¡Pero tú estás loco! Prasville está en camino.

—Esperará; aún no he terminado.

—¡Cómo! ¡Cómo! ¿Qué más quieres? Clarisse tendrá a su mocoso. ¿No te basta?

—No.

—¿Por qué?

—Queda otro hijo.

—¿Gilbert?

—Sí.

—¿Y qué?

—¡Te pido que salves a Gilbert!

—¿Qué dices? ¡Yo salvar a Gilbert!

—Tú puedes; te basta con hacer unas cuantas gestiones…

Daubrecq, que hasta ahora había conservado toda la calma, se enfureció bruscamente y, dando un puñetazo:

—¡No! ¡Eso nunca! No cuentes conmigo… ¡Ah, no! ¡Sería el colmo de la idiotez!

Se puso a andar con suma agitación y con un paso tan extraño, que se balanceaba de derecha a izquierda sobre cada pierna, como un animal salvaje, como un oso de aspecto torpe y desmayado.

Y con la voz ronca y la expresión convulsa gritó:

—¡Que venga ella aquí! ¡Que venga a pedir gracia para su hijo! ¡Pero que venga sin armas y sin propósitos criminales como la última vez! Que venga en plan suplicante, como mujer domada, sumisa, que comprende, que acepta… Y entonces veremos… ¿Gilbert? ¿La condena de Gilbert? ¿El cadalso? ¡Pero si toda mi fuerza reside ahí! ¡Qué! Llevo más de veinte años esperando mi hora, y cuando llega, cuando el azar me proporciona esta suerte inesperada, cuando al fin voy a conocer la alegría de la revancha completa… ¡y qué revancha!… ¿ahora iba a renunciar a eso, una cosa que vengo persiguiendo desde hace veinte años? ¡No salvaría a Gilbert por nada del mundo! ¡Por el honor! ¡Yo, Daubrecq! Vamos, hombre, tú no me has mirado bien.

Y reía con una risa abominable y feroz. Visiblemente veía frente a él, al alcance de su mano, la presa que perseguía desde hacía tanto tiempo. Y Lupin evocó también a Clarisse, tal como la había visto unos días antes, desfalleciente, vencida ya, fatalmente conquistada, porque todas las fuerzas enemigas se confabulaban contra ella.

Conteniéndose, dijo:

—Escúchame.

Y como Daubrecq, impaciente, lo esquivase, lo agarró por los hombros con esa potencia sobrehumana que Daubrecq ya conocía por haberla experimentado en el palco del Vaudeville, e, inmovilizándolo, articuló:

—Una última palabra.

—No sabes por dónde te andas —gruñó el diputado.

—Una última palabra. Escucha, Daubrecq: olvídate de la señora Mergy, renuncia a todas las tonterías y a todas las imprudencias que tu amor y tus pasiones te hacen cometer, deja todo eso de lado y no pienses más que en tu interés…

—¡Mi interés! —se burló Daubrecq—. Él siempre está de acuerdo con mi amor propio y con lo que tú llamas mis pasiones.

—Hasta aquí quizá. Pero ya no; desde que estoy metido yo en el asunto, ya no. Hay un elemento nuevo que estás descuidando.

»Es un error. Gilbert es cómplice mío. Gilbert es amigo mío. Y Gilbert tiene que salvarse del cadalso. Hazlo, utiliza tus influencias. Y te juro, ¿lo oyes?, te juro que te dejaremos tranquilo. La salvación de Gilbert, eso es todo. Y se acabaron las luchas contra la señora Mergy y contra mí. ¡Se acabaron las trampas! Serás dueño y señor de conducirte como te dé la gana. La salvación de Gilbert, Daubrecq. Si no…

—¿Si no, qué?

—Si no, la guerra, la guerra implacable; es decir, para ti la derrota segura.

—¿Lo que significa…?

—Lo que significa que te quitaré la lista de los veintisiete.

—¡Bah! ¿Tú crees?

—Lo juro.

—Lo que Prasville y toda su pandilla, lo que Clarisse Mergy, lo que nadie ha podido hacer, ¿vas a hacerlo tú?

—Lo haré.

—¿Y por qué? ¿A santo de qué vas a conseguir triunfar donde todo el mundo ha fracasado? ¿Hay alguna razón especial?

—Sí.

—¿Cuál?

—Yo me llamo Arsenio Lupin.

Había soltado a Daubrecq, pero lo mantuvo algún tiempo bajo su mirada imperiosa y bajo el dominio de su voluntad. Al fin, Daubrecq se enderezó, le dio unas cuantas palmaditas secas en el hombro, y con la misma calma, con la misma obstinación rabiosa, pronunció:

—Y yo me llamo Daubrecq. Toda mi vida no ha sido más que una batalla encarnizada, una sucesión de desastres y catástrofes donde he gastado tal cantidad de energía, que la victoria ha llegado completa, definitiva, insolente, irremediable. Tengo en contra mía a toda la policía, a todo el gobierno, a toda Francia, al mundo entero. ¿Qué crees que va a importarme tener además en contra mía al señor Arsenio Lupin? Te diré más aún: cuanto más numerosos y hábiles son mis enemigos, tanto más fino me obliga a hilar. Y por eso, excelente señor mío, en vez de hacer que lo arresten, como hubiera podido… sí, como hubiera podido, y con toda facilidad…, le dejo el campo libre, y le recuerdo caritativamente que antes de tres minutos le conviene tomar el dos.

—¿Entonces no?

—No.

—¿No harás nada por Gilbert?

—Sí, continuaré haciendo lo que he hecho desde su detención, es decir, influir indirectamente sobre el ministro de Justicia para que el proceso transcurra lo más activamente posible y en el sentido que yo deseo.

—¡Cómo! —gritó Lupin fuera de sí—. Es por ti…, es por ti…

—Es por mí, por Daubrecq, pues claro que sí. Tengo un triunfo en mi mano, la cabeza del hijo, y lo juego. Cuando haya obtenido una buena condenita a muerte contra Gilbert, cuando pasen los días y la gracia del joven sea por mis buenas artes rechazada, ya verás, señor Lupin, cómo la mamá no pondrá más objeciones para llamarse señora de Alexis Daubrecq y para darme pruebas innegables e inmediatas de su buena voluntad. Esta salida dichosa es fatal, lo quieras o no. Eso es sabido de antemano. Todo lo que puedo hacer por ti es que me sirvas de testigo el día de mi boda e invitarte al lunch[18]. ¿Hace? ¿No? ¿Persistes en tus negros propósitos? Bueno, pues mucha suerte; prepara tus trampas, echa tus redes, limpia tus armas y empóllate el manual del perfecto ladrón de papel cebolla. Vas a necesitarlo. Y con esto, buenas tardes. Las reglas de la hospitalidad escocesa me ordenan que te ponga de patitas en la calle. Largo.

Lupin permaneció en silencio un buen rato. Con los ojos fijos en Daubrecq parecía medir la talla de su adversario, calcular su peso, estimar su fuerza física y determinar a fin de cuentas el sitio preciso en que iba a atacarlo. Daubrecq apretó los puños y en sí mismo preparó el sistema de defensa que opondría a aquel ataque.

Había pasado la media hora. Lupin se llevó la mano a la sobaquera. Daubrecq hizo otro tanto y agarró la culata de su revólver… Unos segundos más… Fríamente Lupin sacó una bombonera de oro, la abrió y la tendió a Daubrecq:

—¿Una pastilla?

—¿Qué es eso? —preguntó el otro, asombrado.

—Pastillas Géraudel.

—¿Para qué?

—Para el catarro que vas a coger.

Y, aprovechando el ligero desconcierto que esta salida ocasionó a Daubrecq, cogió rápidamente su sombrero y desapareció.

«Hay que reconocer —se decía, mientras atravesaba el vestíbulo— que me ha batido en toda regla. Pero, a pesar de todo, esa bromita de viajante de comercio tenía en su clase algo nuevo. Esperarse una peladilla y recibir una pastilla Géraudel… es como una especie de decepción. ¡Se ha quedado patidifuso el viejo chimpancé!».

Cuando estaba cerrando la reja, paró un automóvil, y rápidamente descendió un hombre seguido de muchos otros. Lupin reconoció a Prasville.

«Señor secretario general —murmuró—, reciba mis saludos. Tengo la impresión de que el destino nos pondrá algún día el uno frente al otro, y lo siento por usted, porque no me merece más que una mediocre estima, y le voy a hacer pasar un perro cuarto de hora. Si no tuviera tanta prisa, esperaría hoy su salida y seguiría a Daubrecq para saber a quién ha confiado el niño que va a devolverme. Pero tengo prisa. Además, nadie me asegura que Daubrecq no va a obrar por teléfono. Así que no gastemos fuerzas en vano y reunámonos con Victoire, Achille y nuestra preciosa maleta».

Dos horas después, apostado en su almacén de Neuilly, tras haber tomado todas las medidas, Lupin veía a Daubrecq, que desembocaba de una calle vecina y se acercaba con desconfianza.

El mismo Lupin abrió la puerta.

—Ahí están sus cosas, señor diputado —dijo—. Puede usted comprobarlo. Ahí al lado hay un alquiler de coches: no tiene más que ir a pedir un camión y algunos hombres. ¿Dónde está el niño?

Daubrecq examinó primero los objetos y luego condujo a Lupin hasta la avenida de Neuilly, donde dos viejas damas, con el rostro cubierto por un velo, estaban estacionadas con el pequeño Jacques.

A su vez, Lupin llevó al niño hasta su automóvil, donde lo esperaba Victoire.

Todo esto fue ejecutado rápidamente, sin palabras inútiles, y como si los papeles estuvieran aprendidos, las idas y venidas reguladas de antemano, lo mismo que entradas y salidas de teatro.

A las diez de la noche Lupin, según su promesa, devolvía al pequeño Jacques a su madre. Pero hubo que llamar al doctor a toda prisa, de tanta agitación y espanto como mostraba el niño, impresionado por todos aquellos acontecimientos.

Necesitó dos semanas para reponerse y soportar las fatigas de un desplazamiento que Lupin consideraba necesario. Por lo demás, la misma señora Mergy apenas si estaba repuesta en el momento de la partida, que tuvo lugar de noche, con todas las precauciones posibles y bajo la dirección de Lupin.

Condujo a la madre y al hijo a una playita bretona y los confió a los cuidados y a la vigilancia de Victoire.

«¡Por fin —se dijo en cuanto los hubo instalado—, ya no hay nadie entre Daubrecq y yo! Ya no puede hacer nada contra la señora Mergy y contra el chico, ni ella se expone a desviar la lucha por medio de su intervención. ¡Demonio! Bastantes tonterías hemos cometido ya: primero, he tenido que descubrirme cara a cara ante Daubrecq; segundo, he tenido que dejarle mi parte del mobiliario de Enghien. Aunque ésa la recobraré un día u otro, de eso no cabe la menor duda. Pero, a pesar de todo, no damos un paso, y de aquí a ocho días Gilbert y Vaucheray pasarán al tribunal».

Lo que más había afectado a Lupin en toda esta aventura era la denuncia de Daubrecq respecto a su domicilio de la calle Chateaubriand. La policía había invadido el domicilio. La identidad de Lupin y de Michel Beaumont había sido reconocida, ciertos papeles descubiertos, y Lupin, sin dejar de perseguir su objetivo, sin dejar de llevar adelante ciertas empresas ya comenzadas, sin dejar de evitar las pesquisas, más tenaces que nunca, de la policía, debía proceder a una reorganización completa de sus asuntos sobre nuevas bases.

De este modo, su rabia contra Daubrecq crecía en proporción a los trastornos que le causaba el diputado. No tenía más que un deseo: metérselo en el bolsillo, como él decía, tenerlo a su disposición, y de grado o por fuerza sacarle su secreto. Soñaba en torturas apropiadas para desatar la lengua del hombre más taciturno. Grilletes, potro, tenazas enrojecidas al fuego, planchas erizadas de puntas… le parecía que el enemigo era digno de todos los suplicios, y que el fin que perseguían justificaba todos los medios.

«¡Ah! —se decía—. Una buena cámara ardiente con unos cuantos verdugos que no se anduvieran con chiquitas… ¡Haríamos un buen trabajo!».

Cada tarde Grognard y Le Ballu estudiaban el recorrido que hacía Daubrecq entre la glorieta Lamartine, la Cámara de los diputados y el Círculo de que era socio. Había que escoger la calle más desierta, la hora más propicia, y una noche empujarlo dentro de un automóvil.

Por su lado, Lupin acomodaba, no lejos de París, en medio de un gran jardín, un viejo edificio que ofrecía todas las condiciones necesarias de seguridad y aislamiento, y que él llamaba «La Jaula del Mono».

Desgraciadamente Daubrecq debía de desconfiar, por decirlo así, pues cada vez cambiaba de itinerario, o entraba en el metro, o subía a un tranvía, y la jaula seguía vacía.

Lupin combinó otro plan. Hizo venir de Marsella a uno de sus confidentes, el tío Brindebois, honorable tendero jubilado, que precisamente habitaba en la circunscripción electoral de Daubrecq y se ocupaba de política.

Desde Marsella, el tío Brindebois anunció su visita a Daubrecq, que recibió con prontitud a aquel importante elector. Proyectaron una cena para la semana siguiente.

El elector propuso un pequeño restaurante de la orilla izquierda, donde, decía él, se comía de maravilla. Daubrecq aceptó.

Es lo que quería Lupin. El propietario de aquel restaurante se contaba entre sus amigos. Desde ese momento, el golpe, que debía tener lugar el jueves siguiente, no podía dejar de tener éxito.

Así las cosas, el lunes de la misma semana empezó el proceso de Gilbert y Vaucheray.

Todos lo recordamos, y los debates son lo suficientemente recientes para que ande yo rememorando la manera realmente incomprensible y parcial que tuvo el presidente del tribunal de encauzar su interrogatorio en contra de Gilbert. La cosa fue notada y severamente criticada. Lupin reconoció en ello la influencia detestable de Daubrecq.

La actitud de los dos acusados fue muy diferente, Vaucheray, sombrío, taciturno, áspera la expansión, confesó cínicamente, en frases breves, irónicas, casi provocadoras, los crímenes que había cometido en otro tiempo. Pero, por una contradicción inexplicable para todo el mundo salvo para Lupin, se defendió de toda participación en el asesinato del criado Léonard y culpó violentamente a Gilbert. De ese modo, vinculando su suerte a la de Gilbert, quería obligar a Lupin a tomar las mismas medidas de liberación para sus dos cómplices.

En cuanto a Gilbert, cuyo rostro franco, cuyos ojos soñadores y melancólicos conquistaron todas las simpatías, no supo sortear las trampas que le tendía el presidente, ni redargüir[19] las mentiras de Vaucheray. Lloraba, hablaba demasiado, o no hablaba cuando hacía falta. Además su abogado, uno de los letrados del foro, se puso enfermo en el último momento (en lo que Lupin pudo una vez más ver la mano de Daubrecq), y fue reemplazado por un secretario, que defendió mal, tomó el caso al revés, indispuso al jurado, y no pudo borrar la impresión que habían producido la requisitoria del fiscal y la defensa del abogado de Vaucheray.

Lupin, que tuvo la audacia inconcebible de asistir a la última jornada de los debates, el jueves, no dudó del resultado. La doble condena era segura.

Era segura, porque todos los esfuerzos de la justicia, corroborando también la táctica de Vaucheray, tendieron a solidarizar estrechamente a los dos acusados. Era segura, además y sobre todo, porque se trataba de dos cómplices de Lupin. Desde la apertura de la instrucción hasta el momento de emitir el veredicto, y aunque la justicia, a falta de pruebas suficientes, y también para no diseminar sus esfuerzos, no hubiera querido implicar a Lupin en el caso, todo el proceso iba dirigido contra Lupin. Era él el adversario a quien querían alcanzar; él, el jefe a quien había que castigar en la persona de sus amigos; él, el bandido célebre y simpático, cuyo prestigio a los ojos de la muchedumbre había que destruir. Ejecutados Gilbert y Vaucheray, la aureola de Lupin se desvanecía. La leyenda se acababa.

Lupin…, Lupin…, Arsenio Lupin… No se oyó más que ese nombre durante los cuatro días. El fiscal, el presidente, los miembros del jurado, los testigos, no tenían otra palabra en la boca. En todo momento invocaban a Lupin para maldecirlo, para escarnecerlo, para ultrajarlo, para hacerle responsable de todos los delitos cometidos. ¡Parecía que Gilbert y Vaucheray no figuraban más que como comparsas y que el verdadero proceso iba dirigido contra él, el señor Lupin, el Lupin ladrón, jefe de banda, falsificador, incendiario, reincidente, antiguo forzado! ¡El Lupin asesino, el Lupin manchado por la sangre de su víctima, el Lupin que se quedaba cobardemente en la sombra tras haber empujado a sus amigos hasta el pie del cadalso!

«¡Ah, qué bien saben lo que están haciendo! —murmuró—. Ese pobre Gilbert, mi niño grande, va a pagar mi deuda; yo soy el verdadero culpable».

Y el espantoso drama se desencadenó.

A las siete de la tarde, después de una larga deliberación, los miembros del jurado reanudaron la sesión, y el presidente del jurado dio lectura de las respuestas a las preguntas hechas por el tribunal. Era «sí» a todos los puntos. Era la culpabilidad y el rechazo de las circunstancias atenuantes. Hicieron volver a los dos acusados.

De pie, vacilantes y pálidos, escucharon la sentencia de muerte.

Y en medio de un gran silencio solemne, donde la ansiedad del público se mezclaba con la piedad, el presidente del tribunal preguntó:

—¿Tiene algo que añadir, Vaucheray?

—Nada, señor presidente; desde el momento en que mi camarada ha sido condenado como yo, estoy tranquilo… Estamos los dos en igualdad de condiciones… Así que el jefe tendrá que encontrar un truco para salvarnos a los dos…

—¿El jefe?

—Sí, Arsenio Lupin.

Hubo risas entre la muchedumbre.

—¿Y usted, Gilbert?

Las lágrimas se deslizaban por las mejillas del infeliz; balbuceó algunas frases ininteligibles. Pero como el presidente repitiera su pregunta, logró dominarse y respondió con voz temblorosa:

—Señor presidente, tengo que decir que soy culpable de muchas cosas, es cierto… He hecho mucho daño y me arrepiento de todo corazón… Pero, a pesar de todo, eso no…, no, yo no he matado…, nunca he matado… Y no quiero morir…, sería demasiado horrible…

Vaciló, sostenido por los guardias, y se le oyó proferir, como un niño que pide socorro:

—¡Jefe…, sálveme! ¡Sálveme! ¡No quiero morir!

Entonces, de entre la muchedumbre, en medio de la emoción general, se elevó una voz que dominó el ruido:

—No tengas miedo, hijo mío, el jefe está aquí.

Se armó un tumulto. Hubo empujones. Los guardias municipales y los agentes invadieron la sala, y echaron mano a un hombre gordo de rostro rubicundo, a quien los asistentes designaban como el autor de aquel apostrofe y que se debatía a puñetazos y a patadas.

Interrogado al instante, dio su nombre, Philippe Banel, empleado de pompas fúnebres, y declaró que uno de sus vecinos le había ofrecido un billete de cien francos, si aceptaba soltar en el momento oportuno una frase que el tal vecino le apuntó en una hoja de libreta. ¿Podía negarse?

Como prueba, enseñó el billete de cien francos y la hoja de libreta.

Volvieron a soltar a Philippe Banel.

Entre tanto Lupin, que por supuesto había contribuido poderosamente a la detención del personaje y lo había puesto entre las manos de los guardias, Lupin salía del palacio, con el corazón oprimido por la angustia. En el muelle encontró su automóvil. Se lanzó a él desesperado, asaltado por una tristeza tal, que tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. La llamada de Gilbert, su voz desgarrada por el desamparo, su cara descompuesta, su silueta vacilante, todo ello atormentaba su cerebro, y le parecía que nunca jamas podría olvidar tales impresiones ni siquiera por un segundo.

Volvió a su casa, al nuevo domicilio que había escogido entre sus diferentes moradas y que ocupaba uno de los ángulos de la plaza Clichy. Esperó allí a Grognard y Le Ballu, con los que debía proceder aquella misma noche al secuestro de Daubrecq.

Pero no había abierto la puerta del apartamento, cuando dejó escapar un grito: Clarisse estaba ante él. Clarisse, que había regresado de Bretaña a la misma hora del veredicto.

Inmediatamente, por su actitud, por su palidez, comprendió que lo sabía. E inmediatamente, frente a ella, recobrando ánimos, sin dejarle tiempo para hablar, exclamó:

—Bueno, sí, sí…, pero eso no tiene importancia. Estaba previsto. No podíamos impedirlo. Lo que hay que hacer es conjurar el mal. Y esta noche, ¿me oye?, esta noche será cosa hecha.

Inmóvil, despavorida de dolor, balbuceó:

—¿Esta noche?

—Sí. Lo tengo todo preparado. Dentro de dos horas Daubrecq estará en mi poder. Esta noche, cualesquiera que sean los medios que tenga que emplear, hablará.

—¿Usted cree? —dijo ella débilmente y como si ya un poco de esperanza hubiera iluminado su rostro.

—Hablará. Tendré su secreto. Le arrancaré la lista de los veintisiete. Y esa lista significará la liberación de su hijo.

—¡Demasiado tarde! —murmuró Clarisse.

—¡Demasiado tarde! ¿Y por qué? ¿Cree usted que a cambio de tal documento no obtendré la evasión simulada de Gilbert?… ¡Dentro de tres días Gilbert será libre! Dentro de tres días…

Un timbrazo lo interrumpió.

—Mire, ahí están nuestros amigos. Tenga confianza. Recuerde que cumplo mis promesas. Yo le he devuelto al pequeño Jacques. Yo le devolveré a Gilbert.

Fue al encuentro de Grognard y Le Ballu y les dijo:

—¿Está todo listo? ¿Está ya el tío Brindebois en el restaurante? Hala, venga, démonos prisa.

—No vale la pena, jefe —replicó Le Ballu.

—¡Cómo! ¿Qué?

—Hay novedad.

—¿Novedad? Habla…

—Daubrecq ha desaparecido.

—¿Eeeh? ¿Pero qué me estás contando? ¿Que Daubrecq ha desaparecido?

—¡Sí, lo han secuestrado en su hotel, en pleno día!

—¡Rayos y truenos! ¿Y quién?

—No se sabe… Cuatro individuos… Ha habido tiros. La policía está en el lugar del suceso. Prasville dirige las investigaciones.

Lupin no se movió. Miró a Clarisse Mergy, que se había desplomado en un sillón.

Hasta él tuvo que apoyarse. Con el secuestro de Daubrecq se desvanecía la última posibilidad…