V

Veintisiete

El niño dormía apaciblemente en la cama. La madre no se movía del canapé en que Lupin la había tendido, pero su respiración más tranquila y la sangre que volvía a su rostro anunciaban su próximo despertar.

Se dio cuenta de que llevaba una alianza. Al ver un medallón que pendía de su blusa, se inclinó y, después de darle la vuelta, distinguió una fotografía muy reducida que representaba a un hombre de unos cuarenta años y a un niño, un adolescente más bien, vestido de colegial, cuyo fresco rostro enmarcado por unos cabellos ensortijados estudió.

«Era eso… —se dijo—. ¡Ah, pobre mujer!».

La mano que tomó entre las suyas iba calentándose poco a poco. Los ojos se abrieron, luego volvieron a cerrarse. Murmuró:

—Jacques…

—No se preocupe…, está durmiendo… Todo va bien.

Iba recobrando completamente el conocimiento. Pero, como seguía callada, Lupin empezó a hacerle preguntas para llevarla poco a poco a la necesidad de expansionarse. Y así, señalando el medallón de los retratos, le dijo:

—El colegial es Gilbert, ¿no?

—Sí —dijo ella.

—¿Y Gilbert es hijo suyo?

Ella tuvo un estremecimiento y murmuró:

—Sí, Gilbert es hijo mío, mi hijo mayor.

¡Así pues, ella era la madre de Gilbert, de Gilbert, el detenido de la Santé, acusado de asesinato, y a quien la justicia perseguía con tanto rigor!

Lupin continuó:

—¿Y el otro retrato?

—Es el de mi marido.

—¿Su marido?

—Sí, murió ahora hace tres años.

Ella se sentó. De nuevo la vida volvía a ella, así como el espanto de vivir y el espanto de todas las cosas terroríficas que la amenazaban. Lupin siguió diciéndole:

—¿Cómo se llamaba su marido?

Ella vaciló un momento y respondió:

—Mergy.

Él gritó:

—¿Victorien Mergy, el diputado?

—Sí.

Hubo un largo silencio. Lupin no había olvidado el suceso y el ruido que había armado aquella muerte. Tres años antes el diputado Mergy se había levantado la tapa de los sesos en los pasillos de la Cámara, sin dejar una palabra de explicación, sin que por consiguiente pudiera encontrarse el menor motivo para aquel suicidio.

—Motivo —dijo Lupin, acabando su pensamiento en voz alta— que usted no ignora.

—No lo ignoro.

—¿Gilbert, quizá?

—No; Gilbert había desaparecido varios años antes, expulsado y maldecido por mi marido. Su pena fue muy grande, pero hubo otra razón…

—¿Cuál? —dijo Lupin.

Pero no era necesario que Lupin siguiera haciendo preguntas. La señora Mergy ya no podía callarse y, lentamente al principio, con la angustia de todo aquel pasado que era preciso resucitar, se expresó así:

—Hace veinticinco años, cuando yo me llamaba Clarisse Darcel y mis padres vivían aún, me encontré en la alta sociedad de Niza[15] con tres jóvenes, cuyos nombres lo iluminarán en seguida acerca del drama actual: Alexis Daubrecq, Victorien Mergy y Louis Prasville. Los tres se conocían desde antes, estudiantes del mismo curso y amigos de la mili. A Prasville le gustaba entonces una actriz que cantaba en la Ópera de Niza. A los otros dos, Mergy y Daubrecq, les gustaba yo. Por lo demás, sobre todo esto y sobre toda aquella historia seré breve. Los hechos son harto elocuentes. Desde el primer momento me enamoré de Victorien Mergy. Quizá cometí un error al no declarárselo en seguida. Pero todo amor sincero es tímido, vacilante, respetuoso, y yo no anuncié mi elección hasta no tener plena certeza y plena libertad. Desgraciadamente aquel periodo de espera, tan delicioso para los que se aman en secreto, había permitido a Daubrecq albergar esperanzas. Su cólera fue atroz.

Clarisse Mergy se detuvo unos segundos y prosiguió con voz alterada:

—No lo olvidaré jamás… Estábamos los tres en el salón. ¡Ah! Todavía oigo las palabras que pronunció, palabras de odio y de amenaza horrible. Victorien estaba confuso. Nunca había visto a su amigo de aquel modo, con aquel rostro repugnante, aquella expresión de animal… Sí, un animal feroz… Rechinaba los dientes. Pateaba. Sus ojos (entonces no llevaba gafas), sus ojos inyectados en sangre rodaban en sus órbitas, y no dejaba de repetir: «Me vengaré…, me vengaré… ¡Ah, no sabéis de lo que soy capaz! Esperaré si es preciso diez años, veinte años… Pero llegaré como un trueno… ¡Ah, no sabéis…! Vengarse… Hacer el mal… por el mal… ¡Qué alegría! He nacido para hacer el mal… Y los dos me suplicaréis de rodillas, sí, de rodillas». Ayudado por mi padre, que entraba en aquel momento, y por un criado, Victorien Mergy echó fuera a aquel ser abominable. Seis semanas más tarde me casé con Victorien.

—¿Y Daubrecq? —interrumpió Lupin—. ¿No intentó…?

—No, pero el día de mi boda Louis Prasville, que nos sirvió de testigo pese a la prohibición de Daubrecq, al volver a su casa encontró a la joven que amaba, aquella cantante de la Ópera…, la encontró muerta, estrangulada…

—¡Cómo! —dijo Lupin sobresaltándose—. ¿Es que Daubrecq…?

—Se supo que Daubrecq la perseguía asiduamente desde hacía algunos días, pero no se supo nada más. Fue imposible establecer quién había entrado y salido en ausencia de Prasville. No se descubrió ninguna huella, nada, absolutamente nada.

—Sin embargo, Prasville…

—Para Prasville, para nosotros, la verdad no ofrecía duda. Daubrecq quiso raptar a la joven, quizá quiso atropellarla, forzarla, y en el curso de la lucha, enloquecido, perdió la cabeza, la cogió por la garganta y la mató, casi sin saberlo. Pero de todo aquello ni una prueba; Daubrecq ni siquiera se preocupó.

—¿Y después qué fue de él?

—Durante varios años no oímos hablar de él. Sólo supimos que se había arruinado en el juego y que se había ido a América. Y, a pesar mío, iba olvidando su cólera y sus amenazas, totalmente dispuesta a creer que ya no me amaba, que ya no pensaba en sus proyectos de venganza. Además, yo era demasiado dichosa para andar ocupándome de lo que no era mi amor, mi felicidad, la situación política de mi marido, la salud de mi hijo Antoine.

—¿Antoine?

—Sí, es el verdadero nombre de Gilbert; el desgraciado ha conseguido al menos ocultar su personalidad.

Lupin preguntó:

—¿En qué época… comenzó… Gilbert?…

—No sabría decirlo con exactitud. Gilbert (prefiero llamarlo así y no pronunciar su verdadero nombre), Gilbert de niño era lo que es hoy, amable, simpático con todos, encantador, pero perezoso e indisciplinado. Cuando hizo quince años, lo enviamos a un colegio de los alrededores de París, precisamente para alejarlo un poco de nosotros. Dos años después nos lo mandaban a casa.

—¿Por qué?

—Por su conducta. Habían descubierto que se escapaba por las noches, y también que durante semanas enteras, mientras se suponía que estaba con nosotros, en realidad desaparecía.

—¿Qué hacía?

—Se divertía, jugaba en las carreras, se arrastraba por los cafés y los bailes públicos.

—¿Entonces tenía dinero?

—Sí.

—¿Quién se lo daba?

—Su genio del mal, el hombre que a espaldas de sus padres lo hacía salir del colegio, el hombre que lo descarrió, que lo corrompió, que nos lo arrancó, que le enseñó la mentira, el libertinaje, el robo.

—¿Daubrecq?

—Daubrecq.

Clarisse Mergy disimulaba entre sus manos juntas el rubor de su frente. Prosiguió con su voz cansada:

—Daubrecq se había vengado. Al día siguiente mismo de aquel en que mi marido echaba de casa a nuestro desgraciado hijo, Daubrecq nos desvelaba en la más cínica de las cartas el papel odioso que había jugado, y las maquinaciones gracias a las cuales había conseguido pervertir a nuestro hijo. Continuaba así: «El correccional uno de estos días…, más tarde los tribunales…, y después, con un poco de suerte, el cadalso».

Lupin exclamó:

—¿Cómo? ¿Ha sido Daubrecq quien ha tramado todo este asunto?

—No, no; ahí no ha habido más que una casualidad. La abominable predicción no era más que un deseo formulado por él. ¡Pero cuánto me aterrorizó! Yo estaba enferma en aquel momento. Mi otro hijo, mi pequeño Jacques, acababa de nacer. Cada día nos traía alguna nueva fechoría cometida por Gilbert, falsificación de firmas, estafas…, aunque a nuestro alrededor anunciamos su marcha al extranjero y luego su muerte. La vida fue lamentable, y lo fue mucho más cuando estalló la tormenta política en que mi marido iba a naufragar.

—¿Cómo fue eso?

—Dos palabras serán suficientes: el nombre de mi marido está en la lista de los veintisiete.

—¡Ah!

De golpe el velo se desgarraba ante los ojos de Lupin y veía al resplandor de un relámpago toda una región de cosas que se ocultaban hasta entonces en las tinieblas.

Con voz más fuerte Clarisse Mergy prosiguió:

—Sí, su nombre está escrito en ella, pero por error, por una especie de mala suerte increíble de que fue víctima. Victorien Mergy formó parte, en efecto, de la comisión encargada de estudiar el canal francés de Los Dos Mares[16]. Votó, en efecto, con los que aprobaron el proyecto de la Compañía. Incluso cobró, sí, lo digo con toda claridad y preciso la cantidad, cobró quince mil francos. Pero los cobró para otro, para uno de sus amigos políticos en quien tenía una confianza absoluta y del que fue instrumento ciego, inconsciente. Creyó hacer una buena acción y se perdió. El día en que, tras el suicidio del presidente de la Compañía y la desaparición del cajero, el caso del canal apareció con todo su cortejo de chanchullos y suciedades, sólo ese día supo mi marido que muchos de sus colegas habían sido comprados, y comprendió que su nombre, como el de ellos, como el de otros diputados, jefes de grupos, parlamentarios influyentes, se encontraba en aquella lista misteriosa de que empezó a hablarse de pronto. ¡Ah, qué días tan horribles pasaron! ¿Sería publicada la lista? ¿Sería pronunciado su nombre? ¡Qué tortura! ¿Recuerda usted el enloquecimiento de la Cámara, aquella atmósfera de terror y delación? ¿Quién tenía la lista? No se sabía. Se sabía su existencia. Eso era todo. Dos hombres fueron barridos por la tempestad. Y siempre se ignoraba de dónde procedía la denuncia y en qué manos se hallaban los papeles acusadores.

—Daubrecq —insinuó Lupin.

—¿Eh? No —gritó la señora Mergy—. Daubrecq no era aún nadie en aquella época, aún no había aparecido en escena. No…, recuerde usted…, la verdad se supo de golpe, por el mismo que la detentaba, Germineaux, el ex ministro de Justicia y primo del presidente de la Compañía del Canal. Enfermo, tísico, desde su lecho de agonizante escribió al prefecto de Policía, legándole aquella lista que, decía, encontrarían después de su muerte en un cofre de hierro al fondo de su habitación. La casa fue rodeada de agentes. El prefecto se estableció en la morada al lado del enfermo. Germineaux murió. Abrieron el cofre. Estaba vacío.

—Ahora sí, Daubrecq —afirmó Lupin.

—Sí, Daubrecq —profirió la señora Mergy, cuya agitación crecía por minutos—, Alexis Daubrecq, que, desde hacía seis meses, disfrazado, irreconocible, servía de secretario a Germineaux. ¿Cómo había sabido que Germineaux era el poseedor del famoso papel? Poco importa. Lo cierto es que había descerrajado el cofre la noche misma que precedió a la muerte. La investigación lo demostró y la identidad de Daubrecq fue establecida.

—¿Pero no lo detuvieron?

—¡Para qué! Se suponía que había puesto la lista a buen recaudo. Detenerlo significaba el escándalo, el caso que volvería a comenzar, ese feo caso del que todo el mundo está cansado y que se quiere ahogar a toda costa.

—¿Entonces?

—Negociaron.

Lupin se echó a reír.

—¡Negociar con Daubrecq, qué divertido!

—Sí, muy divertido —silabeó la señora Mergy con un tono áspero—. Durante ese tiempo él en cambio actuaba, y rápidamente, sin vergüenza, yendo derecho al grano. Ocho días después del robo se dirigió a la Cámara de los diputados, preguntó por mi marido, y brutalmente le exigió treinta mil francos en el plazo de veinticuatro horas. Si no, el escándalo, el deshonor. Mi marido conocía al individuo, sabía que era implacable, que estaba lleno de rencor y ferocidad. Perdió la cabeza y se mató.

—¡Absurdo! —no pudo evitar decir Lupin—. Daubrecq posee una lista de veintisiete nombres. Para entregar uno de esos nombres, si quiere que se conceda crédito a su acusación, se verá obligado a publicar la lista misma, es decir, a desasirse del documento, o al menos de la fotografía de ese documento, y al hacerlo provocará el escándalo, pero se verá privado en lo sucesivo de todo medio de acción y de chantaje.

—Sí y no —dijo ella.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Por Daubrecq; por Daubrecq, que vino a verme el miserable y me contó cínicamente su entrevista con mi marido y las palabras intercambiadas. Pues bien, no existe más que esa lista, no existe más que ese famoso trozo de papel, en el que el cajero iba anotando los nombres y las cantidades cobradas, y en el que, recuérdelo, el presidente de la Compañía estampó antes de morir su firma en letras de sangre. No existe más que eso. Hay ciertas pruebas más vagas que los interesados no conocen: correspondencia entre el presidente de la Compañía y su cajero, entre el presidente y sus abogados consejeros, etc. Desde luego lo único que cuenta es la lista garrapateada en el pedazo de papel; ésa es la prueba única, irrecusable, que no serviría de nada copiar o fotografiar, pues dicen que su autenticidad puede ser controlada de la forma más rigurosa. Pero aun así los otros indicios son peligrosos. Ellos han bastado para derribar ya a dos diputados. Y Daubrecq sabe jugar con eso de maravilla. Asusta a la víctima escogida, la enloquece, le muestra el escándalo inevitable, y o le abonan la cantidad exigida, o se matan como mi marido. ¿Comprende usted ahora?

—Sí —dijo Lupin.

Y en el silencio que siguió reconstruyó la vida de Daubrecq. Lo veía dueño de aquella lista, utilizando su poder, saliendo poco a poco de la sombra, arrojando a manos llenas el dinero que sacaba extorsionando a sus víctimas, consiguiendo que lo nombraran consejero general y diputado, reinando por medio de la amenaza y el terror, impune, inaccesible, inatacable, temido por un gobierno que prefiere someterse a sus órdenes antes que declararle la guerra, respetado por los poderes públicos, tan poderoso en fin, que habían nombrado secretario general de la prefectura de Policía a Prasville, contra todos los derechos adquiridos, por el solo motivo de que odiaba a Daubrecq con un odio personal.

—¿Y volvió usted a verlo?

—Volví a verlo. Era preciso. Mi marido había muerto, pero su honor permanecía intacto. Nadie había sospechado la verdad. Para defender por lo menos el nombre que me dejaba, acepté la primera entrevista con Daubrecq.

—La primera, en efecto, porque ha habido otras, ¿no?…

—Muchas otras —pronunció ella con voz alterada—. Sí, muchas otras…, en el teatro…, o ciertas tardes en Enghien…, o en París de noche…, pues tenía vergüenza de ver a ese hombre y no quiero que se sepa… Pero era preciso… Un deber más imperioso que todo me lo ordenaba…, el deber de vengar a mi marido…

Se inclinó sobre Lupin, y ardorosamente:

—Sí, la venganza fue la razón de mi conducta y el cuidado de toda mi vida. Vengar a mi marido, vengar a mi hijo perdido, vengarme a mí misma de todo el mal que me ha hecho… Ya no tenía otro sueño, otro objetivo. Eso es lo que yo quería, el aplastamiento de ese individuo, su miseria, sus lágrimas —¡como si todavía pudiera llorar!—, sus sollozos, su desesperación…

—Su muerte —interrumpió Lupin, que se acordaba de la escena ocurrida entre ambos en el despacho de Daubrecq.

—No, su muerte no. He pensado en ello a menudo… Incluso llegué a levantar el brazo contra él… ¡Pero para qué! Ha debido de tomar sus precauciones. El papel seguiría existiendo. Y además matarlo no es vengarse… Mi odio va más lejos… Quiere su pérdida y su hundimiento, y para ello no hay más que un solo medio: arrancarle sus garras. Privado de ese documento que lo hace tan fuerte, Daubrecq deja de existir. ¡Es la ruina inmediata, el naufragio, y en qué lamentables condiciones! Eso es lo que he buscado.

—Pero Daubrecq no podía equivocarse sobre las intenciones de usted.

—Claro que no. Por eso le juro que no ha habido tan extrañas entrevistas como las nuestras; yo, vigilándolo, intentando adivinar tras sus palabras el secreto que oculta… y él…, él…

—Y él —dijo Lupin, acabando el pensamiento de Clarisse Mergy—, él, acechando la presa que desea…, la mujer a la que nunca ha dejado de amar…, a la que ama todavía…, y que quiere con todas sus fuerzas y con toda su rabia…

Ella bajó la cabeza y dijo simplemente:

—Sí.

Duelo extraño, en efecto, el que enfrentaba entre sí a aquellos dos seres separados por tantas cosas implacables. ¡Cuán desenfrenada tenía que ser la pasión de Daubrecq para arriesgarse así a aquella perpetua amenaza de muerte, para introducir tan cerca de él, en su intimidad, a aquella mujer cuya existencia había devastado! Pero, del mismo modo, ¡cuán plenamente seguro tenía que sentirse!

—¿Y adónde la condujeron… sus pesquisas? —preguntó Lupin.

—Mis pesquisas —dijo ella— fueron durante mucho tiempo infructuosas. Los procedimientos de investigación que ha seguido usted, los que por su lado ha seguido la policía, también yo los empleé, y años antes que usted, pero en vano. Ya comenzaba a desesperar, cuando un día en que fui a casa de Daubrecq, a su chalet de Enghien, encontré debajo de su mesa el principio de una carta arrugada y arrojada entre los papelotes de un cesto. Aquellas líneas eran de su puño y letra y estaban escritas en mal inglés. Pude leer: «Vacíe el cristal en el interior, de modo que quede un vacío imposible de sospechar».

»Quizá no hubiera dado a aquella frase toda la importancia que merecía, si Daubrecq, que se encontraba entonces en el jardín, no hubiera llegado corriendo y se hubiera puesto a registrar el cesto de los papeles con una prisa significativa. Me miraba con aire sospechoso.

»—Había aquí… una carta…

»Yo puse cara de no entender. No insistió, pero su agitación no se me había escapado, y empecé a encaminar mis pesquisas en ese sentido. Fue así como un mes después descubrí, entre las cenizas de la chimenea del salón, la mitad de una factura inglesa. John Howard, vidriero de Stourbridge[17], había hecho al diputado Daubrecq un frasco de cristal igual que el modelo. La palabra orillas del Stour «cristal» me chocó, fui a Stourbridge, soborné al encargado de la vidriería, y supe que el tapón de dicho frasco, siguiendo la fórmula del encargo, había sido vaciado interiormente de manera que quedara un vacío imposible de sospechar.

Lupin inclinó la cabeza.

—La información no ofrecía ninguna duda. Sin embargo no me ha parecido que, incluso bajo la franja de oro… Y además el escondrijo sería harto exiguo.

—Exiguo pero suficiente —dijo ella.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Por Prasville.

—¿Entonces lo ve usted?

—Desde aquella época, sí. Antes mi marido y yo habíamos roto toda relación con él, a consecuencia de ciertos incidentes equívocos. Prasville es un hombre de moralidad más que dudosa, un ambicioso sin escrúpulos, y que ciertamente ha tenido un feo papel en el asunto del canal de Los Dos Mares. ¿Sacó tajada él también? Es probable. No importa, yo tenía necesidad de ayuda. Acababa de ser nombrado secretario general de la Prefectura. Así que me dirigí a él.

—¿Conocía él —preguntó Lupin— la conducta de su hijo Gilbert?

—No. Tuve la precaución, justamente por la situación que ocupa, de confirmarle, como a todos nuestros amigos, la marcha y la muerte de Gilbert. En cuanto al resto, le dije la verdad, es decir, los motivos que habían ocasionado el suicidio de mi marido, y el objetivo de venganza que yo perseguía. Cuando le hube puesto al tanto de mis descubrimientos, saltó de alegría y sentí que su odio contra Daubrecq no había disminuido en absoluto. Charlamos un buen rato y supe por él que la lista estaba escrita en un trozo de papel de cebolla, sumamente delgado, y que reducido a una especie de bolita podía entrar perfectamente en un espacio de lo más restringido. Para él, como para mí, no cabía la menor vacilación. Conocíamos el escondrijo. Quedó entendido que cada uno actuaríamos por nuestro lado y que nos comunicaríamos en secreto. Yo lo puse en relación con Clémence, la portera de la glorieta Lamartine, que era incondicionalmente mía…

—Pero que no lo era tanto de Prasville —dijo Lupin—, pues tengo la prueba de que ella no traiciona.

—Ahora quizá; al principio, no, y las pesquisas de la policía fueron numerosas. Fue en aquel momento, hace ahora diez meses, cuando Gilbert reapareció en mi vida. Una madre no deja de amar a su hijo, haya hecho lo que haya hecho, haga lo que haga. Y además ¡Gilbert tiene tal encanto…! Usted lo conoce. Lloró, besó a mi pequeño Jacques, su hermano… Lo perdoné.

En voz baja, con los ojos fijos en el suelo, pronunció:

—¡Ojalá no lo hubiera perdonado! ¡Ah, si pudiera volver a vivir aquella hora! ¡Cómo habría tenido el horrible coraje de echarlo! Pobre hijo mío…, he sido yo quien lo ha perdido…

Continuó pensativamente:

—No me habría faltado coraje si hubiera sido tal como me lo imaginaba, y tal como fue durante mucho tiempo, según me ha dicho, marcado por los excesos y por el vicio, grosero, caído… Pero, aunque desconocido en su aspecto externo, desde el punto de vista, ¿cómo diría yo?, desde el punto de vista moral, había habido ciertamente una mejora. Usted lo había sostenido, levantado, y, aunque su existencia me fuera odiosa…, guardaba a pesar de todo cierta corrección…, algo así como un fondo de honestidad que subía a la superficie… Era alegre, descuidado, feliz… ¡Y me hablaba de usted con tanto afecto!

Buscaba las palabras, confusa, no atreviéndose a condenar delante de Lupin la clase de existencia que había escogido Gilbert, aunque tampoco podía hacer su elogio.

—¿Y después? —dijo Lupin.

—Después volví a verlo con frecuencia. Él venía a verme furtivamente, o bien iba yo a encontrarme con él, y nos paseábamos por el campo. Fue así como poco a poco llegué a contarle nuestra historia. Inmediatamente se inflamó. También él quería vengar a su padre y, robando el tapón de cristal, vengarse a sí mismo del mal que Daubrecq le había hecho. Su primera idea (y en eso, debo decirlo, no cambió jamás) fue la de entenderse con usted.

—Pues para eso —gritó Lupin— era preciso…

—Sí, ya lo sé… y yo era del mismo parecer. Por desgracia, mi pobre Gilbert (¡usted sabe lo débil que es!) estaba sometido a la influencia de uno de sus compañeros.

—Vaucheray, ¿no?

—Sí, Vaucheray, un alma turbia, llena de hiel y de envidia, un ambicioso artero, un hombre astuto y tenebroso que tenía sobre mi hijo un ascendiente considerable. Gilbert cometió el error de confiarse a él y pedirle consejo. Todo el mal viene de ahí. Vaucheray lo convenció y me convenció a mí también de que más valía actuar por nuestra propia cuenta. Estudió el caso, tomó la dirección del mismo y finalmente organizó la expedición a Enghien y, conducidos por usted, el robo con escalo del chalet Marie-Thérese, que Prasville y sus agentes no habían podido visitar a fondo a causa de la activa vigilancia del criado Léonard. Era una locura. Era preciso o bien abandonarse a la experiencia de usted, o bien tenerlo absolutamente al margen del complot, so pena de un funesto malentendido o de una vacilación peligrosa. ¿Pero qué quiere usted? Vaucheray nos dominaba. Acepté una entrevista con Daubrecq en el teatro. Durante ese tiempo tuvo lugar el caso. Cuando hacia medianoche volví a mi casa me enteré del terrible resultado, del asesinato de Léonard, de la detención de mi hijo. En seguida tuve la intuición del futuro. La espantosa predicción de Daubrecq se realizaba: habría juicio, habría condena. Y todo por mi culpa, por culpa de la madre, que había empujado al hijo hacia el abismo, de donde nada podía ya sacarlo.

Clarisse se retorcía las manos y la sacudían estremecimientos de fiebre. ¿Hay sufrimiento que pueda compararse con el de una madre que tiembla por la cabeza de su hijo? Conmovido de piedad, Lupin le dijo:

—Lo salvaremos. Sobre eso no hay sombra de duda. Pero es necesario que conozca todos los detalles. Acabe, se lo suplico… ¿Cómo supo usted aquella misma noche los sucesos de Enghien?

Ella se dominó y, con el rostro contraído por la angustia, respondió:

—Por dos de sus cómplices, o mejor dos cómplices de Vaucheray, que estaban totalmente de su parte y a los que él había escogido para conducir las dos barcas.

—¿Son los que están ahí fuera, Grognard y Le Ballu?

—Sí. Al volver del chalet, cuando, perseguido en el lago por el comisario de policía, subió usted a bordo, les soltó unas palabras de explicación mientras se dirigía hacia el automóvil. Enloquecidos, corrieron a mi casa, donde ya habían ido antes, y me dieron cuenta de la horrible noticia. ¡Gilbert estaba en la cárcel! ¡Ah, qué noche más horrorosa! ¿Qué hacer? ¿Buscarlo a usted? Claro, e implorar su ayuda. ¿Pero dónde encontrarlo? Fue entonces cuando Grognard y Le Ballu, acorralados por las circunstancias, se decidieron a explicarme el papel de su amigo Vaucheray, sus ambiciones, su designio largamente madurado…

—De deshacerse de mí, ¿no? —rió burlonamente Lupin.

—Sí. Como Gilbert gozaba de toda la confianza de usted, él vigilaba a Gilbert y así fue conociendo todos sus domicilios. Unos días más, y una vez en posesión del tapón de cristal, dueño de la lista de los veintisiete, heredero de la omnipotencia de Daubrecq, lo entregaría a usted a la policía, sin que la banda, suya en lo sucesivo, se viera ni siquiera comprometida.

—¡Imbécil!… —murmuró Lupin—. ¡Un subalterno como él!

Y añadió:

—Así pues, los paneles de las puertas…

—Fueron recortados por instigación suya, en previsión de la lucha que entablaba contra usted y contra Daubrecq, en cuya casa comenzó el mismo trabajo. Tenía a su disposición una especie de acróbata, un enano de una delgadez extrema, a quien le bastaban aquellos orificios y que así sorprendía toda la correspondencia y los secretos de usted. Esto es lo que sus dos amigos me revelaron. En seguida me vino la idea: servirme, para salvar a mi hijo mayor, de su hermano, de mi pequeño Jacques, tan delgado también él, y tan inteligente y tan valiente como ha podido usted ver. Salimos por la noche. Siguiendo las indicaciones de mis compañeros, encontré en el domicilio personal de Gilbert los dobles de las llaves del apartamento de la calle Matignon, donde parecía que usted iría a dormir. Por el camino, Grognard y Le Ballu me confirmaron en mi resolución, y ya pensaba mucho menos en pedirle a usted ayuda que en quitarle el tapón de cristal, el cual, si había sido descubierto en Enghien, evidentemente debía estar en su casa. No me equivocaba. Al cabo de unos minutos mi pequeño Jacques, que se introdujo en su habitación, me lo traía. Me fui, vibrante de esperanza. Dueña a mi vez del talismán, guardándolo para mí sola, sin prevenir a Prasville, tenía todo el poder sobre Daubrecq. Lo haría actuar a mi antojo y, dirigido por mí, esclavo de mi voluntad, multiplicaría las diligencias en favor de Gilbert, obtendría que lo dejaran evadirse, o por lo menos que no lo condenaran. Era la salvación.

—¿Y bien?

Clarisse se levantó con un impulso de todo su ser, se inclinó sobre Lupin, y le dijo con voz sorda:

—No había nada en aquel pedazo de cristal, nada, ¿lo oye?, ningún papel, ningún escondrijo. ¡Toda la expedición de Enghien era inútil! ¡Inútil el asesinato de Léonard! ¡Inútil la detención de mi hijo! ¡Inútiles todos mis esfuerzos!

—¿Pero por qué? ¿Por qué?

—¿Por qué? Porque el tapón que robó usted a Daubrecq no era el fabricado por orden suya, sino el tapón que había servido de modelo al vidriero John Howard, de Stourbridge.

Si Lupin no hubiera estado frente a un dolor tan profundo, no hubiera podido por menos de soltar una de esas ocurrencias irónicas que le inspiran las picardías del destino. Dijo entre dientes:

—¡Qué cosa más tonta! Y tanto más habremos puesto sobre aviso a Daubrecq.

—No —dijo ella—. Aquel mismo día yo volví a Enghien. En todo aquello Daubrecq no vio ni ve aún hoy más que un robo ordinario, un saqueo a sus colecciones. La participación de usted lo ha inducido a error.

—Sin embargo el tapón desapareció.

—En primer lugar aquel objeto no puede tener para él más que una importancia secundaria, puesto que no es más que el modelo.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Hay un arañazo en la base del tronco, y después me informé en Inglaterra.

—De acuerdo, ¿pero por qué el criado no abandonaba la llave del armario de donde fue robado? Y, en segundo lugar, ¿por qué hemos vuelto a encontrarlo en el cajón de una mesilla en casa de Daubrecq, en París?

—Evidentemente Daubrecq tiene cuidado con él, y le interesa como interesa el modelo de una cosa que tiene valor. Por eso precisamente volví yo a colocar el tapón en el armario antes de que él advirtiera su desaparición. Y también por eso la segunda vez hice que mi pequeño Jacques le quitara a usted el tapón del bolsillo mismo de su abrigo y que la portera volviera a colocarlo en su sitio.

—¿Entonces no sospecha nada?

—Nada; sabe que buscamos la lista, pero ignora que Prasville y yo conocemos el objeto donde la esconde.

Lupin se levantó y recorrió la habitación de arriba abajo reflexionando. Luego se detuvo junto a Clarisse Mergy.

—En resumen, después de los sucesos de Enghien ¿no ha conseguido usted dar un solo paso adelante?

—Ni uno solo —dijo ella—. He actuado al día, conducida por esos dos hombres o bien conduciéndolos, todo ello sin un plan preciso.

—O al menos —dijo él— sin otro plan que el de arrancar a Daubrecq la lista de los veintisiete.

—Sí, ¿pero cómo? Además las maniobras de usted nos molestaban, hemos tardado en reconocer a su vieja sirvienta Victoire en la nueva cocinera de Daubrecq, y en descubrir, gracias a las indicaciones de la portera, que Victoire le daba a usted asilo, y yo tenía miedo de sus proyectos.

—Era usted quien me escribía que me retirara de la lucha, ¿no?

—Sí.

—También era usted quien me pedía que no fuera al teatro la noche del Vaudeville.

—Sí. La portera había sorprendido a Victoire escuchando la conversación que Daubrecq y yo tuvimos por teléfono, y Le Ballu, que vigilaba la casa, lo vio a usted salir. Así que pensé que por la noche seguiría usted a Daubrecq.

—¿Y la dependienta que vino aquí una tarde?

—Era yo, yo, que, desanimada, quería verlo.

—¿Y fue usted quien interceptó la carta de Gilbert?

—Sí, reconocí su letra en el sobre.

—¿Y el pequeño Jacques no estaba con usted?

—No. Estaba fuera, en el automóvil con Le Ballu. Lo hice subir por la ventana del salón y se deslizó en esta habitación por el orificio del panel.

—¿Qué contenía la carta?

—Desgraciadamente reproches de Gilbert. Lo acusaba a usted de abandonarlo, de tomar el asunto por su cuenta. En una palabra, aquello me confirmaba en mi desconfianza. Huí.

Lupin se encogió de hombros con irritación.

—¡Cuánto tiempo perdido! ¡Y por qué fatalidad no hemos podido entendernos antes! Estábamos jugando los dos al escondite… Estábamos tendiéndonos trampas absurdas…, Y pasaban los días, días preciosos, irreparables.

—¿Lo ve, lo ve? —dijo ella estremeciéndose—. ¡También usted tiene miedo del futuro!

—No, yo no tengo miedo —gritó Lupin—. Pero pienso en las cosas útiles que hubiéramos podido tener hechas de haber unido antes nuestros esfuerzos. Pienso en todos los errores, en todas las imprudencias que nuestro acuerdo nos hubiera evitado. Pienso que su intentona de esta noche de registrar la ropa que lleva Daubrecq ha sido tan vana como las otras, y que en este momento, gracias a nuestro estúpido duelo, gracias al tumulto que hemos organizado en su hotel, Daubrecq estará advertido y será aún mucho más precavido que antes.

Clarisse Mergy bajó la cabeza.

—No, no, no creo, el ruido no ha debido de despertarlo, pues hemos retrasado un día la intentona para que la portera pudiera echarle en el vino un narcótico muy fuerte.

Y añadió lentamente:

—Y además, ningún acontecimiento hará que Daubrecq sea más precavido de lo que es, ¿comprende? Su vida no es más que un cúmulo de precauciones contra el peligro. No ha dejado nada al azar… Por lo demás, ¿no tiene todos los triunfos en la mano?

Lupin se acercó y le preguntó:

—¿Qué quiere usted decir? ¿Así que según usted no habría esperanza por ese lado? ¿No habría un solo medio para llegar a nuestro objetivo?

—Sí —murmuró ella—. Hay uno, sólo uno…

Antes de que hubiera ocultado otra vez el rostro entre las manos, él notó su palidez. Y otra vez un estremecimiento de fiebre la sacudió de pies a cabeza.

Él creyó comprender la razón de su espanto e, inclinándose sobre ella, conmovido por su dolor:

—Responda sin rodeos, se lo suplico. ¿Es por Gilbert, verdad?… Si afortunadamente la justicia no ha podido descifrar el enigma de su pasado, si hasta ahora no se sabe el verdadero nombre del cómplice de Vaucheray, al menos hay alguien que lo sabe, ¿no es eso? ¿No es eso? ¿Ha reconocido Daubrecq a su hijo Antoine bajo la máscara de Gilbert?

—Sí, sí…

—Y él promete salvarlo, ¿verdad? Le ofrece su libertad, su evasión, no sé qué… ¿Verdad que es eso lo que le ofreció a usted una noche en su despacho, la noche en que usted intentó herirlo?…

—Sí…, sí…, eso es.

—Y como condición, una sola, ¿verdad? Una condición abominable, tal como sólo ese miserable podía imaginar. ¿He comprendido, verdad?

Clarisse no respondió. Parecía agotada por una larga lucha contra un enemigo que iba ganando terreno cada día, y contra el que era verdaderamente imposible combatir.

Lupin vio en ella la presa conquistada de antemano, entregada al capricho del vencedor. Clarisse Mergy, la mujer enamorada de aquel Mergy a quien Daubrecq había realmente asesinado, la madre espantada de aquel Gilbert a quien Daubrecq había descarriado, Clarisse Mergy, para salvar a su hijo del cadalso, debería someterse, sucediera lo que sucediese, al deseo de Daubrecq. Ella sería la amante, la mujer, la esclava obediente de aquel personaje innombrable, en el que Lupin no podía pensar sin que le provocase rebelión y disgusto.

Y, sentándose junto a ella, suavemente, con gesto de compasión, la obligó a levantar la cabeza y, los ojos en los ojos, le dijo:

—Escúcheme bien. Juro que salvaré a su hijo…, se lo juro. Su hijo no morirá, ¿lo oye?… No hay fuerza humana que, mientras yo viva, pueda hacer que toquen la cabeza de su hijo.

—Le creo…, tengo confianza en su palabra.

—Tenga confianza…, es la palabra de un hombre que no conoce la derrota. Lo conseguiré. Sólo le suplico que tome una decisión irrevocable.

—¿Cuál?

—No vuelva a ver a Daubrecq.

—¡Se lo juro!

—Arroje de su espíritu toda idea, todo temor, por oscuro que sea, de un acuerdo entre usted y él…, de cualquier tipo de trato…

—Se lo juro.

Ella lo miraba con una expresión de seguridad y de abandono absoluto, y bajo su mirada él experimentó la alegría de dedicarse a ella, y el deseo ardiente de devolver a aquella mujer la felicidad, o por lo menos la paz y el olvido que cierran las heridas.

—Vamos —dijo, levantándose y con un tono jovial—, todo irá bien. Tenemos dos o tres meses por delante. Es más de lo que nos hace falta…, a condición naturalmente de que yo me vea libre en mis movimientos. Y para ello tiene usted que retirarse de la batalla, ¿comprende?

—¿Cómo?

—Sí, desaparecer durante algún tiempo, instalarse en el campo. Además, ¿no tiene usted piedad de su pequeño Jacques? A este ritmo vamos a destrozarle los nervios al pobre niño… Y la verdad es que se ha ganado bien su descanso… ¿No es así, Hércules?

Al día siguiente Clarisse Mergy, a quien tantos acontecimientos habían abatido y que también tenía necesidad de un poco de reposo, so pena de caer enferma, se hospedaba con su hijo en casa de una amiga suya, cuya casa se elevaba a la orilla misma del bosque de Saint-Germain. Muy débil, con el cerebro obsesionado por pesadillas, presa de desarreglos nerviosos que la menor emoción exasperaba, vivió allí unos días de postración física y de inconsciencia. Ya no pensaba en nada. La lectura de los periódicos le estaba prohibida.

Pues bien, una tarde, mientras Lupin, cambiando de táctica, estudiaba el modo de proceder al rapto y secuestro del diputado Daubrecq; mientras Grognard y Le Ballu, a quienes había prometido su perdón en caso de éxito, vigilaban las idas y venidas del enemigo; mientras todos los periódicos anunciaban la próxima comparecencia ante el tribunal de los cómplices de Arsenio Lupin, acusados los dos de asesinato, una tarde hacia las cuatro, un brusco timbrazo resonó en el apartamento de la calle Chateaubriand.

Era el teléfono.

Lupin descolgó el receptor.

—¿Diga?

Una voz de mujer, una voz sofocada articuló:

—¿El señor Michel Beaumont?

—Soy yo, señora. ¿Con quién tengo el honor…?

—Rápido, señor, venga a toda prisa, la señora Mergy acaba de envenenarse.

Lupin no pidió más explicaciones. Se lanzó fuera de casa, subió a su automóvil y ordenó que lo condujeran a Saint-Germain.

La amiga de Clarisse estaba esperándolo en el umbral de la habitación.

—¿Muerta? —dijo él.

—No, la dosis era insuficiente. El médico acaba de salir. Responde de ella.

—¿Y por qué razón ha intentado…?

—Su hijo Jacques ha desaparecido.

—¿Secuestrado?

—Sí. Estaba jugando a la entrada del bosque. Vimos detenerse un automóvil… Dos señoras viejas bajaron de él. Luego hubo gritos. Clarisse quiso gritar, pero cayó sin fuerzas, gimiendo: «Es él…, es ese hombre…, todo está perdido». Tenía el aspecto de una loca. De pronto se llevó un frasco a la boca y bebió.

—¿Y a continuación?

—A continuación la he transportado a mi habitación con la ayuda de mi marido. Sufría mucho.

—¿Cómo ha sabido usted mi dirección y mi nombre?

—Por ella, mientras el médico la curaba. Entonces le he telefoneado.

—¿Nadie está al corriente…?

—Nadie. Sé que Clarisse tiene disgustos terribles y que prefiere el silencio.

—¿Puedo verla?

—En este momento está durmiendo. Además el médico ha prohibido cualquier emoción.

—¿Está tranquilo el médico a este respecto?

—Teme la fiebre, la sobreexcitación nerviosa, un acceso cualquiera en que la enferma volviera a intentarlo. Y esa vez…

—¿Qué haría falta para evitarlo?

—Una semana o dos de tranquilidad absoluta, lo cual es imposible mientras su pequeño Jacques…

Lupin la interrumpió:

—¿Cree usted que si su hijo le fuera devuelto…?

—¡Ah, desde luego, en ese caso no habría nada que temer!

—¿Está usted segura?… ¿Está usted segura?… Por supuesto que sí, ¿verdad?… Pues bien, cuando se despierte la señora Mergy, dígale de mi parte que esta noche, antes de las doce, le traeré a su hijo. Esta noche, antes de las doce: mi promesa es formal.

Dichas estas palabras, Lupin salió rápidamente de la casa y volvió a subir a su automóvil, gritando al chófer:

—A París, glorieta de Lamartine, casa del diputado Daubrecq.