IV

El jefe de los enemigos

«¡Pobre chico! —murmuró Lupin al día siguiente al releer la carta de Gilbert—. ¡Lo que debe de estar sufriendo!».

Desde el primer día en que se había encontrado con él había cogido cariño a aquel joven alto, despreocupado y encantado de la vida. Gilbert era tan adicto a él, que se hubiera dejado matar a una seña de su amo. Y a Lupin le gustaba también su franqueza, su buen humor, su inocencia, su cara feliz.

—Gilbert —le decía a menudo—, eres un hombre honrado. Yo en tu lugar, ya ves, dejaría el oficio y me haría de verdad un hombre honrado.

—Usted primero, jefe —respondía Gilbert riendo.

—¿No quieres?

—No, jefe. Un hombre honrado tiene que trabajar, currar, y lo que es a mí, si de pequeño tuve esa inclinación, me la quitaron en seguida.

—¿Quiénes?

Gilbert se callaba. Siempre callaba cuando le preguntaban por los primeros años de su vida, y Lupin sabía a lo sumo que había sido huérfano desde su más tierna edad y que había andado de ceca en meca, cambiando de nombre, enganchando su existencia a los más extraños oficios. Había ahí todo un misterio que nadie había podido penetrar, y no parecía que la justicia estuviera en vías de lograrlo.

Pero tampoco parecía que tal misterio fuera un motivo para que se retrasara. Bajo su nombre de Gilbert o bajo cualquier otro nombre enviaría a los tribunales al cómplice de Vaucheray y lo castigaría con el mismo rigor inflexible.

«¡Pobre chico! —repetía Lupin—. Y soy yo quien tiene la culpa de que lo persigan así. Temen una evasión y se dan prisa por llegar al final, primero al veredicto… y luego a la supresión… ¡Un niño de veinte años! Y que no ha matado, que no es cómplice del crimen…».

¡Ay! Lupin no ignoraba que eso era algo imposible de probar, y que él debía orientar sus esfuerzos hacia otro punto. ¿Pero hacia cuál? ¿Habría que renunciar a la pista del tapón de cristal?

No pudo decidirse a ello. Su única diversión fue ir a Enghien, donde vivían Grognard y Le Ballu, y asegurarse de que habían desaparecido a raíz del asesinato del chalet Marie-Thérese. Fuera de aquello, se ocupó sola y exclusivamente de Daubrecq.

Hasta se negó a dedicar la menor consideración a los enigmas que se le planteaban, a la traición de Grognard y Le Ballu, a sus relaciones con la dama de los cabellos grises, al espionaje de que él personalmente era objeto.

«Silencio, Lupin —decía—, en medio de la fiebre se razona equivocadamente. Así que a callar. ¡Y, sobre todo, nada de deducciones! No hay cosa más tonta que deducir unos hechos de otros antes de haber encontrado un punto de partida seguro. Así es como se cuela uno. Escucha a tu instinto. Sigue a tu intuición, y puesto que, aun fuera de todo razonamiento, aun fuera de toda lógica, estás convencido de que este asunto gira en torno a ese maldito tapón, ve allá sin miedo. ¡Hala, a por Daubrecq y su cristal!».

Lupin no había aguardado a llegar a estas conclusiones para ponerlas en práctica. En el instante en que se las enunciaba a sí mismo ya estaba sentado —pequeño rentista provisto de una bufanda y un abrigo viejo—, ya estaba sentado en un banco de la avenida Victor Hugo, tres días después de la escena del Vaudeville, a una distancia bastante grande de la glorieta Lamartine. Siguiendo sus instrucciones, Victoire debía pasar todas las mañanas a la misma hora delante de aquel banco.

«Sí —se repitió—, el tapón de cristal, ahí está todo… En cuanto lo tenga…».

Victoire se acercaba con la cesta de la compra bajo el brazo. En seguida notó su agitación y su palidez extraordinarias.

—¿Qué pasa? —le preguntó Lupin, caminando al lado de la vieja nodriza.

Entró en una gran tienda de ultramarinos donde había mucha gente y, volviéndose hacia él:

—Toma —dijo con una voz alterada por la emoción—. Aquí tienes lo que buscas.

Y, sacando un objeto de la cesta, se lo dio. Lupin se quedó confundido: tenía en su poder el tapón de cristal.

—¿Será posible? ¿Será posible? —murmuró, como si la facilidad de tal desenlace lo hubiera desconcertado.

Pero allí estaba el hecho, visible y palpable. Por su forma, por sus proporciones, por el oro apagado de sus facetas, reconocía sin posibilidad de equivocarse el tapón de cristal que ya había tenido ante sus ojos. No faltaba ni cierto ligero roce que se notaba en el tronco y del que se acordaba perfectamente.

Además, si el objeto presentaba todos los mismos caracteres, no ofrecía ningún otro que pareciera nuevo. Era un tapón de cristal, sólo eso. Ninguna señal realmente especial lo diferenciaba de otros tapones. No había grabado en él ningún signo, ninguna cifra, y, tallado en un solo bloque como estaba, no contenía ninguna materia extraña.

—¿Entonces qué?

Y Lupin tuvo la visión súbita y profunda de su error. ¿De qué le servía poseer aquel tapón de cristal si ignoraba su valor? Aquel pedazo de vidrio no existía por sí mismo, y no contaba más que por el significado que iba unido a él. Antes de cogerlo había que saber. E incluso ¿quién podía asegurarle que, al cogerlo, al robárselo a Daubrecq, no estaba cometiendo una tontería?

Cuestión imposible de resolver, pero que se le imponía con un rigor singular.

«¡Nada de meteduras de pata! —se dijo metiéndose el objeto en el bolsillo—. En este endiablado asunto las meteduras de pata son irreparables».

No había perdido de vista a Victoire. Acompañada de un dependiente, iba de un mostrador a otro entre la multitud de clientes. Después se quedó un buen rato delante de la caja y pasó al lado de Lupin.

Éste ordenó, muy bajo:

—Nos vemos detrás del Instituto Janson.

Ella volvió a alcanzarlo en una calle poco concurrida.

—¿Y si me siguen? —dijo.

—No —afirmó él—. Ya me he fijado. Escucha. ¿Dónde encontraste el tapón?

—En el cajón de su mesilla de noche.

—Sin embargo, ya habíamos mirado allí.

—Sí, y yo otra vez ayer por la mañana. Seguramente lo habrá dejado esta noche.

—Y seguramente volverá a cogerlo —observó Lupin.

—Bien puede ser.

—¿Y si no lo encuentra?

Victoire pareció asustarse.

—Respóndeme —dijo Lupin—, ¿te acusará a ti del robo?

—Por supuesto…

—Entonces, vuelve a dejarlo en su sitio, y volando.

—¡Dios mío, Dios mío! —gimió—. Ojalá no haya tenido tiempo de enterarse. Dame el objeto, de prisa.

—Toma —dijo Lupin.

Buscó en el bolsillo de su abrigo.

—¿Qué pasa? ——dijo Victoire con la mano extendida.

—¿Qué pasa? —dijo él al cabo de un instante—. Pues que ya no lo tengo.

—¿Cómo?

—No lo tengo, palabra de honor… Han vuelto a quitármelo.

Rompió a reír a carcajadas, y con una risa que aquella vez no iba mezclada con amargura alguna.

Victoire se indignó.

—¡También tienes alegría de sobra, eh!… ¡En una circunstancia como ésta!…

—¿Qué quieres que haga? Confiesa que es realmente divertido. Ya no estamos representando un drama…, es una comedia de magia, una comedia de magia como Los elixires del diablo, o La pata de cordero[13]. En cuanto tenga unas semanas de descanso escribiré algo así… El tapón mágico, o Las desventuras del pobre Arsenio.

—Pero bueno… ¿quién te lo ha vuelto a quitar?

—¡Y a mí qué me cuentas!… Ha volado él sólito… Se ha evaporado en mi bolsillo… ¿Lo ves…? Ya no lo ves.

Empujó suavemente a la vieja criada y, en un tono más serio:

—Vuelve, Victoire, y no te preocupes. Es evidente que te han visto darme el tapón y que han aprovechado los empujones de la tienda para sacármelo del fondo del bolsillo. Todo esto demuestra que estamos vigilados más de cerca de lo que yo pensaba, y por adversarios de primer orden. Pero, una vez más, tú tranquila. La gente honrada siempre tiene la última palabra. ¿Tenías algo más que decirme?

—Sí. Ayer por la tarde fueron, mientras el señor Daubrecq estaba fuera. Vi las luces que se reflejaban en los árboles del jardín.

—¿La portera?

—La portera no estaba acostada.

—Entonces son los tíos de la Prefectura, que continúan buscando. Hasta la tarde, Victoire… Me dejarás entrar…

—¡Cómo! Quieres…

—¿Qué riesgo corro? Tu habitación está en la tercera planta. Daubrecq no sospecha nada.

—¡Pero los otros!

—¿Los otros? Si hubieran tenido algún interés en jugarme una mala pasada, ya lo habrían intentado. Los estorbo, eso es todo. No me temen. Hasta la tarde, Victoire, a eso de las cinco.

Todavía le esperaba a Lupin otra sorpresa. Por la tarde su vieja criada le anunció que, habiendo abierto por curiosidad el cajón de la mesilla de noche, había vuelto a encontrar el tapón de cristal.

A esas alturas Lupin no se emocionaba por incidente milagroso más o menos. Se dijo simplemente:

«Así que han vuelto a traerlo. Y la persona que lo ha traído, y que se introduce en este hotel por medios inexplicables, esa persona ha juzgado, como yo, que el tapón no debía desaparecer».

»¡Y sin embargo Daubrecq, que se sabe acosado hasta en el fondo de su habitación, ha dejado de nuevo ese tapón en un cajón, como si no le diera importancia! ¡Vaya usted a hacerse un juicio de todo esto!…

Si Lupin no se hacía un juicio, tampoco podía sustraerse a ciertos razonamientos, a ciertas asociaciones de ideas, que le daban ese presentimiento confuso de luz que se experimenta a la salida de un túnel.

«En este caso concreto —se decía— es inevitable que haya un próximo encuentro entre “los otros” y yo. Desde ese momento seré dueño de la situación».

Pasaron cinco días sin que Lupin advirtiera el menor detalle. Al sexto día, Daubrecq tuvo la visita matinal de un señor, el diputado Laybach, que, como sus colegas, se arrastró desesperadamente a sus pies, y en fin de cuentas le entregó veinte mil francos.

Otros dos días, y luego una noche hacia las dos Lupin, apostado en el descansillo del segundo piso, percibió el chirrido de una puerta, la puerta —se dio cuenta en seguida— que comunicaba el vestíbulo con el jardín. En la sombra distinguió, o más bien adivinó, la presencia de dos personas que subieron la escalera y se detuvieron en el primero delante de la habitación de Daubrecq.

¿Qué hicieron allí? Era imposible introducirse en aquella habitación, puesto que Daubrecq echaba todas las noches los cerrojos. ¿Entonces qué esperaban?

Evidentemente estaban ejecutando un trabajo, que Lupin distinguía por unos ruidos sordos de frotamiento contra la puerta. Luego llegaron hasta él unas palabras apenas susurradas.

—¿Funciona?

—Sí, perfectamente, pero más vale dejarlo para mañana, porque…

Lupin no oyó el final de la frase. Los individuos bajaban ya otra vez a tientas. La puerta volvió a cerrarse con mucha suavidad y luego la reja.

«Esto sí que es curioso —pensó Lupin—. En esta casa, donde Daubrecq disimula con tanto cuidado sus ignominias, y desconfía, no sin razón, de los espionajes, entra todo el mundo como Pedro por su casa. Que Victoire me deje entrar a mí, que la portera introduzca a los emisarios de la Prefectura…, pase; pero esa gente…, ¿quién traiciona a su favor? ¿Hay que suponer que actúan solos? ¡Y qué audacia! ¡Qué conocimiento de los lugares!».

Por la tarde, durante la ausencia de Daubrecq, examinó la puerta de la habitación del primer piso. A la primera ojeada comprendió: uno de los paneles de abajo, hábilmente recortado, no estaba sujeto más que con unas puntas invisibles. Así pues, la gente que había realizado aquel trabajo era la misma que había operado en su casa de la calle Matignon y en la de la calle Chateaubriand.

Comprobó igualmente que el trabajo estaba hecho desde una época anterior y que, como en su casa, la abertura había sido preparada con antelación, en previsión de circunstancias favorables o de una necesidad inmediata.

El día le resultó corto a Lupin. Por fin iba a saber. No solamente sabría de qué manera utilizaban sus adversarios aquellas pequeñas aberturas, en apariencia inutilizables, puesto que por allí no se podía llegar a los cerrojos superiores, sino que sabría quiénes eran aquellos adversarios tan ingeniosos, tan activos, frente a los cuales se encontraría de un modo inevitable.

Un incidente lo contrarió. Por la noche Daubrecq, que ya durante la cena se había quejado de estar cansado, volvió a las diez y, por una de esas casualidades poco probables, echó en el vestíbulo los cerrojos de la puerta del jardín. En ese caso, ¿cómo podrían «los otros» llevar a cabo sus proyectos y llegar hasta la habitación de Daubrecq?

Después que Daubrecq hubo apagado la luz, Lupin esperó pacientemente una hora todavía; luego, por lo que pudiera ocurrir, instaló la escala de cuerda, y a continuación volvió a su puesto en el descansillo del segundo piso.

No tuvo tiempo de aburrirse. Una hora antes que la víspera intentaron abrir la puerta del vestíbulo. Tras fracasar la tentativa, transcurrieron algunos minutos en un silencio absoluto. Y Lupin creía que ya habían renunciado, cuando se sobresaltó. Sin que el más leve gemido hubiera rozado el silencio, alguien había pasado. El paso de aquel ser quedaba tan amortiguado por la alfombra de la escalera, que no lo hubiera sabido, si la misma barandilla, que él tenía cogida con la mano, no hubiera temblado. Alguien subía. Y, a medida que subía, una impresión de malestar iba invadiendo a Lupin: no oía nada. A juzgar por la barandilla, estaba seguro de que un ser se acercaba, y por cada una de las trepidaciones podía contar el número de escalones subidos, pero ningún otro indicio le daba esa sensación oscura de la presencia que se experimenta al distinguir movimientos que no se ven, al percibir ruidos que no se oyen. Sin embargo, en la sombra hubiera debido formarse una sombra más negra, y algo hubiera debido modificar al menos la calidad del silencio. No, era para creer que no había nadie.

Y Lupin, a pesar suyo y contra el testimonio mismo de su razón, empezaba a creerlo, pues la barandilla ya no se movía, y pudiera suceder que hubiera sido juguete de una ilusión.

Y aquello duró largo tiempo. Dudaba, sin saber qué hacer, sin saber qué suponer. Pero le chocó un extraño detalle: un reloj de pared acababa de dar las dos. Por su tintineo había reconocido el reloj de Daubrecq. Ahora bien, aquel tintineo no era el de un reloj separado por el obstáculo de una puerta.

Rápidamente Lupin bajó y se acercó a la puerta. Estaba cerrada, pero abajo, a la izquierda, había un vacío, un vacío dejado por la desaparición del pequeño panel.

Escuchó. En aquel momento Daubrecq se daba la vuelta en su cama, y su respiración prosiguió, un poco ronca. Y Lupin oyó con toda claridad cómo su ropa se arrugaba. Sin duda alguna aquel ser estaba allí, buscando, registrando las prendas que Daubrecq había dejado al lado de la cama.

«Esta vez —pensó Lupin— creo que el caso va a aclararse un poco. Pero ¡diantre!, ¿cómo ha podido meterse ahí ese tipo? ¿Ha conseguido descorrer los cerrojos y abrir la puerta?… Pero entonces, ¿para qué cometer la imprudencia de volver a cerrarla?».

Ni por un segundo —curiosa anomalía en un hombre como Lupin, y que no puede explicarse más que por esa especie de malestar que provocaba en él aquella aventura—, ni por un segundo sospechó la verdad tan sencilla que iba a revelársele. Tras haber bajado un poco más, se sentó en cuclillas en uno de los primeros peldaños al pie de la escalera, colocándose así entre la puerta de Daubrecq y la del vestíbulo, camino inevitable que debía seguir el enemigo de Daubrecq para reunirse con sus cómplices.

¡Con qué ansiedad interrogaba a las tinieblas! ¡Estaba a punto de desenmascarar al enemigo de Daubrecq, que era igualmente su propio adversario! ¡Iba a atravesarse en sus proyectos! ¡Iba a quitarle a su vez el botín robado a Daubrecq, mientras Daubrecq dormía y los cómplices, agazapados tras la puerta del vestíbulo o tras la puerta del jardín, aguardaban en vano la vuelta de su jefe!

Y la vuelta se produjo. Otra vez Lupin lo supo por la sacudida de la barandilla. Y otra vez, con los nervios tensos, los sentidos exasperados, trataba de distinguir al ser misterioso que venía hacia él. De pronto lo divisó a unos metros de distancia. Escondido en un rincón más tenebroso aún, tampoco él podía ser descubierto. Y lo que veía —¡de qué forma tan confusa!— avanzaba de peldaño en peldaño con infinitas precauciones y agarrándose a los barrotes de la barandilla.

«¿Con quién diablos tendré que vérmelas?», se dijo Lupin con el corazón palpitante.

El desenlace se precipitó. El desconocido había sorprendido un movimiento imprudente por su parte, y se paró en seco. Lupin tuvo miedo de que retrocediera, de que huyera. Saltó sobre su adversario, y se quedó estupefacto al no encontrar más que el vacío y chocar con la barandilla sin haber atrapado la forma negra que veía. Pero se lanzó al instante, atravesó la mitad del vestíbulo y agarró al adversario en el momento en que llegaba a la puerta del jardín.

Se oyó un grito de terror, al que respondieron otros gritos al otro lado de la puerta.

—¡Pero, por todos los diablos! ¿Qué es esto? —murmuró Lupin, cuyos brazos invencibles se habían cerrado sobre una cosa pequeñita que temblaba y gemía.

Comprendiendo de pronto, se turbó y quedó un momento inmóvil, indeciso sobre lo que iba a hacer con la presa conquistada. Pero los otros seguían agitándose tras la puerta y lanzando exclamaciones. Entonces, temiendo que Daubrecq se despertara, deslizó aquella poquita cosa bajo su chaqueta, contra su pecho, impidiendo sus gritos con un pañuelo enrollado a modo de tapón, y subió a toda prisa los tres pisos.

—Toma —dijo a Victoire, que se despertó sobresaltada—. Te traigo al indomable jefe de nuestros enemigos, al Hércules de la banda. ¿Tienes por ahí un biberón?

Depositó sobre el sillón a un niño de seis o siete años, menudo en su jersey gris, cubierto con un gorro de lana hecho a mano, y cuyo adorable rostro pálido estaba surcado de lágrimas de sus ojos espantados.

—¿Dónde has encontrado esto? —dijo Victoire alelada.

—Al pie de la escalera y saliendo de la habitación de Daubrecq —respondió Lupin, mientras palpaba en vano su jersey en la esperanza de que el niño hubiera sacado de la habitación cualquier botín.

Victoire se compadeció.

—¡Pobre angelito! Míralo…, se contiene para no gritar… ¡Jesús, María y José, pero si tiene las manos como el hielo! No tengas miedo, guapo, no vamos a hacerte nada… El señor no es malo.

—No —dijo Lupin—, el señor no tiene una pizca de malo, pero hay otro señor muy malo que va a despertarse como continúen armando ese jaleo a la puerta del vestíbulo. ¿Los oyes, Victoire?

—¿Quiénes son?

—Los satélites de nuestro joven Hércules, la banda del indomable jefe.

—¿Entonces? —balbuceó Victoire, ahora preocupada.

—Entonces, como no me interesa que me pesquen en la trampa, yo empiezo por ahuecar el ala. ¿Vienes, Hércules?

Envolvió al niño en una manta de lana, de modo que sólo sobresaliera la cabeza, lo amordazó con el mayor cuidado que pudo y ordenó a Victoire que se lo atara a los hombros.

—Ya ves, Hércules, cómo nos lo pasamos. No vas a encontrar mucha gente que juegue de tan buen humor a las tres de la mañana. Hala, arreando, vamos a levantar el vuelo. ¿Tienes vértigo?

Subió al reborde de la ventana y puso el pie en uno de los barrotes de la escala. En un minuto llegaba al jardín.

No había dejado de oír los golpes que daban a la puerta del vestíbulo, y ahora los oía con más claridad aún. Estaba sorprendidísimo de que Daubrecq no se hubiera despertado ya con un tumulto tan violento.

«Si no pongo un poco de orden, van a estropearlo todo», se dijo Lupin.

Deteniéndose en el ángulo del hotel, invisible en la noche, calculó la distancia que lo separaba de la reja. La reja estaba abierta. A su derecha veía la escalinata, en lo alto de la cual la gente iba y venía; a su izquierda, el pabellón de la portera.

La mujer había dejado la portería y, de pie al lado de la escalinata, suplicaba a la gente.

—¡Pero cállense ya, cállense de una vez! De remate va a venir.

«¡Ah, perfecto! —se dijo Lupin—. La buena mujer es también cómplice de ellos. Hay que ver cómo acumula empleos».

Se lanzó hacia ella y, agarrándola por el cuello, le espetó:

—Ve a decirles que tengo al niño… Que vayan a recogerlo a mi casa, a la calle Chateaubriand.

Un poco más lejos, en la avenida, había un taxi que Lupin supuso estaría ajustado por la banda. Con autoridad, y como si fuera uno de los cómplices, subió al coche y ordenó que lo llevara a su casa.

—Bueno —dijo al niño—, ¿no te hemos zarandeado mucho?… ¿Y si descansaras un poquito en la camita del señor?

Su criado, Achille, estaba durmiendo. Él mismo instaló al pequeño y lo acarició con amabilidad.

El niño parecía aturdido. Su pobre cara estaba como petrificada en una expresión rígida, en la que había a la vez miedo y voluntad de no tener miedo, ganas de gritar y unos esfuerzos lastimosos por no hacerlo.

—Llora, bonito, llora —dijo Lupin—. Llorar un poco te vendrá bien.

El niño no lloró, pero la voz era tan dulce y tan acogedora, que se serenó, y en sus ojos más sosegados, en su boca menos convulsa, Lupin, que lo examinaba profundamente, encontró algo que ya conocía, un parecido indudable.

Aquello fue una confirmación más de ciertos hechos que sospechaba, y que se encadenaban unos con otros en su espíritu.

En realidad, si no se equivocaba, la situación cambiaba singularmente, y él no estaría lejos de tomar la dirección de los acontecimientos. Desde ese momento…

Un timbrazo, y al instante otros dos bruscos.

—Mira —dijo Lupin al niño—, es tu mamá que viene a buscarte. No te muevas.

Corrió a la puerta y abrió.

Una mujer entró como una loca.

—¡Mi hijo! —exclamó—. ¿Dónde está mi hijo?…

—En mi habitación —dijo Lupin.

Sin preguntar más, demostrando así que conocía el camino, se precipitó en la habitación.

«La mujer de los cabellos grises —murmuró Lupin—. La amiga y la enemiga de Daubrecq; justo lo que yo pensaba».

Se acercó a la ventana y levantó la cortina. Dos hombres se paseaban por la acera de enfrente: Grognard y Le Ballu.

«Y ni siquiera se ocultan —añadió—. Eso es buena señal. Consideran que es preciso obedecer al jefe. Ya no queda más que la hermosa dama de los cabellos grises. Eso va a ser más difícil. ¡Bueno, vamos a por la mamá!».

Encontró a la madre y al hijo abrazados, y la madre, muy inquieta, con los ojos mojados de lágrimas, le decía:

—¿No tienes nada? ¿Estás seguro? ¡Oh, qué miedo has debido de pasar, mi pequeño Jacques!

—Un hombrecito duro —declaró Lupin.

Ella no respondió, palpaba el jersey del niño como había hecho Lupin, sin duda para ver si había tenido éxito en su misión nocturna, y le hizo una pregunta en voz baja.

—No, mamá…, te aseguro que no —dijo el niño.

Ella lo besó suavemente y lo acarició contra ella, aunque el niño, extenuado por el cansancio y la emoción, no tardó en dormirse. Ella permaneció todavía un largo rato inclinada sobre él. También parecía muy cansada y deseosa de reposo.

Lupin no turbó su meditación. La miraba ansiosamente, con una atención que ella no podía percibir, y notó las anchas ojeras en torno a sus párpados y la marca más precisa de sus arrugas. Sin embargo la encontró más hermosa de lo que creía, con esa belleza conmovedora que el hábito del sufrimiento da a ciertas caras más humanas, más sensibles que las demás.

Tuvo una expresión tan triste, que, en un arranque de simpatía instintiva, se acercó a ella y le dijo:

—Ignoro cuáles son sus proyectos, pero, cualesquiera que sean, tiene usted necesidad de ayuda. Sola no podrá usted conseguirlo.

—No estoy sola.

—¿Esos dos hombres de ahí? Los conozco. Ellos no cuentan. Se lo suplico, empléeme. ¿Se acuerda usted de la otra tarde en el palco del teatro? Estaba usted a punto de hablar. Hoy no vacile en hacerlo.

Volvió los ojos hacia él, lo observó, y, como si no pudiera sustraerse a aquella voluntad adversa, articuló:

—¿Qué sabe usted exactamente? ¿Qué sabe usted de mí?

—Ignoro muchas cosas. Ignoro su nombre: pero sé…

Ella lo interrumpió con un gesto y, con una decisión brusca, dominando a su vez lo que la obligaba a hablar:

—Es inútil —gritó—. Después de todo, lo que usted puede saber es poca cosa y no tiene ninguna importancia. ¿Pero cuáles son sus proyectos? Me ofrece usted su cooperación… ¿con qué objeto? Si se ha lanzado usted a este asunto jugándose el todo por el todo, si no he podido emprender nada sin que se cruzara usted en mi camino, es que quiere usted alcanzar algún objetivo… ¿Cuál?

—¿Cuál? Por Dios, me parece que mi conducta…

—No —dijo ella enérgicamente—, nada de palabras. Entre nosotros no hace falta más que certezas y, para llegar hasta ahí, una franqueza absoluta. Voy a ponerle un ejemplo. El señor Daubrecq posee un objeto de un valor inusitado, no en sí mismo, sino por lo que representa. Usted conoce ese objeto. Lo ha tenido usted dos veces en la mano. Dos veces que yo he vuelto a quitárselo. Pues bien, tengo derecho a creer que si usted ha querido apropiárselo ha sido para utilizar el poder que usted le atribuye, y para utilizarlo en beneficio propio…

—¿Y cómo?

—Sí, para utilizarlo según sus designios, en interés de sus asuntos personales, con arreglo a sus costumbres de…

—De ladrón y estafador —acabó Lupin.

Ella no protestó. Él intentó leer su pensamiento secreto en el fondo de sus ojos. ¿Qué quería de él? ¿Qué temía? Si ella desconfiaba, ¿no podía también él desconfiar de aquella mujer que por dos veces le había quitado el tapón de cristal para devolvérselo a Daubrecq? Por mortalmente enemiga que fuese de Daubrecq, ¿hasta qué punto seguía estando sometida a la voluntad de ese hombre? Entregándose a ella, ¿no se arriesgaba a entregarse a Daubrecq?… Sin embargo, jamás había contemplado unos ojos más graves y un rostro más sincero.

Sin vacilar más declaró:

—Mi objetivo es sencillo: la liberación de Gilbert y Vaucheray.

—¿Es verdad?… ¿Es verdad?… —gritó ella, toda temblorosa, interrogándolo con una mirada ansiosa.

—Si me conociera usted…

—Lo conozco… Sé quién es usted… Hace meses que estoy mezclada en su vida sin que usted lo sospechara… y sin embargo, por ciertas razones, aún dudo…

Él pronunció con gran intensidad:

—No me conoce usted. Si me conociera usted, sabría que para mí no puede haber tregua ni descanso antes que mis dos compañeros… o al menos Gilbert, porque Vaucheray es un canalla…, antes que Gilbert haya escapado a la suerte espantosa que le espera.

Ella se precipitó hacia él y lo agarró por los hombros con verdadero enloquecimiento.

—¿Qué? ¿Qué dice usted? ¿La suerte espantosa…? ¿Entonces usted cree…, usted cree…?

—Creo realmente —dijo Lupin, sintiendo cómo la afectaba aquella amenaza—, creo realmente que si no llego a tiempo Gilbert está perdido.

—Cállese…, cállese… —gritó ella, oprimiéndolo brutalmente—. Cállese…, le prohíbo decir eso… No hay ninguna razón… Es usted quien supone…

—No soy solamente yo, es también Gilbert.

—¿Eeeh? ¡Gilbert! ¿Cómo lo sabe usted?

—Por él mismo.

—¿Por él?

—Sí, por él, que sólo tiene esperanza en mí; por él, que sabe que sólo hay un hombre en el mundo que pueda salvarlo, y que me ha llamado desesperadamente hace unos días desde el fondo de su prisión. Aquí está su carta.

Ella cogió ávidamente el papel y leyó balbuceando:

«Socorro, jefe… Estoy perdido… Tengo miedo… Socorro…».[14]

Dejó el papel. Sus manos se agitaron en el vacío. Parecía como si sus ojos extraviados estuvieran viendo la siniestra visión que ya tantas veces había espantado a Lupin. Lanzó un grito de horror, intentó levantarse y cayó desvanecida.