III

La vida privada de Alexis Daubrecq

Al volver a casa después de comer, el día que siguió al de la exploración de su domicilio por la policía, el diputado Daubrecq fue detenido por Clémence, su portera. Ésta había logrado encontrar una cocinera en quien se podía tener toda confianza.

La cocinera, que se presentó unos minutos más tarde, exhibió certificados de primer orden, firmados por personas a las que era fácil pedir información. Muy activa, aunque de cierta edad, aceptaba ocuparse ella sola de la limpieza de la casa sin ayuda de ningún criado, condición impuesta por Daubrecq, que prefería reducir las posibilidades de ser espiado.

Por último, como ella estaba colocada en casa de un miembro del Parlamento, el conde Saulevat, Daubrecq telefoneó inmediatamente a su colega. El intendente del conde Saulevat dio de ella informes inmejorables. Fue contratada.

En cuanto trajo su equipaje se puso a trabajar, estuvo limpiando todo el día y preparó la cena.

Daubrecq cenó y salió.

Hacia las once, cuando ya estaba acostada la portera, entreabrió con precaución la reja del jardín. Un hombre se acercó.

—¿Eres tú? —dijo ella.

—Sí, soy yo, Lupin.

Lo condujo a la habitación que ocupaba en el tercer piso sobre el jardín, y en seguida empezó a lamentarse:

—¡Otra vez trucos, y siempre trucos! ¿Es que no puedes dejarme tranquila en lugar de emplearme en montones de trabajos?

—Qué quieres, mi buena Victoire[10]: cuando me hace falta una persona de apariencia respetable y de costumbres intachables, pienso en ti. Deberías sentirte halagada.

—¡Es así como te conmueves! —gimió—. Me arrojas una vez más en la boca del lobo y encima te cachondeas.

—¿A qué te arriesgas?

—¡Cómo que a qué me arriesgo! Todos los certificados son falsos.

—Los certificados son siempre falsos.

—¿Y si se entera el señor Daubrecq? ¿Y si se informa?

—Ya se ha informado.

—¿Eeeh? ¿Qué estás diciendo?

—Ha telefoneado al intendente del conde Saulevat, en cuya casa se supone que has tenido el honor de trabajar.

—Lo ves, estoy perdida.

—El intendente del conde se ha hecho lenguas de ti.

—Pero si no me conoce.

—Pero yo a él sí. Fui yo quien lo coloqué en casa del conde Saulevat. Entonces, comprendes…

Victoire pareció un poco más calmada.

—¡En fin! Sea lo que Dios quiera… o más bien lo que quieras tú. ¿Y cuál es mi papel en todo esto?

—En primer lugar, dejarme dormir aquí. En otro tiempo me alimentaste con tu leche. Bien puedes ofrecerme la mitad de tu habitación. Dormiré en el sillón.

—¿Y después?

—¿Después? Facilitarme los alimentos necesarios.

—¿Y después?

—¿Después? Emprender de acuerdo conmigo y bajo mi dirección una serie de búsquedas que tienen por objeto…

—¿Que tienen por objeto…?

—… el descubrimiento del objeto precioso de que ya te he hablado.

—¿Qué?

—Un tapón de cristal.

—Un tapón de cristal… ¡Jesús, María y José! ¡Vaya oficio! ¿Y si no aparece tu maldito tapón?

Lupin la cogió suavemente del brazo, y con voz grave:

—Si no aparece, Gilbert, el pequeño Gilbert que tú conoces y a quien tanto quieres, tiene muchas probabilidades de quedarse sin cabeza, lo mismo que Vaucheray.

—Vaucheray me da igual… ¡Un canalla como él! Pero Gilbert…

—¿Has leído los periódicos esta noche? El caso está tomando cada vez peor cariz. Vaucheray, como es natural, acusa a Gilbert de haber herido al criado, y da la casualidad de que el cuchillo de que se sirvió Vaucheray pertenece a Gilbert. Han tenido la prueba esta mañana. A lo que Gilbert, que es inteligente pero que no tiene bastantes agallas, farfulló y se metió a contar historias y mentiras que acabarán por perderlo. Hasta aquí hemos llegado. ¿Quieres ayudarme?

A medianoche volvió el diputado.

Desde entonces, y durante varios días, Lupin ajustó su vida a la de Daubrecq. En cuanto éste dejaba el hotel, Lupin comenzaba sus investigaciones.

Las prosiguió con método, dividiendo cada una de las habitaciones en sectores que no abandonaba hasta haber interrogado los más pequeños escondrijos y, por decirlo así, agotado todas las combinaciones posibles.

También Victoire buscaba. Y nada quedaba olvidado. Patas de mesa, barrotes de silla, tablas de parquet, molduras, marcos de espejos o de cuadros, relojes, zócalos de estatuillas, dobladillos de cortinas, aparatos telefónicos o eléctricos, pasaban revista a todo cuanto una imaginación ingeniosa hubiera podido escoger como escondite.

Y también vigilaban los más pequeños actos del diputado, sus gestos más inconscientes, sus miradas, los libros que leía, las cartas que escribía.

Era cosa fácil; parecía vivir a la luz del día. Nunca había una puerta cerrada. No recibía ninguna visita. Y su existencia funcionaba con una regularidad de mecanismo. Por la tarde iba a la Cámara, por la noche al Círculo.

—Sin embargo —decía Lupin—, en todo esto tiene que haber algo que no es católico.

—Te digo que no hay nada —gemía Victoire—. Estás perdiendo el tiempo y van a acabar pillándonos.

La presencia de los agentes de la Seguridad[11] y sus idas y venidas bajo las ventanas la volvían loca. No podía admitir que estuvieran allí por otra razón que para cogerla a ella, Victoire, en la trampa. Y cada vez que iba al mercado se sorprendía enormemente de que ninguno de aquellos hombres le pusiera la mano en el hombro.

Un día volvió trastornada. La cesta de la compra temblaba en su brazo.

—Y bien, ¿qué pasa, mi buena Victoire? —le dijo Lupin—. Estás verde.

—Verde, ¿eh?… Hay para estarlo…

Tuvo que sentarse, y sólo tras muchos esfuerzos consiguió tartamudear:

—Un individuo…, un individuo me ha abordado… en la frutería…

—¡Caramba! ¿Quería raptarte?

—No… Me ha entregado una carta…

—¿Y te quejas? ¡Una declaración de amor, claro!

—No… «Es para su jefe», me ha dicho. Digo: «¿Mi jefe?». «Sí, para “el señor que vive en su habitación”».

—¿Eeeh?

Esta vez Lupin se sobresaltó.

—Dame eso —dijo, arrancándole el sobre.

El sobre no llevaba ninguna dirección.

Pero en el interior había otro, y en él leyó:

Señor Arsenio Lupin, a la atención de Victoire.

—¡Diantre! —murmuró—. ¡Esto pasa de castaño oscuro!

Rompió el segundo sobre. Contenía una hoja de papel con las palabras siguientes, escritas en grandes mayúsculas:

TODO LO QUE ESTÁ HACIENDO ES INÚTIL Y PELIGROSO… ABANDONE LA PARTIDA

Victoire lanzó un gemido y se desmayó. En cuanto a Lupin, sintió que enrojecía hasta las orejas, como si lo hubieran ultrajado de la forma más grosera. Experimentaba la humillación de un duelista cuyas intenciones más secretas fueran proclamadas en voz alta por un adversario irónico.

Por lo demás, no rechistó. Victoire prosiguió su servicio. Él se quedó en su habitación pensando todo el día.

Por la noche no durmió.

Y no dejaba de repetirse:

«¿De qué sirve pensar? Estoy tropezando con uno de esos problemas que no se resuelven a base de reflexión. Está claro que no estoy solo en el caso, y que entre Daubrecq y la policía hay, además del tercer ladrón, que soy yo, un cuarto ladrón que actúa por su propia cuenta y que me conoce y que lee claramente en mi juego. Pero ¿quién es ese cuarto ladrón? Y además, ¿no me estaré equivocando? Y además… ¡Ah, leñe… a dormir!».

Pero no podía dormir, y una parte de la noche transcurrió de esta suerte.

Pero hacia las cuatro de la mañana le pareció oír ruido en la casa. Se levantó precipitadamente, y desde lo alto de la escalera distinguió a Daubrecq, que bajaba al primer piso y se dirigía a continuación hacia el jardín.

Un minuto más tarde el diputado, después de haber abierto la reja, volvió con un individuo que llevaba la cabeza enterrada en el fondo de un amplio cuello de piel, y lo condujo a su despacho.

En previsión de una eventualidad de este tipo, Lupin había tomado sus precauciones. Como las ventanas del despacho y las de su habitación, situadas en la parte trasera de la casa, daban al jardín, colgó de su balcón una escala de cuerda que desenrolló suavemente y por la que bajó hasta el nivel superior de las ventanas del despacho.

Unas contraventanas ocultaban las ventanas. Pero como eran redondas, quedaba libre un montante semicircular, y Lupin, aunque le fuera imposible oír, pudo enterarse de todo lo que pasaba dentro.

En seguida comprobó que la persona a quien había tomado por un hombre era una mujer, una mujer joven aún, aunque su cabellera negra apareciese mezclada con cabellos grises, una mujer de una elegancia muy sencilla, alta, y cuyo bello rostro tenía esa expresión cansada y melancólica que da la costumbre de sufrir.

«¿Dónde diablos la he visto yo? —se preguntó Lupin—. Porque, con toda seguridad, yo conozco esos rasgos, esa mirada, esa fisonomía».

De pie, apoyada en la mesa, impasible, escuchaba a Daubrecq. Éste, también de pie, le hablaba con animación. Estaba dando la espalda a Lupin, pero Lupin se inclinó y vio un espejo donde se reflejaba la imagen del diputado. Y se quedó espantado al ver con qué ojos extraños, con qué aire de deseo brutal y salvaje miraba a su visitante.

También ella debió de sentirse molesta, porque se sentó y bajó los párpados. Daubrecq se inclinó entonces hacia ella, y parecía a punto de rodearla con sus largos brazos de enormes puños. Y de pronto Lupin advirtió que por el rostro triste de la mujer rodaban gruesas lágrimas.

¿Fue la vista de las lágrimas lo que hizo perder la cabeza a Daubrecq? Con un movimiento brusco estrechó a la mujer y la atrajo hacia sí. Ella lo rechazó con una violencia llena de odio. Y ambos, tras una breve lucha en que la cara del hombre le pareció a Lupin convulsa y atroz, ambos, erguidos el uno frente al otro, se apostrofaron como mortales enemigos.

Luego se callaron. Daubrecq se sentó; tenía un aire malvado, duro, irónico también. Y habló de nuevo, dando sobre la mesa golpecitos secos, como si estuviera poniendo condiciones.

Ella ya no se movía. Lo dominaba con su busto altanero, distraída y la mirada vaga. Lupin no la perdía de vista, cautivado por aquel rostro enérgico y doloroso, y buscaba en vano un recuerdo con que relacionarla, cuando se dio cuenta de que había vuelto ligeramente la cabeza y movía el brazo de forma imperceptible.

Su brazo se separó de su busto, y Lupin vio que en el extremo de la mesa había una garrafa cubierta con un tapón de cabeza de oro. La mano alcanzó la garrafa, tanteó, se levantó suavemente y agarró el tapón. Un rápido movimiento de cabeza, una ojeada, y el tapón fue colocado en su sitio. Sin duda alguna no era eso lo que esperaba la mujer.

«¡Pardiez! —se dijo Lupin—. También ella anda detrás del tapón de cristal. Decididamente, el asunto se complica cada día más».

Pero, al observar de nuevo a la visitante, notó estupefacto la expresión súbita e imprevista de su rostro, una expresión terrible, implacable, feroz. Y vio que la mano seguía con su tejemaneje alrededor de la mesa y que, siguiendo un deslizamiento ininterrumpido, una maniobra solapada, apartaba unos libros, y lentamente, seguramente, se acercaba a un puñal cuya hoja brillaba en medio de las hojas esparcidas.

Nerviosamente agarró el mango.

Daubrecq seguía discurriendo. Por encima de su espalda, sin temblar, la mano se levantó poco a poco, y Lupin veía los ojos extraviados y furiosos de la mujer fijos en el punto exacto de la nuca que había escogido para clavar el cuchillo.

«Está usted cometiendo una tontería, mi bella dama», pensó Lupin.

Y ya pensaba en el medio de escapar y de llevarse a Victoire.

Con el brazo erguido, ella dudaba sin embargo. Pero no fue más que un breve desfallecimiento. Apretó los dientes. Toda su faz, contraída por el odio, se contorsionó aún más. E hizo el terrible movimiento. En aquel mismo instante Daubrecq se agachaba, saltaba de su silla y, volviéndose, atrapaba al vuelo la frágil muñeca de la mujer.

Cosa curiosa, no le dirigió ningún reproche, como si lo que ella había intentado hacer no le hubiera sorprendido más que una acción ordinaria muy natural y muy simple. Se encogió de hombros, como hombre acostumbrado a correr ese tipo de peligros, y se paseó de arriba abajo silencioso.

Ella había soltado el arma y lloraba, la cabeza entre las manos, con sollozos que la hacían estremecerse toda entera.

Luego él volvió hacia ella y, golpeando otra vez la mesa, le dijo algunas palabras.

Ella hizo un signo negativo y, como él insistiera, dio a su vez una violenta patada en el suelo, y gritó tan fuerte que Lupin lo oyó:

—¡Nunca!… ¡Nunca!…

Entonces, sin decir una palabra más, él fue a buscar el abrigo de piel que ella traía y se lo puso a la mujer sobre los hombros, mientras ella se envolvía el rostro en un velo.

Y él volvió a acompañarla.

Dos minutos más tarde volvía a cerrarse la reja del jardín.

«Es una lástima que no pueda correr tras esa extraña persona y cotillear un poco con ella acerca del Daubrecq este. Me da la impresión de que entre los dos haríamos un buen trabajo».

En todo caso quedaba un punto por esclarecer. El diputado Daubrecq, que llevaba una vida tan ordenada, tan ejemplar en apariencia, ¿pues no recibía ciertas visitas por la noche, cuando el hotel ya no estaba vigilado por la policía?

Encargó a Victoire que previniera a dos hombres de su banda para que estuvieran al acecho durante algunos días. Y él mismo se mantuvo despierto la noche siguiente.

Como la víspera, a las cuatro de la mañana oyó un ruido. Como la víspera, el diputado introdujo a alguien.

Lupin bajó a toda prisa por su escala, y en seguida, al llegar a la altura del montante, vio a un hombre que se arrastraba a los pies de Daubrecq, que le abrazaba las rodillas con frenética desesperación y que también lloraba convulsivamente.

Varias veces Daubrecq lo apartó riendo, pero el hombre se aferraba a él. Parecía estar loco, y en un verdadero acceso de locura, enderezándose a medias, agarró al diputado por la garganta y lo derribó en un sillón. Daubrecq se debatió, impotente al principio y con las venas hinchadas. Pero, con una fuerza poco común, no tardó en rehacerse y reducir a su adversario a la inmovilidad.

Entonces, sujetándolo con una mano, con la otra lo abofeteó dos veces a brazo tendido.

El hombre se levantó despacio. Estaba lívido y vacilaba sobre sus piernas. Aguardó un momento, como para recobrar su sangre fría. Y con una calma horrible sacó del bolsillo un revólver y apuntó a Daubrecq.

Daubrecq no se movió. Hasta sonreía con un aire de desafío y sin inmutarse más que si le apuntaran con la pistola de un niño.

Durante quince o veinte segundos tal vez el hombre permaneció con el brazo extendido frente a su enemigo. Luego, siempre con la misma lentitud, en la que se revelaba un dominio tanto más impresionante cuanto que sucedía a una crisis de extrema agitación, guardó el arma y sacó de otro bolsillo su cartera.

Daubrecq se acercó.

La cartera fue abierta. Apareció un fajo de billetes de banco.

Daubrecq se apoderó vivamente de ellos y los contó.

Eran billetes de mil francos.

Había treinta.

El hombre miraba. No hizo ningún movimiento de rebeldía, ninguna protesta. Visiblemente comprendía la inutilidad de las palabras. Daubrecq era de los que no se doblegan. ¿Por qué perder el tiempo suplicándole o incluso vengarse de él con ultrajes o vanas amenazas? ¿Podía llegar hasta aquel enemigo inaccesible? La misma muerte de Daubrecq no lo libraría de Daubrecq.

Cogió su sombrero y se fue.

A las once de la mañana, al volver del mercado, Victoire entregó a Lupin una nota que le enviaban sus cómplices.

Leyó:

El hombre que fue anoche a casa de Daubrecq es el diputado Langeroux, presidente de la izquierda independiente. Poca fortuna. Familia numerosa.

«Vamos —se dijo Lupin—, que Daubrecq no es más que un chantajista; pero hay que reconocer que los medios de acción que emplea son tremendamente eficaces».

Los acontecimientos dieron nueva fuerza a la suposición de Lupin. Tres días después vino otro visitante, que entregó a Daubrecq una suma importante. Y dos días después otro, que dejó un collar de perlas.

El primero se llamaba Dechaumont, senador, ex ministro. El segundo era el marqués de Albufex, diputado bonapartista, ex jefe del gabinete político del príncipe Napoleón.

En ambos casos la escena fue más o menos semejante a la entrevista del diputado Langeroux, una escena violenta y trágica que terminó con la victoria de Daubrecq.

«Y uno tras otro —pensó Lupin, cuando tuvo los informes—. He asistido a cuatro visitas. No necesito saber si son diez, veinte o treinta… Me basta con conocer, por los amigos que están de plantón, el nombre de los visitantes. ¿Iré a verlos?… ¿Para qué? No tienen ningún motivo para confiar en mí. Por otra parte, ¿debo perder el tiempo aquí en investigaciones que no avanzan nada y que Victoire puede proseguir por su cuenta tan bien como yo?».

Estaba muy confuso. Las noticias de la instrucción seguida contra Gilbert y Vaucheray eran cada vez peores, pasaban los días, y no había hora en que no se preguntara —¡y con qué angustia!— si todos sus esfuerzos, aun admitiendo que tuviese éxito, no desembocarían en resultados irrisorios y absolutamente extraños al fin que perseguía. Pues al cabo, una vez desenredadas las maniobras clandestinas de Daubrecq, ¿conseguiría con ello el medio de socorrer a Gilbert y Vaucheray?

Aquel día un incidente puso fin a su indecisión. Después de comer, Victoire oyó retazos de una conversación telefónica de Daubrecq.

Por lo que le contó Victoire, Lupin dedujo que el diputado había quedado a las ocho y media con una señora y que iba a llevarla al teatro.

—Tomaré un palco, como hace seis semanas —había dicho Daubrecq.

Y, riendo, había añadido:

—Espero que entre tanto no me roben.

Para Lupin la cosa no ofrecía duda. Daubrecq iba a pasar la velada del mismo modo que seis semanas antes, mientras le robaban en el chalet de Enghien. Conocer a la persona con quien iba a encontrarse, saber quizá también cómo Gilbert y Vaucheray se habían enterado de que la ausencia de Daubrecq duraría de las ocho de la tarde a la una de la mañana, era de una importancia capital.

Por la tarde, con ayuda de Victoire y sabiendo por ella que Daubrecq volvería a cenar más pronto que de costumbre, Lupin salió del hotel.

Pasó por su casa de la calle Chateaubriand, llamó por teléfono a tres amigos suyos, se endosó un frac, y compuso, como solía decir, su cabeza de príncipe ruso, de pelo rubio y patillas cortadas al rape.

Los cómplices llegaron en automóvil.

En aquel momento, Achille, el criado, le trajo un telegrama dirigido al señor Michel Beaumont, calle de Chateaubriand. El telegrama estaba concebido en estos términos:

NO VAYA AL TEATRO ESTA NOCHE. SU INTERVENCIÓN PUEDE ECHARLO TODO A PERDER.

Sobre la chimenea, cerca de él, había un jarrón de flores. Lupin lo cogió y lo hizo añicos.

—¡Está bien, está bien! —rechinó—. Juegan conmigo como yo suelo jugar con los demás. Los mismos procedimientos. Los mismos artificios. Pero mire usted por dónde va a haber una diferencia…

¿Qué diferencia? No lo sabía muy bien. La verdad es que también él estaba desconcertado, turbado hasta el fondo de su ser, y que no continuaba actuando más que por obstinación, por deber, digámoslo así, y sin aportar al trabajo su buen humor y su entusiasmo ordinarios.

—¡Vamos! —dijo a sus cómplices.

Siguiendo sus órdenes, el chófer se detuvo no lejos de la glorieta de Lamartine, pero sin apagar el motor. Lupin suponía que Daubrecq, para librarse de los agentes de la Seguridad que vigilaban el hotel, saltaría a cualquier taxi, y no quería distanciarse de él.

Pero no contaba con la habilidad de Daubrecq.

A las siete y media la reja del jardín se abrió de par en par, brotó un vivo resplandor, y rápidamente una motocicleta franqueó la acera, bordeó la glorieta, giró ante el auto y se dirigió hacia el bosque a tal velocidad, que hubiera sido absurdo ponerse a perseguirla.

—Buen viaje, señor Dumollet[12] —dijo Lupin, intentando bromear, pero irritado en el fondo.

Observó a sus cómplices con la esperanza de que alguno se permitiera una sonrisa burlona. ¡Cómo le hubiera gustado descargar sus nervios sobre él!

—Vámonos —dijo al cabo de un instante.

Los invitó a cenar, luego se fumó un puro, volvieron a marcharse en automóvil y dieron una vuelta por los teatros, comenzando por los de opereta y vodevil, suponiendo que Daubrecq y su dama tendrían preferencia por ellos. Sacaba una butaca, inspeccionaba los palcos y se iba.

Pasó en seguida a los teatros más serios, al Renaissance, al Gymnase.

Finalmente, a las diez de la noche, descubrió en el Vaudeville un palco casi enteramente oculto por sus dos biombos, y mediante una propina supo por la acomodadora que allí había un hombre de cierta edad, gordo y pequeño, y una dama cubierta con un tupido velo.

Como el palco vecino estaba libre, lo tomó, volvió donde sus amigos para darles las instrucciones necesarias y se instaló al lado de la pareja.

Durante el entreacto, a la luz más viva, distinguió el perfil de Daubrecq. La dama quedaba en el fondo, invisible.

Los dos hablaban en voz baja y, cuando volvió a levantarse el telón, continuaron hablando, pero de tal modo que Lupin no distinguía una palabra.

Pasaron diez minutos. Alguien llamó a su puerta. Era un inspector del teatro.

—El señor diputado Daubrecq, ¿verdad? —preguntó.

—Sí —dijo Daubrecq con voz extrañada—. Pero ¿cómo sabe usted mi nombre?

—Es que hay al teléfono una persona que pregunta por usted y me dijo que me dirigiera al palco 22.

—¿Pero quién es?

—El señor marqués de Albufex.

—¿Eeeh?… ¿Cómo?

—¿Qué le digo?

—Voy…, voy…

Daubrecq se levantó precipitadamente y siguió al inspector.

No bien había desaparecido, cuando Lupin surgió de su palco. Forzó la puerta vecina y se sentó junto a la dama.

Ella ahogó un grito.

—Cállese —ordenó—. Tengo que hablar con usted, es de suma importancia.

—¡Ah! —dijo ella entre dientes—. Arsenio Lupin.

Se quedó como atontado. Por un instante permaneció mudo, con la boca abierta. ¡Aquella mujer lo conocía! ¡Y no sólo lo conocía, sino que lo había reconocido a pesar de su disfraz! Por acostumbrado que estuviera a los acontecimientos más extraordinarios y más insólitos, aquél lo desconcertaba.

Ni siquiera pensó en protestar y balbuceó:

—¿Así que usted sabe…, usted sabe?…

Bruscamente, antes de que tuviera tiempo de defenderse, apartó el velo de la dama.

—¡Cómo! ¿Es posible? —murmuró con creciente estupor.

Era la mujer que había visto en casa de Daubrecq unos días antes, la mujer que había levantado el puñal contra Daubrecq y que había intentado herirlo con toda su fuerza rencorosa.

Ahora fue ella la que pareció trastornada.

—¡Cómo! ¿Me había visto usted antes?…

—Sí, la otra noche en su hotel… La vi levantar la mano…

Ella hizo un movimiento para huir. Él la retuvo vivamente.

—Tengo que saber quién es usted… Para saberlo he mandado que telefoneen a Daubrecq.

Ella se asustó.

—¡Cómo! ¿Así que no era el marqués de Albufex?

—No, era uno de mis cómplices.

—Entonces Daubrecq va a volver…

—Sí, pero tenemos tiempo… Escúcheme… Tenemos que volver a vernos… Él es enemigo suyo. Yo la salvaré de él.

—¿Por qué? ¿Con qué fin?

—No desconfíe de mí… No cabe duda de que tenemos el mismo interés… ¿Dónde puedo volver a verla? Mañana, ¿no? ¿A qué hora? ¿En qué sitio?

—Bueno…

Lo miraba con visible vacilación, sin saber qué hacer, a punto de hablar, y sin embargo llena de inquietud y de duda.

—¡Responda, se lo suplico…, sólo una palabra… y en seguida…! Sería deplorable que me encontraran aquí… Se lo suplico…

Con voz clara ella replicó:

—Mi nombre… es inútil… Primero nos veremos y me explicará usted… Sí, nos veremos. Mire, mañana a las tres, en la esquina del bulevar…

En aquel preciso instante se abrió la puerta del palco de un puñetazo, por así decirlo, y apareció Daubrecq.

—¡Maldita sea! —masculló Lupin, furioso de haberse dejado pillar antes de obtener lo que quería.

Daubrecq rió burlonamente.

—No está mal esto… Ya me sospechaba yo algo… ¡Ah, señor mío, el truco del teléfono está un poco pasado de moda! No estaba ni a la mitad del camino cuando he vuelto grupas.

Empujó a Lupin contra el antepecho del palco y, sentándose al lado de la dama, dijo:

—Bueno, príncipe mío, ¿y de dónde salimos? ¿Criado de la Prefectura probablemente? No se nos despinta el oficio, ¿eh?

Miraba de hito en hito a Lupin, el cual no pestañeaba siquiera, e intentaba colocar un nombre a aquella cara, aunque no reconoció al que había dado el nombre de Polonio.

Lupin, sin quitarle los ojos de encima tampoco, reflexionaba. Por nada del mundo hubiera querido abandonar la partida en el punto a que había llegado y, pues la ocasión se mostraba tan propicia, renunciar a entenderse con la enemiga mortal de Daubrecq.

Ella, inmóvil en su rincón, los observaba a los dos.

Lupin dijo:

—Salgamos, caballero; fuera será más fácil la entrevista.

—Aquí, príncipe mío —replicó el diputado—, tendrá lugar aquí en seguida, durante el entreacto. Así no molestaremos a nadie…

—Pero…

—No hay pero que valga, jovencito, de aquí no te mueves.

Y agarró a Lupin del cuello con la evidente intención de no soltarlo antes del entreacto.

¡Imprudente movimiento! Cómo iba a consentir Lupin quedarse en semejante actitud, y sobre todo delante de una mujer, una mujer a la que había ofrecido su alianza, una mujer —y pensaba en ello por primera vez— bella, y cuya grave belleza le agradaba. Todo su orgullo de hombre se sublevó.

Sin embargo calló. Aceptó sobre su hombro la pesada carga de la mano, e incluso se partió en dos, como vencido, impotente, casi miedoso.

—¡Ah, bribón! —bromeó el diputado—. Parece que ya no fanfarroneamos tanto, ¿eh?

En el escenario un gran número de actores discutían y hacían ruido. Daubrecq había aflojado un poco la presión, y Lupin juzgó que era el momento favorable.

Violentamente, con el corte de la mano, lo golpeó en el hueco del brazo como hubiera podido hacerlo con un hacha.

El dolor desconcertó a Daubrecq. Lupin acabó de desprenderse y se lanzó sobre él para cogerlo por la garganta. Pero Daubrecq, rápidamente a la defensiva, hizo un movimiento de retroceso y sus cuatro manos se agarraron.

Se agarraron con una energía sobrehumana, concentrada en ellas toda la fuerza de los dos adversarios. Las de Daubrecq eran monstruosas, y Lupin, atrapado en aquel torno de hierro, tuvo la impresión de estar combatiendo no con un hombre, sino con alguna bestia formidable, un gorila de talla colosal.

Se mantenían contra la puerta, curvados como dos luchadores que están tanteándose e intentan atraparse. Crujió algún hueso. Al primer desfallecimiento el vencido sería cogido por la garganta, estrangulado. Y ello se desarrollaba en medio de un brusco silencio, en un momento en que los actores en el escenario escuchaban lo que decía uno de ellos en voz baja.

La mujer, aplastada contra el tabique, los miraba aterrorizada. Bastaba con hacer un movimiento a favor de uno u otro, y la victoria se decantaría inmediatamente hacia el lado que ella quisiera.

Pero ¿a quién apoyaría? ¿Qué podía representar Lupin a sus ojos? ¿Un amigo o un enemigo?

Vivamente se acercó al antepecho del palco, corrió la cortina y, asomando el busto, pareció hacer una señal. Luego volvió e intentó deslizarse hacia la puerta.

Lupin, como queriendo ayudarla, le dijo:

—Levante esa silla.

Se refería a una pesada silla que estaba en el suelo, que lo separaba de Daubrecq y por encima de la cual combatían.

La mujer se agachó y tiró de la silla. Era lo que Lupin aguardaba.

Librado del obstáculo, le soltó a Daubrecq una patada seca en la pierna con la puntera de su bota. El resultado fue el mismo que cuando le había dado el golpe en el brazo. El dolor provocó un segundo de turbación, de distracción, que aprovechó al momento para abatir las manos extendidas de Daubrecq y plantarle los diez dedos en torno a la garganta y a la nuca.

Daubrecq resistió. Daubrecq intentó separar las manos que lo ahogaban, pero ya empezaba a ahogarse y sus fuerzas disminuían.

—¡Ah, viejo mono! —gruñó Lupin derribándolo—. ¿Por qué no pides socorro? Tienes miedo al escándalo, ¿eh?

Al ruido de la caída, desde el otro lado golpearon en el tabique.

—Anda y que os zurzan —dijo Lupin a media voz—. El drama se desarrolla en el escenario. Éste es asunto mío y hasta que no haya domado a este gorila…

No fue largo. El diputado se asfixiaba. De un golpe certero en la mandíbula lo atontó. A Lupin ya no le quedaba más que arrastrar a la mujer y huir con ella antes de que dieran la alarma.

Pero, cuando se volvió, se dio cuenta de que la mujer ya se había ido.

No podía estar lejos. Saltó fuera del palco y echó a correr, sin preocuparse de revisores ni acomodadoras.

De hecho, al llegar a la rotonda de la planta baja, a través de una puerta abierta la vio atravesar la acera de la Chaussée d’Antin.

Subía a un auto cuando la alcanzó.

La puerta se cerró tras ella.

Agarró el picaporte y quiso tirar.

Pero surgió del interior un individuo que le colocó un puño en mitad de la cara, tan violentamente, si no tan hábilmente, como él había colocado el suyo en mitad de la cara de Daubrecq.

* * *

Por aturdido que lo dejara el golpe, aún tuvo tiempo, en una visión extraviada, de reconocer a aquel individuo y de reconocer también, bajo su disfraz de chófer, al individuo que conducía el automóvil.

Eran Grognard y Le Ballu, los dos hombres encargados de las barcas la noche de Enghien, dos amigos de Gilbert y Vaucheray, en una palabra, dos cómplices de él, de Lupin.

* * *

Cuando estuvo en su apartamento de la calle Chateaubriand, Lupin, tras haberse lavado el rostro ensangrentado, se quedó más de una hora en un sillón, como abrumado. Por primera vez experimentaba el dolor de verse traicionado. Por primera vez unos compañeros de lucha se volvían contra su jefe.

Maquinalmente, con objeto de distraerse, tomó el correo de la tarde y rompió la faja de un periódico. En las noticias de última hora leyó las líneas siguientes:

El caso del chalet Marie-Thérese. Por fin se ha descubierto la verdadera identidad de Vaucheray, uno de los presuntos asesinos del criado Léonard. Es un bandido de la peor ralea, un reincidente, ya en dos ocasiones y bajo otro nombre condenado en rebeldía por asesinato.

No hay duda de que se acabará por descubrir igualmente el verdadero nombre de su cómplice Gilbert. En todo caso el juez de instrucción está resuelto a enviar el caso lo más rápidamente posible ante los tribunales.

No podremos quejarnos de la lentitud de la justicia.

Entre otros periódicos y prospectos había una carta. Al verla, Lupin dio un salto. Estaba dirigida al señor de Beaumont (Michel). ¡Ah! —balbuceó—. Es una carta de Gilbert. Contenía estas pocas palabras:

¡Socorro, jefe! Tengo miedo… Tengo miedo…

También aquella noche fue para Lupin una noche de insomnio y pesadillas. También aquella noche lo torturaron abominables, terroríficas visiones.