II

Nueve menos ocho, uno

A pesar de mis buenas relaciones con Lupin y de la confianza de que me ha dado testimonios tan halagadores, hay una cosa en la que nunca he podido penetrar a fondo: la organización de su banda.

La existencia de la banda no ofrece duda alguna. Ciertas aventuras sólo pueden explicarse a través de la acción de innumerables sacrificios, energías irresistibles y poderosas complicidades, fuerzas todas ellas obedientes a una voluntad única y formidable. ¿Pero cómo se ejerce esa voluntad, a través de qué intermediarios y subórdenes? Lo ignoro. Lupin guarda su secreto, y los secretos que Lupin quiere guardar son, por así decir, impenetrables.

La única hipótesis que puedo avanzar es que la banda, a mi parecer muy restringida y por ello tanto más temible, se ve completada por la conjunción de unidades independientes, afiliados provisionales extraídos de todas las capas sociales y de todos los países, y que son los agentes ejecutivos de una autoridad que con frecuencia ni siquiera conocen. Entre ellos y el amo van y vienen los compañeros, los iniciados, los fieles, los que tienen los papeles principales bajo el mando directo de Lupin.

Gilbert y Vaucheray se encontraban evidentemente entre estos últimos. Por eso la justicia se mostró tan implacable con ellos. Por primera vez tenía cómplices de Lupin, cómplices confirmados, indiscutibles, ¡y tales cómplices habían cometido un crimen! De ser el crimen premeditado, de poder establecerse la acusación de asesinato sobre pruebas firmes, ello significaría el cadalso. Ahora bien, en cuanto a pruebas, al menos había una evidente: la llamada telefónica de Léonard unos minutos antes de su muerte: «Socorro, al asesino…, van a matarme». Dos hombres habían oído aquella llamada desesperada, el empleado de servicio y uno de sus compañeros, los cuales lo atestiguaron categóricamente. A consecuencia de aquella llamada el comisario de policía, avisado inmediatamente, tomó el camino del chalet Marie-Thérese, escoltado por sus hombres y por un grupo de soldados que estaban de permiso.

Desde los primeros días Lupin tuvo noción exacta del peligro. La lucha tan violenta que había entablado contra la sociedad entraba en una fase nueva y terrible. La suerte cambiaba. Aquella vez se trataba de un asesinato, de un acto contra el que él mismo se rebelaba, y no ya de uno de esos robos divertidos en que, tras haber esquilmado a algún vividor advenedizo, o a algún financiero sospechoso, sabía poner a los reidores de su parte y ganarse la opinión pública. Esta vez ya no se trataba de atacar, sino de defenderse y de salvar la cabeza de sus dos compañeros.

Una breve nota que he copiado de una de sus libretas de apuntes, donde con bastante frecuencia expone y resume las situaciones embarazosas, nos muestra la secuencia de sus reflexiones:

En primer lugar una certeza: Gilbert y Vaucheray se han burlado de mí. La expedición a Enghien, destinada en apariencia a robar en el chalet Marie-Thérese, tenía un objetivo oculto. Durante todas las operaciones estuvieron obsesionados por ese objetivo, y bajo los muebles, como en el fondo de los armarios, no buscaban más que una cosa y sólo ésa: el tapón de cristal. Así pues, si quiero ver claro en medio de las tinieblas, ante todo tengo que saber a qué atenerme a este respecto. No hay duda de que, por razones secretas, ese misterioso pedazo de cristal posee un valor inmenso a sus ojos… Y no solamente a sus ojos, puesto que esta noche alguien ha tenido la audacia y la habilidad de introducirse en mi aposento para robarme el objeto en cuestión.

Aquel robo, cuya víctima era él, intrigaba singularmente a Lupin.

Dos problemas, igualmente insolubles, se planteaban en su ánimo. En primer lugar, ¿quién era el misterioso visitante? Sólo Gilbert, que gozaba de toda su confianza y le servía de secretario particular, conocía el retiro de la calle Matignon. Pero Gilbert estaba en la cárcel. ¿Había que suponer que Gilbert, traicionándolo, hubiera enviado a la policía a pisarle los talones? En tal caso, ¿cómo en lugar de arrestarlo a él, Lupin, se habían conformado con llevarse el tapón de cristal?

Pero había algo aún mucho más extraño. Admitiendo que hubieran podido forzar las puertas de su aposento —y eso no le quedaba más remedio que admitirlo, aunque ningún indicio lo probase—, ¿de qué manera habían logrado entrar en su habitación? Como todas las noches, y siguiendo una costumbre que no abandonaba jamás, había dado la vuelta la llave y echado el cerrojo. Sin embargo —hecho irrecusable— el tapón de cristal había desaparecido sin que ni la cerradura ni el cerrojo hubieran sido tocados. Y, aunque Lupin se preciara de tener fino el oído incluso durante el sueño, ¡no lo había despertado ningún ruido!

No buscó mucho. Conocía demasiado ese tipo de enigmas para esperar que pudieran aclararse de otro modo que por la secuencia de los acontecimientos. Pero, muy desconcertado y harto inquieto, cerró en seguida el entresuelo de la calle Matignon, jurándose que no volvería a poner los pies en él.

Y a continuación se ocupó de ponerse en contacto con Gilbert y Vaucheray.

Un nuevo desengaño le aguardaba por este lado. La justicia, aunque no pudo establecer sobre bases serias la complicidad de Lupin, decidió que la instrucción del caso se efectuaría no en Seine-et-Oise, sino en París, y se incorporaría a la instrucción general abierta contra Lupin. Asimismo, Gilbert y Vaucheray habían sido encerrados en la prisión de la Santé[5]. Ahora bien, en la Santé, como en el Palacio de Justicia, comprendían con tal nitidez que había que impedir toda comunicación entre Lupin y los detenidos, que el prefecto de policía había dispuesto un cúmulo de precauciones minuciosas, minuciosamente observadas por los más insignificantes subalternos. Día y noche agentes a toda prueba, y siempre los mismos, guardaban a Gilbert y Vaucheray y no los perdían de vista.

Lupin, que por aquella época aún no había sido promovido —honor de su carrera— al puesto de jefe de la Seguridad[6], y que por consiguiente no pudo tomar en el Palacio de Justicia las medidas necesarias para la ejecución de sus planes, Lupin, después de quince días de infructuosas tentativas, tuvo que darse por vencido. Lo hizo con rabia en el corazón y una inquietud creciente.

«Lo más difícil en cualquier asunto —se decía— con frecuencia no es terminar, sino empezar. En el que me ocupa, ¿por dónde empezar? ¿Qué camino seguir?».

Se volvió hacia el diputado Daubrecq, el primer poseedor del tapón de cristal, y que probablemente debía de conocer su importancia. Por otra parte, ¿cómo es que Gilbert estaba al corriente de los actos y movimientos del diputado Daubrecq? ¿Cuáles habían sido sus medios de vigilancia? ¿Quién le había informado acerca del lugar en que Daubrecq pasaría la velada de aquel día? Otras tantas cuestiones interesantes que resolver.

A raíz del robo del chalet Marie-Thérese, Daubrecq se había retirado a sus cuarteles de invierno en París y ocupaba su hotel particular, a la izquierda de la pequeña glorieta Lamartine, que se abre al final de la avenida Victor Hugo.

Lupin, previamente camuflado bajo el aspecto de un viejo rentista que se dedica a callejear bastón en mano, se instaló por aquellos parajes, en los bancos de la glorieta y de la avenida.

Un descubrimiento le chocó desde el primer día. Dos hombres vestidos de obreros, pero cuya catadura indicaba a las claras su oficio, vigilaban el hotel del diputado. Cuando Daubrecq salía, ellos se ponían a seguirlo y volvían tras él. Por la noche, tan pronto como las luces se apagaban, se marchaban.

A su vez, Lupin les siguió la pista. Eran agentes de la Seguridad.

«Vaya, vaya —se dijo—. Mira por dónde nunca faltan imprevistos. ¿Así que Daubrecq resulta sospechoso?».

Pero el cuarto día, a la caída de la tarde, se acercaron a los dos hombres otros seis personajes, que mantuvieron con ellos una charla en el lugar más oscuro de la glorieta Lamartine. Y, entre aquellos nuevos personajes, Lupin se quedó muy sorprendido al reconocer por su estatura y sus maneras al famoso Prasville, ex abogado, ex deportista, ex explorador, actualmente favorito del Elíseo, y que por razones misteriosas había sido colocado como secretario general de la Prefectura.

Y bruscamente Lupin se acordó: dos años atrás, en la plaza del Palais-Bourbon, había tenido lugar una riña resonante entre Prasville y el diputado Daubrecq. Se ignoraba la causa. Aquel mismo día Prasville le enviaba sus padrinos. Daubrecq se negó a batirse.

Poco tiempo después Prasville era nombrado secretario general.

«Raro…, muy raro», se dijo Lupin, que quedó pensativo sin dejar de observar los manejos de Prasville.

A las siete el grupo de Prasville se alejó un poco hacia la avenida Henri-Martin. La puerta de un jardincito que flanqueaba el hotel por la derecha dio paso a Daubrecq. Los dos agentes le siguieron los pasos y, como él, tomaron el tranvía de la calle Taitbout.

Inmediatamente Prasville atravesó la glorieta y llamó. La reja unía el hotel con el pabellón de la portera. Ésta vino a abrir. Hubo un rápido conciliábulo, tras el cual fueron introducidos Prasville y sus compañeros.

«Visita domiciliaria, secreta e ilegal —se dijo Lupin—. En estricta cortesía hubieran debido convocarme a mí también. Mi presencia es indispensable».

Sin la menor vacilación se dirigió al hotel, cuya puerta no estaba cerrada, y pasando ante la portera, que vigilaba los alrededores, dijo con el tono apresurado de alguien a quien están esperando:

—¿Están ya ahí esos señores?

—Sí, en el despacho.

Su plan era simple: si lo encontraban, se presentaría como abastecedor. Pretexto inútil. Tras haber franqueado un vestíbulo desierto, pudo entrar en el comedor, donde no había nadie, pero desde donde divisó a Prasville y a sus cinco compañeros, a través de los cristales de una vidriera que separaba el comedor del despacho.

Prasville, valiéndose de llaves falsas, estaba forzando todos los cajones. Luego compulsó todos los papeles, mientras sus cuatro compañeros sacaban de la biblioteca cada uno de los volúmenes, sacudiendo las páginas y registrando el interior de las encuadernaciones.

«Decididamente —se dijo Lupin— están buscando un papel…, billetes de banco quizá…».

Prasville exclamó:

—¡Qué tontería! No encontramos nada…

Pero sin duda no renunciaba a encontrarlo, pues de pronto cogió los cuatro frascos de una licorera antigua, quitó los cuatro tapones y los examinó.

«¡Vaya, hombre! —pensó Lupin—. ¡Ahora resulta que también él es aficionado a los tapones de garrafa! ¿Entonces no se trata de un papel? Verdaderamente ya no entiendo nada».

A continuación Prasville levantó y observó diversos objetos, y dijo:

—¿Cuántas veces habéis venido aquí?

—Seis veces el invierno pasado —le respondieron.

—¿Y lo visitasteis a fondo?

—Pieza por pieza y durante días enteros, puesto que estaba de gira electoral.

—Sin embargo…, sin embargo…

Y prosiguió:

—¿Así que de momento no tiene criado?

—No, está buscando uno. Come en el restaurante, y la portera le hace la limpieza como puede. Esa mujer es completamente nuestra…

Durante cerca de hora y media Prasville se obstinó en sus investigaciones, desordenando y tocando todos los bibelots[7], pero teniendo buen cuidado de volver a dejarlos en el sitio exacto que ocupaban. A las nueve irrumpieron los dos agentes que habían seguido a Daubrecq:

—¡Ya vuelve!

—¿A pie?

—A pie.

—¿Nos da tiempo?

—Sí, sí.

Sin apresurarse demasiado, Prasville y los hombres de la Prefectura, tras haber echado a la habitación un último vistazo y haberse asegurado de que nada traicionaba su visita, se retiraron.

La situación se estaba haciendo crítica para Lupin. Yéndose, se arriesgaba a toparse con Daubrecq; quedándose, a no poder salir. Pero, tras comprobar que las ventanas del comedor le ofrecían una salida directa a la glorieta, resolvió quedarse.

Además la ocasión de ver a Daubrecq un poco más de cerca era demasiado buena como para desperdiciarla y, puesto que Daubrecq acababa de cenar, era poco probable que entrase en aquella sala.

Así que esperó, presto a esconderse detrás de una cortina de terciopelo que podía correrse sobre la vidriera en caso de necesidad.

Oyó el ruido de las puertas. Alguien entró en el despacho y encendió la luz eléctrica. Reconoció a Daubrecq.

Era un hombre grueso, rechoncho, corto de cuello, casi calvo, con una sotabarba gris, y llevaba siempre —pues tenía la vista muy cansada— un binóculo de cristales negros por encima de las gafas.

Lupin notó la energía del rostro, el mentón cuadrado, la prominencia de los huesos. Sus puños eran velludos y macizos, las piernas torcidas, y andaba con la espalda encorvada, apoyándose alternativamente en una y otra cadera, lo que le daba en cierto modo el aspecto de un cuadrumano. Pero una frente enorme, atormentada, surcada de vallecillos, erizada de protuberancias, coronaba su cara.

El conjunto tenía algo de bestial, repugnante, salvaje. Lupin recordó que en la Cámara lo llamaban «el hombre de los bosques», y lo llamaban así no sólo porque se mantenía al margen y apenas se trataba con sus colegas, sino también por su aspecto mismo, sus modales, su forma de andar, su poderosa musculatura.

Se sentó ante la mesa, sacó del bolsillo una pipa de espuma, escogió entre diversos paquetes de tabaco que estaban secándose en un jarrón un paquete de Maryland, rompió el precinto, llenó la pipa y la encendió. Luego se puso a escribir cartas.

Al cabo de un momento suspendió su trabajo y se quedó pensativo, con la atención fija en un punto de la mesa.

De pronto tomó una cajita de sellos y la examinó. A continuación verificó la posición de ciertos objetos que Prasville había tocado y vuelto a colocar, y los escrutaba con los ojos, los palpaba con la mano, se inclinaba sobre ellos, como si ciertas señales, sólo por él conocidas, pudieran informarle al respecto.

Finalmente, tomó la perilla de un timbre eléctrico y oprimió el botón.

Un minuto después se presentaba la portera.

Él le dijo:

—¿Han venido, no es así?

Y, ante la vacilación de la mujer, insistió:

—Vamos a ver, Clémence, ¿ha abierto usted esta cajita de sellos?

—No, señor.

—Bueno, pues yo había cerrado la tapa con una tirita de papel engomado. Alguien ha roto la tira.

—Sin embargo puedo asegurarle… —comenzó la mujer.

—¿Pero qué necesidad hay de mentir —dijo—, si yo mismo le he dicho que se preste a todas esas visitas?

—Es que…

—Es que le gusta a usted comer a dos carrillos… ¡De acuerdo!

Le tendió un billete de cincuenta francos y repitió:

—¿Han venido?

—Sí, señor.

—¿Los mismos que en primavera?

—Sí, los cinco… con otro… que los mandaba.

—¿Uno alto?… ¿Moreno?…

—Sí.

Lupin vio cómo la mandíbula de Daubrecq se contraía, y Daubrecq prosiguió:

—¿Eso es todo?

—Después ha venido otro, que se ha reunido con ellos…, y luego, poco después, otros dos, los dos que ordinariamente montan guardia ante el hotel.

—¿Se han quedado en este despacho?

—Sí, señor.

—¿Y se han marchado cuando, yo llegaba? ¿Unos minutos antes tal vez?

—Sí, señor.

—Está bien.

La mujer se fue. Daubrecq volvió a su correspondencia. Luego, alargando el brazo, escribió unos signos en un cuaderno de papel blanco que se hallaba en el extremo de la mesa, y a continuación lo puso de pie como si no quisiera perderlo de vista.

Eran cifras. Lupin pudo leer esta fórmula de sustracción:

9 – 8 = 1

Y Daubrecq articulaba entre dientes estas sílabas con aire atento.

—No cabe la menor duda —dijo en alta voz.

Escribió otra carta, muy breve, y en el sobre puso una dirección que Lupin pudo descifrar cuando la carta fue colocada al lado del cuaderno de papel:

«Señor Prasville, secretario general de la Prefectura».

Luego volvió a tocar el timbre.

—Clémence —dijo a la portera—, ¿fue usted de joven a la escuela?

—¡Pues claro que sí, señor!

—¿Y le enseñaron a hacer cuentas?

—Pero, señor…

—Es que en cuestión de resta no está usted muy fuerte.

—¿Por qué?

—Porque ignora usted que nueve menos ocho es igual a uno, y esto, fíjese usted, es de una importancia capital. No hay existencia posible si ignora usted esta verdad primordial.

Y hablando así, se levantó y dio la vuelta a la habitación, las manos a la espalda, balanceándose sobre las caderas. Lo hizo una vez más. Luego, deteniéndose ante el comedor, abrió la puerta:

—Además el problema puede enunciarse de otro modo —dijo—. Si de nueve quitamos ocho, queda uno. Y el que queda está aquí, ¿no? La operación está bien hecha, y este caballero nos da una prueba deslumbrante de ello, ¿verdad?

Daba palmaditas a la cortina de terciopelo, en cuyos pliegues Lupin se había envuelto rápidamente.

—De verdad, caballero, ¿no se ahoga usted ahí debajo? Sin contar con que hubiera podido entretenerme atravesando la cortina a cuchilladas… Recuerde usted el delirio de Hamlet y la muerte de Polonio[8]… «Os digo que es un ratón, y un ratón bien gordo…». Hala, señor Polonio, salga usted de su agujero.

Era una de esas situaciones a las que Lupin no estaba acostumbrado y que detestaba. Pescar a otros en la trampa y tomarles el pelo lo admitía, pero no que se guasearan de él y se carcajearan a sus expensas. ¿Pero podía replicar?

—Un poco pálido, señor Polonio… ¡Vaya, pero si es el buen burgués que está de plantón en la plazoleta desde hace unos días! ¿De la policía también, señor Polonio? Vamos, repóngase, no tengo intención de hacerle ningún mal… Pero ya ve usted, Clémence, la exactitud de mi cálculo. Según usted, entraron aquí nueve soplones. Yo, al volver, conté de lejos por la avenida una banda de ocho. Nueve menos ocho, uno, el que evidentemente se había quedado aquí de observación. Ecce Homo[9].

—¿Y qué más? —dijo Lupin, que tenía unas ganas locas de saltar sobre aquel personaje y reducirlo al silencio.

—¿Qué más? Pues nada, hombre, nada. ¿Qué más quiere usted? La comedia ha terminado. Sólo voy a pedirle que lleve a su amo, el señor Prasville, esta pequeña misiva que acabo de escribirle. Clémence, enseñe el camino al señor Polonio. Y si vuelve a presentarse alguna vez, ábrale usted las puertas de par en par. Está usted en su casa, señor Polonio. Servidor de usted…

Lupin vaciló. Hubiera querido salir con arrogancia y lanzarle una frase de despedida, una palabra ingeniosa final, como se lanza en el teatro desde el fondo de la escena para proporcionarse un bonito mutis y desaparecer al menos con los honores de la guerra. Pero su derrota era tan lastimosa que no encontró nada mejor que hundirse de un puñetazo el sombrero en la cabeza y seguir a la portera taconeando fuerte. Era una venganza pobre.

—¡Maldito bribón! —gritó en cuanto estuvo fuera y volviéndose hacia las ventanas de Daubrecq—. ¡Miserable! ¡Canalla! ¡Diputado! ¡Ésta me la vas a pagar!… ¡Ah, el señor se permite…! ¡Ah, el señor tiene la cara…! Pues bien, señor, te juro por todos los santos que un día u otro…

Echaba espumarajos de rabia, tanto más cuanto que en el fondo de sí mismo reconocía la fuerza de aquel nuevo enemigo, y no podía negar la maestría desplegada en aquel asunto.

La flema de Daubrecq, la seguridad con que se la había jugado a los funcionarios de la Prefectura, el desprecio con que se prestaba a que visitasen su apartamento, y por encima de todo su admirable sangre fría, su desenvoltura y la impertinencia de su conducta frente al noveno personaje que lo espiaba, todo ello denotaba un hombre de carácter, poderoso, equilibrado, lúcido, audaz, seguro de sí y de las cartas que tenía en su mano.

¿Pero qué cartas eran ésas? ¿A qué estaba jugando? ¿Quién iba ganando? ¿Hasta qué punto estaban comprometidos unos y otros? Lupin lo ignoraba. Sin saber nada, con la cabeza baja se lanzaba a lo más recio de la batalla, entre dos adversarios violentamente comprometidos, cuya posición, armas, recursos y planes secretos desconocía. ¡Porque, en fin, no podía admitir que el objetivo de tantos esfuerzos fuera la posesión de un tapón de cristal!

Una sola cosa le regocijaba: Daubrecq no lo había desenmascarado. Daubrecq lo creía un paniaguado de la policía. Ni Daubrecq ni por consiguiente la policía sospechaban la intrusión de un tercer ladrón en el asunto. Era su único triunfo, triunfo que le daba una libertad de acción a la que él concedía una importancia extrema.

Sin más pérdida de tiempo abrió la carta que Daubrecq le había entregado para el secretario general de la Prefectura. Contenía estas pocas líneas:

¡Al alcance de tu mano, mi buen Prasville! ¡Lo has tocado! Un poco más, y ya estaba…, pero eres demasiado tonto. Y pensar que no han encontrado a nadie mejor que tú para hacerme morder el polvo. ¡Pobre Francia! Hasta la vista, Prasville. Pero si te pillo con las manos en la masa, peor para ti: dispararé.

Firmado: DAUBRECQ.

«Al alcance de la mano… —se repetía Lupin después de haber leído—. Este truhán quizá dice la verdad. Los escondrijos más elementales son los más seguros. No obstante, no obstante, habrá que ver eso… Y habrá que ver también por qué el Daubrecq ese está siendo objeto de una vigilancia tan estrecha, y documentarse un poco sobre el individuo».

Las informaciones que Lupin había podido conseguir en una agencia especial se resumían así:

Alexis Daubrecq, diputado de Bouches-du-Rhóne desde hace dos años, escaño entre los independientes; opiniones bastante mal definidas, pero situación electoral muy sólida gracias a las enormes sumas que gasta en su candidatura. Ninguna fortuna. Sin embargo, hotel en París, chalet en Enghien y en Niza, grandes pérdidas en el juego, sin que se sepa de dónde le viene el dinero. Muy influyente, obtiene lo que quiere, aunque no frecuenta los ministerios, y no parece tener amistades ni relaciones en los medios políticos.

«Ficha comercial —se dijo Lupin, releyendo la nota—. Lo que me haría falta sería una ficha íntima, una ficha policial, que me diese informes sobre la vida privada del señor y me permitiese maniobrar con más comodidad en estas tinieblas y saber si no estoy liándome al ocuparme del tal Daubrecq. ¡Porque el tiempo corre, qué caramba!».

Uno de los apartamentos que Lupin habitaba por aquella época, y donde iba con más frecuencia, estaba situado en la calle Chateaubriand, cerca del Arco de Triunfo. Tenía una instalación bastante confortable y un criado, Achille, que era totalmente incondicional suyo, y cuyo trabajo consistía en centralizar las comunicaciones telefónicas que dirigían a Lupin sus confidentes.

Al entrar en casa, Lupin se enteró con gran sorpresa de que le esperaba una dependienta desde hacía una hora por lo menos.

—¿Cómo? ¡Pero si nadie viene nunca a verme aquí! ¿Es joven?

—No…, no creo.

—¡No crees!

—Lleva una mantilla a la cabeza en lugar de sombrero, y no se le ve la cara… Es más bien una empleada… una tendera nada elegante…

—¿Por quién ha preguntado?

—Por el señor Michel Beaumont —respondió el criado.

—Qué raro. ¿Y qué quería?

—Me ha dicho simplemente que era algo que tenía que ver con el asunto de Enghien… Así que he creído…

—¿Eh? ¡El asunto de Enghien! ¡De modo que sabe que estoy metido en ese asunto!… De modo que sabe que dirigiéndose aquí…

—No he podido sacarle nada, pero creí que a pesar de todo había que recibirla.

—Has hecho bien. ¿Dónde está?

—En el salón. He encendido.

Lupin atravesó vivamente la antecámara y abrió la puerta del salón.

—¿Qué me estás contando? —dijo a su criado—. Aquí no hay nadie.

—¿Nadie? —dijo Achille lanzándose hacia allí.

En efecto, el salón estaba vacío.

—¡Pero si no es posible! ¡Esto pasa de castaño oscuro! —gritó el criado—. No hace ni veinte minutos que he vuelto a mirar por precaución. Estaba aquí. Y no estoy con la berza.

—Vamos a ver, vamos a ver —dijo Lupin con irritación—. ¿Dónde estabas tú mientras esperaba esa mujer?

—En el vestíbulo, jefe. ¡No he dejado el vestíbulo ni un segundo! ¡Habría tenido que verla salir por narices!

—Sin embargo no está aquí…

—Desde luego…, desde luego… —gimió el criado, alelado—. Habrá perdido la paciencia, y se ha ido. ¡Pero me gustaría saber por dónde, leñe!

—¿Por dónde? —dijo Lupin—. No hace falta ser brujo para saberlo.

—¿Cómo?

—Por la ventana. Mira, todavía está entreabierta…, estamos en el bajo…, la calle está casi siempre desierta…, es de noche…, no cabe la menor duda.

Miraba en torno suyo para cerciorarse de que no había desordenado ni se había llevado nada. Por lo demás, en aquella habitación no había ningún bibelot precioso, ningún papel importante que pudiera explicar la visita y luego la desaparición súbita de la mujer. Y sin embargo, ¿por qué aquella huida inexplicable?…

—¿No ha habido hoy ninguna llamada telefónica? —preguntó.

—No.

—¿Ninguna carta esta tarde?

—Sí, una en el último correo.

—Dámela.

—La he dejado como de costumbre encima de la chimenea del señor.

La habitación de Lupin estaba contigua al salón, pero Lupin había condenado la puerta que comunicaba las dos piezas. Había que volver a pasar, pues, por el vestíbulo.

Lupin encendió la luz y al cabo de un instante declaró:

—No la veo…

—Sí…, la he puesto al lado de la copa.

—Aquí no hay nada.

—No habrá mirado bien el señor.

Pero por más que Achille desplazó la copa, levantó el reloj, se agachó…, la carta no estaba allí.

—¡Ah, me cago en…! —murmuró—. Ha sido ella…, ella la ha robado…, y en cuanto ha tenido la carta se ha largado… ¡Ah, la lagarta…!

Lupin objetó:

—¡Estás loco! ¡Si no hay comunicación entre las dos habitaciones!

—¿Entonces qué quiere usted que sea, jefe?

Se callaron los dos. Lupin se esforzaba por contener su cólera y poner en orden sus ideas.

Preguntó:

—¿Has examinado la carta?

—¡Sí!

—¿No tenía nada de particular?

—Nada. Un sobre cualquiera con una dirección a lápiz.

—Ah… ¿a lápiz?

—Sí, y como escrita con prisa, garrapateada más bien.

—¿Te has quedado con la dirección? —preguntó Lupin con cierta angustia.

—Me he quedado con ella porque me ha parecido rara…

—¡Habla! ¡Vamos, habla de una vez!

—«Señor de Beaumont Michel».

Lupin sacudió vivamente a su criado.

—¿Había un «de» antes de Beaumont? ¿Estás seguro? ¿Y «Michel» venía después de Beaumont?

—Absolutamente seguro.

—¡Ah! —murmuró Lupin con voz ahogada—. ¡Era una carta de Gilbert!

Se quedó inmóvil, un poco pálido y con la cara contraída. ¡No había duda, era una carta de Gilbert! Era la dirección que, por orden suya y desde hacía muchos años, empleaba siempre Gilbert para su correspondencia con él. Después de haber logrado hallar desde el fondo de su prisión —¡y tras qué espera!, ¡a costa de qué ardides!—, después de haber logrado hallar el medio de echar una carta al correo, Gilbert había escrito precipitadamente aquella carta. ¡Y mira por dónde la interceptaban! ¿Qué contenía? ¿Qué instrucciones daba el desgraciado prisionero? ¿Qué socorro imploraba? ¿Qué estratagema proponía?

Lupin examinó la habitación, en la que, al contrario que en el salón, había papeles importantes. Pero, no habiendo ninguna cerradura fracturada, era preciso admitir que la mujer no había tenido otro objetivo que apoderarse de la carta de Gilbert. Esforzándose por mantenerse en calma, prosiguió:

—¿Ha llegado la carta mientras la mujer estaba aquí?

—Al mismo tiempo. La portera tocaba el timbre en ese mismo momento.

—¿Ha podido ella ver el sobre?

—Sí.

La conclusión, pues, se sacaba por sí sola. Quedaba por saber cómo había podido efectuar el robo la visitante. ¿Deslizándose por el exterior de una ventana a otra? Imposible: Lupin encontró cerrada la ventana de su habitación. ¿Abriendo la puerta de comunicación? Imposible: Lupin la encontró candada, atrancada con los dos cerrojos exteriores.

Sin embargo nadie pasa a través de una pared por una simple operación de la voluntad. Para entrar y salir de algún sitio hace falta una salida y, como el hecho se había realizado en el espacio de unos pocos minutos, era preciso que en aquella ocasión la salida fuera anterior, que estuviera ya practicada en la pared y desde luego que la mujer la conociera. Tal hipótesis simplificaba la búsqueda y la concentraba en la puerta, pues la pared, completamente desnuda, sin armarios, sin chimenea, sin colgaduras, no podía disimular ningún pasadizo.

Lupin volvió al salón y se puso a estudiar la puerta. Pero inmediatamente se estremeció. Al primer vistazo se dio cuenta de que abajo, a la izquierda, uno de los seis pequeños paneles situados entre las barras transversales de la puerta no ocupaba su posición normal y la luz no le caía a plomo. Se inclinó y descubrió dos clavillos de hierro que sostenían el panel a la manera de una tabla de madera detrás de un marco. No tuvo más que separarlos. El panel se soltó.

Achille lanzó un grito de estupefacción. Pero Lupin objetó:

—¿Y qué? ¿Hemos avanzado algo? Esto no es más que un rectángulo vacío de unos quince o dieciocho centímetros de ancho por cuarenta de alto. ¡No vas a pretender que esa mujer ha podido deslizarse por un orificio que ya sería muy estrecho para un niño de diez años, por delgado que fuese!

—No, pero ha podido pasar el brazo y descorrer el cerrojo.

—El cerrojo de abajo sí —dijo Lupin—. Pero el cerrojo de arriba no, la distancia es excesivamente grande. Inténtalo y verás.

Achille, en efecto, tuvo que renunciar a ello.

—¿Entonces? —dijo.

Lupin no respondió. Permaneció largo tiempo reflexionando.

Luego, de pronto, ordenó:

—Mi sombrero…, mi abrigo…

Se daba prisa, impulsado por una idea imperiosa. Fuera, se lanzó a un taxi.

—Calle Matignon, y rápido…

Nada más llegar ante la entrada del apartamento en que le habían quitado el tapón de cristal, saltó del coche, abrió su entrada particular, subió al piso, corrió al salón, encendió y se puso en cuclillas ante la puerta que comunicaba con su habitación.

Había adivinado. Uno de los pequeños paneles se soltó igualmente.

Y lo mismo que en la otra morada de la calle Chateaubriand, el orificio, suficiente para pasar el brazo y el hombro, no permitía descorrer el cerrojo superior.

—¡Mal rayo me parta! —exclamó, incapaz de dominar por más tiempo la rabia que hervía dentro de él desde hacía dos horas—. ¡Por todos los diablos del infierno! ¿Es que no voy a acabar con esta historia?

De hecho una mala suerte increíble se encarnizaba con él y lo reducía a andar tanteando al azar, sin que nunca le fuese posible utilizar los elementos de éxito que su obstinación o la fuerza misma de las cosas le ponían en sus manos. Gilbert le confiaba el tapón de cristal. Gilbert le enviaba una carta. Todo desaparecía en el mismo instante.

Y ya no se trataba, como había podido creer hasta ahora, de una serie de circunstancias fortuitas, independientes las unas de las otras. No. Era manifiestamente el efecto de una voluntad adversa que perseguía un objetivo definido con una habilidad prodigiosa y una destreza inconcebible, que lo atacaba a él, Lupin, en el fondo mismo de sus reductos más seguros, y lo desconcertaba con golpes tan rudos y tan imprevistos, que ni siquiera sabía de quién tenía que defenderse. Nunca hasta entonces en el curso de sus aventuras había chocado con semejantes obstáculos.

Y en el fondo de sí mismo crecía poco a poco un miedo obsesivo al futuro. Una fecha brillaba ante sus ojos, la fecha terrible que inconscientemente asignaba a la justicia para ejecutar su obra de venganza, la fecha en que, una mañana de abril, subirían al cadalso dos hombres que habían andado a su lado, dos compañeros que sufrirían el espantoso castigo.