I

Detenciones

Las dos barcas se balanceaban en la sombra, atadas al pequeño embarcadero que surgía fuera del jardín. Aquí y allá, en medio de la espesa niebla, se divisaban a orillas del lago ventanas iluminadas. Enfrente el casino de Enghien centelleaba de luz, aunque eran los últimos días de septiembre. Entre las nubes aparecían algunas estrellas. Una ligera brisa hinchaba la superficie del agua.

Arsenio Lupin salió del quiosco donde estaba fumando un cigarrillo y, asomándose al extremo del embarcadero:

—Grognard, Le Ballu…, ¿estáis ahí?

Un hombre surgió de cada barca y uno de ellos respondió:

—Sí, jefe.

—Preparaos; oigo el auto, que vuelve con Gilbert y Vaucheray.

Atravesó el jardín, dio la vuelta a una casa en obras cuyos andamios podían distinguirse, y entreabrió con precaución la puerta que daba a la avenida de Ceinture. No se había equivocado: una luz viva brotó de la curva, y se detuvo un gran descapotable, del que saltaron dos hombres que llevaban gorra y gabardina con el cuello levantado.

Eran Gilbert y Vaucheray: Gilbert, un chico de veinte o veintidós años, de cara simpática y paso ágil y enérgico; Vaucheray, más bajo, de pelo entrecano y cara lívida y enfermiza.

—¿Qué? —preguntó Lupin—. ¿Habéis visto al diputado…?

—Sí, jefe —respondió Gilbert—. Lo vimos tomar el tren de París de las siete cuarenta, como ya sabíamos.

—En ese caso, ¿tenemos libertad de acción?

—Total. El chalet Marie-Thérese está a nuestra disposición.

El conductor se había quedado en su asiento, y Lupin le dijo:

—No aparques aquí. Podría llamar la atención. Vuelve a las nueve y media en punto, a tiempo para cargar el coche…, si es que no fracasa la expedición.

—¿Por qué quiere que fracase? —observó Gilbert.

El auto se fue, y Lupin, emprendiendo de nuevo el camino del lago con sus nuevos compañeros, respondió:

—¿Por qué? Porque este golpe no lo he preparado yo y, cuando no lo hago yo, no me fío del todo…

—¡Bah, jefe, llevo ya tres años trabajando con usted!… ¡Ya empiezo a sabérmelas!

—Sí, hijo…, ya empiezas —dijo Lupin—, y precisamente por eso temo las meteduras de pata… Vamos, embarca… Y tú, Vaucheray, coge la otra embarcación… Bueno… Ahora, a remar, chicos…, y con el menor ruido posible.

Grognard y Le Ballu, los dos remeros, se dirigieron directamente a la orilla opuesta, un poco a la izquierda del casino.

Encontraron primero una barca con un hombre y una mujer enlazados, que se deslizaba al azar; luego otra con gente que cantaba a voz en cuello. Y eso fue todo.

Lupin se acercó a sus compañeros y dijo en voz baja:

—Dime, Gilbert, ¿a quién se le ocurrió este golpe, a ti o a Vaucheray?

—La verdad, no sé muy bien… Los dos llevamos semanas hablando de ello.

—Es que no me fío de Vaucheray… Tiene mal carácter…, es retorcido… Me pregunto por qué no me deshago de él…

—¡Pero, jefe!

—¡Pues sí, sí! Es un mozo peligroso…; eso sin contar que debe de tener unos cuantos pecadines más bien serios sobre la conciencia.

Se quedó en silencio un instante y prosiguió:

—¿Así que estás completamente seguro de haber visto al diputado Daubrecq?

—Con mis propios ojos, jefe.

—¿Y sabes que tiene una cita en París?

—Va al teatro.

—Bueno, pero sus criados se habrán quedado en el chalet de Enghien…

—La cocinera ha sido despedida. En cuanto al sirviente Léonard, que es el hombre de confianza del diputado Daubrecq, espera a su amo en París, de donde no pueden volver antes de la una de la madrugada. Pero…

—¿Pero?

—Hay que contar con un posible capricho de Daubrecq, un cambio de humor, una vuelta inopinada, y por consiguiente tenemos que tomar nuestras disposiciones para haberlo terminado todo dentro de una hora.

—¿Y tienes esas informaciones…?

—Desde esta mañana. En seguida Vaucheray y yo pensamos que era el momento favorable. Escogí como punto de partida el jardín de esa casa en obras que acabamos de dejar y que no está vigilado de noche. Avisé a dos compañeros para que llevaran las barcas y lo llamé a usted. Eso es todo.

—¿Tienes las llaves?

—Las de la escalinata.

—Es el chalet rodeado de un parque que se distingue allí, ¿no?

—Sí, el chalet Marie-Thérese, y, como está rodeado por los jardines de los otros dos, que están deshabitados desde hace una semana, tenemos tiempo para sacar lo que nos guste, y le juro, jefe, que vale la pena.

Lupin murmuró:

—Una aventura demasiado cómoda. Ningún aliciente.

Atracaron en una pequeña rada, de donde se elevaban unas gradas de piedra resguardadas por un tejado carcomido. A Lupin le pareció que el transbordo de los muebles sería fácil. Pero de pronto dijo:

—Hay gente en el chalet. Mirad… una luz.

—Es un farol de gas, jefe…, la luz no se mueve…

Grognard se quedó cerca de las barcas, encargado de vigilar, mientras Le Ballu, el otro remero, se dirigía a la reja de la avenida de Ceinture, y Lupin y sus dos compañeros se deslizaban en la sombra hasta la parte baja de la escalinata.

Gilbert subió el primero. Después de buscar a tientas, introdujo en primer lugar la llave de la cerradura y luego la del cerrojo de seguridad. Las dos funcionaron sin dificultad, de suerte que pudo entreabrirse la puerta y dejó paso a los tres hombres.

Un farol de gas ardía en el vestíbulo.

—¿Ve usted, jefe…? —dijo Gilbert.

—Sí, sí… —dijo Lupin en voz baja—, pero me parece que la luz que brillaba no venía de aquí.

—¿Entonces de dónde?

—La verdad, no lo sé… ¿Está aquí el salón?

—No —respondió Gilbert, que no temía hablar un poco alto—, no; por precaución lo ha reunido todo en el primer piso, en su dormitorio y en los dormitorios vecinos.

—¿Y la escalera?

—A la derecha, detrás de la cortina.

Lupin se dirigió hacia la cortina y ya estaba apartando la tela, cuando de pronto, a cuatro pasos a la izquierda, se abrió una puerta y apareció una cabeza, una cabeza de hombre pálida, con ojos de espanto.

—¡Socorro! ¡Al asesino! —aulló.

Y entró en el cuarto precipitadamente.

—¡Es Léonard, el criado! —gritó Gilbert.

—Como haga el idiota me lo cargo —gruñó Vaucheray.

—Tú vas a dejarnos en paz, ¿eh, Vaucheray? —ordenó Lupin, lanzándose tras el criado.

Atravesó primero un comedor, donde al lado de una lámpara había aún platos y una botella, y encontró a Léonard al fondo de un office[1] cuya ventana intentaba abrir en vano.

—¡No te muevas, artista! ¡Y nada de bromas!… ¡Ah! ¡El muy bruto!

Con un solo movimiento se tiró al suelo al ver a Léonard levantar el brazo hacia él. Tres detonaciones sonaron en la penumbra del office; luego el criado se tambaleó al sentirse agarrado de las piernas por Lupin, que le arrancó el arma y le oprimió la garganta.

—¡Maldito bruto! —gruñó—. Un poco más y me deja tieso… Vaucheray, átame a este gentilhombre.

Con su linterna de bolsillo alumbró la cara del criado y se rió socarronamente:

—Eso está feo, señor mío… No debes de tener la conciencia muy tranquila, Léonard; además, para ser el lacayo del diputado Daubrecq… ¿Has acabado, Vaucheray? No quisiera echar raíces aquí.

—No hay peligro, jefe —dijo Gilbert.

—¿De veras? Y el tiro, ¿crees que no se oye?

—Absolutamente imposible.

—¡No importa! Hay que darse prisa. Vaucheray, coge la lámpara y vamos arriba.

Agarró del brazo a Gilbert y, arrastrándole hacia el primer piso:

—¡Imbécil! Es así como te informas, ¿eh? ¿Tenía razón yo en no fiarme?

—Vamos, jefe, cómo iba a saber yo que cambiaría de parecer y volvería a cenar.

—Cuando se tiene el honor de robar a la gente, hay que saberlo todo, caramba. Ésta os la guardo a ti y a Vaucheray… Vaya elegancia la vuestra…

La vista de los muebles en el primer piso apaciguó a Lupin, y, comenzando el inventario con la satisfacción de un aficionado que acaba de regalarse algún objeto de arte:

—¡Diantre! Pocas cosas, pero canela fina. Este representante del pueblo no tiene mal gusto… Cuatro sillones de Aubusson…, un secreter, que apostaría está firmado por Percier-Fontaine…, dos apliques de Gouttiéres…, un Fragonard auténtico y un Nattier falso[2], que un millonario americano se tragaría como si tal cosa…

»En una palabra, una fortuna. ¡Y pensar que hay cascarrabias que pretenden que ya no se encuentra nada auténtico! ¡Que hagan como yo, leñe! ¡Que busquen!

Gilbert y Vaucheray, por orden de Lupin y siguiendo sus instrucciones, procedieron en seguida a sacar metódicamente los muebles más grandes. Al cabo de media hora, y una vez llena la primera barca, decidieron que Grognard y Le Ballu irían delante y empezarían a cargar el coche.

Lupin vigiló su salida. Al volver a la casa, según pasaba por el vestíbulo, le pareció oír un ruido de palabras del lado del office. Se dirigió allí. Léonard seguía solo, tumbado boca abajo, y con las manos atadas a la espalda.

—¿Así que eres tú el que gruñe, lacayo de confianza? No te apures. Ya casi hemos terminado. Sólo que, si gritas demasiado fuerte, vas a obligarnos a tomar medidas más severas… ¿Te gustan las peras? Pues te largamos una… por atrás[3].

En el momento en que volvía a subir oyó otra vez el mismo ruido de palabras y, aguzando el oído, percibió las siguientes palabras, pronunciadas con voz ronca y quejumbrosa, que procedían con toda seguridad del office:

—¡Socorro!… ¡Al asesino!… ¡Socorro! ¡Van a matarme!… ¡Que avisen al comisario!…

—¡Pero el tío ese está completamente chiflado!… —murmuró Lupin—. ¡Cáspita! ¡Molestar a la policía a las nueve de la noche, vaya indiscreción!

Volvió a poner manos a la obra. Duró más tiempo de lo que había pensado, pues descubrieron en los armarios algunos bibelots de valor, que hubiera sido poco correcto desdeñar, y por otra parte Vaucheray y Gilbert se aplicaban a sus investigaciones con una minuciosidad que lo desconcertaba.

Por fin se impacientó:

—¡Basta ya! —ordenó—. Para cuatro trastos que quedan, no vamos a echarlo todo a perder y a dejar el auto empantanado. Yo me voy a la barca.

Estaban ya al borde del agua y Lupin bajaba la escalera. Gilbert lo detuvo:

—Escuche, jefe, tenemos que hacer un viaje más… Va a ser cosa de cinco minutos.

—¡Pero por qué, demontres!

—Es que, mire… Nos hablaron de un relicario antiguo… Una cosa despampanante…

—¿Y qué?

—Pues que no ha habido manera de echarle mano. Y ahora que me acuerdo del office…, hay allí un armario con una cerradura gruesa… Comprenda que no podemos…

Se volvió hacia la escalinata. Vaucheray se lanzó igualmente.

—Diez minutos…, ni uno más —les gritó Lupin—. Dentro de diez minutos yo me las piro.

Pero transcurrieron los diez minutos y seguía esperando.

Consultó su reloj.

«Las nueve y cuarto… Es una locura», pensó.

Además, recordaba que durante toda la mudanza Gilbert y Vaucheray se habían portado de una forma harto rara, pues no se separaban un momento y parecían vigilarse el uno al otro. ¿Qué es lo que pasaba?

Insensiblemente Lupin estaba volviendo hacia la casa impulsado por una inquietud inexplicable, y al mismo tiempo escuchaba un rumor sordo que se elevaba a lo lejos, por la parte de Enghien, y que parecía acercarse… Sin duda alguien que se paseaba…

Rápidamente dio un silbido y luego se dirigió hacia la reja principal, para echar una ojeada por los alrededores de la avenida. De pronto, cuando estaba ya tirando de la puerta, sonó una detonación, seguida de un aullido de dolor. Volvió corriendo, dio la vuelta a la casa, trepó por la escalinata y se precipitó hacia el comedor.

—¡Mil rayos os partan! ¿Pero qué estáis haciendo aquí los dos?

Gilbert y Vaucheray, abrazados en un furioso cuerpo a cuerpo, rodaban por el parquet con gritos de rabia. Sus ropas chorreaban sangre. Lupin saltó. Pero ya Gilbert había derribado a su adversario y le arrancaba de la mano un objeto que Lupin no tuvo tiempo de distinguir. Además, Vaucheray perdía sangre por una herida que tenía en el hombro y se desvaneció.

—¿Quién lo ha herido? ¿Has sido tú, Gilbert? —preguntó Lupin exasperado.

—No… Ha sido Léonard…

—¡Léonard!… Pero si estaba atado…

—Se había desatado y había recuperado el revólver.

—¡El muy canalla! ¿Dónde está?

Lupin agarró la lámpara y entró en el office.

El criado yacía de espaldas, los brazos en cruz, un puñal clavado en la garganta, lívida la faz. Un hilo rojo corría de su boca.

—¡Ah! —balbuceó Lupin después de examinarlo—. ¡Está muerto!

—¿Cree usted…, cree usted…? —dijo Gilbert con voz temblorosa.

—Te digo que está muerto.

Gilbert farfulló:

—Ha sido Vaucheray… el que lo ha herido…

Pálido de cólera, Lupin lo agarró:

—¡Ha sido Vaucheray…, y tú también, granuja! ¡Porque también tú estabas aquí y le has dejado hacer! ¡Sangre, sangre! ¡Sabéis perfectamente que yo no quiero sangre! Primero se deja uno matar. ¡Ah! Peor para vosotros, muchachos…, porque vais a pagar los platos rotos si llega el caso. Y esto cuesta caro… ¡Estación La Guillotina!

La vista del cadáver lo trastornaba y, sacudiendo brutalmente a Gilbert:

—¿Por qué?… ¿Por qué lo ha matado Vaucheray?

—Quería registrarlo y quitarle la llave del armario. Cuando se inclinó sobre él vio que el otro se había desatado los brazos… Tuvo miedo… y lo hirió.

—¿Y el tiro?

—Ha sido Léonard… Tenía el arma en la mano… Antes de morir aún tuvo fuerzas para apuntar…

—¿Y la llave del armario?

—La ha cogido Vaucheray…

—¿Ha abierto?

—Sí.

—¿Y ha encontrado algo?

—Sí.

—Y tú querías arrebatarle el objeto ese, ¿eh?… ¿El relicario? No, era más pequeño… ¿Entonces, qué? ¡Vamos, contesta!

Ante el silencio, ante la expresión resuelta de Gilbert, comprendió que no obtendría respuesta. Con un gesto de amenaza articuló:

—Vas a hablar, buen mozo… Por vida de Lupin que te voy a hacer escupir la confesión. Pero por el momento se trata de salir pitando. Venga, ayúdame. Vamos a embarcar a Vaucheray…

Habían vuelto hacia la sala, y Gilbert estaba inclinándose sobre el herido, cuando Lupin lo detuvo:

—¡Escucha!

Intercambiaron una misma mirada de inquietud. Alguien hablaba en el office… Era una voz muy baja, extraña, muy lejana… Sin embargo, como pudieron comprobar en seguida, no había nadie en la pieza, nadie más que el muerto, cuya silueta oscura estaban viendo.

Y la voz volvió a hablar, sucesivamente aguda, ahogada, temblorosa, desigual, chillona, terrorífica. Pronunciaba palabras confusas, sílabas interrumpidas.

Lupin sintió que el cráneo se le cubría de sudor. ¿Qué voz era aquélla tan incoherente, tan misteriosa como una voz de ultratumba?

Se agachó hacia el criado. Calló la voz y luego volvió a comenzar.

—Alumbra mejor —dijo a Gilbert.

Temblaba un poco, agitado por un miedo nervioso que no lograba dominar, pues ahora no había duda posible: al levantar Gilbert la pantalla de la lámpara, comprobó que la voz salía del cadáver mismo, sin que el menor sobresalto moviera aquella masa inerte, sin que la boca sangrante tuviera un estremecimiento.

—Jefe, me está entrando canguelo —tartamudeó Gilbert.

De nuevo el mismo ruido, el mismo cuchicheo gangoso.

Lupin soltó una carcajada, y rápidamente agarró el cadáver y lo desplazó.

—¡Perfecto! —dijo, descubriendo un objeto de metal brillante—. ¡Perfecto! Ahora caigo… ¡Aunque la verdad es que me ha llevado mi tiempo!

Allí, en el mismo lugar que acababa de descubrir, estaba la trompetilla receptora de un teléfono, cuyo hilo subía hasta el aparato sujeto en la pared a la altura habitual.

Lupin aplicó el receptor a su oreja. Casi en seguida volvió a empezar el ruido, pero un ruido múltiple, compuesto de llamadas diversas, de interjecciones, de clamores entremezclados, el ruido que hacen varias personas cuando se interpelan.

—¿Está usted ahí?… Ya no contesta… Es horrible… Lo habrán matado… ¿Está usted ahí?… ¿Qué pasa?… Ánimo… El socorro está en camino…, agentes…, soldados…

—¡Maldita sea! —dijo Lupin, soltando el receptor.

La verdad se le aparecía en una visión espantosa. Al principio, y mientras se efectuaba la mudanza, Léonard, cuyas ligaduras no estaban bien prietas, había logrado enderezarse, descolgar el receptor, probablemente con los dientes, hasta hacerlo caer y pedir socorro a la central telefónica de Enghien.

Y ésas eran las palabras que Lupin había sorprendido ya una vez, después de la salida de la primera barca: «¡Socorro!… ¡Al asesino! ¡Van a matarme!…».

Y ésta era la respuesta de la central telefónica. La policía se acercaba. Y Lupin recordaba los rumores percibidos en el jardín apenas cuatro o cinco minutos antes.

—¡La policía!… ¡Sálvese quien pueda! —profirió, precipitándose por el comedor.

Gilbert objetó:

—¿Y Vaucheray?

—Peor para él.

Pero Vaucheray, repuesto de su torpor, le suplicó al pasar:

—¡Jefe, no va usted a abandonarme así!

A pesar del peligro, Lupin se detuvo, y ya estaba levantando al herido con ayuda de Gilbert, cuando fuera se produjo un tumulto:

—¡Demasiado tarde! —dijo.

En ese momento unos golpes sacudieron la puerta del vestíbulo que daba a la fachada posterior. Corrió a la puerta de la escalinata: unos cuantos hombres habían dado ya la vuelta a la casa y se precipitaban hacia allí. Quizá hubiera conseguido adelantarse y alcanzar con Gilbert el borde del agua. Pero ¿cómo embarcarse y huir bajo el fuego del enemigo?

Cerró y echó el cerrojo.

—Estamos rodeados…, estamos copados —farfulló Gilbert.

—Cállate —dijo Lupin.

—Pero nos han visto, jefe. Mírelos cómo están llamando.

—Cállate —repitió Lupin—. Ni una palabra… Ni un movimiento.

Él permanecía impasible, con el rostro absolutamente tranquilo, con la actitud pensativa de quien dispone de todo el tiempo necesario para examinar una cuestión delicada bajo todos sus aspectos. Se encontraba en uno de esos instantes que él llamaba los minutos superiores de la vida, los únicos instantes que dan a la existencia su valor y su precio. En tales ocasiones, y fuera cual fuese la amenaza del peligro, siempre comenzaba por contar para sí y despacio: «Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…», hasta que el latido de su corazón volviera a hacerse normal y regular. Sólo entonces reflexionaba, ¡pero con qué agudeza!, ¡con qué formidable potencia!, ¡con qué profunda intuición de los acontecimientos posibles! Todos los datos del problema se le presentaban a la mente. Lo preveía todo, lo admitía todo. Y tomaba su resolución con toda la lógica y toda la certeza.

Después de unos treinta o cuarenta segundos, mientras golpeaban las puertas y forzaban las cerraduras con ganzúas, dijo a su compañero:

—Sígueme.

Entró al salón y empujó suavemente la hoja y la persiana de una ventana lateral. Había gente yendo y viniendo, lo cual hacía la fuga impracticable. Entonces se puso a gritar con todas sus fuerzas y con una voz sofocada:

—¡Por aquí!… ¡Auxilio!… ¡Aquí están!… ¡Por aquí!…

Apuntó su revólver y disparó dos veces entre las ramas de los árboles. Luego volvió hasta donde estaba Vaucheray, se inclinó sobre él y se embadurnó las manos y el rostro con la sangre de la herida. Por fin, volviéndose brutalmente contra Gilberto lo agarró por los hombros y lo derribó.

—¿Pero qué está haciendo, jefe? ¡Vaya una idea!

—Déjame hacer —silabeó Lupin con un tono imperioso—. Respondo de todo…, respondo de los dos… Déjame hacer… Yo os sacaré de la cárcel… Pero para eso tengo que estar libre.

La gente se movía y llamaba debajo de la ventana abierta.

—¡Por aquí! —gritaba él—. ¡Aquí están!… ¡Auxilio!

Y muy bajo, tranquilamente:

—Piénsalo bien… ¿Tienes algo que decirme?… Alguna información que pueda sernos útil…

Gilbert se debatía furioso, demasiado trastornado para comprender el plan de Lupin. Vaucheray, más perspicaz, y que además debido a su herida había perdido toda esperanza de huir, rió con sarcasmo:

—Déjale hacer, idiota… Lo que hace falta es que el jefe ponga pies en polvorosa… ¿No es eso lo esencial?

Bruscamente Lupin recordó el objeto que Gilbert se había guardado en el bolsillo después de habérselo quitado a Vaucheray. A su vez, quiso hacerse con él.

—¡Ah, eso jamás! —rechinó Gilbert, logrando liberarse.

Lupin lo tiró al suelo de nuevo. Pero súbitamente surgieron dos hombres en la ventana, Gilbert cedió, y, pasando el objeto a Lupin, que se lo guardó en el bolsillo sin mirarlo, murmuró:

—Cójalo, jefe, aquí está… Ya le explicaré… Puede estar seguro de que…

No le dio tiempo a acabar… Dos agentes, y otros cuantos que los seguían, y soldados que penetraban por todas las salidas, venían en ayuda de Lupin.

En seguida sujetaron a Gilbert y lo ataron sólidamente. Lupin se levantó.

—¡Menos mal! —dijo—. Este animal me ha dado bastante que hacer; he herido al otro, pero éste…

Rápidamente el comisario de policía le preguntó:

—¿Ha visto al criado? ¿Lo han matado?

—No sé —replicó.

—¿No sabe?

—¡Hombre! He venido de Enghien con todos ustedes al enterarme del crimen. Sólo que, mientras ustedes daban la vuelta a la casa por la izquierda, yo la daba por la derecha. Había una ventana abierta. Subí en el mismo momento en que estos dos bandidos querían bajar. Disparé contra éste —señaló a Vaucheray— y eché el guante a su compañero.

¿Cómo hubieran podido sospechar de él? Estaba cubierto de sangre. Era él quien entregaba a los asesinos del criado. Diez personas habían visto el desenlace del heroico combate librado por él.

* * *

Por lo demás el tumulto era demasiado grande para tomarse el trabajo de pensar o perder el tiempo concibiendo dudas. En medio de aquella primera confusión la gente del lugar había invadido el chalet. Todo el mundo perdía la cabeza. Corrían por todas partes, arriba, abajo, hasta en la bodega. Se interpelaban. Gritaban, y nadie pensaba en controlar las afirmaciones tan verosímiles de Lupin.

Sin embargo el descubrimiento del cadáver en el office devolvió al comisario el sentimiento de su responsabilidad. Dio órdenes en la reja para que nadie pudiera entrar ni salir. Luego, sin más pérdida de tiempo, examinó los lugares y comenzó la investigación.

Vaucheray dio su nombre. Gilbert se negó a dar el suyo, so pretexto de que sólo hablaría en presencia de un abogado. Pero, al acusarlo del crimen, denunció a Vaucheray, el cual se defendió atacándolo, y los dos peroraban a la vez, con el deseo evidente de acaparar la atención del comisario. Cuando éste se volvió hacia Lupin para invocar su testimonio, se dio cuenta de que el desconocido ya no estaba allí.

Sin ninguna desconfianza dijo a uno de sus agentes:

—Diga a ese señor que deseo hacerle algunas preguntas.

Buscaron al señor. Alguien lo había visto en la escalinata encendiendo un cigarrillo. Entonces se supo que había ofrecido cigarrillos a un grupo de soldados y que se había alejado hacia el lago, diciendo que lo llamaran en caso de necesidad.

Lo llamaron, nadie contestó.

Pero acudió un soldado. El señor acababa de subirse a una barca y remaba con fuerza.

El comisario miró a Gilbert y comprendió que se la habían jugado.

—¡Que lo detengan! —gritó—. ¡Que disparen contra él! Es un cómplice…

Él mismo se lanzó, seguido de dos agentes, mientras los otros se quedaban con los cautivos. Desde la ribera, a un centenar de metros, divisó al señor, que en la sombra le hacía saludos con el sombrero.

Uno de los agentes descargó en vano su revólver.

La brisa trajo un ruido de palabras. El señor cantaba, sin dejar de remar:

Adelante, grumete, el viento te empuja…

Pero el comisario descubrió una barca atada al embarcadero de la propiedad vecina. Lograron franquear la valla que separaba los dos jardines y, después de ordenar a los soldados que vigilaran las orillas del lago y prendieran al fugitivo si intentaba recalar, el comisario y dos de sus hombres se pusieron a perseguirlo.

Era una cosa bastante fácil, pues, a la claridad intermitente de la luna, se podía distinguir sus evoluciones y darse cuenta de que intentaba atravesar el lago, torciendo sin embargo hacia la derecha, es decir, hacia el pueblo de Saint-Gratien.

Además el comisario comprobó en seguida que, con la ayuda de sus hombres y tal vez gracias a la ligereza de su embarcación, ganaba velocidad. En diez minutos recuperó la mitad del intervalo.

—Ya está —dijo—, ni siquiera necesitaremos a los soldados de infantería para impedirle atracar. Tengo muchas ganas de conocer a ese tipo. Lo que es cara no le falta.

Lo más raro era que la distancia disminuía en proporciones anormales, como si el fugitivo se hubiera desanimado al comprender la inutilidad de la lucha. Los agentes redoblaban sus esfuerzos. La barca se deslizaba por el agua con suma rapidez. Otros cien metros más como mucho, y alcanzarían al hombre.

—¡Alto! —ordenó el comisario.

El enemigo, cuya silueta acurrucada distinguían, no se movía. Los remos marchaban sin orden ni concierto. Y aquella inmovilidad tenía algo de inquietante. Un bandido de semejante calaña muy bien podía esperar a sus agresores, vender cara su vida, e incluso hundirlos a tiros antes de que pudieran alcanzarlo.

—¡Ríndete! —gritó el comisario.

La noche era oscura en aquel momento. Los tres hombres se abatieron al fondo del bote, pues les pareció haber sorprendido un gesto de amenaza.

La barca, llevada por su impulso, se acercaba a la otra.

El comisario gruñó:

—No vamos a dejarnos tirotear. Le dispararemos: ¿estáis listos?

Y gritó de nuevo:

—¡Ríndete, si no…!

Ninguna respuesta.

El enemigo no se movía.

—Ríndete… Tira las armas… ¿No quieres? Entonces peor para ti… Voy a contar hasta tres… Una… Dos…

Los agentes no esperaron la orden. Dispararon, y en seguida, curvándose sobre los remos, dieron a la barca un impulso tan vigoroso, que en unas brazadas alcanzó la meta.

Revólver en mano, atento al menor movimiento, el comisario vigilaba.

Extendió el brazo.

—Un movimiento, y te vuelo la cabeza.

Pero el enemigo no hizo ningún movimiento y, cuando tuvo lugar el abordaje y los dos hombres, soltando los remos, se prepararon para el temible asalto, el comisario comprendió la razón de aquella actitud pasiva: no había nadie en el bote. El enemigo había huido a nado, dejando en manos del vencedor cierto número de objetos robados, cuyo amontonamiento, coronado por una chaqueta y un bombín, podía en cualquier caso parecer en medio de las tinieblas la silueta confusa de un individuo.

A la luz de unas cerillas examinaron los despojos del enemigo. Dentro del sombrero no había grabada ninguna inicial. La chaqueta no contenía papeles ni cartera. Sin embargo hicieron un descubrimiento que daría al caso una repercusión considerable e influiría terriblemente en la suerte de Gilbert y Vaucheray: era una tarjeta que el fugitivo había olvidado en uno de los bolsillos, la tarjeta de Arsenio Lupin.

* * *

Casi en el mismo momento, mientras la policía, remolcando la nave capturada, proseguía con sus vagas búsquedas y, escalonados en la orilla, inactivos, los soldados abrían desmesuradamente los ojos para intentar ver las peripecias del combate naval, el susodicho Arsenio Lupin recalaba tranquilamente en el mismo lugar que había dejado dos horas antes.

Fue acogido por sus otros dos cómplices, Grognard y Le Ballu, les soltó unas explicaciones a toda prisa, se instaló en el automóvil entre los sillones y los bibelots del diputado Daubrecq, se envolvió en pieles y se dejó llevar por carreteras desiertas hasta su guardamuebles de Neuilly[4], donde dejó al chófer. Un taxi volvió a llevarlo a París y lo dejó cerca de Saint-Philippe-du-Roule.

No lejos de allí, en la calle Matignon, poseía, sin que lo supiera nadie de su banda excepto Gilbert, un entresuelo con salida privada.

No sin placer se cambió y se friccionó. Pues, pese a su robusta constitución, estaba helado. Como todas las noches al acostarse, vació sobre la chimenea el contenido de sus bolsillos. Sólo entonces, al lado de su cartera y de sus llaves, reparó en el objeto que Gilbert le había deslizado entre las manos en el último minuto.

Y se quedó muy sorprendido. Era un tapón de garrafa, un pequeño tapón de cristal como esos que se ponen en los frascos destinados a los licores. Y aquel tapón de cristal no tenía nada de particular. A lo sumo observó Lupin que la cabeza, de múltiples facetas, estaba dorada hasta la garganta central.

Pero, en realidad, ningún detalle le pareció capaz de llamar la atención.

«¿Y por este pedazo de cristal se interesaban tan tercamente Gilbert y Vaucheray? ¿Y por esto han matado al criado, se han pegado, han perdido el tiempo y se han arriesgado a la cárcel…, al juicio…, al cadalso? ¡Vamos, que tiene salero!».

Demasiado cansado para perder más tiempo examinando el caso, por más apasionante que le pareciera, dejó el tapón encima de la chimenea y se metió en la cama.

Tuvo pesadillas. De rodillas en las baldosas de sus celdas, Gilbert y Vaucheray tendían hacia él sus manos extraviadas y lanzaban unos aullidos espantosos:

—¡Socorro!… ¡Socorro! —gritaban.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía moverse. Él mismo estaba atado por lazos invisibles. Y, temblando de arriba abajo, obsesionado por una visión monstruosa, asistió a los fúnebres preparativos, al aseo de los condenados, al drama siniestro.

—¡Caramba! —dijo, despertándose tras una serie de pesadillas—. ¡Pues no son poco impertinentes los presagios! ¡Menos mal que no solemos pecar de debilidad de ánimo, que si no…!

Y añadió:

—Además tenemos ahí al lado un talismán, que, a juzgar por la conducta de Gilbert y Vaucheray, bastará con la ayuda de Lupin para conjurar la mala suerte y hacer triunfar la buena causa. Vamos a ver ese tapón de cristal.

Se levantó para coger el objeto y estudiarlo más detenidamente. Dejó escapar un grito. El tapón de cristal había desaparecido…