Los compañeros del Apocalipsis
En las escenas que siguieron, todo tuvo importancia: las palabras, los silencios, las miradas, y hasta los temblores involuntarios de los músculos. Todo tenía un sentido denso y se adivinaba detrás de los personajes como una cosa lívida la silueta inmaterial del miedo.
La puerta se abrió. Apareció Maurice Belloir y su primera mirada fue para Van Damme, pegado a la pared en un rincón y después al revólver que había en el suelo.
Era suficiente para comprender. Sobre todo viendo a Maigret, el cual, tranquilo, la pipa entre los dientes, buscaba entre los viejos croquis.
—¡Llega Lombard! —dijo Belloir sin que se supiera si se dirigía al comisario o a su compañero—. He cogido un coche.
Y sólo con esas palabras, Maigret adivinó que el subdirector de banca acababa de abandonar la partida. Apenas se notaba. La expresión relajada. Una entonación baja, como avergonzada, en la voz.
Eran tres a mirarse. Joseph Van Damme empezó:
—¿Qué le ocurre?
—Está como loco. He intentado calmarlo. Pero se ha escapado. Se ha ido hablando solo, gesticulando.
—¿Armado? —preguntó Maigret.
—Armado.
Y Maurice Belloir escuchaba con tristeza en la cara como la de esas personas emocionadas que tratan en vano de dominarse.
—¿Estaban ustedes dos en la calle Hors-Château? ¿Esperaban el resultado de mi entrevista con…?
Con el dedo señaló a Van Damme, mientras que Belloir afirmaba con un signo de cabeza.
—¿Y estaban de acuerdo ustedes tres para proponerme…?
No había necesidad de terminar las frases. Se comprendía todo a medias palabras. Hasta se comprendían los silencios, daba la impresión de que se comprendía hasta el pensamiento.
De repente se oyeron pasos precipitados en la escalera. Alguien tropezó, y lanzó un gruñido de rabia. Un instante después se abrió la puerta con un puntapié y en el umbral estaba Jef Lombard, que se quedó un momento inmóvil, mirando a los tres hombres tan fijamente que asustaba.
Temblaba. Parecía tener fiebre, o tal vez una especie de locura.
Todo debía bailar delante de sus ojos, la silueta de Belloir que se apartaba de él, la cara congestionada de Van Damme, por fin Maigret, con sus anchas espaldas, que no hacía el menor movimiento, aguantando la respiración.
Y por encima de todo, este terrible desorden, los dibujos diseminados, la chica desnuda de la que sólo se veían los senos y la barbilla, la linterna y el diván desfondado.
Sólo se podía medir la escena por fracciones de segundo. Con su largo brazo, Jef sostenía en la mano un revólver.
Maigret lo observaba con calma. Pero lanzó un suspiro de alivio cuando Jef Lombard tiró el arma al suelo, se cogió la cabeza entre las dos manos, estalló en sollozos roncos y gimió:
—¡No puedo! ¡No puedo! ¿Me oyen? ¡No puedo, por Dios!
Y se apoyó con los dos brazos en la pared, mientras le temblaba el cuerpo, respirando ruidosamente.
El comisario cerró la puerta, ya que llegaban los ruidos de la sierra y la lima, así como también gritos de niños.
* * *
Jef Lombard se enjugó el rostro con un pañuelo, echó sus cabellos hacia atrás, miró a su alrededor con ojos vacíos como los que se tienen después de crisis nerviosas.
No estaba del todo calmado. Sus dedos se crispaban. Los orificios de la nariz le temblaban. En el momento en que iba a hablar, tuvo que morderse el labio, porque volvía a sollozar.
—¡Para llegar a esto…! —dijo con una voz que la ironía volvía mate y mordiente.
Quiso reír, con desesperación.
—¡Nueve años! ¡Casi diez! He estado solo sin un céntimo, sin trabajo…
Hablaba para sí mismo, mirando fijamente el croquis del desnudo.
—¡Diez años de esfuerzos diarios, sinsabores y dificultades de todas clases! ¡Y sin embargo, me casé! Quise hijos. Me esforcé como una bestia, para darles una vida decente. Una casa. Y estudios. ¡Y todo! Ustedes lo han visto. Pero lo que no han visto es el esfuerzo que cuesta construir todo esto. Y las desilusiones. Y las letras de cambio que, al principio, no me dejaban dormir.
Tragó saliva y se pasó la mano por la frente. Su nuez de Adán subía y bajaba.
—¡Y fíjense! Acabo de tener una niña. Me pregunto si he tenido tiempo de mirarla. Mi mujer está en la cama, no comprende, me observa con espanto porque ya no me reconoce. Los obreros me preguntan y yo no sé qué es lo que les contesto.
»¡Terminado! ¡En pocos días, bruscamente! ¡Minado, destruido, roto, reducido a migajas! ¡Todo! ¡El trabajo de diez años!
»Y todo porque…
Apretó los puños, miró el arma que estaba en el suelo y después a Maigret. Estaba acabado.
—¡Terminemos! —suspiró con un gesto cansado—. ¿Quién va a hablar? ¡Es tan estúpido!
Estas palabras parecían ir dirigidas a la calavera, al montón de croquis viejos, a los dibujos clavados por las paredes.
—¡Tan estúpido! —repitió.
Parecía que iba a volver a llorar. Pero no, sus nervios estaban vacíos. La crisis había pasado. Se fue a sentar al borde del diván, puso los codos sobre sus rodillas puntiagudas, su barbilla en las manos y se quedó así, esperando.
No se movió más que para sacar con la uña una mancha de barro en el bajo de su pantalón.
* * *
—¿No les molesto?
La voz era alegre. Entró el carpintero, cubierto de aserrín, miró las paredes adornadas de dibujos y se echó a reír.
—Entonces, ¿han vuelto para ver todo esto?
Nadie se movió. Belloir era el único que intentaba aparentar naturalidad.
—¿Se acuerda que me debe todavía los veinte francos del mes pasado? ¡Oh!, no vengo a reclamárselos. Me hace reír, porque cuando usted se fue dejándome todas estas antiguallas, recuerdo que dijo:
»—Tal vez un día uno solo de estos croquis valdrá tanto como la barraca entera.
»No lo creía. Pero de todas formas, los dejé por las paredes. Un día, traje un enmarcador que vende cuadros y se llevó dos o tres dibujos. Me dio algún dinero. ¿Todavía pinta usted?
Por fin adivinó que sucedía algo anormal. Joseph Van Damme miraba obstinadamente el suelo. Belloir chasqueaba los dedos con impaciencia.
—¿No es usted el que está establecido en la calle Hors-Château? —preguntó el carpintero a Jef—. Tengo un sobrino que ha trabajado con usted. Uno rubio, alto.
—Tal vez… —suspiró Lombard volviendo la cabeza.
—A usted, no le reconozco. ¿Es usted de la banda?
Era a Maigret a quien dirigía ahora la palabra el propietario.
—No.
—¡Qué colección de bohemios! Mi mujer no quería que les alquilase y después me aconsejó que los echase, ya que no pagaban regularmente. Pero a mí me divertía. Era la competencia de quién llevaría el sombrero más grande, fumaría la pipa más larga de tierra. ¡Y se pasaban las noches bebiendo y cantando a coro! A veces venían chicas bonitas. A propósito, señor Lombard. Ésta que está por tierra, ¿sabe que ha venido?
»Se ha casado con un inspector del Gran Bazar y vive a doscientos metros de aquí. Tiene un hijo que va a la escuela con el mío.
Lombard se levantó, fue hacia la vidriera y volvió sobre sus pasos, tan agitado que el hombre se decidió a batirse en retirada.
—¿Los molesto quizá? Voy a dejarlos. Y, ya sabe, si hay aquí algo que le interese. Queda bien entendido que no he tenido jamás la idea de quedármelos a causa de los veinte francos. No he cogido más que un paisaje, para mi comedor.
En el rellano, pareció que iba a lanzar de nuevo un discurso. Pero lo llamaron de abajo.
—¡Alguien pregunta por usted, patrón!
—Hasta luego, señores. He tenido mucho gusto de…
La voz se apagó al cerrar la puerta. Maigret, mientras el carpintero hablaba, había encendido una pipa. La charlatanería del hombre había producido, a pesar de todo, un cierto alivio. Y cuando el comisario tomó la palabra señalando una inscripción que rodeaba uno de los dibujos en la pared, Maurice Belloir respondió con una voz natural.
La inscripción era: Los Compañeros del Apocalipsis.
—¿Era el nombre de su grupo?
—Sí. Le voy a explicar… Es muy tarde, ¿verdad? Mala suerte para nuestras esposas, nuestros hijos.
Pero Jef Lombard intervino:
—Quiero hablar. Déjame.
Y se puso a andar por la habitación, mirando tal o cual objeto, para ilustrar su explicación.
—Hace más de diez años. Cursaba estudios en la Academia de pintura. Llevaba un sombrero grande y una chalina. Había otros conmigo. Gastón Janin, que hacía escultura, y el pequeño Klein. Estábamos orgullosos de pasearnos por el Catre. Éramos artistas, ¿no es verdad? Cada cual creía tener el porvenir de un Rembrandt cuando menos.
»Sucedió estúpidamente. Leíamos mucho, sobre todo autores del romanticismo. Nos entusiasmábamos. Durante ocho días, no creíamos más que en tal escritor. Después renegábamos de él para adoptar otro.
»El pequeño Klein, cuya madre vivía en Angleur, alquiló este estudio donde estamos y tomamos la costumbre de reunirnos. La atmósfera, sobre todo los días de invierno, nos impresionaba porque parecía de la Edad Media. Cantábamos viejas canciones, recitábamos a Villon…
»No sé quién descubrió el Apocalipsis y se obstinó en leernos capítulos enteros.
»Una noche conocimos a unos estudiantes: Belloir, Armand Lecocq d’Arneville, Van Damme y un cierto Mortier, un judío cuyo padre, no lejos de aquí, poseía un negocio de tripería de cerdos.
»Bebimos. Los llevamos al estudio. El mayor no tendría los veintidós años.
»Eras tú, Van Damme, ¿verdad?
Le aliviaba el hablar. Su paso se tranquilizaba, su voz era menos ronca, pero, a consecuencia de sus crisis de lágrimas, tenía la cara con manchas rojas, y los labios hinchados.
—Creo que la idea salió de mí. ¡Fundar una sociedad, un grupo! Había leído cosas sobre las sociedades secretas que existían en el siglo pasado en las universidades alemanas. ¡Un club que reuniría el Arte y la Ciencia!
No pudo impedir una risa burlona al mirar las paredes.
—¡Cómo nos llenábamos la boca con estas palabras! Estábamos orgullosos. Por una parte los tres aprendices que éramos: Klein, Janin y yo. ¡Éramos el Arte! ¡Por otra parte los estudiantes…! Bebimos. ¡Bebíamos mucho! Para exaltarnos más. Tamizábamos la luz para dar una atmósfera de misterio.
»Nos acostábamos aquí, mire. Unos sobre el diván, los otros por el suelo. Fumábamos pipas y pipas. El aire se ponía denso.
»Cantábamos a coro. Siempre había alguien que se ponía enfermo y tenía que ir a aliviarse al patio.
»¡Esto sucedía a eso de las dos o las tres de la madrugada! ¡Nos poníamos febriles! El vino ayudaba, ¡vino barato, que nos estropeaba el estómago! Nos lanzábamos a los dominios de la metafísica.
»Estoy viendo al pequeño Klein. Era el más nervioso. No tenía salud. Su madre era pobre y él vivía de nada, no comía para beber.
»¡Porque cuando habíamos bebido, todos nos sentíamos unos auténticos genios!
»El grupo de estudiantes era más formal, ya que tenían mejor posición, exceptuando a Lecocq d’Arneville. Belloir rampiñaba una botella de borgoña o licor en casa de sus padres. Van Damme nos traía fiambres…
»Estábamos convencidos de que por la calle la gente nos miraba con una admiración mezclada de miedo. Y escogimos un título misterioso. Bien sonoro: Los Compañeros del Apocalipsis.
»Me parece que ninguno había leído el Apocalipsis entero, sólo Klein recitaba algunos pasajes cuando estaba bebido.
»Decidimos pagar entre todos el alquiler del local, pero Klein tenía derecho a ocuparlo.
»Algunas chicas jóvenes acudían a posar sin cobrarnos nada. ¡Posar y el resto, desde luego! ¡Y organizábamos unas juergas! ¡Un alboroto!
»Una que iba por el suelo. Tonta como un conejo. Pero eso no impedía que la peinásemos como una madonna.
»¡Beber! Era imprescindible. Se tenía que aguantar la atmósfera de euforia. Y me acuerdo que Klein, llegando al máximo, volcó un frasco de éter sulfúrico sobre el diván.
»¡Y todos nosotros, esperando el delirio de las visiones!
»¡Santo Dios!
Jef Lombard pegó su frente al cristal y volvió con un temblor en la garganta.
—¡A fuerza de provocar esta sobreexcitación, acabábamos con los nervios de punta! Sobre todo los peor alimentados, ¿comprende? El pequeño Klein entre ellos. Un chiquillo que no comía y que se animaba sólo con el alcohol que ingería.
»¡Naturalmente, estábamos descubriendo de nuevo el mundo! ¡Teníamos nuestras ideas sobre todos los grandes problemas! ¡Maldecíamos a los burgueses, a la sociedad y a todas las verdades establecidas!
»Las afirmaciones más confusas se entremezclaban en cuanto habíamos tomado una copa de más y la atmósfera estaba densa por el humo. Se mezclaba a Nietzsche, Karl Marx, Moisés, Confucio y Jesucristo.
»¡Un ejemplo, vea! No sé quién descubrió que el dolor no existe, que sólo es una ilusión de nuestro cerebro. Y tanto me entusiasmó la idea, que una noche, en medio de un círculo de tensión, me hundí la punta de un cuchillo en la parte grasa del brazo esforzándome en sonreír.
»¡Y hubo otras! Éramos una selección, un pequeño grupo de genios reunidos por el azar. Planeábamos por encima del mundo convencional, leyes, prejuicios.
»Un puñado de dioses, ¿no es verdad? Dioses algunas veces muertos de hambre, pero que andaban con orgullo por las calles aplastando a todo el mundo con desprecio.
»Y arreglábamos el futuro: Lecocq d’Arneville sería un Tolstoi. Van Damme, que seguía los cursos prosaicos de la Escuela de Altos Estudios Comerciales, conmocionaría la economía política, y echaría por tierra las ideas admitidas sobre la organización de la humanidad.
»¡Cada uno tenía su sitio! Había los poetas, los pintores y los futuros hombres de Estado.
»¡A fuerza de alcohol! ¡Y otra vez! Al final, estábamos tan acostumbrados a emborracharnos que al llegar aquí, ante la luz de la linterna, con un esqueleto en la penumbra, la calavera que servía de copa común, uno creíase ser poco menos que un semidiós.
»Los más modestos veían ya, en el futuro, una placa de mármol en la pared de la casa: Aquí se reunían los célebres Compañeros del Apocalipsis.
»Competíamos en llevar el último libro, la idea más extraordinaria.
»¡Fue una casualidad que no nos volviésemos anarquistas! Ya que el asunto se discutió gravemente. Hubo un atentado, en Sevilla. El artículo del periódico se leyó en voz alta.
»No sé quién gritó:
»—¡El verdadero genio es destructor!
»Y nuestro puñado de jóvenes estuvo hablando horas sobre esta idea. Se pensó en la manera de fabricar bombas. Nos preguntábamos qué nos interesaba que saltase.
»Luego, el pequeño Klein, que estaba en su sexto o séptimo vaso, se puso enfermo. No como las otras veces. Una especie de crisis nerviosa. Se tiraba al suelo y nos preocupaba qué ocurriría si le pasaba algo grave.
»¡La chiquilla estaba desesperada! Se llamaba Henriette. Lloraba.
»¡Ah, qué noches! Teníamos el pundonor de no salir de casa hasta que las luces de gas estaban apagadas, y nos íbamos, temblando, en la madrugada.
»Los ricos entraban en sus casas por la ventana, dormían, comían, lo que les arreglaba bien o mal los desastres de la noche.
»Pero los otros, Klein, Lecocq d’Arneville y yo, nos arrastrábamos por las calles, comíamos un pedazo de pan, mirábamos los escaparates de comida con envidia.
»Aquel año, yo no tenía abrigo, porque me había comprado un sombrero grande que costó ciento veinte francos.
»Pretendía que el frío, como el resto, era una ilusión. Y haciéndome fuerte en las discusiones, le decía a mi padre —un buen hombre armador, ya fallecido— que el amor de los padres era la forma menos noble del egoísmo y que el primer deber del hijo es renegar de los suyos.
»Era viudo. Salía a las seis de la mañana para su trabajo, cuando yo entraba. ¡Y bien! Terminó por irse más temprano para no encontrarme, porque mis discursos le asustaban. Y me dejaba algunos mensajes en la mesa: Hay carne fría en el armario. Tu padre.
* * *
La voz de Jef se rompió durante unos segundos. Miró a Belloir, que se había sentado en el borde de una silla sin fondo, mirando fijamente el suelo, después a Van Damme, que reducía a migajas su puro.
—Eramos siete —dijo bajito Lombard—. ¡Siete superhombres! ¡Siete genios! ¡Siete niños!
»Janin, en París, trabaja como escultor. Es decir, modela maniquís para una importante fábrica. Y de vez en cuando engaña su ilusión modelando el busto de su amiga de turno.
»Belloir está en la Banca, Van Damme en los negocios. Yo soy fotograbador.
Hubo un silencio cargado de miedo. Jef tragó saliva, y prosiguió, mientras sus ojeras parecían hacerse más profundas:
—Klein se ahorcó en la puerta de la iglesia. Lecocq d’Arneville se pegó un tiro en la boca, en Bremen.
Nuevo silencio. Y esta vez, Maurice Belloir, incapaz de permanecer sentado, se levantó, dudó, se puso delante de la vidriera mientras se oía un ruido especial en su pecho.
—¿El último? —dijo Maigret—. Mortier, ¿no es así? El hijo del negociante de tripas.
La mirada de Lombard se fijó sobre él, tan crispado que el comisario temió una nueva crisis.
Van Damme tiró una silla.
—Era diciembre, ¿no es verdad?
Maigret hablaba y no perdía un movimiento de sus tres compañeros.
—Hará diez años dentro de un mes. Dentro de un mes habrá prescripción.
Cogió primero el revólver automático de Joseph Van Damme, luego el arma de Jef que había lanzado contra el suelo al poco rato de llegar.
No se había equivocado. Lombard no resistía, se cogió la cabeza con las manos, gimiendo:
—¡Mis pequeños! ¡Mis tres pequeños!
Y mostrando de pronto sin vergüenza sus mejillas bañadas en lágrimas al comisario, exclamó, frenético:
—¡Por culpa suya, sólo suya, ni siquiera he mirado a la pequeña, la última! No sé cómo es. ¿Comprende?