El pequeño Klein
Eran las nueve en punto. Los empleados llegaban al Ayuntamiento, atravesaban el patio de honor, se paraban un momento para estrecharse la mano en la escalinata de piedra al final de la cual un portero, con gorra de galones y barba cuidada, fumaba su pipa.
Era una pipa de espuma. Maigret se fijó en el detalle, sin saber por qué, tal vez porque el sol de la mañana le daba un reflejo y por un instante el comisario envidió al hombre que fumaba a pequeñas bocanadas voluptuosas y que era como un símbolo de paz y alegría de vivir.
Porque esa mañana el ambiente vibraba y se hacía más brillante a medida que el sol iba subiendo hacia el cielo. Y había una cacofonía sabrosa, gritos en argot valón, las campanillas de los tranvías amarillos y rojos, los cuatro chorros de una fuente monumental que con su ruido intentaban amortiguar algo el bullicio del cercano mercado.
Entonces, a lo largo de la escalera de dos alas, Maigret vio pasar a Joseph Van Damme, que se metió en la sala de los Pasos-Perdidos.
El comisario se precipitó hacia él. En el interior, las escaleras seguían en dos alas que se juntaban en cada piso. En un descansillo los dos hombres se encontraron cara a cara, cansados de haber corrido, esforzándose por aparentar naturalidad frente a un portero con cadena de plata.
Fue breve, agudo. Cuestión de precisión, de un cuarto de segundo.
El tiempo de subir la escalera y Maigret había pensado que Van Damme iba allí, como ya había ido a los periódicos y a la Comisaría central, para hacer desaparecer alguna cosa. Uno de los procesos verbales del 15 de febrero.
Pero como es costumbre en la mayoría de las ciudades, ¿la policía no enviaba cada mañana al alcalde una copia de los periódicos?
—Quisiera ver al secretario —dijo Maigret, que estaba a dos metros de Van Damme—. Es urgente.
Sus miradas se cruzaron. Dudaron en saludarse; no lo hicieron y el negociante de Bremen, a quien preguntaba el portero, se contentó con murmurar:
—Nada. Ya volveré.
Se fue. Sus pasos se perdieron en la sala de los Pasos-Perdidos. Un poco más tarde, introdujeron a Maigret en un despacho suntuoso donde el secretario, tieso con su chaqueta de cuello postizo demasiado alto, se afanaba en encontrar los periódicos viejos de hacía diez años.
El aire era tibio, las alfombras blandas. Un rayo de sol hacía brillar el báculo de un obispo en un cuadro histórico que ocupaba una parte de la pared.
Después de media hora de buscar y de atenciones, Maigret volvió a encontrar el robo de conejos, el proceso al borracho y el robo con escalo. Y entre dos hechos diversos las líneas siguientes:
El agente Lagasse, de la 6ª división, se dirigía esta mañana, a las seis, al puente de Arches para establecer su turno cuando, al pasar delante de la iglesia de Saint-Pholien, vio un cuerpo suspendido de la puerta.
Un médico llamado con urgencia no pudo hacer más que certificar la defunción del individuo, un tal Emile Klein, nacido en Angleur, de 20 años, pintor de edificios, domiciliado en la calle de Pot-au-Noir.
Klein se ahorcó, probablemente hacia medianoche, con una cuerda de cortina. En sus bolsillos sólo se han encontrado objetos sin valor y calderilla.
La investigación ha establecido que, desde hace tres meses, no tenía trabajo y la desesperación parece ser la causa.
Su madre, la viuda Klein, que vive en Angleur de una pensión modesta, ha sido avisada.
* * *
Siguieron unas horas de inquietud, en las que Maigret se metió de lleno en esta nueva pista. Y sin embargo, sin darse cuenta, buscaba más un encuentro con Van Damme que noticias sobre ese Klein.
Ya que cuando viese al negociante frente a él se acercaría a la verdad. ¿No había empezado todo en Bremen? ¿Y desde entonces en cada paso que daba el comisario no se encontraba con Van Damme?
Éste le había visto en el Ayuntamiento, sabía que había leído la noticia, que estaba sobre la pista de Klein.
¡En Angleur nada! El comisario tomó un taxi que se metió en una zona industrial donde había casitas de obreros, unas iguales a las otras y de un mismo gris, que formaban unas calles pobres al pie de las chimeneas de las fábricas.
Una mujer fregaba la entrada de una de estas casas, en la que vivió la señora Klein.
—Hace por lo menos cinco años que murió.
La silueta de Van Damme no estaba por allí.
—¿Su hijo vivía con ella?
—¡No! Terminó mal. Se suicidó en la puerta de una iglesia.
Eso fue todo. Maigret sólo averiguó que el padre de Klein era contramaestre en una mina de carbón y que después de su muerte su esposa vivía de una pequeña pensión, no ocupando más que la habitación de la buhardilla, ya que alquilaba la parte de abajo.
—A la 6ª División de Policía —ordenó al chófer.
El agente Lagasse vivía. Pero apenas se acordaba.
—Había llovido toda la noche. Estaba calado y sus cabellos rojos los tenía pegados a la cara.
—¿Era alto? ¿Bajo?
—Más bien bajo.
Entonces el comisario se dirigió a la policía, pasó casi una hora en despachos que olían a cuero y sudor de cadalso.
—Si tenía veinte años en esa época, debió de pasar el consejo de revisión. ¿Dice usted Klein, con una K?
Se encontró la hoja 13, Maigret cogió las cifras: «talla 1,55 m.», «perímetro torácico 0,80 m.». Y la mención de «pulmones delicados».
Pero Van Damme no se dejaba ver. Tenía que buscar en otra parte. El único resultado de las diligencias de la mañana era la certidumbre que jamás el traje B perteneció al ahorcado de Saint-Pholien, que no era más que un aborto.
Klein se había suicidado. No había habido lucha, no se derramó ni una gota de sangre.
¿Entonces, qué conexión había con la maleta del vagabundo de Bremen y el gesto de Lecocq d’Arneville, alias Louis Jeunet?
* * *
—Déjeme aquí. Y dígame dónde se encuentra la calle del Pot-au-Noir.
—Detrás de la iglesia. La que sale al barrio de Sainte-Barbe.
Al llegar delante de Saint-Pholien, Maigret pagó el taxi. Y ahora miraba la iglesia nueva que se alzaba en medio de un gran terreno.
A derecha e izquierda se abrían unos bulevares bordeados de casas que eran más o menos de la época de la iglesia. Pero, detrás de ésta, quedaba un barrio viejo el cual estaba cortado para dar más amplitud a la iglesia.
En el escaparate de una papelería, Maigret encontró unas postales, que representaban la iglesia antigua, más baja, más negra. Un ala estaba apuntalada por tablones. Por los tres lados las casas bajas estaban adosadas en las paredes y le daban al conjunto un aspecto medieval.
De esta corte de milagros sólo quedaba ahora un bloque irregular, atravesado por callejuelas y pasajes, donde reinaba un desmoralizador olor a pobreza.
La calle del Pot-au-Noir no tenía ni dos metros de ancho y en medio corría un riachuelo de agua jabonosa, unos niños jugaban en la puerta de las casas tras las cuales bullía la vida.
Estaba oscuro, a pesar del sol que lucía, pero que no penetraba en las callejuelas estrechas. Un tonelero ponía los aros en los toneles en medio de la calle, donde había encendido un brasero.
Los números de las casas estaban borrados. El comisario tuvo que preguntar. Al preguntar por el 7, le señalaron un pasaje del cual salían ruidos de sierra y lima.
Al fondo había un taller, algunos bancos de carpintero, tres hombres que trabajaban, con todas las puertas abiertas, y cola que se derretía en la estufa.
Uno de los hombres levantó la cabeza, dejó una colilla apagada y esperó que el visitante hablase.
—¿Es aquí donde vivía uno llamado Klein?
El hombre lanzó a sus compañeros una mirada de inteligencia, señaló con el dedo una puerta, una escalera negra, y murmuró:
—¡Arriba! ¡Ya hay alguien!
—¿Un inquilino nuevo?
Una sonrisa irónica, que el comisario comprendió más tarde, fue la respuesta.
—Vaya a ver. En el primero. No se puede equivocar. Sólo hay esa puerta.
Un obrero rió silenciosamente manejando la garlopa. Maigret se metió en la escalera, donde la oscuridad era total. Después de algunos peldaños, se acabó la rampa.
Encendió una cerilla, vio una puerta sin cerradura, ni timbre, sujeta por un cordel atado a un clavo oxidado.
Con la mano en el bolsillo donde tenía el revólver, empujó la puerta de un golpe con la rodilla y quedó deslumbrado por la luz que salía de una vidriera en la cual la mitad de los cristales estaban rotos.
El espectáculo era tan inesperado que Maigret tuvo que mirar un rato alrededor suyo para distinguir los detalles; por fin, en un rincón, percibió la silueta de un hombre apoyado en la pared, que le lanzaba una mirada hosca: era Joseph Van Damme.
—Teníamos que terminar aquí, ¿no es verdad? —dijo el comisario.
Y su voz, que cayó en una atmósfera demasiado cruda, demasiado vacía, tuvo sorprendentes resonancias.
Van Damme no contestó, se quedó inmóvil mirándolo fríamente.
* * *
Para comprender la arquitectura de aquel lugar se hubiese tenido que saber de qué construcción, convento, cuartel o casa particular habían formado parte esos muros.
No había ninguno en escuadra. Y si la mitad del suelo estaba formado por madera, la otra mitad estaba pavimentada con ladrillos desiguales, como en una capilla vieja.
Los muros eran de yeso, salvo un rectángulo de ladrillos oscuros que debían tapar una ventana vieja. Por la vidriera se distinguían una pared delantera, un desagüe y otra vez en el segundo plano techos desiguales, del lado de la Meuse.
Pero eso era lo menos inesperado. Lo más extraño eran los muebles del local, de una incoherencia que rayaba en el saínete.
En el suelo, en desorden, sillas sin terminar, nuevas, una puerta tirada a lo largo, con un pedazo separado, potes con cola, sierras rotas y cajas de las que salían pajas y virutas.
Y, sin embargo, en un ángulo había una especie de diván, un catre mejor dicho, en parte cubierto por un pedazo de indiana. Y justo encima, colgaba una linterna de dos brazos, de cristales de colores como las que se ven a veces en las casas de los cambalacheros.
Habían retirado encima del diván las piezas incompletas de un esqueleto, parecido a los que usan los estudiantes de medicina. Las costillas, que se aguantaban por grapas, se caían hacia delante con ese movimiento particular de las muñecas de trapo.
Y las paredes. ¡Las paredes blancas recubiertas de dibujos, es decir, de pintura al fresco!
Y esto formaba el más absurdo de los desórdenes: personajes haciendo muecas; se leían inscripciones del estilo de ¡Viva Satán, abuelo del mundo!
¡Por el suelo, una biblia rota! Más allá borrones de croquis, papeles amarillentos, cubiertos con una espesa capa de polvo.
Todavía una inscripción en la puerta: Bienvenidos, malditos.
¡Y en medio de esta Cafarnaúm, las sillas sin terminar que olían a taller, los potes de cola, las planchas de pino sin pulir! Una estufa caída en el suelo toda oxidada.
Joseph Van Damme, por fin, con un abrigo bien cortado, la cara cuidada, los zapatos impecables. Van Damme que era a pesar de todo el hombre de los grandes restaurantes de Bremen, del despacho moderno en el edificio nuevo, de las cenas elegantes, de los vasos de viejo Armagnac. Van Damme, que detrás del volante de su coche saludaba a las personalidades explicando que el tratante en pieles era millonario, que otro poseía treinta barcos en los mares, el que, algo más tarde, en medio de la música ligera, del ruido de los vasos y platos saludaba a todos los magnates con los que se sentía como un igual. Van Damme, que de repente, tenía el aspecto de un animal abatido, que no se movía, siempre apoyado en la pared cuyo yeso ensuciaba su espalda, una mano en el bolsillo de su abrigo, la mirada fija en Maigret.
—¿Cuánto?
¿Había hablado realmente? ¿No sería que en esta atmósfera inverosímil, el comisario era juguete de una ilusión?
Tembló, tiró una silla sin base que hizo un gran ruido.
Van Damme estaba sofocado. Sin embargo, había perdido su aire de salud. Había pánico o desespero, al mismo tiempo que ira y ganas de vivir, de triunfar a toda costa, en su mirada en la cual centraba sus últimas fuerzas de resistencia.
—¿Qué quiere usted decir?
Y Maigret se aproximó a un montón de croquis rasgados que habían sido barridos hasta un rincón bajo la cristalera. Antes de oír la respuesta tuvo tiempo de esparcer los estudios de desnudos: una niña de rasgos vulgares, de cabellos en desorden, que tenía un cuerpo vigoroso, senos hinchados y fuertes caderas.
—Todavía estamos a tiempo —dijo, sin embargo, Van Damme—. ¿Cincuenta mil? ¿Cien?
El comisario lo miró furioso y el otro, con una fiebre mal contenida, gritó:
—¡Doscientos mil!
El miedo palpitaba en el aire, entre los muros irregulares del cuchitril. Y había algo de acre, malsano y mórbido.
Quizá había algo más que miedo: una tentación escondida, un vértigo de asesinato.
Sin embargo, Maigret continuaba revolviendo los viejos papeles, encontrando, en diferentes actitudes, la misma muchacha que, durante la pose, debía mirar hacia delante con aire resuelto.
Una vez, el artista probó a envolverla en el trozo de indiana que cubría el diván. Otra vez, la representó con medias negras.
Detrás de ella había una calavera, ahora caída a los pies del somier.
Y Maigret recordó haber visto la macabra calavera en un retrato de Jef Lombard.
Una relación bosquejada, confusa todavía, entre los gestos, entre los acontecimientos, a través del espacio y del tiempo. El comisario extendió, con un gesto un poco febril, un nuevo croquis al carboncillo que representaba a un joven con pelos largos, con el cuello de la camisa escotado sobre el pecho y mentón adornado de una barba que nacía.
Él también tenía una pose romántica. Su cabeza, puesta de tres cuartos, parecía que miraba el futuro como un águila mira el sol.
Era Jean Lecocq d’Arneville, el suicida del sórdido hotel de Bremen, el vagabundo que no había comido los panecillos de salchichas.
—¡Doscientos mil francos!
Y la voz añadió, traicionando a pesar de todo al hombre de negocios que piensa en los menores detalles, en fluctuaciones de cambio:
—¡Francos franceses! Escuche, señor comisario…
¡Maigret presintió que la amenaza sucedería a la súplica, que el miedo que vibraba en la voz no tardaría en volverse en cólera!
—Todavía estamos a tiempo. No hay acción oficial mezclada. Estamos en Bélgica.
Quedaba un final de vela en la linterna y, bajo los papeles amontonados sobre el suelo, el comisario descubrió un viejo quinqué de petróleo.
—Usted no está en misión oficial. Y por lo menos le pido un mes.
—Ya que esto pasó en diciembre.
Su interlocutor pareció pegarse al muro más todavía y tartamudeó:
—¿Qué quiere decir?
—Estamos en noviembre. En febrero, hará diez años que Klein se ahorcó. Y usted me pide un mes.
—No lo entiendo.
—¡Sí!
Era enloquecedor ver a Maigret continuar revolviendo los viejos papeles con la mano izquierda —¡y estos papeles crujían al ser arrugados!— mientras que su mano derecha seguía hundida en el bolsillo del abrigo.
—¡Usted ha comprendido muy bien, Van Damme! Si se tratase de la muerte de Klein y si, por ejemplo, hubiese sido asesinado, no habría prescripción más que en febrero, o sea, diez años después. Y usted me pide un mes. De manera que fue en diciembre cuando pasó «esto».
—Usted no descubrirá nada.
La voz temblaba como un fonógrafo destartalado.
—Entonces, ¿por qué tiene usted miedo?
Y levantó la cama bajo la cual no había más que polvo y una corteza de pan viejo, verdoso, apenas reconocible.
—Doscientos mil francos. Podríamos arreglarlo para que…
—¿Quiere sentir mi mano sobre su cara?
Fue tan brutal, tan inesperado, que Van Damme, por un instante perdió los estribos, hizo un gesto para protegerse y, en este gesto, sacó sin querer el revólver que apretaba con la mano metida en el bolsillo.
Se dio cuenta, se sorprendió, unos segundos, por el vértigo y titubeó dudando si debía tirar.
—¡Deje eso!
Los dedos se abrieron. El revólver cayó al suelo, cerca de un montón de copas.
Y Maigret, volviendo la espalda al enemigo, continuó revolviendo entre el sorprendente montón de cosas heteróclitas. Fue un calcetín lo que cogió, amarillento, tieso y también enmohecido.
—Diga, pues, Van Damme.
Se volvió, porque notaba algo anormal en el silencio. Vio al hombre pasarse la mano por las mejillas donde los dedos dejaron una marca mojada.
—¿Llora usted?
—¿Yo?
Este «yo» era agresivo, burlón, desesperado.
—¿En qué ejército ha servido usted?
El otro no comprendió. Estaba dispuesto a agarrarse a cualquier cosa que le pudiera dar un poco de esperanza.
—Estaba en el E.S.L.R. La escuela de subtenientes de Reserva, de Beverloo.
—¿Soldado?
—Oficial.
—Dicho de otra manera, usted medía entonces entre un metro sesenta y cinco y un metro setenta, y sólo pesaba setenta kilos. Desde entonces usted ha engordado.
Maigret apartó una silla que había tirado, recogió un pedazo de papel, con seguridad un fragmento de una carta, en la que sólo estaba escrita una línea:
Mi vieja rama querida.
Pero no cesaba de observar a Van Damme que trataba de comprender y que, adivinando de repente, gritó, alterado, con la cara descompuesta:
—¡No soy yo! ¡Juro que jamás he llevado ese traje!
Con el pie, Maigret lanzó el revólver de su compañero rodando al otro lado de la habitación.
¿Por qué, en este instante, empezó a sacar la cuenta de los niños? ¡Un niño en casa de Belloir! ¡Tres niños en la calle Hors-Château donde el último recién nacido todavía no tenía los ojos abiertos! ¡Y el hijo del falso Louis Jeunet!
Por el suelo, se veía el desnudo de la joven con la espalda doblada hacia atrás dibujada en sepia y sin firma.
Se oyeron pasos vacilantes en la escalera. Una mano rozó la puerta, buscando el cordel que hacía de cerradura.