Capítulo 7

¡Los tres!

Se publican en Lieja cuatro periódicos diarios. Maigret pasó dos horas recorriendo las redacciones y, como ya esperaba, en todas faltaba un número en la colección: el del 15 de febrero.

El mayor movimiento de la ciudad se encontraba en un cuadrilátero de calles llamado Le Carré. Allí estaban los almacenes de lujo, los grandes restaurantes, los cines y salas de baile.

Allí es donde se encuentra todo el mundo y, tres veces por lo menos, el comisario vio a Joseph Van Damme que se paseaba con el bastón en la mano.

Cuando volvió al Hôtel du Chemin de Fer, le esperaban dos mensajes. Un telegrama de Lucas, primero, a quien en el momento de marcharse había encargado ciertas tareas.

Cenizas encontradas en la estufa de la habitación de Louis Jeunet, calle Roquette, examinadas por experto. Stop. Reconocido restos billetes de banco belgas y franceses. Stop. Cantidad hace suponer fuerte suma.

El otro mensaje era una carta, llevada al hotel por un emisario. Estaba escrita a máquina, en un papel sin marca, como el que usan las mecanógrafas para copias. Decía:

Señor comisario.

Tengo el honor de decirle que estoy dispuesto a darle todos los detalles útiles en el sumario que tiene entre manos.

Por ciertas razones, he de mantener prudencia y le agradecería, si mi proposición le interesa, fuese esta noche, alrededor de las once, al Café de la Bourse, situado detrás del teatro Real.

En la espera le ruego reciba, señor comisario, mis más respetuosos saludos.

Sin firma. Además, fórmulas bastante inesperadas, por su misma banalidad comercial, en un mensaje de esta clase: tengo el honor de decirle…, le agradecería…, si mi proposición le interesa…, en la espera…, mis más respetuosos saludos…

Maigret, cenando solo en una mesa advirtió que, a pesar suyo, el curso de sus preocupaciones había cambiado. Pensaba menos en Jean Lecocq d’Arneville, llamado Louis Jeunet, que se había matado en Bremen en una habitación de hotel.

Pero estaba fascinado por los trabajos de Jef Lombard, por sus ahorcados colgados por todas partes, en la cruz de la iglesia, los árboles de un bosque, al clavo de la mansarda, ahorcados grotescos o siniestros, rojos o lívidos, con trajes de todas las épocas.

A las diez y media, se puso en camino hacia el teatro Real y eran las once menos cinco cuando empujó la puerta del Café de la Bourse, un café pequeño, tranquilo, frecuentado por los habitantes y sobre todo por jugadores de cartas.

Una sorpresa le esperaba. En un rincón, cerca del mostrador, tres hombres estaban sentados: Maurice Belloir, Jef Lombard y Joseph Van Damme.

Hubo un momento de duda por ambas partes mientras el camarero ayudaba al comisario a sacarse el abrigo. Belloir, maquinalmente, se incorporó para saludar; Van Damme no se movió. Lombard, cuya cara reflejaba un gran nerviosismo, se agitó en la silla esperando ver lo que hacían sus compañeros.

¿Iba a acercarse Maigret, darles la mano, e instalarse con ellos? Los conocía. Había comido con el negociante de Bremen. Belloir le había ofrecido una copa de coñac en su casa, en Reims, y Jef lo había recibido esta misma mañana.

—Buenas noches, señores.

Dio la mano a todos con su vigor acostumbrado y que en ciertos momentos tomaba un aire de amenaza.

—¡Qué coincidencia encontrarles de nuevo!

Había un sitio libre en el banco, al lado de Van Damme. Se dejó caer y dijo al camarero:

—¡Una media rubia!

Después vino el silencio, un silencio espeso, contraído. Van Damme miraba fijamente hacia delante, con las mandíbulas apretadas. Jef Lombard se agitaba continuamente, como si el traje demasiado estrecho le impidiese los movimientos; Belloir, correcto y frío, se miraba las uñas jugando con una cerilla.

—¿La señora Lombard se encuentra bien?

Jef miró a su alrededor como buscando un punto de apoyo, y balbuceó mirando la estufa:

—Muy bien. Gracias.

Había un reloj encima del mostrador y Maigret contó cinco buenos minutos sin que nadie pronunciase una palabra. Van Damme había dejado apagar su puro y era el único que se permitía demostrar sin disimulo el odio en su rostro.

Jef era el más interesante de observar. Los acontecimientos del día le habían puesto los nervios de punta. Y los músculos de su cara se estremecían.

La mesa de los cuatro hombres era un verdadero oasis de silencio. En el café todo el mundo hablaba en voz alta.

—¡Y re-belotte! —gritó triunfador alguien a la derecha.

—¡Tierce haute! —decía dudoso un hombre a la izquierda—. ¿Está bien?

—¡Tres medios! ¡Tres! —gritaba el camarero.

Y todo tenía vida, vibraba, salvo la mesa de los cuatro, a la que parecía rodear un muro invisible.

Fue Jef quien rompió el encanto. Se acababa de morder el labio inferior y se levantó de repente balbuceando:

—¡Qué más da!

Miró a los compañeros con una mirada breve, aguda, dolorosa, descolgó el abrigo y sombrero de la percha y ganó la puerta que abrió con furia.

—Me juego algo que va a llorar, apenas llegue a la calle —dijo distraídamente Maigret.

Había notado ese sollozo de rabia, de desespero, que subía por la garganta del fotograbador y le hacía temblar la nuez de Adán.

Se volvió hacia Van Damme, que contemplaba el mármol de la mesa. Terminó su bebida y se enjugó los labios con el reverso de la mano.

Era, diez veces más concentrada, la misma atmósfera de la casa de Reims donde Maigret había impuesto ya su presencia a los mismos personajes. Y la robustez del comisario contribuía a dar un significado amenazador a esta reunión forzada.

Era alto y grueso, sobre todo grueso, espeso, sólido, y sus trajes vulgares remarcaban lo que había de plebeyo en su estructura. Una cara grande donde los ojos podían permanecer en una inmovilidad bovina.

Se parecía a ciertos personajes de pesadilla de los sueños de niños, a estas figuras monstruosamente agrandadas y sin expresión, que se adelantan hacia el dormido como para aplastarlo.

Algo implacable, inhumano, evocando un paquidermo en marcha hacia una meta de la que nadie le hará desistir.

Bebía, fumaba su pipa, miraba con satisfacción la aguja del reloj que adelantaba con una sacudida cada minuto, con un ruido metálico. ¡Un reloj sin color!

Parecía no preocuparse por nadie y, sin embargo, vigilaba las más pequeñas demostraciones de vida a su derecha e izquierda.

Fue una de las horas más extraordinarias de su carrera. ¡Ya que esto duró casi una hora! ¡Exactamente cincuenta y dos minutos! ¡Una batalla de nervios!

Jef Lombard estaba fuera de combate desde un principio.

Pero los otros dos aguantaban.

Estaba allí, entre ellos, como un juez que no acusa y al que no se adivina el pensamiento. ¿Qué sabía? ¿Por qué había venido? ¿Qué esperaba? ¿Esperaba una palabra, un gesto que confirmara sus sospechas? ¿Había descubierto toda la verdad o su seguridad no era más que un truco?

¿Y qué palabras había de pronunciar? ¿Hablar aún de la casualidad de un encuentro fortuito?

Reinaba el silencio. Se esperaba sin presentir lo que se esperaba. ¡Se esperaba algo y no pasaba nada!

La aguja del reloj se estremecía a cada minuto. Había un ligero roce en el mecanismo. Al principio no se oía. Pero ahora era una batahola. E incluso el movimiento se descomponía en tres tiempos: un primer clic; la aguja que se ponía en marcha; después, otro clic todavía como para fijarla en su nuevo sitio. Y el aspecto del reloj cambiaba: el ángulo obtuso se volvía, poco a poco, en ángulo agudo. Las dos agujas se iban a juntar.

El camarero lanzaba miradas sorprendidas a esta mesa tan lúgubre. Maurice Belloir, de vez en cuando, tragaba saliva y Maigret no tenía necesidad de verlo para estar convencido de ello. Lo sentía respirar, vivir, crisparse, mover las suelas con precaución, como en una capilla.

Los clientes se iban marchando. Los tapetes rojos y las cartas desaparecían de las mesas que quedaban desnudas con el mármol descolorido. El camarero salió para cerrar los postigos, mientras que la dueña arreglaba las fichas en montones según su valor.

—¿Se queda usted? —preguntó por fin Belloir con una voz de la que apenas se reconocía el tono—. ¿Y usted?

—Yo… No lo sé.

Entonces Van Damme, dando un golpe en la mesa con una moneda, preguntó al camarero:

—¿Cuánto?

—¿Todo? Nueve francos setenta y cinco.

Se pusieron los tres en pie, evitando mirarse, y el camarero les iba ayudando a ponerse los abrigos.

—Buenas noches, señores.

Fuera había niebla y apenas se distinguía la luz de los faroles. Todos los postigos estaban cerrados. En alguna parte, bastante lejos, se oía ruido de pasos.

Hubo una vacilación en cuanto al camino a seguir. Ninguno de los tres hombres asumía la responsabilidad de iniciar la marcha. Detrás de ellos, cerraban con llave la puerta del café y se ponían las barras de seguridad.

A la izquierda, había una callejuela bordeada de casas viejas de fachadas irregulares.

—Y bien, señores —dijo por fin Maigret—, sólo me queda desearles buenas noches.

La mano de Belloir, que fue la primera en estrechar, estaba fría y nerviosa. La que Van Damme le tendió a pesar suyo estaba húmeda y blanda.

El comisario se levantó el cuello del abrigo, tosió y se puso a andar, solo, a lo largo de la calle desierta. Y sus facultades se dirigían a un solo objeto: percibir el más pequeño ruido, el más ligero estremecimiento en el aire que le advirtiera del peligro.

Su mano derecha, en el bolsillo, estrechaba el mango del revólver. Le pareció que en la red de calles que se extendía a su izquierda, en el centro de Lieja como una isla leprosa, la gente andaba a pasos precipitados procurando no hacer ruido.

Adivinó el murmullo de una conversación en voz baja, muy lejos o muy cerca, no podía decirlo, a causa de la niebla que desorientaba sus sentidos.

Y bruscamente se echó a un lado, se pegó a una puerta mientras estallaba una detonación seca, y alguien, en la noche, corría velozmente.

Maigret se adelantó algunos pasos, lanzó una mirada a la callejuela desde donde habían disparado y no vio nada, sólo sombras que salían de las bocacalles, y al final, a doscientos metros, el globo de cristal que señalaba un vendedor de patatas fritas.

Algunos instantes después, pasaba delante de esta tienda de la que salía una joven con una bolsa de papel que contenía patatas fritas doradas. La joven lanzó una invitación, sin convicción, y se dirigió a una calle más alumbrada.

* * *

Maigret escribía tranquilamente, aplastando la pluma con su enorme índice, y de vez en cuando tiraba la ceniza de su pipa.

Estaba instalado en su habitación del Hotel du Chemin de Fer y el reloj iluminado de la estación, que veía desde la ventana, señalaba las dos de la madrugada.

Mi viejo Lucas.

Como nunca se sabe lo que puede suceder, te doy aquí algunas indicaciones que te permitirán, llegado el caso, seguir la encuesta que he empezado.

1. La semana pasada, en Bruselas, un hombre mal vestido, con facha de vagabundo, hace un paquete de treinta billetes de mil francos y los manda a su dirección, calle Roquette, en París. La investigación demostrará que a menudo se enviaba cantidades tan importantes que no tocaba. La prueba es que se encuentran en su habitación gran cantidad de billetes de banco quemados voluntariamente.

Vive bajo el nombre de Louis Jeunet, trabaja más o menos con regularidad en un taller de la misma calle.

Estuvo casado (ver señora Jeunet, herborista, calle Picpus) y tiene un hijo. Pero abandonó mujer e hijo en circunstancias trágicas, después de crisis agudas de alcoholismo.

En Bruselas, una vez mandado el dinero, compra una maleta para poner sus pertenencias guardadas en una habitación de hotel. Esta maleta, cuando está camino de Bremen, yo la cambio por otra.

Y Jeunet, que no parece haber pensado con anterioridad en el suicidio y que ha comprado comida, se mata al darse cuenta de que le han quitado sus pertenencias.

Se trata de un traje viejo, que no era suyo y que, unos años antes, resultó roto y manchado de sangre, como si hubiese habido una lucha. El traje había sido confeccionado en Lieja.

En Bremen, un hombre llamado Joseph Van Damme fue a ver el cadáver y era un viajante de comercio nacido en Lieja.

En París me entero de que Louis Jeunet es en realidad Jean Lecocq d’Arneville, nacido en Lieja. ¡Del que no se sabe nada desde hace mucho tiempo! Hizo sus estudios hasta la Universidad, incluso. En Lieja, de donde desapareció hace unos diez años, los que le conocieron hablan bien de él.

2. En Reims se vio a Jean Lecocq d’Arneville, antes de su salida para Bruselas, penetrar en casa de Maurice Belloir, subdirector de banca, nacido en Lieja, que niega esta entrevista.

Pero los treinta mil francos enviados desde Bruselas provienen de este mismo Belloir.

En su casa encuentro a Van Damme, llegado en avión de Bremen; Jef Lombard, fotograbador en Lieja, y Gastón Janin, nacido en Lieja también.

Cuando vuelvo a París en compañía de Van Damme, éste intenta echarme al Marne.

Y vuelvo a encontrarle en Lieja, en casa de Jef Lombard. Éste, hace unos diez años, se dedicaba a pintar y las paredes de su casa están cubiertas de dibujos de esa época representando ahorcados.

En los periódicos, a donde me dirijo, los números del 15 de febrero del año de los ahorcados, han sido arrancados por Van Damme.

Por la noche, una carta sin firma me promete revelaciones interesantes y completas y me cita en un café de la ciudad. Allí encuentro, no un hombre sino tres: Belloir (llegado de Reims), Van Damme y Jef Lombard.

Me acogen molestos. Tengo el convencimiento que uno de los tres estaba decidido a hablar. Los otros parecía que estaban allí sólo para impedírselo.

Jef Lombard, crispado, se va bruscamente. Me quedo con los otros. Los dejo a medianoche, pero en medio de la niebla, y unos instantes más tarde, me disparan un tiro.

Mi conclusión es que uno de los tres ha querido hablarme y que, por otra parte, uno de los tres también ha querido suprimirme.

Es evidente por este gesto, que constituye una declaración, que su autor no tiene más remedio que empezar de nuevo y esta vez no fallar.

¿Pero, quién es? ¿Belloir, Van Damme, Jef Lombard?

Lo sabré cuando vuelva a empezar. Como puede ocurrirme un accidente, te mando por si acaso estas notas que te permitirán llevar el caso desde un principio.

En cuanto a la parte moral del asunto, tienes que ver en particular a la señora Jeunet y Armand Lecocq d’Arneville, hermano del muerto.

Ahora, me voy a acostar. Saludos a todos los de ahí. Maigret.

* * *

La niebla había desaparecido, dejando en los árboles y en la hierba de la plaza de Avroy, que atravesaba Maigret, blancas perlas de hielo.

En el cielo azul pálido lucía un sol temeroso y la escarcha, minuto a minuto, se transformaba en gotas de agua, que caían límpidas en el suelo.

Eran las ocho de la mañana cuando el comisario atravesó el Carré desierto donde los anuncios de los cines se apoyaban en los postigos cerrados.

Maigret se paró delante de un buzón de correos y dejó caer su carta al brigadier Lucas, mirando en torno suyo con algo de emoción.

En la misma ciudad, en sus calles llenas de un sol rubio, un hombre, a la misma hora, pensaba en él, y este hombre no tenía otra alternativa para vivir que matarle. Tenía la ventaja sobre el comisario de conocer el terreno, como lo probó la noche anterior metiéndose por calles muy enredadas.

Y también conocía a Maigret, tal vez le estaba viendo en este momento, mientras el comisario ignoraba su identidad.

¿Era Jef Lombard? ¿Estaba el peligro en la vieja casa de la calle Hors-Château donde una parturienta dormía en el primer piso, vigilada por una simpática mamá, mientras unos obreros despreocupados iban de una cubeta de ácido a otra?

¿Joseph Van Damme, sombrío y hosco, audaz, intrigante, no vigilaba al comisario en un sitio donde sabía que acabaría por ir?

¡Ya que éste, desde Bremen, lo había previsto todo! ¡Tres líneas en los periódicos alemanes y había corrido a la Morgue! ¡Una comida con Maigret y había llegado a Reims antes que el policía!

¡Y fue el primero en llegar a la calle Hors-Château! ¡Llegaba, antes que él a las redacciones de los periódicos!

¡Para finalizar estaba en el Café de la Bourse!

Claro que nada probaba que no era él quien estaba decidido a hablar. ¡Nada probaba lo contrario!

Tal vez fuese Belloir, frío, correcto, con su aire de gran burgués de provincia, el que disparó en la niebla. ¡Tal vez fue él el que no tenía otra solución que terminar con Maigret!

¡O tal vez Gastón Janin, el pequeño escultor con la barbita! ¡No estaba en el Café de la Bourse, pero podía estar al acecho en la calle!

¿Qué relación podía tener todo esto con un ahorcado balanceándose en la cruz de una iglesia? ¿Con otros ahorcados? ¿Con un traje viejo manchado de sangre y rasgado por unas uñas exasperadas?

Mecanógrafas que iban a su trabajo. Una máquina barrendera municipal rodaba despacio, con su regadera y escoba mecánicas que echaban los detritus a un lado.

En las calles, los guardias urbanos, con sus cascos de esmalte blanco, dirigían la circulación.

—¿La comisaría central? —preguntó Maigret.

Le enseñaron el camino. Llegó cuando todavía las mujeres de limpieza no habían terminado su tarea, pero un secretario jovial acogió a su colega y, cuando éste le pidió ver unos procesos verbales de hacía diez años, precisamente que eran del mes de febrero los que le interesaban, dijo:

—¡Usted es el segundo en veinticuatro horas! Se trata de saber si una tal Josephine Bollant cometió un robo doméstico en esta época, ¿no es verdad?

—¿Ha venido alguien?

—Ayer a eso de las cinco de la tarde… ¡Uno de Lieja que se ha abierto un porvenir en el extranjero, aunque todavía es joven! Su padre era médico, en cuanto a él, tiene un buen asunto en Alemania.

—¿Joseph Van Damme?

—Eso es. Pero por mucho que ha buscado en el fichero, no encontró lo que buscaba.

—¿Quiere usted enseñármelo?

Era un clasificador verde, donde los reportajes del día estaban encuadernados, llevando todos su número de orden. Con fecha 15 de febrero, había cinco procesos verbales: dos por alcoholismo y alboroto nocturno, un robo con escalo, uno por golpes y heridas y el último por rotura de cristales y robo de conejos.

Maigret ni los leyó. Miraba los números escritos en las páginas de delante.

—¿El señor Van Damme ha consultado él mismo el libro? —preguntó.

—Sí, se instaló en el despacho de al lado.

—¡Muchas gracias!

Los cinco procesos verbales estaban numerados: 237, 238, 239, 241 y 242.

Dicho de otra manera, faltaba uno, que había sido arrancado igual que en los periódicos de sus colecciones: el número 240.

Maigret se fue algunos minutos más tarde a la plaza situada detrás del Hotel de Ville, donde se celebraba una boda. Y, a pesar suyo, aguzaba el oído al más pequeño ruido, con una angustia que no le gustaba nada.