Capítulo 5

La avería de Luzancy

Por raro que parezca, mientras viajaban en la noche que caía, hubo un silencio bastante largo. Joseph Van Damme encontraba siempre algo que contar —el Armagnac lo ayudaba— tratando de aparentar jovialidad.

El automóvil era un antiguo coche de lujo con cojines usados, jarritos para flores, y casilleros en marquetería. El chófer llevaba un «trech-coat» y alrededor del cuello una bufanda de punto.

En cierto momento, cuando viajaban desde hacía casi dos horas, el coche disminuyó su velocidad y se paró al borde del camino; a menos de un kilómetro se percibían las luces de una ciudad veladas por la niebla.

El chófer abrió la puerta, anunciando que había pinchado un neumático y que tenía para un cuarto de hora de reparación.

Los dos hombres descendieron. Y ya el mecánico instalaba el gato, afirmando que no necesitaba ayuda.

¿Quién de los dos, Maigret o Van Damme, propuso andar? En verdad, ni el uno ni el otro. Fue natural.

Dieron algunos pasos por la carretera, descubriendo un pequeño camino al borde del cual corría el agua rápida de un riachuelo.

—Mire… ¡El Marne! Está creciendo.

Siguieron el camino a pasos lentos, fumando sendos puros. Oían un ruido confuso del que no lograron adivinar la procedencia hasta que llegaron a la orilla.

A cien metros, al otro lado del agua, había una esclusa, la de Luzancy, cuyos accesos estaban desiertos y las puertas cerradas. Y a los pies de los dos hombres estaba la presa, con su caída lechosa, su borboteo, su corriente poderosa. El Marne es enorme.

En la oscuridad, se adivinaban ramas de árbol, quizá árboles enteros que iban al borde de la orilla, a lo largo de la valla.

Una sola luz: la de la esclusa, enfrente.

Joseph Van Damme seguía su discurso:

—Los alemanes hacen cada año esfuerzos inusitados para captar la energía de los ríos, imitados en esto por los rusos. En Ucrania se construye una presa que costará ciento veinte millones de dólares, pero que proveerá de energía eléctrica a tres provincias.

Fue imperceptible: la voz vaciló en las palabras «energía eléctrica». Luego recuperó el vigor. Después el hombre tuvo necesidad de toser, de sacar su pañuelo del bolsillo y de sonarse.

Estaban a menos de cincuenta centímetros del agua y de repente Maigret, empujado por la espalda, perdió el equilibrio, osciló, rodó hacia delante y se agarró con las manos a unos hierbajos, con los pies en el agua, mientras que su sombrero caía por encima de la presa.

El gesto fue rápido, ya que el comisario esperaba el golpe. La tierra cedió bajo su mano derecha.

Pero la izquierda había cogido una rama flexible que había visto.

Pocos segundos después ya estaba de rodillas sobre el camino de arrastre de barcazas y gritó a la silueta que se alejaba:

—¡Alto!

Cosa extraña, Van Damme no se atrevía a correr. Se dirigía hacia el coche apenas acelerando el paso, volviéndose, con el aliento cortado por la emoción.

Y dejó que le alcanzaran, cabizbajo, el rostro escondido en el cuello del abrigo. Sólo tuvo un gesto, un gesto de rabia, como si hubiera dado un puñetazo a una mesa imaginaria, y gruñó entre dientes:

—¡Imbécil!

Por si acaso, Maigret había sacado el revólver. Sin soltarlo, sin dejar de observar a su compañero, sacudió sus mojados pantalones hasta la rodilla, mientras el agua resbalaba por sus zapatos.

El chófer, en la carretera, avisaba a bocinazos que el coche estaba a punto de marcha.

—¡Vamos! —dijo el comisario.

Y se sentaron en silencio. Van Damme siempre con su puro entre los dientes. Evitaba la mirada de Maigret.

Diez kilómetros. Veinte kilómetros. Una aglomeración que atravesaron lentamente. Gente que circulaba por las calles iluminadas. Luego otra vez la carretera.

—Usted no puede arrestarme.

El comisario se estremeció, ya que estas palabras, pronunciadas lentamente, con una voz terca, eran inesperadas. ¡Y sin embargo, respondían exactamente a sus preocupaciones!

Llegaban a Meaux. La gran urbe sucedía a la campiña. Una lluvia fina empezaba a caer y cada gota parecía una estrella al pasar delante de una luz.

El policía dijo acercándose al intercomunicador acústico:

—Llévenos a la comisaría, Quai des Orfèvres.

Llenó una pipa que no pudo fumar porque sus cerillas estaban mojadas. Veía la cara de su vecino, vuelta hacia la portezuela, reducida a un perfil perdido en la penumbra. Pero se le notaba enfurecido.

Había en la atmósfera algo duro, a la vez amargo y concentrado.

Hasta el mismo Maigret tenía los maxilares apretados en una expresión furiosa.

Esto se tradujo, cuando el auto se detuvo frente a la comisaría, en un incidente absurdo. El policía fue el primero en salir.

—¡Venga! —dijo.

El chófer esperaba que le pagasen y a Van Damme eso no le preocupaba. Hubo una pausa. Maigret dijo, dándose cuenta de lo ridículo de la situación:

—¿Y bien? Usted ha alquilado el coche.

—Perdón. Si viajo como prisionero, es usted quien ha de pagar.

¿No traicionaba este detalle el viaje desde Reims y sobre todo la transformación operada en el belga?

Maigret pagó, enseñó el camino a su compañero sin decir una palabra, cerró la puerta de su despacho y una vez dentro lo primero que hizo fue atizar la estufa.

Abrió un armario, sacó unos trajes y sin preocuparse de su huésped, se cambió de pantalón, los calcetines y zapatos, los cuales puso a secar cerca del fuego.

Van Damme se sentó, sin que le invitasen a ello. A plena luz, el cambio era más evidente.

Había dejado en Luzancy su falsa afabilidad, su gesto jovial, y ahora esperaba con una sonrisa contraída, la cara en tensión y la mirada dura.

Maigret, fingiendo desinteresarse de él, empezó a moverse por la habitación arreglando ficheros y llamando a su jefe para saber un dato que no tenía nada que ver con el asunto.

Por fin, encarándose con Van Damme, dijo:

—¿Dónde, cuándo y cómo conoció usted al suicida de Bremen, que viajaba con un pasaporte a nombre de Louis Jeunet?

El otro apenas se estremeció. Pero alzó la cabeza con un gesto decidido y replicó:

—¿Bajo qué acusación estoy aquí?

—¿Se niega usted a responder a mi pregunta?

Van Damme rió, con una risa nueva, irónica, mala.

—Conozco las leyes tan bien como usted, comisario. O bien usted me inculpa y yo espero a ver el mandato de arresto, o bien usted no me inculpa y entonces nada me obliga a responderle. En el primer caso, el código prevé que puedo esperar, para hablar, hasta que me asista un abogado.

Maigret no se enfadó, no parecía siquiera contrariado por esta actitud. Al contrario. Miraba a su compañero con curiosidad, quizá con una cierta satisfacción.

Gracias al incidente de Luzancy, Joseph Van Damme se vio forzado a abandonar su actitud superficial. No sólo la que adoptaba delante de Maigret, sino la que adoptaba delante del mundo y hasta con él mismo.

No quedaba casi nada del hombre de negocios jovial y superficial de Bremen, que iba de las grandes tabernas a su moderno despacho y de su moderno despacho a los restaurantes de reputación.

Nada quedaba de su ligereza de comerciante feliz en los negocios, combatiendo engaños y acumulando el dinero con una alegre energía.

¡Ya no quedaba más que un rostro burilado, de carne sin color, y se podría jurar que en una hora las bolsas habían tenido tiempo de formarse bajo sus párpados!

¿No era una hora antes Van Damme un hombre libre, que si tenía algo sobre la conciencia guardaba la seguridad que le daba su reputación, su dinero, su patente y su habilidad?

Él mismo había remarcado esta diferencia.

En Reims ofrecía a su compañero puros de lujo. Mandaba al patrón y éste se apresuraba para complacerlo; telefoneaba al garaje recomendando que le enviasen el coche más confortable.

¡Era alguien!

En París se había negado a pagar la cuenta. Hablaba del código. Se le veía dispuesto a discutir, defenderse codo a codo, ásperamente, como si defendiese su cabeza.

¡Y estaba furioso contra él mismo! ¡Su exclamación, después del gesto al borde del Marne, lo probaba!

No había premeditado nada. No conocía al chófer. En el momento de la avería no había pensado todavía qué partido tomar.

Solamente al borde del agua. El murmullo. Los árboles que pasaban como simples hojas muertas. Tontamente, sin reflexionar, le empujó por la espalda.

¡Rabiaba! Comprendía que su compañero estaba esperando ese gesto.

Sin duda comprendía que estaba perdido y que no le quedaba más que defenderse desesperadamente.

Quiso encender un puro y Maigret se lo cogió de la boca, lanzándolo a la carbonera; y aprovechó para sacar el sombrero que Van Damme conservaba en la cabeza.

* * *

—Le prevengo que haré lo necesario. Si usted no se decide a arrestarme según las formas previstas, le pido que me devuelva la libertad. En caso contrario me veré forzado a acusarle de secuestro arbitrario.

»Prefiero decirle que, en lo que concierne al baño que usted tomó, lo negaré enérgicamente. Usted dio un paso en falso en el barro de la orilla. El chófer afirmará que no intenté huir, cosa que hubiera hecho si verdaderamente hubiese tenido la intención de ahogarle.

»En cuanto al resto, todavía estoy esperando saber qué es lo que tiene que reprocharme. He venido a París por negocios. Lo probaré. Fui seguidamente a Reims a ver a un viejo camarada tan honorablemente conocido como yo.

»Tuve la ingenuidad, al encontrarme con usted en Bremen, donde los franceses son raros, de hacerme amigo de usted, ofrecerle de comer y beber y por fin traerlo a París en coche.

»Usted ha enseñado, a mis amigos y a mí, la fotografía de un hombre que no conocemos. ¡Se mató! Está materialmente probado. No se ha formulado ninguna demanda y por consecuencia no hay acción de justicia regular.

»Es todo lo que tenía que decirle.

Maigret encendió su pipa con la ayuda de un papel doblado que introdujo en la estufa y dejó caer:

—Está usted completamente libre.

No pudo contener una sonrisa al ver a Van Damme desconcertado por tan fácil victoria.

—¿Qué quiere usted decir?

—¡Que es usted libre! ¡Eso es todo! Y añado que estoy dispuesto a devolverle la amabilidad e invitarlo a cenar.

Raramente se había sentido tan feliz. El otro lo miraba con un estupor teñido de miedo, como si cada una de esas palabras estuviese cargada de amenazas.

—¿Soy libre de volver a Bremen?

—¿Por qué no? Usted mismo acaba de decir que no es culpable de ningún delito.

Por un instante, se podía creer que Van Damme iba a recuperar su seguridad, su alegría, aceptar quizá la invitación a cenar y explicar su gesto de Luzancy como una torpeza o un rapto de locura.

Pero la sonrisa de Maigret hizo desaparecer su optimismo. Cogió su sombrero y se lo puso en la cabeza con un gesto seco.

—¿Cuánto le debo por el coche?

—Nada en absoluto. Fue un placer hacerle un favor.

¿No temblaban los labios del hombre? No sabía cómo retirarse. Buscaba algo que decir. Terminó por alzar los hombros y dirigirse hacia la puerta murmurando, sin saber a ciencia cierta hacia quién iba dirigida la palabra:

—¡Idiota!

En la escalera, donde el comisario acodado sobre la baranda lo miraba desaparecer, iba repitiendo lo mismo.

El brigadier Lucas pasaba, con dossiers en la mano, dirigiéndose hacia el despacho del jefe.

—¡Rápido! Tu sombrero. Tu abrigo. Sigue a ese buen hombre hasta el fin del mundo si es preciso.

Y Maigret cogió los dossiers de las manos de su subordinado.

* * *

El comisario acababa de llenar cierto número de demandas de información tituladas cada una con un nombre, que transmitidas a diversas brigadas, le llegarían con información detallada sobre los interesados, a saber: Maurice Belloir, subdirector de banca, calle de Vesle, en Reims, oriundo de Lieja; Jef Lombard, fotograbador en Lieja; Gastón Janin, escultor, calle Lepic, en París, y Joseph Van Damme, comisionista en mercancías en Bremen.

Estaba en la última ficha cuando el chico del despacho le anunció que un hombre pedía ser atendido a causa del suicidio de Louis Jeunet.

Era tarde. Los locales de la Policía Judicial estaban casi desiertos. En el despacho vecino, un inspector escribía un informe a máquina.

—¡Hágalo entrar!

El personaje que introdujeron se paró en la puerta, con aire mohíno o ansioso, y quizá se arrepentía ya de su conducta.

—¡Entre! Siéntese.

Maigret lo observó. Era alto y delgado, con los cabellos muy rubios, el rostro mal afeitado y los vestidos usados recordaban a los de Louis Jeunet. Un botón faltaba al abrigo, cuyo cuello estaba grasoso, y los reversos con polvo.

En algunos pequeños detalles, una cierta manera de ser, de sentarse, de mirar, el comisario reconoció al irregular que, aunque esté en regla, no puede disimular la angustia frente a la policía.

—¿Viene usted por la publicación de la fotografía en los periódicos? ¿Por qué no se presentó inmediatamente? Hace dos días que ha aparecido la fotografía.

—Yo no leo los periódicos —empezó el hombre—. Fue por casualidad que mi mujer lo trajo como envoltorio de sus compras.

Maigret se había sorprendido desde el principio por ese movimiento de rasgos, ese temblor continuo de la nariz y sobre todo por esa mirada inquieta, con una inquietud enfermiza.

—¿Conocía a Louis Jeunet?

—No lo sé. El retrato es malo. Pero me parece… Creo que es mi hermano.

Maigret, sin querer, soltó un suspiro de alivio. Le pareció que, esta vez, todo el misterio se iba a aclarar de una vez. Y acercó su espalda hacia la estufa, en actitud que le era familiar cuando estaba de buen humor.

—En este caso se llama usted Jeunet.

—No. Justamente. Esto es lo que me ha hecho dudar en venir. ¡Y sin embargo, es mi hermano! Estoy seguro, ahora veo mejor su foto sobre el despacho. ¡Esa cicatriz, fíjese! Pero no entiendo por qué se ha matado, y sobre todo por qué ha cambiado de nombre.

—¿Cuál es su nombre?

—Armand Lecocq d’Arneville. He traído mis papeles.

—¿Conocía a Louis Jeunet?

Y también el gesto hacia el bolsillo para coger un pasaporte grasoso traicionaba su irregularidad, habituado a ser sospechoso y a exhibir piezas de identidad.

—¿D’Arneville con una minúscula? ¿En dos palabras?

—Sí.

—Ha nacido usted en Lieja —siguió el comisario echando una ojeada al pasaporte. Tiene treinta y cinco años. ¿Cuál es su profesión?

—Ahora soy meritorio en una fábrica de Issy-les-Moulineaux. Vivimos en Grenelle, mi mujer y yo.

—Usted está inscrito como mecánico.

—Lo he sido. He hecho de todo.

—¡También ha estado en prisión! —afirmó Maigret volviendo las páginas del librito—. Usted es desertor.

—Hubo una amnistía. Voy a explicarle. Mi padre tenía dinero. Dirigía un negocio de neumáticos. Pero yo no tenía más que seis años cuando abandonó a mi madre, que había dado a luz a mi hermano Jean. ¡Todo vino de allí!

»Nos instalamos en un pequeño apartamento, en la calle de la Providence, en Lieja. Los primeros tiempos mi padre mandaba con bastante regularidad una suma de dinero para nuestro mantenimiento.

»Se divertía. Tenía amantes. Una vez, cuando nos trajo la mensualidad, había una mujer en su auto que lo esperaba abajo.

»Hubo escenas. Mi padre dejó de pagar, o bien hizo una reducción. Mi madre hacía cosas raras y poco a poco se volvió medio loca.

»No loca hasta el punto de tenerla que internar. Pero ella perseguía a la gente para explicarles sus desgracias. Lloraba cuando iba por la calle.

»Y casi no veía a mi hermano. Iba con los chicos del barrio. Diez veces nos llevaron a la comisaría de policía. Luego me metí en una quincallería.

»Yo iba lo menos posible por mi casa, donde mi madre llevaba a las viejas de la vecindad para lamentarse con ellas.

»A los dieciséis años me enrolé en la armada y pedí que me enviasen al Congo. No estuve más de un mes. Durante ocho días me escondí en Matadi. Luego embarqué clandestinamente en una embarcación que volvía a Europa.

»Me descubrieron. Estuve en prisión. Me escapé y vine a Francia, donde he hecho muchos oficios.

»Casi me moría de hambre. Dormía en los mercados. No he sido nunca muy formal, pero le juro que desde hace cuatro años soy serio.

»¡Tenga en cuenta que me he casado! Con una obrera de fábrica que continúa trabajando, porque yo no gano mucho y a veces estoy sin trabajo.

»Nunca he tratado de volver a Bélgica. Alguien me dijo que mi madre había muerto en un asilo de dementes y que mi padre vivía aún.

»Pero él no se quiso ocupar de nosotros, tenía un segundo asunto.

Y el hombre sonrió oblicuamente como para excusarse.

—¿Y su hermano?

—No era lo mismo. Jean era serio. En la escuela obtuvo una beca y pudo entrar en un colegio. Cuando dejé Bélgica por el Congo, sólo tenía trece años y luego ya no le he vuelto a ver.

»Tenía algunas noticias, porque a veces me encontraba con gente de Lieja. Con la escuela terminada, la gente se ocupó de él para permitirle seguir los cursos de la Universidad.

»Hace diez años de esto. Ahora, todos los compatriotas que me he encontrado me han dicho que no sabían nada de él, que se debía haber ido al extranjero, porque no se había vuelto a oír hablar.

»Fue un golpe ver la fotografía, y sobre todo pensar que había muerto en Bremen, bajo un nombre falso.

»Usted no puede comprender… Yo, empecé mal… He fracasado… Hice tonterías…

»Pero cuando me acuerdo de Jean a los trece años… Me parecía algo más calmado, más serio. Ya leía versos. Se pasaba las noches estudiando, solo, alumbrándose con cabos de vela que un sacristán le daba.

»Estaba seguro que sería algo. Mire, tan pequeño, y no hubiese corrido por las calles por todo el oro del mundo. Hasta el punto que los chismosos malos del barrio se burlaban de él.

»Yo siempre necesitaba dinero y no dudaba en reclamárselo a mi madre, que se sacrificaba para dármelo. Ella nos adoraba. A los dieciséis años, no se comprende. Pero me acuerdo ahora de un día que estuve odioso, porque había prometido a una chiquilla llevarla al cine.

»Mi madre no tenía dinero. Yo lloraba, la amenazaba. Una obra de caridad le había traído medicamentos y ella los fue a revender.

»¿Comprende usted? Y fíjese que es Jean el que ha muerto de esta manera, allí, bajo un nombre falso.

»Ignoro lo que habrá hecho. No creo que haya seguido el mismo camino que yo. Usted pensaría como yo si lo hubiera conocido de niño.

»¿Sabe usted algo?

Maigret devolvió el pasaporte a su interlocutor.

—¿Conoce usted, en Lieja, a los Belloir, los Van Damme, los Janin, los Lombard? —preguntó.

—Un Belloir, sí. El padre era médico, en nuestro barrio. El hijo estudiaba. Pero era gente bien, que no me miraban.

—¿Y los otros?

—Ya he oído el nombre de Van Damme. Me parece que había, en la calle de la Cathédrale, una tienda de ultramarinos muy grande con este nombre. ¡Pero hace tantos años!

Y Armand Lecocq d’Arneville añadió después de una pequeña duda:

—¿Podría ver el cuerpo de Jean? ¿Lo han traído?

—Llegará a París mañana.

—¿Están ustedes seguros que se mató verdaderamente?

Maigret volvió la cabeza, molesto con la idea de ser el que estaba más seguro, pues había asistido al drama, lo había provocado inconscientemente.

Su interlocutor retorcía su sombrero, se balanceaba de una pierna a la otra, esperando que le dieran permiso. Y sus ojos hundidos en las órbitas, sus pupilas parecidas a grises confetis perdidas en sus párpados pálidos recordaban tanto los ojos sombríos y ansiosos del viajero de Neuschanz que Maigret sintió en el pecho una punzada que parecía un remordimiento.