El visitante inesperado
La casa era nueva y había en sus líneas, en los materiales empleados, una búsqueda para dar impresión de limpieza, de confort, de modernismo y de fortuna asegurada.
Los ladrillos rojos, frescamente unidos; piedra de talla; una puerta de roble barnizado, adornada con cobres…
Eran sólo las ocho y media de la mañana cuando Maigret se presentó, con la intención de sorprender la vida íntima de la familia Belloir.
La fachada armonizaba con el aspecto del subdirector de banca y, cuando la puerta fue abierta por una doméstica de aspecto inmaculado, esta impresión se acrecentó. El corredor era amplio, limitado por una puerta de cristales biselados. Las paredes eran de imitación a mármol y el suelo de granito a dos tonos formando figuras geométricas.
A la izquierda, unas puertas de dos batientes en roble claro: las puertas del salón o del comedor.
En un guardarropa había unos trajes y un abrigo de niño de unos cuatro o cinco años. Un paragüero ventrudo, de donde emergía un bastón con pomo de oro.
El comisario no tuvo más que un instante para mirar e impregnarse de esta atmósfera de existencia sólidamente organizada. Apenas había pronunciado el nombre de M. Belloir, la doméstica replicó:
—Si hace el favor de seguirme, estos señores le esperan.
Ella fue hacia la puerta vidriada. Por la rendija de otra puerta, el comisario vio el comedor, caliente y limpio, la mesa bien puesta donde una mujer joven en bata y un niño de cuatro años tomaban el desayuno.
Más allá de la puerta vidriada se abría una escalera de maderas claras, cubierta de una alfombra de rameados rojos cogida en cada escalón por una barra de cobre.
Una planta verde muy grande, en el rellano. La doméstica ya tenía en la mano el pomo de una nueva puerta, la de un despacho, donde tres hombres volvieron la cabeza al mismo tiempo.
Hubo como un shock, una inquietud pesada, una angustia que endurecía las miradas. Pero la sirvienta no lo advirtió y dijo con la mayor naturalidad del mundo:
—¿Quiere pasar?
Uno de los tres hombres era Belloir, correcto, con sus cabellos rubios bien lisos; su vecino, menos cuidadosamente vestido, era un desconocido para Maigret; pero el tercero no era otro que Joseph Van Damme, el hombre de negocios de Bremen.
* * *
Dos personas hablaban a la vez. Belloir dio un paso frunciendo las cejas, diciendo con una voz un poco seca, un poco altiva, en armonía con la decoración:
—¿Señor…?
Pero al mismo tiempo Van Damme se esforzaba en aparentar su jovialidad de siempre, gritando, tendiendo la mano a Maigret:
—¡Vaya! ¡Pero qué casualidad encontrarlo aquí!
El tercero se calló, siguiendo la escena con los ojos y con aire de no entender nada.
—Perdonen que les moleste —empezó el comisario—. No era mi intención romper una reunión tan matinal.
—¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera! —repuso Van Damme—. ¡Siéntese! ¿Un cigarro?
Había una caja sobre el escritorio de caoba. Y el hombre de negocios abrió esta caja y escogió él mismo un habano, diciendo:
—¡Espere que encuentre mi encendedor! Espero que no me pondrá una multa porque no está estampillado. ¿Por qué no me dijo que conocía a Belloir en Bremen? ¡Cuando pienso que podríamos haber hecho el camino juntos! Yo he salido algunas horas después de usted. Un telegrama, referente a un negocio, me llamó a París. He aprovechado para venir a estrechar la mano a Belloir.
Éste no perdía su rigidez y miraba a los dos hombres como pidiendo una explicación. Fue hacia él que Maigret se volvió para pronunciar:
—Voy a abreviar mi visita tanto como pueda, ya que ustedes esperan a alguien.
—¿Yo…? ¿Cómo lo sabe usted?
—¡Es sencillo! Su doméstica me ha dicho que me esperaban. Y, como no me podían esperar a mí, es evidente que…
Sus ojos reían, pero sus rasgos estaban inmóviles.
—¡Comisario Maigret, de la Policía Judicial! Quizá me vio usted ayer en el Café de Paris, donde quería recoger unos informes para un caso en curso.
—¿No será la historia de Bremen, cuando menos? —dijo Van Damme con una falsa desenvoltura.
—¡Sí, justamente! ¿Quiere usted, señor Belloir, mirar esta fotografía y decirme si es la del hombre que usted recibió aquí una noche la semana pasada?
Alargó el retrato del muerto. El subdirector de banca se inclinó, pero sin mirar, o más bien sin fijar su mirada.
—¡No conozco a este individuo! —afirmó devolviendo la foto a Maigret.
—¿Está usted seguro que éste no es el hombre que le dirigió la palabra cuando usted volvía del Café de París?
—¿De qué habla usted?
—Me perdonará que insista. Estoy comprobando un dato que no tiene más que una importancia mediocre. Y me he permitido molestarle, persuadido de que no dudaría en ayudar a la justicia. Aquella noche, un borracho estaba sentado cerca del tercer billar, donde usted hacía su partida. Llamó la atención de todos los consumidores. Salió un poco antes que usted, y por consiguiente, cuando se despidió de sus amigos, se acercó a usted.
—Creo que recuerdo. Me pidió fuego.
—Y usted volvió aquí en su compañía, ¿no es eso?
Belloir sonrió con mezquindad.
—No sé quién le ha explicado esta fábula. No está ni mucho menos en mi carácter recoger vagabundos.
—Usted podía haber reconocido en él a un amigo, o…
—¡Escojo mejor a mis amigos!
—¿Así es que usted volvió solo?
—Lo afirmo.
—¿Y aquél era el mismo de la fotografía que le he enseñado?
—Lo ignoro. Ni lo miré.
Van Damme había escuchado con una visible impaciencia y varias veces estuvo a punto de intervenir. En cuanto al tercer personaje, que llevaba barba morena y vestidos negros como todavía adoptan algunos artistas, miraba por la ventana, y limpiaba a veces el vaho que empañaba los cristales a causa de su aliento.
—En este caso, no me queda más que darle las gracias y excusarme una vez más, señor Belloir.
—¡Un instante, comisario! —dijo Joseph Van Damme—. No se irá así, ¿verdad? Quédese un momento con nosotros, se lo pido, y Belloir nos ofrecerá uno de sus viejos coñacs que tiene en reserva. ¿Usted sabe que sentí mucho que no viniese a cenar conmigo en Bremen? Le esperé toda la noche.
—¿Viajó usted en tren?
—¡En avión! ¡Viajo siempre en avión, como la mayor parte de los hombres de negocios, por supuesto! En París, me entraron ganas de estrechar la mano de mi viejo camarada Belloir. Estudiamos juntos.
—¿En Lieja?
—Sí. Fíjese, hacía casi diez años que no nos veíamos. ¡Ni sabía que se había casado! ¡Es gracioso encontrarlo padre de un chico! ¿Todavía no ha acabado con su suicidado?
Belloir había llamado a la sirvienta, a la que mandó traer el coñac y vasos. Y, en cada uno de sus gestos, que voluntariamente eran lentos y precisos, se adivinaba una rabia concentrada.
—La investigación sólo ha empezado —murmuró Maigret sin insistir—. No podemos prever si será largo o si, en un día o dos, el caso será archivado.
Sonó el timbre de la puerta. Los tres hombres se lanzaron una mirada furtiva. Se oyeron voces en la escalera. Alguien con un acento belga muy pronunciado decía:
—¿Están todos arriba? Conozco el camino. ¡Deje!
Y, desde la puerta, gritó:
—¡Salud a todos!
Pero las palabras cayeron en un silencio completo. Miró alrededor suyo, vio a Maigret, y sus ojos preguntaron a sus compañeros:
—Vosotros… ¿Me esperabais?
Los rasgos de Belloir se crisparon. Avanzó hacia el comisario:
—¡Jef Lombard, un camarada! —dijo entre dientes.
Y, remarcando las sílabas:
—El comisario Maigret, de la Policía Judicial.
El recién llegado se estremeció un poco, balbuceó con una voz maquinal que tenía entonaciones cómicas:
—¡Ah! Bien… Muy bien.
Después, embarazado, dio su abrigo a la sirvienta, sacando los cigarrillos de su bolsillo.
* * *
—Un belga también comisario. Asiste a una verdadera reunión de belgas. Debe usted pensar que asiste a una conspiración. ¿Y el coñac, Belloir? ¿Un cigarro, comisario? Jef Lombard es el único que vive todavía en Lieja. ¡El azar hace que nuestros asuntos nos llamen a todos a la vez al mismo rincón y hemos decidido celebrar esta ocasión con una alegre comilona! Si me atreviese…
Miró a los otros con una ligera excitación.
—Usted faltó a la cena que quería ofrecerle en Bremen. Acepte usted comer con nosotros luego.
—Desgraciadamente, tengo muchas ocupaciones —respondió Maigret—. Además, es hora de que los deje con sus asuntos.
Jef Lombard se había acercado a la mesa. Era alto y delgado, con trazos irregulares, miembros demasiado largos y tez pálida.
—¡Ah! Aquí está la foto que buscaba —dijo el comisario como para sí mismo—. No le pregunto, señor Lombard, si usted conoce a este hombre, porque sería una casualidad casi milagrosa.
Sin embargo, le puso la fotografía bajo los ojos y vio la nuez de Adán del hombre de Lieja volverse más saliente, animarse con un extraño movimiento de arriba a abajo y de abajo a arriba.
—No lo conozco —logró articular con una voz ronca.
Belloir daba golpecitos en el escritorio con sus uñas manicuradas. Joseph Van Damme buscaba algo que decir.
—Entonces, ¿no tendré el gusto de volverlo a ver, comisario? ¿Vuelve usted a París?
—No sé todavía. Mis excusas, señores.
Como Van Damme le estrechó la mano, los otros se vieron obligados a hacerlo también. La mano de Belloir era seca y dura. La del personaje barbudo se tendía de una forma excitante. Jef Lombard estaba encendiendo un cigarrillo en un rincón del despacho y se contentó con un gruñido y un movimiento de cabeza.
Maigret pasó cerca de la planta verde que emergía de un enorme jarro de porcelana, pisó de nuevo la alfombra con barras de cobre. En el corredor, oyó el ruido agrio de un violín tocado por un alumno y una voz de mujer que decía:
—¡No tan rápido! El codo a la altura del mentón… ¡Suavemente!
Era la señora Belloir y su hijo. Los vio desde la calle, a través de los visillos del salón.
* * *
Eran las dos y Maigret terminaba de comer en el Café de París cuando vio entrar a Van Damme, que miró en torno suyo como si buscase a alguien. El hombre de negocios sonrió al ver al comisario y avanzó hacia él, tendiéndole la mano.
—¡Esto es lo que llama usted obligaciones! —dijo él—. ¡Usted come completamente solo, en el restaurante! Ya comprendo… Ha querido dejarnos solos.
Pertenecía decididamente a esta categoría de hombres que se unen a la gente sin estar invitados, no queriéndose dar cuenta que el recibimiento que se les dispensa no es muy caluroso.
Maigret se dio el gusto de mostrarse muy frío, y, sin embargo, Van Damme se instaló en su mesa.
—¿Ha terminado? En ese caso, me permitirá que le ofrezca una copa. ¡Camarero! Veamos, ¿qué es lo que toma, comisario? ¿Un viejo Armagnac?
Se hizo traer la carta de alcoholes finos, llamó al patrón, y se decidió finalmente por un Armagnac 1867 exigiendo vasos de degustación.
—A propósito… ¿Vuelve usted a París? Yo vuelvo este mediodía, y como me horroriza el tren, pensaba alquilar un coche. Si usted quiere, le llevo. ¿Qué dice de mis amigos?
Sorbió con aire crítico su Armagnac y sacó un estuche de puros de su bolsillo.
—Hágame el favor. Son muy buenos. Sólo hay una casa en Bremen donde los encontrará y ella los importa directamente de La Habana.
Maigret tenía la expresión neutra y la mirada vacía.
—¡Es divertido encontrarse al cabo de unos años! —dijo Van Damme, que no parecía capaz de soportar el silencio—. A los veinte años, cuando te separas, estamos todos, si puedo decirlo, en la misma línea. Cuando te ves después, nos sorprende el abismo que se cruza entre unos y otros. No quiero hablar mal de ellos. Esto no me impide decir que en casa de Belloir no estaba cómodo. ¡Esa pesada atmósfera de provincia! Y el mismo Belloir, tan tieso. Pero no le ha ido tan mal. Se ha casado con la hija de Morvandeau, el Morvandeau de los somiers metálicos. Todos sus cuñados están en la industria. En cuanto a él, tiene una bonita situación en la banca, donde será un día u otro director.
—¿Y el pequeño barbudo? —preguntó Maigret.
—Ése… Hará quizá su camino. Mientras tanto, creo va cogiendo al diablo por la cola. Es escultor, en París. Parece ser que tiene talento. ¿Pero qué quiere usted? Usted lo ha visto, con ese traje del siglo pasado. ¡Nada moderno! Sin ninguna aptitud para los negocios.
—¿Jef Lombard?
—¡El mejor chico de la tierra! Joven, es lo que se dice un bromista, que le hubiese hecho reír durante horas.
»Se dedicaba a la pintura para vivir, hizo dibujos para los periódicos. Después trabajó en fotograbados, en Lieja. Está casado. Creo que está esperando su tercer hijo.
»Le diré que tuve la impresión de ahogarme en medio de ellos. Pequeñas vidas, pequeñas preocupaciones… No es su culpa, pero tengo ganas de hundirme en la atmósfera de los negocios.
Vació su vaso y miró la sala casi desierta donde un chico, sentado en una mesa al fondo, leía el periódico.
—¿Quedamos de acuerdo? ¿Vuelve a París conmigo?
—¿Pero no lleva al pequeño barbudo que ha venido con usted?
—¿Janin? ¡No! A estas horas ya debe haber cogido el tren.
—¿Casado?
—No del todo. Pero siempre tiene una amiga u otra que vive con él una semana o un año. ¡Después cambia! Y las presenta siempre como señora Janin. ¡Camarero! ¡Llévese esto!
Maigret, por un instante, se vio obligado a ocultar su mirada que se volvía demasiado aguda. El patrón fue personalmente a decirle que lo llamaban por teléfono, ya que había dejado a la Prefectura la dirección del Café de Paris.
Eran noticias de Bruselas, llegadas por cable a la Policía Judicial.
Los treinta billetes de mil francos habían sido remitidos por la Banca General de Bélgica a nombre de Louis Jeunet, en pago de un cheque firmado por Maurice Belloir.
Cuando abrió la puerta de la cabina telefónica, Maigret apercibió a Van Damme que, al no saberse observado, relajaba sus rasgos. Y de repente, parecía menos redondo, menos rosa, sobre todo menos hinchado de salud y optimismo.
Debió sentirse observado y se estremeció, volvió automáticamente a ser el jovial hombre de negocios y dijo:
—¿De acuerdo? ¿Me acompaña? ¡Patrón! ¿Quiere hacer lo necesario para que nos venga a buscar un coche y nos lleve a París? Un auto confortable, ¿verdad? Mientras esperamos que nos vuelvan a llenar los vasos.
Mordisqueó la punta del puro y, por espacio de un segundo apenas, mientras fijaba su mirada en el mármol de la mesa, sus mejillas se tiñeron, bajó las comisuras de los labios como si el tabaco le pareciese demasiado amargo.
—¡Únicamente cuando vives en el extranjero puedes apreciar los alcoholes de Francia!
Las palabras sonaron vacías. Se sentía un abismo entre ellas y los pensamientos que rodaban detrás de la frente del hombre.
Jef Lombard pasó por la calle. Su silueta se veía un poco desdibujada por los visillos de tul. Estaba solo. Marchaba a grandes pasos lentos, taciturnos, sin ver nada del espectáculo de la ciudad.
Llevaba en la mano una bolsa de viaje que recordó a Maigret las dos maletas amarillas. Pero era de una calidad superior, con dos correas y una faja para las tarjetas.
Los talones de sus zapatos se empezaban a desgastar por un lado. Los vestidos no eran cepillados cada día: Jef Lombard se dirigía hacia la estación, a pie.
Van Damme, con un gran anillo de platino en el dedo, vivía rodeado de una nube olorosa entremezclada con el sabor agudo del alcohol. Se oía el murmullo de la voz del patrón que telefoneaba al garaje.
Belloir salió de su casa nueva para dirigirse al portal de mármol de la banca, mientras que su mujer paseaba a su hijo a lo largo de las avenidas.
Todo el mundo lo saludaba. Su suegro era el mayor negociante de toda la región. Sus cuñados estaban en la industria. Tenía un buen porvenir.
Janin, con su barbita negra y su chalina, viajaba hacia París en tercera clase, Maigret lo hubiera apostado.
Y al final de la cadena, estaba el pálido viajero de Neuschanz y de Bremen, el marido de la herborista de la calle Picpus, el fresador de la calle de la Roquette, de borracheras solitarias, que iba a contemplar a su mujer a través de los vidrios de la tienda, se enviaba a sí mismo billetes de banco envueltos como periódicos viejos, se compraba panecillos de salchichas en un bar de estación y se pegaba un tiro en la boca porque le habían robado un viejo traje que no le pertenecía.
—¿Dónde está usted, comisario?
Maigret se sobresaltó y miró a su compañero turbiamente. Tan preocupado como él y molesto, trató de reír, y balbuceó:
—¿Sueña usted? Parece estar lejos de aquí. Apuesto a que es su suicidado el que lo atormenta.
¡No del todo! Porque, en el preciso momento que lo interpeló, Maigret, sin saber él mismo por qué, confeccionaba un divertido cuento, un cuento de niños mezclados en esta historia: uno en la calle Picpus, entre su madre y su abuela, en una tienda oliendo a menta y goma; uno en Reims, que aprendía a sostener el codo a la altura del mentón, pasando el arco por las cuerdas de un violín; dos en Lieja, en casa de Lombard, donde esperaban un tercero.
—Un último Armagnac, ¿verdad?
—Gracias. Esto es suficiente.
—¡Vamos! El trago de la despedida, o mejor, de la marcha a pie.
Joseph Van Damme fue el único que rió, como demostraba necesitar siempre hacerlo, como un niño que tiene miedo de descender a la cueva y que silba para convencerse de que tiene valor.