La herboristería de la calle Picpus
Cuando ella pudo hablar, sus primeras palabras fueron:
—¿Sufrió mucho?
—No, señora. Puedo asegurarle que fue instantáneo.
Miró el periódico que tenía en la mano, e hizo un esfuerzo para articular:
—¿En la boca?
El comisario se contentó con bajar la cabeza gravemente. Con calma, la mirada fija en el suelo y con la voz que hubiera empleado para hablar de un niño travieso, ella dijo:
—¡No podía hacer nada como todo el mundo!
No era una amante, ni siquiera una esposa. Se veía en ella, pese a que no debía tener treinta años, una ternura maternal, una dulzura resignada de monja de caridad.
Los pobres están acostumbrados a refrenar su expresión de desesperación, porque les aguarda la vida, el trabajo, las necesidades de todos los días, de todas las horas. Se secaba los ojos con su pañuelo, y la nariz un poco colorada le impedía ser bonita.
El rictus de los labios oscilaba entre una mueca de pena y una vaga sonrisa mientras miraba al comisario.
—¿Me permite hacerle algunas preguntas? —dijo éste instalándose en su despacho—. ¿Su marido se llamaba Louis Jeunet? ¿Cuándo la dejó por última vez?
Ella lloró de nuevo. Sus párpados se llenaron de líquido. Sus dedos habían formado con el pañuelo una pelota dura.
—Hace dos años. Pero lo vi una vez, cuando pegó su cara en el escaparate. Si mi madre no hubiese estado allí…
Maigret comprendió que debía dejarla hablar. Lo hacía tanto por ella como por él.
—Usted quiere conocer toda nuestra vida, ¿no es así? Es la única manera de comprender por qué Louis ha hecho esto. Mi padre era enfermero en Beujon. Había puesto una pequeña herboristería, en la calle Picpus, que llevaba mi madre.
»Hace seis años, mi padre murió, y nosotras continuamos viviendo del negocio, mamá y yo.
»Conocí a Louis.
—¿Dice usted que hace seis años de esto? ¿Se llamaba Jeunet?
—Sí —replicó ella con asombro—. Era peluquero en un taller de Belleville. Se ganaba bien la vida. No sé cómo fueron las cosas tan rápidas. Usted no se puede imaginar. Se impacientaba por todo. Decía que una fiebre lo corroía.
»Hacía apenas un mes que lo conocía cuando nos casamos y vino a vivir con nosotras.
»La trastienda era demasiado pequeña para tres personas. Alquilamos una habitación para mamá en la calle CheminVert. Ella me dejó la herboristería, pero, como no había economizado para vivir, le pasábamos doscientos francos cada mes.
»Éramos felices. ¡Se lo juro! Louis iba a su trabajo, por la mañana. Mi madre venía a hacerme compañía. Por la noche no salía.
»No sé cómo explicárselo… ¡A pesar de todo yo presentía que algo andaba mal!
»¡Mire!, como si, por ejemplo, Louis no fuese de este mundo, y como si esta atmósfera, a veces, lo molestase.
»Era muy cariñoso.
Sus rasgos se relajaron. Era casi guapa mientras decía:
—No creo que haya muchos hombres así. Me cogía de repente en sus brazos. Me miraba a los ojos tan profundamente que hacía daño. A veces me rechazaba con un gesto inesperado, que no he visto hacerlo más que a él, y suspiraba para sí mismo:
»—A pesar de todo, te quiero muchísimo, ¡mi pequeña Jeanne!
»Eso era todo. Se ocupaba de una u otra cosa durante horas y horas, sin volverse hacia mí, arreglando un mueble, fabricándome un utensilio útil, reparando un reloj…
»Mi madre no le quería mucho, justamente porque comprendía que no era como los demás.
—¿No tenía, entre sus cosas, objetos que guardaba preciosamente?
—¿Cómo lo sabe usted?
Se sobresaltó un poco, y luego dijo más de prisa:
—¡Un traje viejo! Una vez vio que lo había sacado de una caja de cartón puesta encima del guardarropa y lo estaba cepillando. También iba a arreglar las desgarraduras. El traje se podía aprovechar. Louis me lo arrancó de las manos, se enfadó, gritó unas palabrotas y, aquella noche, podría jurar que me odiaba. Esto fue un mes después de nuestra boda. Después de aquello…
Suspiró y miró a Maigret con aire de excusarse por no poder explicarle más que esta pobre historia.
—¿Se volvió más extraño?
—No era culpa suya, ¡estoy segura! Creo que estaba enfermo. Se atormentaba. Cuando durante una hora éramos felices en la cocina o estábamos juntos, lo veía cambiar. Dejaba de hablar. Miraba a los objetos y a mí misma con una sonrisa mala. Luego se tiraba en la cama sin darme las buenas noches.
—¿No tenía amigos?
—¡No! Nunca vino nadie a verlo.
—¿No viajaba ni recibía correspondencia?
—¡No! Y no le gustaba ver a nadie en casa. A veces, una vecina que no tenía máquina de coser venía a trabajar en la mía y era la mejor manera de encolerizar a Louis.
»No era un enfado como los tiene todo el mundo. Algo interno. ¡Y era él quien parecía sufrir!
»Cuando le anuncié que íbamos a tener un hijo, me miró con los ojos de loco.
»Fue desde aquel momento, y sobre todo desde que nació el pequeño que empezó a beber, por crisis, por períodos…
»¡A pesar de todo yo sé que lo quería! Lo miraba de vez en cuando como me miraba al principio, con adoración.
»Por la mañana volvía borracho, se acostaba, cerraba la puerta con llave y pasaba horas, días enteros.
»A1 principio, me pedía perdón, llorando. Quizá si mi madre no se hubiese metido, se hubiera quedado. Pero mi madre quiso sermonearlo. Y hubo escenas…
»¡Sobre todo cuando Louis se quedaba dos o tres días sin ir a trabajar!
»La última época, fuimos muy desgraciados. Usted sabe lo que es esto, ¿no es así? Se volvía cada vez más malo. Mi madre le echó dos o tres veces fuera de casa recordándole que no era suya.
»Estoy segura de que no era responsable. ¡Algo lo empujaba, lo empujaba! Todavía me miraba, o bien a nuestro hijo, con los ojos que ya le he dicho.
»Sólo que cada vez era más raro. Aquello no iba a durar. La última escena fue odiosa. Mamá estaba allí. Louis había cogido dinero de la caja y ella le llamó ladrón. Estaba pálido, con los ojos rojos, como en los días malos. Tenía mirada de demente.
»Todavía lo veo acercándose como si me quisiera estrangular. Yo grité aterrorizada:
»—¡Louis!
»Y se fue, cerrando la puerta tan fuerte que el cristal se rompió.
»Hace dos años de esto. Las vecinas lo han visto pasar de vez en cuando. Me informé en la fábrica donde trabajaba, donde me dijeron que ya no trabajaba allí.
»Pero alguien lo vio en un pequeño taller de la calle de la Roquette en donde fabrican bombas para cerveza.
»Yo lo vi una vez, quizá hará unos seis meses, a través del escaparate. Mamá, que vive de nuevo conmigo y el pequeño, estaba en la tienda y me impidió correr hacia la puerta.
»¿Me jura usted que no sufrió, que murió instantáneamente? Era un desgraciado, ¿verdad?, ahora comprenderá usted…
Habían vivido tan intensamente su historia, y su marido, por otra parte, había tenido tanta influencia sobre ella que, ignorándolo, mientras hablaba, su cara adquiría las expresiones que evocaba.
Como al principio, Maigret se admiró del sorprendente parecido entre esta mujer y el hombre que, en Bremen, hizo chasquear sus dedos antes de tirarse una bonita bala en la boca.
Mejor, esa fiebre devorante que había descrito parecía haberla poseído. Se paraba y sus nervios continuaban vibrando. Esperando algo, sin saber qué.
—¿No le habló él jamás de su pasado, de su infancia?
—No. No hablaba mucho. Sólo sé que había nacido en Aubervilliers. Y siempre pensé que había recibido una educación más alta que su situación. Tenía una escritura muy bonita. Y conocía el nombre en latín de todas las plantas. Cuando la dueña de la mercería de al lado tenía que escribir una carta difícil se la daba a él.
—¿Nunca vio a su familia?
—Me dijo antes de casarnos que era huérfano. Quisiera pedirle algo, señor comisario… ¿Van a traerlo a Francia?
Como no contestaba, ella objetó volviendo la cabeza para disimular su vergüenza:
—Ahora, la herboristería es de mi madre. ¡Y el dinero! Sé que no querrá hacer nada por repatriar el cuerpo. ¡Ni darme para irlo a ver! Es que, en este caso…
Se le hizo un nudo en la garganta y se agachó rápidamente para recoger su pañuelo que había caído al suelo.
—Haré lo necesario, señora, para que su marido sea trasladado.
Le sonrió conmovida, y quitó una lágrima que caía sobre su mejilla.
—¡Usted me entiende, lo presiento! ¡Usted piensa como yo, señor comisario! ¡Él no era responsable! ¡Era un desgraciado!
—¿Disponía de grandes sumas de dinero?
—Sólo su paga. Al principio, me lo daba todo. Luego, cuando empezó a beber…
Le sonrió otra vez con más calma, triste, digna de misericordia.
Se fue un poco más tranquila, apretando en torno a su cuello la estrecha piel mientras que con la mano izquierda estrujaba el bolso y el periódico en pequeños dobleces.
* * *
En el 18 de la calle de la Roquette, Maigret encontró un hotel de última categoría.
Esta parte de la calle se encuentra a menos de cincuenta metros de la Bastilla. Allí desemboca la calle de Lappe, con sus cafetines y sus tugurios.
Cada planta baja era una taberna, cada casa un hotel que frecuentan vagabundos, los eternos sin trabajo, emigrantes y señoritas.
Sin embargo, en este inquietante refugio del hampa, algunos talleres están encastrados donde, con las puertas abiertas, se maneja el martillo y el soldador oxídrico, entre un vaivén de pesados camiones.
Es un contraste violento entre los obreros regulares, los empleados que trabajan y las siluetas sórdidas o insolentes que pululan alrededor.
—¡Jeunet! —gruñó el comisario empujando la puerta del despacho del hotel, situado en el entresuelo.
—¡No está aquí!
—¿Tiene todavía la habitación?
Habían olido a la policía. Respondían de mal humor.
—¡La 19!
—¿A la semana? ¿Al mes?
—¡Al mes!
—¿Tiene correo para él?
Empezaron con astucias. Pero a fin de cuentas entregaron a Maigret el paquete que Jeunet se había enviado él mismo desde Bruselas.
—¿Recibía muchos parecidos?
—A veces.
—¿Nunca otra clase de correspondencia?
—¡No! Quizá en conjunto recibió tres paquetes. Un hombre tranquilo… No veo por qué la policía le busca miserias.
—¿Trabajaba?
—En el 65, de la calle…
—¿Regularmente?
—Dependía, semanas que sí, semanas que no.
Maigret exigió la llave de la habitación. Pero no encontró nada más que un par de zapatos fuera de uso, la suela estaba completamente separada del empeine, un tubo que había contenido aspirinas y una llave de mecánico tirada en un rincón.
Al bajar, preguntó de nuevo al gerente y se enteró de que Louis Jeunet no recibía a nadie, que no frecuentaba mujeres y que llevaba una existencia monótona, salvo algunos viajes que duraban tres o cuatro días.
¡Pero no se vive en uno de estos barrios, si no se tiene algo que ocultar! El gerente lo sabía tan bien como Maigret. Gruñó al fin:
—No es lo que usted se piensa. Él… ¡Era la bebida! ¡Y aún!, por crisis. Novenas, como las llamamos, mi mujer y yo. Durante tres semanas estaba serio, hasta iba a su trabajo todos los días. Después, durante un tiempo, bebía hasta caer redondo sobre su cama.
—¿No había nada sospechoso en su actitud?
El hombre se encogió de hombros, como queriendo decir que, a su establecimiento, sólo iba gente sospechosa.
En el 65 se fabricaban máquinas para bombear cerveza, en un vasto taller abierto sobre la calle. Maigret fue recibido por un contramaestre que había visto la foto de Jeunet en los periódicos.
—¡Justamente iba a escribir a la policía! —dijo—. La pasada semana todavía trabajaba aquí. ¡Un chico que ganaba ocho francos cincuenta por hora!
—¡Cuando trabajaba!
—¿Está usted al corriente? Cuando trabajaba, sí. Hay muchos así. Pero en general, los demás beben regularmente demasiado, o bien cogen una buena cogorza el sábado. Él lo hacía de golpe, sin que se pudiera prever, que a los ocho días de estar afiliado se emborrachaba. Una vez que tenía un trabajo urgente, fui a verlo a su habitación. ¡Pues bien! Estaba allí, solo, bebiendo, con la botella tirada al lado de su cama. Esto no es divertido, ¡se lo juro!
* * *
¡En Aubervilliers, nada! Un Louis Jeunet, hijo de Gastón Jeunet, jornalero, y de Berthe, María Dufoin, doméstica, estaba inscrito en los registros de estado civil. Gastón Jeunet había muerto diez años antes. Su mujer dejó la región.
En cuanto a Louis Jeunet, no se sabía nada de él, salvo que seis años antes escribió desde París para reclamar un extracto de acta de nacimiento.
Lo cual no impidió que el pasaporte fuese falso, y que por consiguiente el hombre que se había matado en Bremen, después de haberse casado con la herborista de la calle Picpus y haber tenido un hijo, no era el verdadero Jeunet.
Los sumarios de la Prefectura no revelaron tampoco nada. Ninguna ficha con el nombre de Jeunet y ninguna cuyas huellas digitales correspondiesen con las del muerto tomadas en Alemania.
Así pues, el desesperado no tuvo nunca cuentas con la Justicia, ni en Francia ni en el extranjero, porque se consultaron las fichas transmitidas por la mayoría de las naciones europeas.
No podía remontarse más que a seis años. Se encontraba entonces un Louis Jeunet, fresador, que trabajaba y llevaba la existencia de un buen obrero.
Se casó. Tenía ya ese traje B que provocó la primera escena con su mujer y que años después debía ser la causa de su muerte.
No frecuentaba a nadie y no recibía correspondencia. Parecía conocer el latín y por eso haber recibido una instrucción superior a la normal.
En su despacho, Maigret redactó una nota para reclamar el cuerpo a la policía alemana, resolvió algunos asuntos corrientes y con aire huraño y sombrío abrió una vez más la maleta amarilla cuyo contenido el experto de Bremen etiquetó tan cuidadosamente.
Y añadió el paquete de treinta billetes belgas; se acordó de repente de deshacer el paquete y copió los números de los billetes y mandó la lista a la policía de Bruselas, a la que encargó que buscase su procedencia.
Hacía todo esto pesadamente, con aire aplicado como si hubiese querido darse la impresión de que se ocupaba de un trabajo útil.
Pero de vez en cuando se posaba con una especie de rabia sobre las fotografías esparcidas y la pluma quedaba en suspenso mientras mordisqueaba la boquilla de su pipa.
Iba a marcharse disgustado, entrar en su casa y dejar la continuación de la investigación para el día siguiente, cuando le anunciaron que Reims le llamaba por teléfono.
Era a causa de la fotografía publicada por los periódicos. El patrón del Café de París, en la calle Carnot, afirmaba haber visto al hombre en cuestión en su establecimiento, seis días antes y, si se acordaba de él, era debido a que tuvo que rehusar a darle de beber porque ya estaba borracho.
Maigret dudó; por segunda vez, se trataba de Reims: de allí provenían los zapatos del muerto.
Pero esos zapatos, muy usados, fueron comprados muchos meses antes. Así pues, Louis Jeunet no había ido accidentalmente a esa ciudad.
Una hora más tarde el comisario tomaba sitio en el exprés de Reims, a donde llegó a las diez de la noche. El Café de París, bastante lujoso, estaba lleno de gente de la buena burguesía. Tres billares estaban ocupados. En muchas mesas se jugaba a las cartas.
Era un típico café de provincias, donde los clientes estrechan la mano de la cajera y donde los camareros llaman familiarmente a los consumidores por su nombre. Notables de la ciudad. Representantes de comercio.
Y de sitio en sitio bolas niqueladas conteniendo las servilletas de papel.
—Soy el comisario a quien usted telefoneó hace un rato.
En pie, cerca del mostrador, el patrón vigilaba al personal, mientras daba consejos a los jugadores de billar.
—Ah, sí. Pues bien, ya le dije todo lo que sé.
Hablaba bajo, un poco embarazado.
—Vea. Se sentó en ese rincón, cerca del tercer billar, y pidió un coñac, después otro y un tercero. Era poco más o menos esta hora. Los clientes le miraban de través porque, ¿cómo le diría?, no era del estilo de la casa.
—¿Tenía maletas?
—Una maleta vieja cuya cerradura estaba rota. Recuerdo que cuando salió, se le abrió la maleta y cayeron por tierra sus ropas. Incluso pidió una cuerda para atarla.
—¿Habló con alguien?
El patrón miró a uno de los jugadores de billar, un muchacho alto y delgado vestido rebuscadamente, que tenía aspecto de jugador al que los aficionados siguen con respeto las carambolas.
—No exactamente. ¿No quiere beber algo? Podríamos sentarnos aquí.
Eligió una mesa apartada donde estaban alineados los platos.
—Hacia medianoche estaba tan blanco como este mármol. Habría bebido unos ocho o nueve coñacs. Y su mirada tenía una fijeza que me desagradó. Hay gente a quien el alcohol hace ese efecto. No se mueven, no divagan, pero en un momento dado, se caen redondos. Todo el mundo se fijó. Fui a decirle que no podía servirle más y no protestó.
—¿Quedaban todavía jugadores?
—Aquellos que ve en el tercer billar. Son habituales que vienen aquí cada tarde, organizan concursos, pertenecen a un club. El hombre se marchó. Fue entonces cuando tuvo el incidente de la maleta abierta. No sé cómo pudo anudar la cuerda en el estado en que se encontraba. Cerré una media hora más tarde. Estos señores se marcharon dándome la mano y recuerdo que alguien me dijo:
»—Lo encontraremos en alguna parte en el arroyo.
El patrón miró una vez más al jugador elegante, de manos blancas y cuidadas, de corbata impecable, cuyos brillantes zapatos crujían cada vez que rodeaba el billar.
—No sé por qué no iba a decírselo todo. Aparte de que es sin duda un azar o un error. Al día siguiente, un viajante de comercio que viene todos los meses, y que estaba aquí aquella tarde, me dijo que se encontró hacia la una de la mañana al borracho y al señor Belloir que iban uno junto al otro. Incluso los vio entrar a ambos en casa del señor Belloir.
—¿Es ese alto y rubio?
—Sí, vive a cinco minutos de aquí en una bonita casa de la calle de Vesle. Es el subdirector de la Banca de Crédito.
—¿No está aquí el viajante?
—No, está en su recorrido habitual, en el Este. No volverá hasta mediados de noviembre. Le dije que debió equivocarse. Pero insistió. Tuve que hablar con míster Belloir bromeando. Pero no me atreví. Hubiera podido contrariarse, ¿no es eso? Desearía pedirle que no levantara acta de lo que acabo de contarle o, en todo caso, que no tenga el aspecto de venir de mí. En nuestra profesión…
El jugador que había acabado una serie de cuarenta y ocho puntos, miraba en torno suyo para juzgar el efecto producido mientras frotaba con la tiza verde la punta de su taco, y parpadeó imperceptiblemente al ver a Maigret en compañía del patrón.
Porque éste, como la mayoría de la gente que quiere tomar un aire desenvuelto, tenía un rostro ansioso, de conspirador.
—Su turno, señor Emile —le anunció desde lejos Belloir.