Capítulo 2

Monsieur Van Damme

Los periódicos de Bremen se contentaron con anunciar, en algunas líneas, que un francés llamado Louis Jeunet, mecánico, se había suicidado en un hotel de la ciudad, y que la miseria parecía haber sido la causa.

Y, a la mañana siguiente, la información era todavía inexacta. Hojeando el pasaporte, en efecto, Maigret se sorprendió por una particularidad.

En la sexta página, reservada para los datos que figuran en columna con las menciones de âge, taille, cheveux, front, sourcils, etc., la palabra front precedía a la palabra cheveux en vez de sucederla como sería lo normal.

Seis meses antes, la Sûreté de París había descubierto en Saint-Ouen una verdadera fábrica de pasaportes falsos, libretos militares, permisos de residencia y demás papeles oficiales. Habían cogido cierto número de documentos. Pero los fabricantes declararon que algunas de las piezas salidas de sus prensas estaban en circulación desde hacía años, y que, por falta de contabilidad, eran incapaces de formar una lista de sus clientes.

El pasaporte probaba que Louis Jeunet era uno de ellos, y que, por consiguiente, no se llamaba Louis Jeunet.

De hecho, la única base un poco sólida de la investigación se derrumbaba. ¡El hombre que se había matado aquella noche era un desconocido!

* * *

Eran las nueve cuando el comisario, a quien las autoridades habían concedido todas las autorizaciones deseables, llegó a la Morgue antes de la apertura de sus puertas al público.

En vano buscó un rincón sombrío donde tomar una determinación, de la cual, bien es verdad, no esperaba gran cosa. La Morgue era moderna, como la mayor parte de la ciudad y como todos los edificios públicos.

Era más siniestra aún que la antigua Morgue del distrito de Horloge, en París. Más siniestra a causa, precisamente, de la limpieza de sus líneas y planos, del blanco uniforme de sus paredes que reflejaban una luz cruda, los aparatos frigoríficos, lustrados como en una central eléctrica.

¡Esto hacía pensar en una fábrica modelo, una fábrica donde la primera materia eran los cuerpos humanos!

El falso Louis Jeunet estaba allí, menos desfigurado de lo que se esperaba, ya que los especialistas habían reconstruido su cara.

Había también una joven y un ahogado pescado en el puerto.

El guardián, reluciente de salud, metido en un uniforme sin un grano de polvo, tenía el aire de un guardián de museo.

En una hora desfilaron una treintena de personas. Y como una mujer pidiera ver un cuerpo que no estaba expuesto en la sala, se oyeron ruidos eléctricos y cifras lanzadas por teléfono.

En un local del primer piso uno de los casilleros de vasta armonía que ocupaba toda una pared, descendió, se puso sobre un montacargas y, minutos después, una caja de acero emergía en la planta baja, como en algunas bibliotecas llegan los libros a la sala de lectores.

Era el cuerpo pedido. La mujer se inclinó, sollozó, y fue llevada hacia un despacho al fondo, donde un secretario joven tomó nota de su declaración.

Poca gente se interesó por Louis Jeunet. Pero, hacia las diez, un hombre cuidadosamente vestido que bajó de un coche particular penetró en la sala, buscó con los ojos al suicida y lo examinó con atención.

Maigret estaba a algunos pasos. Se acercó, observándolo, y tuvo la impresión de que no era alemán.

Al ver moverse al comisario el hombre se inquietó manifestando fastidio, y debió pensar de Maigret lo mismo que éste pensó antes de él.

—¿Es usted francés? —preguntó el primero.

—Sí. ¿Usted también?

—Es decir, soy belga. Pero vivo en Bremen desde hace algunos años.

—¿Y conoce usted a alguien llamado Jeunet?

—¡No! Yo… He leído esta mañana en el periódico que un francés se había suicidado en Bremen. He vivido mucho tiempo en París. Y he tenido la curiosidad de venir a echar una ojeada.

Maigret tenía una calma pesada, como si fuese así siempre en momentos semejantes. Y su cara tenía una expresión tozuda, tan poco sutil que parecía bobo.

—¿Pertenece usted a la policía?

—Sí. A la Policía Judicial.

—¿Y ha viajado expresamente? ¿Pero qué digo? No es posible, ya que el suicidio tuvo lugar esta noche. ¿Tiene usted compatriotas en Bremen? ¿No? En este caso, si puedo serle útil en algo. ¿Me acepta usted un aperitivo?

Un poco más tarde, Maigret le siguió y se sentó en el coche de su acompañante, que iba al volante.

Ése hablaba de abundancia. Era el tipo de hombre de negocios jovial y movido. Parecía conocer a todo el mundo, saludaba a los transeúntes, señalaba inmuebles, explicaba:

—Aquí, el Norddeutsche Lloyd. Usted habrá oído hablar de la nueva embarcación que han lanzado. Son mis clientes.

Le enseñó un edificio en el cual casi todas las ventanas tenían banderas diferentes.

—En el cuarto, a mano izquierda, verá mi despacho.

Se leía sobre los cristales, con letras de porcelana: Joseph Van Damme, Importation, exportation.

—¿Creerá usted que en ocasiones paso un mes sin tener ocasión de hablar francés? Mis empleados y también mi secretaria son alemanes. Los negocios exigen…

Era difícil leer algún pensamiento en el rostro de Maigret, en el cual parecía que la última de las cualidades era la sutilidad. Aprobaba. Admiraba lo que le pedía que admirase, comprendido el coche de Van Damme, que presumía de suspensión privilegiada.

Penetró con él en la gran «parrilla» rebosante de hombres de negocios que hablaban en voz alta, mientras una orquesta vienesa tocaba constantemente entre el ruido de las copas de cerveza.

—¡No se puede imaginar usted el número de millones que representa esta clientela! —se extasió Van Damme—. ¡Mire! ¿Entiende usted el alemán? Nuestro vecino está a punto de vender un cargamento de lana que navega en estos momentos entre Australia y Europa. Hay treinta o cuarenta barcos en el agua. Puedo enseñarle otros. ¿Qué va a beber? Le recomiendo la Pilsen. A propósito…

Maigret no sonrió siquiera, a pesar del cambio.

—A propósito, ¿qué piensa usted del suicidio? ¿Un indigente, como pretenden los periódicos de aquí?

—Es posible.

—¿Está usted investigando?

—¡No! Esto pertenece a la policía alemana. Y como el suicidio está establecido…

—¡Evidentemente! Comprenda que si esto me impresiona, es solamente porque se trata de un francés. ¡Es que vienen tan pocos al Norte!

Se levantó para ir a estrechar la mano de un hombre que salía, y volvió con aspecto de extasiado.

—¡Me excusará! El director de una gran compañía de seguros. Vale más de un centenar de millones. Pero, escuche, comisario… Es casi mediodía. ¿Aceptaría comer conmigo?

»No puedo invitarle más que a un restaurante, ya que soy soltero. No comerá como en París. Pero voy a intentar que no coma mal.

»Hecho, ¿verdad?

Llamó a un camarero y pagó. Y, al sacar el billetero de su bolsillo, hizo un ademán que Maigret había visto frecuentemente en los hombres de negocios de su especie que toman el aperitivo en los alrededores de la Bolsa, un gesto inimitable, una manera de echarse hacia atrás abombando el pecho, sacando el mentón y abriendo con una negligencia satisfecha esa cosa sagrada, esa faja de cuero forrada de billetes.

—¿Vamos?

* * *

No dejó al comisario hasta las cinco, después de haberlo llevado a su despacho, en donde había tres empleados y una dactilógrafa.

Todavía le prometió a Maigret que, si no se iba hoy de Bremen, pasarían la noche juntos en un cabaret famoso.

El policía se encontró solo entre la gente, solo con sus pensamientos. ¿Eran pensamientos propiamente dichos?

En su espíritu juntaba las dos siluetas, los dos hombres, y trataba de encontrar algo en común entre ambos.

¡Porque había algo! Van Damme no se había molestado en ir a la Morgue para ver sólo el cadáver de un desconocido. Y el placer de hablar francés solamente no era motivo suficiente para que hubiese invitado a Maigret a comer.

Por tanto, no había mostrado su verdadera personalidad hasta creer al comisario indiferente en el asunto. ¡Y quizá tonto!

Por la mañana estaba inquieto. Su sonrisa no era espontánea.

Cuando el policía le dejó, era el pequeño hombre de negocios que va y viene, que se agita, habla, se extasía, da coba a las grandes personalidades financieras, conduce su auto, telefonea, da órdenes a su dáctilo y ofrece comidas distinguidas, contento y orgulloso de sí mismo.

Por otra parte, un vagabundo anémico, con vestidos usados, con las suelas agujereadas, que había comprado panecillos con salchichas sin prever que no las iba a comer.

Van Damme debía haber encontrado otro compañero para el aperitivo de la noche, en una atmósfera también con música vienesa y cerveza.

A las seis, un casillero metálico rodaba sin hacer ruido, se volvía a cerrar sobre el cuerpo desnudo del falso Jeunet y el montacargas lo conducía hacia la nevera donde ocuparía hasta la mañana siguiente un compartimiento numerado.

Maigret se dirigió hacia la Polizeï Proesidium, Unos agentes, con el torso desnudo a pesar de la época, hacían gimnasia en una sala de paredes de un rojo crudo.

En el laboratorio, un hombre joven de ojos soñadores lo esperaba cerca de una mesa donde estaban los objetos pertenecientes al muerto ordenados y con etiquetas.

Hablaba un francés correcto, aplicado, esforzándose en encontrar las palabras adecuadas.

Empezó por el traje grisáceo, que Jeunet llevaba en el momento del suicidio. Explicó que los dobladillos habían sido descosidos, y examinadas todas las costuras, y que no habían descubierto nada.

—El traje es de la Belle Jardinière de París. El tejido era en un cincuenta por ciento de algodón. Era por tanto un traje barato. Hemos descubierto manchas de grasa, entre otras de grasa mineral que parecen indicar que el hombre trabajaba o iba frecuentemente a una fábrica, un taller o un garaje. Su ropa interior no llevaba marcas. Los zapatos fueron comprados en Reims. La misma observación que con el traje: calidad vulgar, fabricación de gran serie. Los calcetines eran de algodón de los que se venden por cuatro o cinco francos el par. Estaban agujereados, y no habían sido remendados nunca.

»Todas estas vestiduras fueron metidas en un saco de papel fuerte, sacudidas, y el polvo recogido fue analizado.

»Se ha obtenido así confirmación de la procedencia de las manchas de grasa. En efecto, la tela está impregnada de un polvillo fino metálico que sólo se encuentra en las ropas de los ajustadores, torneros y en general en todos aquellos que trabajan en los talleres de construcción mecánica.

»Estos indicios están ausentes en los vestidos que llamaremos vestidos B y que no han sido llevados hace años, seis años como mínimo.

»Otra diferencia: en los bolsillos del traje A se encuentran briznas de tabaco francés, que ustedes llaman tabaco gris.

»En los bolsillos B, al contrario, quedan restos de tabaco amarillo imitando tabaco egipcio.

»Pero llegamos al punto más importante. Las manchas descubiertas en el traje B no son manchas de grasa. Son antiguas manchas de sangre humana, probablemente sangre arterial.

»La tela no ha sido lavada desde hace años. El hombre que llevaba este vestido debió estar literalmente inundado de sangre. Por fin las rasgaduras hacen suponer que debió luchar, ya que en diversos sitios, en la espalda entre otros, la trama está arrancada como si le hubiesen clavado las uñas.

»Estos trajes B llevan una marca: la de Roger Morcel, sastre, calle Haute-Sauvenière, en Lieja.

»En cuanto al revólver, es de un modelo que hace ya dos años que no se fabrica.

»Si me quiere dejar su dirección le enviaré el informe que debo hacer para mis jefes.

* * *

A las ocho de la noche, Maigret había terminado con las formalidades. La policía alemana le había devuelto los vestidos del muerto así como los de la maleta, que el experto llamaba vestidos B. Y habían decidido que, hasta nuevo aviso, el cuerpo sería guardado a disposición de las autoridades francesas en el frigorífico de la Morgue.

Maigret cogió una copia de la ficha de Joseph Van Damme, nacido en Lieja, de padres flamencos, viajante de comercio, después director de una casa de comisión que llevaba su nombre. Tenía treinta y dos años y era soltero. Sólo hacía tres años que se había instalado en Bremen, donde, después de un comienzo difícil, parecía hacer buenos negocios.

El comisario volvió a la habitación de su hotel, y se quedó sentado durante largo tiempo al borde de la cama, con las dos maletas de fibra delante suyo.

Había abierto la puerta de comunicación con la habitación vecina, donde todo estaba como la víspera. Y se estremeció por el poco desorden que había quedado del drama. En la pared, bajo una flor rosa de la tapicería, una pequeña mancha marrón: la única mancha de sangre. Sobre la mesa, los dos panecillos de salchichas aún envueltos en papel. Una mosca se había posado encima.

Por la mañana, Maigret había enviado a París las dos fotografías del muerto, pidiendo a la Policía Judicial que las hiciera publicar en el mayor número de periódicos posible.

¿Era allí dónde debía buscar? En París al menos, el policía poseía una dirección: aquella a la cual Jeunet se enviaba, desde Bruselas, treinta billetes de mil francos.

¿Debía buscar en Lieja, donde el traje B había sido comprado hacía algunos años? ¿En Reims, de donde provenían los zapatos del muerto? ¿En Bremen, donde había muerto y donde un cierto Joseph Van Damme había ido a echar un vistazo al cadáver, defendiéndose diciendo que no lo conocía?

El hotelero se presentó, hizo un largo discurso en alemán y el comisario creyó entender que le pedía si la habitación del drama podía ser alquilada.

Emitió un gruñido afirmativo, se lavó las manos, pagó y se fue con las dos maletas que desentonaban, por su mediocridad flagrante, con su silueta confortable.

No tenía ninguna razón especial para empezar su investigación por un sitio determinado. Y si se decidió por París, fue sobre todo porque esta atmósfera violentamente extranjera, chocaba a cada instante con sus costumbres y con su mentalidad, provocando finalmente un estado de depresión.

En el rápido, durmió, se levantó al llegar a la frontera belga cuando el día comenzaba, atravesó Lieja una media hora más tarde y dejó errar por la ventanilla una mirada aburrida.

El tren sólo se quedaba en la estación treinta minutos, y Maigret no tenía tiempo suficiente para ir a la calle Haute-Sauvenière.

A las dos del mediodía, desembarcó en la estación del Norte, e introduciéndose entre el gentío parisiense, fue, lo primero de todo, a un estanco.

Tuvo que buscar por un instante moneda francesa por sus bolsillos. Le empujaron. Las dos maletas estaban a sus pies. Cuando quiso volverlas a coger, no encontró más que una y en vano miró alrededor suyo, dándose cuenta de que era inútil avisar a los agentes. La maleta que le habían dejado llevaba un pequeño cordel con las dos llaves, anudado al asa: era la que contenía los vestidos.

El ladrón se había llevado la maleta con los periódicos viejos.

¿Era un simple ladrón, como hay siempre en las estaciones? ¿No era extraño, en este caso, que eligiese una maleta de tan pobre aspecto?

Maigret se sentó en un taxi, saboreando ala vez su pipa y el ruido familiar de la calle. En un kiosco vio una fotografía en primera página de un periódico, y reconoció desde lejos la fotografía de Louis Jeunet, enviada desde Bremen.

Tuvo que pasar por su casa, en el bulevar Richard-Lenoir, para cambiarse y abrazar a su mujer, pero el incidente de la estación lo inquietaba.

—Si eran verdaderamente los trajes B lo que querían, ¿cómo pudieron advertir a París que yo los llevaba y la hora exacta de mi llegada?

En torno a la silueta de rostro anémico del vagabundo de Neuschanz y de Bremen, se podía decir que los misterios múltiples se iban amontonando. Sombras que se agitan, como sobre la placa fotográfica que se introduce en el revelador.

Y tenía que precisarlas, aclarar los rostros, poner el nombre a cada uno, reconstruir mentalidades, existencias enteras.

De momento no había más que, en medio de la placa, un cuerpo desvestido, una cabeza que los médicos alemanes habían reconstruido para darle su aspecto normal y que cortaba una luz cruda.

¿Las sombras? Por lo pronto un hombre que, en París, en aquel mismo instante se iba con la maleta. Otro que, desde Bremen o desde algún sitio, lo había informado. ¿Quizá el jovial Joseph Van Damme? ¡Quizá no!, y además el personaje que años antes había llevado el traje B. Y el que en una lucha se había rociado de sangre.

También el que le había procurado al falso Jeunet los treinta mil francos, ¡o aquel a quien le habían sido robados!

Hacía sol, y la gente holgazaneaba en las terrazas de los cafés calentados por braseros. Chóferes que se interpelaban. Multitudes humanas cogiendo autobuses y tranvías.

En medio de toda esa gente en movimiento, y el gentío de Bremen, de Bruselas o de Reims, había que encontrar dos, tres, cuatro, cinco individuos.

¿Quizá más? ¿Quizá menos?

Maigret miró con ternura la fachada austera de la Prefectura, atravesó el pasillo con la maletita en la mano y saludó al chico de la oficina, llamándolo por su nombre.

—¿Has recibido mi telegrama?

—¡Hay una señora que está aquí a causa de la foto! Hace más de dos horas que espera en la sala.

Maigret no se preocupó de sacarse el sombrero ni el abrigo. Ni siquiera dejó la maleta.

La sala de espera al extremo del pasillo donde se alinean los despachos de los comisarios, eran una pieza vidriada, amueblada con algunas sillas de terciopelo verde con la lista de los policías muertos en servicio, en la única pared.

Sobre una de las sillas la mujer estaba sentada. Era todavía joven, vestida con la corrección de los humildes que revela largas horas de costura bajo la lámpara.

Sobre un abrigo de tela negra llevaba un cuello de piel muy estrecho. Sus manos, enguantadas de hilo gris, llevaban un bolso que, como la maleta de Maigret, era de imitación a cuero.

¿No se sorprendió el comisario por un confuso parecido entre ella y el muerto?

No un parecido en los rasgos, sino una semejanza de expresión, de clase, por decirlo así.

También tenía ella esas pupilas grises, esos párpados fatigados como aquellos que el coraje ha abandonado. Tenía las narices delgadas y el cutis mate.

Esperaba desde hacía dos horas y seguramente no había osado cambiarse de sitio, ni siquiera moverse. A través de los vidrios, miraba a Maigret sin esperar que fuese él al que, por fin, debía ver.

Abrió la puerta.

—Si hiciese el favor de seguirme hasta mi despacho, señora.

Pareció sorprendida de que él la hiciese pasar delante, se quedó un instante como desamparada en medio de la sala. Al mismo tiempo que el bolso, sostenía con su mano el periódico sobado que dejaba ver la mitad de la fotografía.

—Me han dicho que usted conoce al hombre que…

Pero no había terminado de hablar cuando ella se tapó la cara con las manos, mordiéndose los labios y, con un sollozo que trató en vano de ahogar, gimió:

—Es mi marido, señor.

Entonces, para serenarla, fue a buscar un sillón que llevó hasta ella.