El crimen del comisario Maigret
Nadie se dio cuenta de lo que pasaba.
Nadie sospechó que era un drama lo que sucedía en la sala de espera de la pequeña estación, donde sólo esperaban seis viajeros con cara aburrida en medio del olor a café, cerveza y limonada.
Eran las cinco de la tarde y empezaba a caer la noche. Las luces estaban encendidas, pero a través de los cristales se distinguían en la penumbra del andén los funcionarios alemanes y holandeses de la aduana y del ferrocarril, que andaban de un sitio para otro.
La estación de Neuschanz está en el extremo norte de Holanda, en la frontera alemana.
Una estación sin importancia. Neuschanz no es ni siquiera un pueblo. Sólo hay trenes por la mañana y por la noche, para los obreros alemanes que buscan salarios más elevados trabajando en las fábricas holandesas.
Y la misma ceremonia se repetía cada vez. El tren alemán se para al final del andén. El tren holandés espera al otro lado.
Los empleados con casco naranja y los de uniforme verdoso o azul de Prusia se reúnen, pasando juntos la hora de demora prevista para las formalidades de la aduana.
Como sólo viajan unas veinte personas, las formalidades duran poco.
La gente se sienta en el bar, que es como todos los fronterizos. Los precios se escriben en céntimos y pfennig.
Una vitrina contiene chocolate holandés y cigarrillos alemanes. Se sirve ginebra o schnaps.
Aquella tarde hacía calor. Una mujer dormitaba en la caja. El vapor se escapaba de la cafetera. La puerta de la cocina estaba abierta y se oían los ruidos de un aparato de radio que manejaba un niño.
Resultaba familiar, y, sin embargo, bastaban unos detalles para espesar la atmósfera con un toque turbulento de aventura y de misterio.
Los uniformes de los dos países, por ejemplo. La mezcla de carteles para los deportes de invierno alemanes y para la Feria Comercial de Utrecht.
Una silueta en un rincón: un hombre de unos treinta años, con las ropas usadísimas, la cara pálida y mal afeitada, con un sombrero flexible de un gris indefinido, que tal vez había recorrido media Europa.
Había llegado con el tren de Holanda. Enseñó un billete para Bremen, y el empleado le explicó en alemán que había escogido la línea menos directa, donde no existen los trenes rápidos.
El hombre hizo ademán de no entender nada. Pidió café en francés, y todo el mundo lo observó con curiosidad.
Tenía los ojos febriles, muy hundidos en las órbitas. Fumaba con el cigarrillo pegado al labio inferior, y este detalle era suficiente para expresar su lasitud o desprecio.
A sus pies, una maletita de fibra, como las que se venden en todos los bazares. Era nueva.
Cuando le sirvieron, sacó del bolsillo un puñado de monedas, donde habían piezas francesas, belgas y holandesas.
La camarera tuvo que coger las adecuadas.
Pasó más inadvertido un viajero que se había sentado en una mesa cercana, grande, gordo y ancho de hombros. Llevaba un abrigo negro muy grueso con cuello de terciopelo, y el nudo de la corbata hecho sobre un cuello de celuloide.
El primero, crispado, no cesaba de observar a los empleados a través de la puerta de cristales, como si temiese perder el tren.
El segundo lo examinaba, sin interés, de una forma implacable, sacando grandes bocanadas de su pipa.
El agitado viajero abandonó su sitio por espacio de dos minutos, para ir al lavabo. Entonces, sin inclinarse siquiera, con un simple movimiento de pie, el otro atrajo hacia sí la maletita y puso en su lugar otra idéntica.
Media hora más tarde el tren partió. Los dos hombres se instalaron en el mismo compartimiento de tercera clase, pero no se dirigieron la palabra.
En Leer, el tren se vació, continuando a pesar de todo su ruta con los dos viajeros.
Eran las diez cuando el convoy entró bajo la inmensa vidriera de Bremen, donde las lámparas en arco decoloraban las caras.
* * *
El primer viajero no debía saber una palabra de alemán, porque se equivocó varias veces de camino, entró en el restaurante de primera clase y no encontró, hasta después de muchas idas y venidas, el buffet de tercera, donde no se sentó.
Señaló con el dedo los panecillos que contenían salchichas, explicó con gestos que se los quería llevar y pagó también tendiendo un puñado de monedas.
Durante más de media hora erró por las espaciosas calles, vecinas a la estación, con su maletita en la mano y con aire de buscar algo.
Y el hombre del cuello de terciopelo, que le seguía sin impaciencia, comprendió cuando vio por fin a su compañero adentrarse en el barrio más pobre, que se amontonaba a la izquierda.
El objeto de su búsqueda era simplemente un hotel barato. El hombre joven, que andaba cansinamente, examinó varios con desconfianza antes de elegir un establecimiento de último orden, cuya puerta estaba iluminada por una bola blanca de vidrio sucio.
Llevaba la maleta en una mano y en la otra los panecillos de salchichas envueltos en papel de seda.
La calle estaba animada. La niebla empezaba a caer, filtrando las luces de los escaparates.
El hombre del abrigo grueso, con cierto pesar, pidió la habitación vecina a la del primer viajero.
Una habitación pobre, igual a todas las habitaciones pobres del mundo, con la única diferencia, quizá, que la pobreza no es en ninguna parte más lúgubre que en Alemania del Norte.
Pero había una puerta de comunicación entre las dos habitaciones, y en la puerta una cerradura.
De esta manera el hombre pudo asistir a la abertura de la maleta, que no contenía más que periódicos viejos.
Vio palidecer al viajero y examinar una y otra vez la maleta en sus manos, arrojando los periódicos por la habitación.
Los panecillos estaban encima de la mesa, todavía envueltos, pero el joven, que no había comido desde las cuatro de la tarde, no les echó ni una ojeada.
Se precipitó hacia la estación dando rodeos, preguntando diez veces el camino, repitiendo con un acento tan malo que deformaba la palabra de manera que sus interlocutores no lo entendían casi:
—Bahnhof!
Estaba tan nervioso que para hacerse entender mejor ¡imitaba el ruido del tren!
Llegó a la estación. Erró en el inmenso hall, vio algunas maletas amontonadas y se precipitó como un ladrón, con el fin de asegurarse de que su maleta no estaba allí.
Y se estremecía cada vez que alguien pasaba con una maleta del mismo género.
Su compañero seguía espiándolo, sin desviar su pesada mirada.
A medianoche, uno después de otro, entraron en el hotel.
La cerradura ofrecía el espectáculo del joven derrumbado en una silla, con la cabeza entre las manos. Cuando se levantó, chasqueó los dedos con un gesto rabioso y fatalista a la vez.
Y esto fue el fin: sacó un revólver del bolsillo, abrió la boca y apretó el gatillo.
* * *
Un instante después había diez personas en la habitación, donde el comisario Maigret, que no se había quitado su abrigo con el cuello de terciopelo, trataba de prohibir el acceso. Se oía repetir las palabras polizeï y mörder, que significa asesino.
Muerto, el joven daba más lástima que vivo. Se veían las suelas agujereadas de sus zapatos, y el pantalón, que se había subido a causa de la caída, descubría un inverosímil calcetín rojo, y una tibia lívida y velluda.
Llegó un agente, pronunció unas palabras de forma imperiosa y todo el mundo se apelotonó en el rellano de la escalera, salvo Maigret, que enseñó su placa de comisario de la Policía Judicial de París.
El agente no hablaba francés. Maigret no chapurreaba más que algunas palabras en alemán.
Diez minutos más tarde paró un coche enfrente del hotel e irrumpieron los funcionarios civiles.
En el rellano de la escalera, la palabra Franzose había sustituido ahora a la palabra Polizeï y miraban al comisario con curiosidad. Pero algunas órdenes fueron suficientes para hacer cesar toda agitación y cortar el rumor, como se corta la corriente eléctrica.
Los inquilinos volvieron a sus casas. En la calle, un grupo silencioso se mantenía a una distancia prudencial.
El comisario Maigret mantenía la pipa entre los dientes, apagada. Y su cara gordinflona, como modelada en arcilla compacta, con vigorosos golpes del pulgar, tenía una expresión que rayaba entre el miedo y el desastre.
—¡Le pediré permiso para hacer mi interrogatorio al mismo tiempo que usted hará el suyo! Una cosa es cierta: es que este hombre se ha suicidado. Es un francés.
—¿Le seguía usted?
—Sería muy largo de explicar. Yo quisiera que su servicio técnico le tomase unas fotografías, tan claras como fuese posible y desde todos los ángulos.
El silencio siguió a la agitación en la habitación, donde solamente había tres personas.
Uno de ellos, joven y rosado, con el cráneo afeitado, y chaqueta y pantalón rayados, limpiaba de vez en cuando los cristales de sus gafas con montura de oro. Tenía un título como «doctor en policía científica».
El otro, también rosado, vestido con menos solemnidad, lo registraba todo y se esforzaba en hablar francés.
Sólo se encontró un pasaporte a nombre de Louis Jeunet, nacido en Aubervilliers, obrero mecánico.
En cuanto al revólver, llevaba la marca de la fábrica de armas de Herstal, Bélgica.
En la Policía Judicial, Quai des Orfèvres, nadie imaginaba esta noche un Maigret silencioso, como aplastado por la fatalidad, asistiendo a las operaciones de sus colegas alemanes, apartándose para hacer sitio a los fotógrafos, a los médicos forenses, y esperando, con el ceño fruncido y la pipa siempre apagada, el desgraciado botín que le fue entregado hacia las tres de la madrugada: los trajes del muerto, su pasaporte y una docena de fotografías que el magnesio hacía más alucinantes.
Se daba perfecta cuenta de que acababa de matar a un hombre.
¡Y este hombre, él no lo conocía! ¡No sabía nada de él! ¡Nada probaba que tenía cuentas que rendir a la Justicia!
* * *
Todo había empezado el día anterior en Bruselas, de la manera más inesperada. Maigret estaba de servicio. Había colaborado con la policía belga en el caso de los refugiados italianos expulsados de Francia y cuya actividad producía inquietudes.
¡Un viaje que parecía de placer! Las entrevistas habían sido más cortas de lo que esperaba. El comisario disponía de algunas horas.
Y había entrado, como simple curioso, en un pequeño café de la Montagne aux Herbes Potagères.
Eran las diez de la mañana. El café estaba casi desierto. Sin embargo, mientras un patrón jovial y familiar le hablaba de abundancia, Maigret se fijó en un cliente instalado en el fondo de la sala, en la penumbra, y que se dedicaba a un curioso trabajo.
Era un hombre gastado. Tenía todo del «sin trabajo profesional», como se encuentra en todas las capitales, en busca de una ocasión.
Sin embargo, sacaba de su bolsillo billetes de mil francos, los contaba, los envolvía en un papel gris y ataba el paquete con un cordel; luego escribía una dirección.
¡Treinta billetes por lo menos! ¡Treinta mil francos belgas! Maigret sospechó, y cuando el desconocido salió, después de pagar el café que se había tomado, lo siguió hasta la oficina de correos más cercana.
Allí pudo leer, por encima de la espalda del hombre, la dirección, escrita con letra muy bien trazadas:
Monsieur Louis Jeunet 18, rue de la Roquette, París.
Pero lo que más le llamó la atención, fue que lo enviaba como impreso.
¡Treinta mil francos viajando como simples periódicos, como vulgares prospectos, ya que ni siquiera certificó el impreso! El empleado lo pesó y dijo:
—Setenta céntimos.
Y el expedidor salió después de haber pagado. Maigret anotó el nombre y la dirección. Siguió a su hombre y, por un instante, se divirtió con la idea de hacer un regalo a la policía belga. Después, iría a ver al jefe de Seguridad de Bruselas y le diría con negligencia:
—A propósito, tomando un vaso de Gueuse-Lambic, he cazado un malhechor. No tiene más que ir a buscarle a tal sitio.
Maigret estaba muy contento. Caía sobre la ciudad un suave sol de otoño que calentaba el aire.
A las once, el desconocido compraba por treinta y dos francos una maleta imitación cuero, en una tienda de la calle Neuve. Y Maigret, jugando, compró otra igual sin prever la continuación de la aventura.
A las once y media, el hombre entró en un hotel de una callejuela cuyo nombre no pudo ver el comisario. Salió un poco más tarde y tomó, en la estación del Norte, el tren de Amsterdam.
Esta vez el policía dudó. ¿Tal vez la impresión de haber visto ya esa cabeza en alguna parte influyó en su decisión?
—¡Tal vez sea un asunto de poca importancia! Pero ¿y si fuese un asunto importante?
No tenía nada urgente en París. En la frontera holandesa le sorprendió el hecho de que el hombre, con una habilidad que revelaba la práctica de esta clase de ejercicios, ponía la maleta en el techo del vagón antes de llegar a la aduana.
—¡Ya veremos cuando se pare en algún sitio!
No sólo no se quedó en Amsterdam, sino que tomó un billete de tercera clase para Bremen. Hicieron juntos la travesía de la llanura holandesa, con sus canales llenos de barcos de vela que parecían navegar en pleno campo.
Maigret, a toda costa, había sustituido la maleta. Durante horas había buscado en vano clasificar el individuo en una de las categorías conocidas por la policía.
—Demasiado nervioso para ser un verdadero bandido Ínternacional. O tal vez no es más que un comparsa. ¿Un conspirador? ¿Un anarquista? Sólo habla francés, y en Francia ya no hay conspiradores, ni siquiera anarquistas militantes. ¿Un vulgar estafador solitario?
¿Hubiese vestido tan pobremente un estafador después de haber enviado treinta billetes de mil francos en un simple papel gris?
El hombre no bebía alcohol; se contentaba, en las estaciones donde la espera era larga, con tomar café, y a veces un panecillo o un brioche.
No conocía el trayecto, ya que preguntaba a cada momento, quería saber si estaba en el buen camino, y se inquietaba con exageración.
No era vigoroso. Sus manos eran las de un trabajador manual. Llevaba las uñas sucias y demasiado largas, lo que hacía suponer que no trabajaba desde hacía tiempo.
Su piel revelaba la anemia, si no la miseria.
Y Maigret, poco a poco, había olvidado la jugada que quería hacer a la policía belga llevándole, como jugando, un malhechor atado de pies y manos.
El problema le apasionaba. Procuraba excusarse a sí mismo:
—Amsterdam no está tan lejos de París.
Y después:
—¡Bah! Desde Bremen, con el rápido, estaré de vuelta en trece horas.
* * *
El hombre estaba muerto. No había sobre él nada comprometedor, ningún objeto revelador de su género de actividades, sólo un revólver de la marca más extendida en Europa.
¡Parecía que se había matado porque le habían robado la maleta! Si no, ¿por qué había comprado en el buffet de la estación los panecillos que no había comido?
¿Y por qué ese día de viaje desde Bruselas pudiéndose saltar allí tan bien la tapa de los sesos como en un hotel alemán?
Quedaba su maleta, que podía descubrir el enigma. Por eso, cuando el cuerpo fue llevado, desnudo y envuelto en una sábana, al furgón oficial, después de haber sido examinado, fotografiado y estudiado desde la planta de los pies hasta el cuero cabelludo, el comisario se encerró en su habitación.
Estaba en tensión. Si llenó una pipa, a pequeños golpes de pulgar, según su costumbre, fue únicamente para tratar de persuadirse de que no estaba nervioso.
El rostro doloroso del muerto le impresionaba. Lo veía continuamente chasqueando sus dedos, y abriendo la boca para pegarse el tiro.
Esta sensación de malestar, casi de remordimiento, era tal, que no tocó la maleta de fibra hasta después de una terrible incertidumbre.
¡A pesar de que aquella maleta debía contener su justificación! ¿No iba a encontrar la prueba de que el hombre al cual tenía la debilidad de compadecer era un estafador, un peligroso malhechor, quizá un asesino?
Las llaves colgaban todavía, como en la tienda de la calle Neuve, de un cordel anudado al asa. Maigret alzó la tapa, retiró un traje gris, menos usado que el del muerto.
Debajo del traje había dos camisas sucias, gastadas por el cuello y los puños, arrugadas en una bola.
Un cuello postizo de rayas rosas, que había sido llevado por lo menos durante quince días, ya que la parte que había tocado el cuello de su propietario estaba negra. Todo negro y deshilachado.
¡Eso era todo! La maleta mostraba su fondo de papel verde y las dos cinchas que no habían sido usadas, con hebillas y ganchos nuevos.
Maigret sacudió los vestidos y buscó por los bolsillos. ¡Estaban vacíos!
Angustiado, se obstinaba testarudamente en su necesidad de encontrar algo.
¿No se había matado un hombre porque le habían robado esta maleta? ¡Y no contenía más que un traje y ropa sucia!
Ni un papel. Nada que pudiese recordar un documento. Ni un indicio que permitiese hacer suposiciones sobre el pasado del muerto.
La habitación estaba tapizada con papel nuevo, barato, en el cual los colores crudos dibujaban flores agresivas.
Por el contrario, los muebles eran viejos, cojos, desmantelados, y sobre la mesa había un tapiz de indiana que no se podía ni tocar.
La calle estaba desierta. Las tiendas cerradas. Pero sobre el asfalto, a cien metros de allí, los automóviles no cesaban de desfilar con un rumor reconfortable.
Maigret miró la puerta de comunicación, la cerradura, sobre la cual no se atrevió a inclinarse. Se acordó que los expertos, previsores, habían dibujado sobre el suelo de la habitación vecina el contorno del cadáver.
Caminó de puntillas para no despertar a los huéspedes, llevando en la mano el traje que había en la maleta.
La silueta, sobre el suelo, era deforme, pero matemáticamente exacta.
Cuando probó a poner la americana, los pantalones y el chaleco sobre la silueta, los ojos le resplandecieron, y mordió maquinalmente la pipa.
¡Las ropas eran cono mínimo tres tallas más grandes! ¡No eran del muerto!
¡Lo que el vagabundo guardaba con tanto celo en su maleta, aquello a lo que él daba tanto valor, que se había matado por haberlo perdido, era el traje de otro!