Transcurieron dos años de duelo, durante los cuales Tulí permaneció en Karakorum, como regente. Pasado este tiempo, los príncipes y generales regresaron al Gobi para elegir nuevo Kan o emperador, según los deseos del difunto conquistador. Venían como monarcas, con derecho propio, el derecho de herencia, por la voluntad de Gengis Kan: Chatagai, el de tosco temperamento, el hijo mayor, llegaba del Asia central y tierras mahometanas; Ogotai, el del buen humor, venía de las llanuras de Gobi; Batu, «el espléndido», hijo de Juchi, regresaba de las estepas de Rusia. Todos habían crecido, desde la juventud hasta la edad viril, como hombres del clan mongol. Ahora eran dueños de grandes partes del mundo, con sus riquezas, que ellos ignoraban. Eran asiáticos, criados entre bárbaros. Cada uno de los cuatro tenía un ejército poderoso a sus órdenes. Poseían en sus nuevos dominios el gusto del vino y del lujo. «Mis descendientes —había dicho Gengis Kan— se adornarán con telas recamadas de oro, se nutrirán de carne y montarán caballos espléndidos. Estrecharán entre sus brazos a mujeres jóvenes y hermosas y no pensarán en aquel a quien deben todas estas cosas apetecibles».
Era natural que disputasen entre sí e hiciesen la guerra por su herencia. Y era, además, casi inevitable después de aquellos dos años. Sobre todo, en el caso de Chatagai, que era ahora el mayor y estaba facultado, por la costumbre mongola para reclamar el Kanato. Pero la voluntad del difunto conquistador había quedado harto grabada en las almas. La disciplina, establecida por mano de hierro, los conservó unidos. Obediencia y fidelidad entre los hermanos, fin de las querellas, el «Yassa» mismo. Muchas veces les había advertido Gengis Kan que el Imperio podía deshacerse, y ellos mismos perderse, si no se unían. Gengis comprendió que el nuevo imperio no podía conservarse más que estando sometido a la autoridad de un hombre. Y había escogido como su sucesor, no al belicoso Tulí, ni al inflexible Chatagai, sino al generoso y sencillo Ogotai. Un penetrante conocimiento de sus hijos le había dictado esta lección. Chatagai no se hubiera sometido jamás a Tulí, el más joven. Por su parte el Señor de la Guerra no hubiera servido mucho tiempo a su tosco hermano mayor. Cuando los príncipes se reunieron en Karakorum, Tulí, el «Ulugh Noyon», el Mayor de los Nobles, resignó su regencia. Fuéle preguntado a Ogotai si aceptaba el trono. El Señor del Consejo rehusó diciendo que no era digno de ser honrado sobre sus tíos y hermano mayor. Ya sea porque Ogotai se obstinase o porque los augurios le fueran adversos transcurrieron cincuenta días de incertidumbre y ansiedad. Entonces los Orkhones y guerreros ancianos fueron a ver a Ogotai y le dijeron airadamente: "¿Qué haces tú? ¡El mismo Kan te había escogido por sucesor! Tulí unió su voz, repitiendo Ias últimas palabras de su padre, y Ye-Lui Chut-sai, el sabio catayano, tesorero real, empleó todo su saber en prevenir una posible calamidad. Tulí, turbado, preguntó al astrólogo si este día no era adverso. «Después de esto —contestó inmediatamente el catayano—, ningún día puede ser favorable». Y apremió a Ogotai para que ocupara sin dilación el trono áureo sobre el estrado cubierto de fieltro. Cuando el nuevo emperador lo hizo, Ye-Lui Chut-sai fue al lado de Chatagai y le dijo: «Eres el mayor, pero eres un súbdito. Siendo el mayor, aprovecha este momento para ser el primero en postrarte ante el trono». Después de un momento de vacilación, Chatagai se arrodilló ante su hermano, y todos los oficiales y nobles del consejo siguieron su ejemplo. Ogotai fue reconocido Ka Kan. Salieron todos e inclinaron sus cabezas en dirección el Sur. La multitud en el campo, hizo lo mismo.
Se sucedieron los días de festejos. El tesoro que Gengis Kan había dejado, las riquezas reunidas, procedentes de todos los ámbitos del mundo, se repartieron entre los demás príncipes y oficiales del ejército.[19] Ogotai perdonó a todos los hombres acusados de maledicencia desde la muerte de su padre. Para un mongol de su época reinó tolerantemente y escuchó los consejos de Ye-Lui Chut-sai[20] que trabajaba con heroica fortaleza por consolidar el Imperio de sus señores con una mano, e impedir con la otra que los mongoles siguiesen aniquilando seres humanos. En cierta ocasión en que Subotai, el terrible orkhon, que hacía la guerra en unión de Tulí por tierras de Sung, deseaba degollar a los habitantes de una gran ciudad, osó oponerse el sabio canciller, diciendo: «Durante todos estos años, en Catay, nuestros ejércitos han vivido de las cosechas y riquezas de esta gente. Si destruimos los hombres, ¿de qué nos servirá la tierra desnuda?» Ogotai accedió al punto, y las vidas de millón y medio de chinos, que estaban dentro de la ciudad, fueron perdonadas. Ye-Lui Chut-sai estableció en forma regular la recaudación de tributos; una cabeza de ganado por cada cien mongoles, y una cantidad determinada de plata y seda cada familia de Catay. También aconsejó a Ogotai que nombrase a los catayanos ilustrados altos jefes de la tesorería y de la administración. «Para hacer una vasija —indicó—, te vales de un alfarero. Para conservar las sumas y los informes, debes emplear hombres instruidos». «Bien —replicó el mongol— haz uso de ellos».
En tanto que Ogotai construía para sí un palacio, Ye-Lui Chut-sai fundaba escuelas para los jóvenes mongoles. Quinientos vagones llegaban cada día a Karakorum, llamada ahora «Ordubaligh» (la corte), conduciendo provisiones, grano y mercaderías preciosas para los almacenes y el erario del emperador. El poder de los Kanes del desierto estaba firmemente asentado sobre la mitad del mundo. Al contrario de lo que sucedió al Imperio de Alejandro, los dominios del conquistador permanecían intactos después de su muerte.
Gengis había reducido los clanes mongoles a la obediencia de un gobernante. Les había dado un código rígido, primitivo sí, pero bien adaptado a sus fines; y durante su caudillaje militar, había puesto las bases de la administración del Imperio. En esta última labor, su auxiliar más valioso fue Ye-Lui Chut-sai.
La mayor herencia que el conquistador dejó a sus hijos fue, sin duda, el ejército mongol. Ogotai, Chatagai y Tulí organizaron a su gusto sus hordas, sus ejércitos personales, como pueden llamarse. Pero el sistema de movilización, de adiestramiento y de maniobras en la guerra subsistía tal como Gengis Kan lo había establecido. Además, con Subotai y otros generales tenían los hijos del mongol veteranos sumamente aptos para la tarea de extender el Imperio. Gengis había inculcado en sus hijos y súbditos la idea de que los mongoles eran señores naturales del mundo. Había roto la resistencia de los Imperios más poderosos; de manera que la terminación de la obra fue, relativamente, sencilla para ellos y para Subotai. Podía considerarse el ejército como una barredora pasado el primer avance.
En los primeros años del reinado de Ogotai, un general mongol, Charmagan, derrotó a Jelal-ed-Din y acabó con él, consolidando las regiones del oeste del Caspio y a Armenia. Durante el mismo tiempo, Subotai y Tulí avanzaban al extremo sur del Hoang Ho y sojuzgaban el resto de los chinos. En 1235, Ogotai celebró un consejo, en el cual fue decidida la segunda gran invasión de la conquista mongola. Batu, primer Kan de la horda áurea, fue enviado con Subotai al oeste, para desdicha de Europa, hasta el Adriático y las puertas de Viena.[21] Otros ejércitos marcharon a Corea, China y la Persia meridional.
Los diez años siguientes fueron pródigos en encontrados acontecimientos: la creciente enemistad entre la casa de Chatagai y la de Ogotai; la breve aparición de Kuyuk, que no se sabe si fue cristiano nestoriano, pero que gobernó con ministros cristianos (uno de ellos el hijo de Ye-Lui Chut-sai) y que construyó una capilla delante de su tienda. Después pasó el gobierno de la casa de Ogotai a los hijos de Tulí, Mangu y Kubilai Kan.[22] Y la tercera y más extensa invasión arrasó el mundo.
Hulagu, el hermano de Kubilai, ayudado por el hijo de Subotai, invadió la Mesopotamia, tomó Bagdad y Damasco, destruyendo para siempre el poder de los Califas y llegó casi a la vista de Jerusalén. Antioquia, conservada por los descendientes de los cruzados cristianos, llegó a someterse a los mongoles, que llegaron en el Asia Menor hasta Esmirna y casi a una semana de camino de Constantinopla. Y casi al mismo tiempo, Kubilai lanzó su armada contra el Japón y extendió sus fronteras hasta los estados malayos y más allá del Tibet, hasta Bengala. Su reinado (1259-1294) fue la edad de oro de los mongoles.[23] Kubilai se apartó de las costumbres de sus padres, trasladó la corte a Catay y fue por sus hábitos, más chino que mongol.[24] Gobernó con moderación y trató a los pueblos sometidos con humanidad. Marco Polo nos ha dejado un animado cuadro de su corte.
Pero el cambio de la corte a Catay fue el preludio de la disgregación del imperio central. Los IL-Kanes de Persia, descendientes de Hulagu, "que alcanzaron su mayor grandeza bajo Ghazan Kan, alrededor de 1300, se encontraban a excesiva distancia del Ka Kan para estar en contacto con él. Estuvieron a punto de hacerse mahometanos. Idéntica era la situación de la horda dorada en las proximidades de Rusia. Los mongoles de Kubilai estaban convirtiéndose al budismo, y las guerras religiosas y políticas siguieron a la muerte del nieto de Gengis Kan. El imperio mongol se deshacía gradualmente en reinos independientes. Hacia 1400, un conquistador turco. Timur-i-lang (Tamerlán) unió el Asia central y porciones de Persia y quebrantó la horda dorada fundada por Batu, hijo de Juchi. Hasta el año de 1368, los mongoles fueron señores de China y fue en el año 1555 cuando perdieron sus últimas plazas fuertes de Rusia por obra de Iván Grodznoi (Iván el Terrible). Alrededor del mar Caspio, sus descendientes, los Uzbegs, fueron una potencia bajo Sharbani, en 1500, y empujaron a Babar, el Tigre, descendiente de Gengis Kan, hacia la India, donde fue el primero de los grandes moghuls. A mediados del siglo XVIII, 600 años después del nacimiento de Gengis Kan, antes de que los últimos descendientes del conquistador abandonasen sus plazas fuertes, los moghuls,[25] en el Indostán, dieron entrada a los ingleses y el Este se rindió a los ejércitos del ilustre emperador chino K'ien lung. Los Kanes tártaros de la Crimea llegaron a ser súbditos de Catalina la Grande, al mismo tiempo que la infortunada horda del Kalmuk o Torgut evacuaba los pastizales del Volga y emprendía una horrible marcha hacia el Este camino de su primitiva patria, marcha descrita con vivos colores por De Quincey en su «Fligh of a Tartar Tribe». Una mirada al mapa del Asia Central, a mediados del siglo XVIII, hace ver el último refugio de los clanes nómadas, descendientes de la horda de Gengis Kan. En los extensos espacios entre el turbulento lago Baikal y el mar salado de Aral (escasamente indicado en los mapas de aquella época) y señalado vagamente como «Tartaria» o «Tartaria Independiente», en las comarcas del continente medio, trashumaban de los prados veraniegos a los inviernos, habitando en «yurtas» de fieltro y conduciendo sus rebaños los Karaitas, los kalmucos y mongoles, ignorantes por completo de que por esos mismos valles había marchado a la muerte el Preste Juan de las Indias y había avanzado, para aterrar al mundo, el estandarte de las nueve colas de yak de Gengis Kan.
Así terminó el imperio mongol disolviéndose en los clanes nómadas, de donde había salido, dejando restos de pacíficos pastores donde antaño los guerreros se agrupaban. El breve y terrible espectáculo de los jinetes mongoles había desaparecido casi sin dejar rastro. La ciudad desértica de Karakorum quedó enterrada bajo las olas de arena. La tumba de Gengis Kan quedó oculta en un bosque, cerca de uno de los ríos de su tierra nativa. Las riquezas que el Gran Kan reunió fueron distribuidas entre los hombres que le sirvieron. Ningún túmulo señala el lugar donde yace Burtai, la esposa de su juventud. Ningún mongol ilustrado, contemporáneo suyo, recogió en un poema los acontecimientos de su vida. Sus hazañas las recuerdan casi todos sus enemigos. Tan devastador era su empuje contra la civilización que, virtualmente, un nuevo principio se impuso en medio mundo. Los imperios de Catay, el de Preste Juan, el de Catay Negro, de Karesmia y, después de su muerte, el califato de Bagdad, Rusia y los principados de Polonia, cesaron de existir. Cuando este bárbaro indomable, conquistaba una nación, cesaba toda otra guerra. El curso de la vida, triste o alegre, se alteraba, y entre los supervivientes de una conquista mongol, la paz duraba largo tiempo. Los feudos de sangre de los grandes duques de la antigua Rusia, señores del Twer y Vladimir y Susdal, se hundieron bajo el peso de una gran calamidad. Todas estas figuras de un mundo antiguo se nos aparecen sólo como sombras. Los Imperios se desmoronaron bajo la avalancha mongol, y los monarcas caminaban a la muerte por desiertos pavorosos. No se sabe lo que hubiera acontecido de no vivir Gengis Kan.
Pero lo que aconteció fue la paz mongola. Como la paz romana, hizo que la cultura brotara de nuevo. De un lado a otro se habían mezclado las naciones, o por mejor decir, los restos de ellas. La ciencia y el arte mahometanos fueron introducidos en el lejano oriente; la inventiva china y su habilidad administrativa penetraron en el Oeste. En los desvastados jardines del Islam, los eruditos y los arquitectos gozaron, si no de una edad de oro, al menos de una edad de plata bajo los IL-Kanes mongoles. Y el siglo XIII, el siglo de Yuan, fue notable en China por su magnificencia y literatura, especialmente el teatro. Cuando se realizó de nuevo la coherencia política, después de la retirada de las hordas mongoles, aconteció una cosa muy natural, pero inesperada. Más allá de los bélicos ducados rusos, rugió el imperio del Iván el Terrible: y la China, unida por primera vez por los mongoles, apareció como un reino independiente.
Con la llegada de los mongoles y sus enemigos los mamelucos, terminó el largo capitulo de las cruzadas; porque, bajo el dominio mongol, los peregrinos cristianos pudieron visitar seguros el Santo Sepulcro, y los mahometanos el templo de Salomón. Por primera vez, los sacerdotes de Europa podían aventurarse en la lejana Asia, e iban a ella buscando en vano al «viejo de la montaña», que había atormentado a los cruzados, y los reinos de Preste Juan y de Catay. En esta gran sacudida de seres humanos, quizá fuese el resultado más vital la destrucción del absorbente poder del Islam. Con la hueste de Karesmía desapareció el poderío principal mahometano, y con Bagdad y Bokhara se desvaneció la antigua cultura de los Califas e «imans». El árabe dejó de ser, en medio mundo, el idioma universal de los eruditos. Los turcos fueron arrojados del Oeste, y un «clan», el de los othmanos (llamados ottomanos), llegó a ser, con el tiempo, señor de Constantinopla. Un lama de rojo sombrero, llamado del Tibet para presidir la coronación de Kubilai, llevó de sus montañas la jerarquía de los monjes de Lhassa. Gengis Kan, el destructor rompió las barreras de las obscuras edades. Abrió carreteras, y Europa entró en contacto con las artes de Catay. En la corte de su hijo, príncipes armenios y nobles persas se reunían con príncipes rusos. Una eclosión general de ideas siguió a la apertura de los caminos; una continuada curiosidad, respecto a la lejana Asia, aguijoneó a los europeos. Marco Polo siguió a Fray Rubriquis en Kambalu. Dos siglos después, Vasco de Gama se puso en marcha para encontrar el derrotero hacia el mar de las Indias y Colón salió para alcanzar, no las Américas, sino la tierra del Gran Kan.