El lugar elegido para la reunión fue una pradera de siete leguas de circuito, lugar ideal para el pensamiento mongol, porque las aves acuáticas llenaban los fangales del río y faisanes dorados volaban a ras de la fresca hierba. Había allí prados abundantes y caza en las partes bajas. Era a principios de la primavera, el mes de la «Kurultai». Puntuales empezaron a llegar los caudillos de la horda. Únicamente el laborioso Subotai, llamado de Europa, llegó un poco después. Vinieron de todos los cuadrantes águilas del imperio, generales, de lejanas fronteras, errantes «tarkhans», reyes tributarios, embajadores. Habían viajado mucho para asistir a esta reunión nómada y no llevaban consigo una humilde comitiva. Las «kibitkas» de Catay llegaron conducidas por parejas de bueyes y cubiertas de seda. Sobre sus plataformas ondeaban las banderas conquistadas. Los jefes de las laderas del Tibet tenían sus vagones cubiertos, dorados y laqueados, arrastrados por hileras de peludos «yaks», animales muy preciados de los mongoles, de anchos cuernos y sedosas colas blancas. Tulí, señor de la guerra, venía de Korassan, trayendo filas de camellos blancos. Chatagai descendía de las comarcas nevadas, conduciendo un centenar de millares de caballos. Estos oficiales de la horda se adornaban con telas de oro y plata, se cubrían con capotes de cebellina y se envolvían en pieles de lobo gris plateado, para proteger sus galas.
De T'ian shan vino el Idikut de los ugures, el más estimado de todos los aliados, y el León Rey de la gente cristiana, jefes kirghises, carianchos, que rendían su obediencia al conquistador, turcomanos de largos miembros en ropajes imponentes. Los caballos, en lugar de lucir gualdrapas, iban enjaezados con sonoras mallas; los arneses, lustrados con bruñido trabajo de plata, deslumbraban de joyas. Del Gobi llegó el muy estimado y joven Kubilai, el hijo de Tulí, de nueve años de edad. Había sido autorizado para agregarse a la primera reunión, acontecimiento importante para este nieto del emperador. Gengis Kan, con su propia mano, completó la ceremonia de la iniciación. Los caudillos de las hordas se reunían ahora en el lugar de la «Kurultai», pabellón blanco tan grande que podía cobijar a dos mil hombres. Tenía una entrada que sólo podía utilizar el Kan. Los guerreros, con sus escudos, en la gran entrada frente al sur, era únicamente una rutinaria montada. Tan rígida era la disciplina en la horda y tan firmemente establecida estaba la costumbre del imperio, que ninguna persona, sin autorización, se aventuraba por los cuarteles del conquistador.
Así como al principio llevaban al Kan, al Gobi, caballos, mujeres y armas capturados, los jefes de la horda y los reyes tributarios ofrecíanle ahora presentes de una nueva clase, lo mejor de los tesoros recogidos en medio mundo. «Nunca, dice la crónica, se había visto tal esplendor. En lugar de la leche de yegua, los príncipes del imperio tenían hidromiel y vinos blancos y dorados de la Persia. El Kan mismo mostraba su predilección por los vinos del Shiraz. Se sentaba en el áureo trono de Mohamed, que había traído de Samarcanda, y a su lado .descansaban el cetro y la corona del difunto emperador del Islam». Cuando el consejo se reunió, asistió a él la madre del sultán mahometano con cadenas en las muñecas. Debajo del trono se colocó un cuadrado de fieltro gris, tejido de pelo de animales, como símbolo de la antigua autoridad sobre el Gobi.
A los caudillos que estaban reunidos, les relató Gengis las campañas de los tres años últimos. «Yo he conseguido gran poder —les dijo gravemente— por obra del «Yassa». Vivid obedientes a las leyes». El perspicaz mongol no predicó las palabras en ostentación de sus hazañas. Su propósito era conseguir obediencia a las leyes. El no necesitaba aconsejar ni guiar en persona a sus oficiales. Estos eran aptos para hacer la guerra por su propio acuerdo, y vio claramente el peligro de una división entre ellos. Para dar idea de la extensión de sus conquistas, hizo pasar ante el trono, uno por uno, a todos los embajadores que le visitaban. A sus tres hijos les dijo unas palabras de consejo: «No permitáis que la disputa se introduzca entre vosotros. Sed fieles y constantes a Ogotai». Después de un mes de fiestas en la «Kurultai», llegaron a este concurso los dos huéspedes mejor recibidos: Subotai, que venía de los límites de Polonia trayendo consigo a Juchi. El veterano orkhon había buscado a Juchi, el primogénito y le persuadió de que asistiera al consejo y compareciera ante su padre. De este modo, Juchi se presentó al Kan y se arrodilló oprimiendo su mano contra su frente. El viejo conquistador, que quería mucho a Juchi, se congratuló, aun cuando no hizo ostentación de su afecto.
El conquistador de las estepas había traído cien mil caballos kipchakas como presente para su señor. Desdeñando la corte, Juchi pidió permiso, que le fue concedido, para volver al Volga. El concurso se disolvió. Chatagai volvió a sus montañas y las hordas tomaron el camino de Karakorum. El cronista dice que cada día de viaje, Gengis Kan llamaba a Subotai para que le relatase sus aventuras por el Occidente del mundo.