En este memorable otoño, hubo poco tiempo para otra cosa que no fuese la guerra. Herat y las demás ciudades se alzaron contra los conquistadores. Según decían los mensajes, enviados por los cuerpos de observación, Jelal-ed-Din estaba reuniendo un ejército en el Este. Gengis Kan proyectaba enviar a Tulí, su caudillo más seguro, en persecución del príncipe karesmiano, cuando supo el levantamiento del Herat. Entonces mandó a Tulí al Oeste, a Korassan, con varias divisiones. Gengis Kan tomó el campo con 60.000 hombres para encontrar y destruir el nuevo ejército karesmiano. En su camino encontró la poderosa ciudad de Bamiyan, en las líneas Kohi-Baba, y distribuyó sus huestes para el cerco, enviando la mayor parte de sus fuerzas a las órdenes de otro orkhon, para combatir a Jelal-ed-Din. A su tiempo llegaron correos a Bamiyan con noticias de que Jelal-ed-Din tenía 60.000 hombres en sus filas y de que el general mongol estaba en contacto con él, habiendo esquivado varios intentos de los karesmianos para emboscarle. Los escuchas, espiaban los movimientos del terrible príncipe. Lo ocurrido era que un ejército afgano se había juntado, en esta crisis, con Jelal-ed-Din, duplicando su fuerza. Poco después llegaron noticias de que los turcos y afganos habían derrotado al orkhon mongol, arrojando a sus hombres a las montañas.
Gengis Kan arremetió con nueva furia sobre la ciudad que tenía delante. Los defensores habían dejado limpio todo el distrito, quitando incluso las piedras que pudieran emplearse para las máquinas de sitio. Los mongoles no tenían su equipo habitual. Las torres de madera que levantaban contra las murallas, fueron incendiadas por las flechas y la nafta inflamada. Incluso los ganados fueron muertos, utilizando sus pieles para cubrir las armaduras de madera. El Kan ordenó un ataque, el asalto que no se interrumpía hasta que se hubiese tomado la ciudad. En esta ocasión fue muerto uno de los nietos del Kan, que le había seguido al pie de las murallas. El viejo mongol ordenó que el cuerpo del muchacho, a quien amaba por su valor, fuese llevado a las tiendas. Apresuró el asalto y, quitándose el yelmo, atravesó las filas, hasta colocarse a la cabeza de las tropas de asalto. Los mongoles pusieron el pie en una brecha y Bamiyan no tardó en caer. Todo ser viviente fue muerto dentro de sus murallas, y las mezquitas y los palacios fueron demolidos. Todavía llaman los mongoles a Bamiyan «Mou Baligh», la ciudad del dolor.
Una vez tomada, abandonó Gengis Kan la ciudad para reunir sus divisiones dispersas, que buscaban su camino a través de las colinas. El Kan las reunió y alabó su fidelidad. En lugar de condenar al desgraciado orkhon, que había sido derrotado por Jelal-ed-Din, cabalgó con él sobre el lugar de la acción, preguntándole lo que había acontecido e indicándole los errores que había cometido. El príncipe karesmiano no demostró ser tan hábil en la victoria como había sido en la derrota. Tuvo un momento de satisfacción cuando sus hombres atormentaron hasta la muerte a los prisioneros mongoles y se repartieron los caballos y armas capturados. Pero los afganos disputaron con sus oficiales y le abandonaron. Gengis Kan, que marchaba tras él, destacó un ejército para vigilar los movimientos de los afganos. Jelal-ed-Din se retiró al Oeste, hacia Ghazna. Pero los mongoles se apresuraron a seguirle. El persa envió mensajeros para convocar nuevos aliados, que encontraron a los mongoles defendiendo los pasos de las montañas. Con sus 30.000 hombres se precipitó por las laderas y por el valle del Indo. Su propósito era cruzar el río y unirse a los sultanes de Delhi. Pero los mongoles que llevaban cinco días siguiéndole, se hallaban a medio día de marcha. Gengis Kan casi no había permitido a sus hombres desmontar para cocer su comida. Desesperado, el príncipe karesmiano quiso apresurarse a pasar el río, y averiguó que había llegado a un lugar donde el Indo era demasiado rápido y profundo para cruzarlo. Volvió, pues, al abra protegido su flanco izquierdo por las lomas de una montaña y el derecho por una curva del río. La caballería del Islam exploraba alrededor de sus propias tierras, preparada para sus fuerzas con el inexorable mongol. Jelal-ed-Din ordenó que todas las embarcaciones de la orilla fuesen destruidas de modo que sus hombres no pensasen en huir. Su posición era fuerte. Pero o se sostenía o era aniquilado. Al amanecer, los mongoles avanzaron a lo largo de la línea. Habían salido de la obscuridad formados. Gengis Kan con sus estandartes y los 10.000 jinetes de la guardia imperial iba en reserva, detrás del centro. El impetuoso príncipe karesmiano fue el primero que envió sus hombres hacia adelante. Su ala derecha, la parte más fuerte siempre de un ejército mahometano en aquella época, estaba bajo las órdenes del emir Malik. Escaramuzó con la izquierda del Kan y dio una carga a lo largo del Indo, obligando a los mongoles a retroceder por esta parte. Como de ordinario, los escuadrones mongoles se dispersaron, siendo reorganizados bajo las órdenes de uno de los hijos del Kan. Pero fueron obligados a retroceder de nuevo. Por su derecha, los mongoles estaban contenidos por una barrera de elevadas y estériles cordilleras. Allí se detuvieron. Jelal-ed-Din destacó fuerzas de esta parte de su línea para apoyar el avance del ala derecha del emir Malik. Y después, durante el día, retiró más escuadrones de entre los defensores de la montaña para reforzar su centro. Determinó arriesgar un lance de fortuna y cargó con lo mejor de su horda sobre el centro mongol, cortando en dirección del estandarte y buscando al Kan. El viejo mongol no estaba allí. Le habían muerto un caballo y, montando en otro, había marchado a otra parte. Fue un momento de victoria aparente para los karesmianos. Y el ulular de los mahometanos se alzó sobre el ruido de los cascos, el chocar de los aceros y los ayes de los heridos. El centro mongol, sumamente debilitado por esta carga prosiguió la lucha obstinadamente. Gengis Kan había observado la retirada de casi toda el ala izquierda karesmiana, situada sobre las alturas, y ordenó a un jefe de «tumans», Bela Noyon, que fuese con los guías y cruzase las montañas a toda costa. Era éste el antiguo movimiento envolvente de los mongoles, la vuelta del estandarte. El «noyon», con sus hombres siguió a los guías por las escarpadas gargantas y subió por senderos de cabras que parecían impracticables. Algunos guerreros cayeron en los precipicios; pero la mayor parte ganó las lejanas extremidades durante el día y descendió sobre el resto de los hombres que había dejado Jelal-ed-Din para proteger este punto. Sobre la barrera montañosa, el flanco karesmiano giró. Bela Noyon cargó sobre el campo enemigo.
Entre tanto, Gengis Kan tomó el mando de sus diez mil hombres de caballería pesada y marchó, no hacia el centro amenazado, sino hacia la derrotada ala izquierda. Su carga contra los guerreros del emir Malik fue arrolladora. Sin perder tiempo en seguirles, el Kan hizo girar a sus escuadrones y los dirigió contra el flanco del centro, donde estaban las tropas de Jelal-ed-Din. Había separado por el río el ala del príncipe karesmiano. Los valerosos, pero fatigados mahometanos, habían sido vencidos e imposibilitados por la sagacidad del viejo mongol, y por una maniobra tan perfecta como el movimiento final de un jaque mate. El término llegó rápido e inexorable. Jelal-ed-Din dio una última y desesperada carga contra dos jinetes de la guardia, e intentó retirar sus hombres hacia el río. Fue perseguido y sus escuadrones deshechos. Bela Noyon, arremetió contra él. Cuando Jelal ganó las escarpadas orillas del Indo, no tenía a su alrededor más que setecientos acompañantes. Comprendiendo que había llegado el final, montó en un caballo fresco, se quitó la armadura y con sólo su espada, su arco y un carcaj de flechas, lanzó su corcel por el extremo de la orilla, sumergiéndose en la rápida corriente y vadeándola hacia la orilla opuesta. Gengis Kan había dado órdenes de que el príncipe fuese cogido vivo. Los mongoles habían caído sobre los últimos karesmianos. El Kan fustigó su caballo y atravesó el campo de batalla para observar al guerrero, a quien había visto saltar riberas de veinte pies. Durante algún tiempo contempló en silencio a Jelal-ed-Din, y llevándose un dedo a los labios profirió una exclamación de alabanza: «¡Dichoso el padre de semejante hijo!…»
Aunque admiraba el valor del príncipe karesmiano no pensaba perdonar a Jelal-ed-Din. Algunos de sus mongoles quisieron marchar tras de su enemigo; pero el Kan no lo permitió. Contemplaba a Jelal-ed-Din y le vio llegar a la orilla opuesta, a despecho de la corriente y las ondas. Al día siguiente, y por un sitio del río que podía cruzarse, envió una «tuman» en su persecución, dando este encargo a Bela Noyon, el mismo jefe que había conducido una división sobre los escarpados senderos del campo karesmiano. Bela Noyon saqueó Multan y Lahore, y siguió el rastro del fugitivo; pero lo perdió entre las multitudes, en el camino del Delhi. El agobiante calor deshizo a los hombres del Gobi. El «noyon» regresó, diciendo al Khan: «El calor de este lugar mata a los hombres y el agua no está fresca ni limpia».
De este modo la India, excepto esa porción septentrional, estaba abierta a la conquista mongola, Jelal-ed-Din sobrevivió. Pero su momento había pasado. Peleó de nuevo contra la horda; pero como un partidario, un aventurero sin patria. La batalla del Indo fue el último esfuerzo de la caballería karesmiana. Desde el Tibet al mar Caspio, la resistencia estaba vencida, y los supervivientes de los pueblos del Islam fueron esclavos del conquistador. Terminada la guerra, los pensamientos del viejo mongol se dirigieron hacia su tierra, como en Catay: «Mis hijos vivirán para desear tierras y ciudades como éstas —dijo—, pero yo no».
Era necesario su regreso a la lejana Asia. Muhuli había muerto, después de uncir firmemente el yugo mongol sobre los chinos. En el Gobi el consejo de los Kanes estaba impaciente y disputaba. En los reinos de Hia, ardía la rebelión. Gengis Kan dejó su horda en el Indo. Supo que Hia, en los apartados declives del Tibet, no estaba a más de ochocientas millas de distancia, cuando entró en los extensos valles de Cachemira. Pero, como Alejandro antes, también Gengis encontró el camino obstruido por los macizos de impenetrables sierras. Más sabio, empero, que Alejandro, volvió sin titubear y emprendió la retirada sobre sus pasos alrededor del Techo del Mundo, hacia la ruta caravanera que su invasión había abierto. Atacó Peshawar y volvió a Samarcanda. En la primavera de 1220, había visto por primera vez las murallas y jardines de esta ciudad. Ahora, en el otoño de 1221, su labor bajo el Techo del Mundo había terminado. «Era tiempo —dice el sabio Ye-Lui Chut-sai— de poner término a las matanzas».
Cuando la horda dejó detrás de si las últimas ruinas del Sur, el Kan dio la orden habitual de quitar la vida a todos los cautivos. En este camino pereció una desdichada multitud que había seguido a los nómadas. Las mujeres de los monarcas mahometanos fueron llevadas al Gobi, y en el extremo del camino lloraron ante la última vista de su tierra natal. Dícese que un momento el Kan ponderó el sentido de sus conquistas: «¿Crees —preguntó a un sabio del Islam—, que la sangre que he derramado será rememorada por el género humano contra mí?». Recordaba la sabiduría elevada del Islam, que había intentado comprender y había desechado sin curiosidad. «Yo he considerado la sabiduría de los sabios y veo ahora que he matado sin conocimiento de lo que hacía rectamente. Pero ¿qué interés tenía yo por esos hombres?» Con los refugiados en Samarcanda, que venían por miedo a traerle presentes, fue amable. Habló con ellos, les explicó de nuevo los breves acontecimientos de su difunto Shah, que no había sabido conservar su palabra ni defender a su pueblo. Nombró gobernadores de entre ellos y les concedió lo que puede llamarse sufragio en el imperio mongol, una sombra de protección en el «Yassa». Estos hombres iban a ser recogidos por sus nietos dentro de poco. El conquistador sentía los achaques de viejas heridas y parecía comprender que sus últimos días en el mundo se aproximaban. Deseaba tener todo en orden, ver la rebelión sofocada y el «Yassa» observado, y sus hijos con autoridad. Envió por los caminos de posta una convocatoria a todos los altos jefes para que asistiesen a un gran consejo, sobre el río Syr cerca del lugar donde por vez primera había entrado en Karesmia.