Durante este tiempo —dice la crónica de un príncipe de Korassan—, yo estaba viviendo en mi castillo sobre una elevada y pedregosa ladera. Era una de las más poderosas de Korassan, y, si la tradición ha de creerse, residencia de mis antepasados desde que el islamismo se introdujo en estas tierras. Como está próxima al centro de la provincia, servía de refugio a los prisioneros fugitivos y a los habitantes que habían escapado a la cautividad o la muerte, que traían los tártaros. Pasado algún tiempo, los tártaros aparecieron delante de mi fortaleza.
Cuando vieron que no podían tomarla, solicitaron, como precio de su retirada, diez mil vestidos de algodón y mayor cantidad de otros objetos, aun cuando ya estaban colmados con el botín de Nesa. Yo accedí. Pero cuando estuvo dispuesto el rescate, no podía encontrarse a nadie que lo llevase, porque todos sabían que el Kan tártaro quitaba la vida a todo el que cayese en sus manos. Por último ofreciéronse dos ancianos, enviándome a sus hijos y confiándolos a mi cuidado, si perdían las vidas. En efecto, los tártaros les dieron muerte antes de partir. Pronto se extendieron estos bárbaros por todo Korassan. Cuando llegaban a un distrito, empujaban ante ellos al paisanaje, llevando los cautivos a la ciudad que deseaban tomar, para utilizarlos en los trabajos de las máquinas sitiadoras. El espanto y la desolación llegaron a penetrarlo todo. El hombre que había sido hecho prisionero, estaba más tranquilo que el que esperaba en su casa sin saber lo que el destino le tendría reservado. Los jefes y nobles fueron obligados a ir con sus vasallos y máquinas de guerra. Quien no obedecía era, sin excepción, muerto."
Tulí, el hijo menor del Kan, el Maestro de la Guerra, era el que así invadía las fértiles provincias de Persia. Le había ordenado su padre que buscara a Jelal-ed-Din. Pero el príncipe karesmiano escapó, y el ejército mongol marchó contra Mery, la joya de las arenas, la ciudad del placer de los «shahs». Se detuvo junto al río de los Pájaros, en «Murgh Ab», que ocultaba en sus bibliotecas muchos millones de volúmenes manuscritos. Los mongoles descubrieron en las cercanías una columna errante de turcomanos. La dispersaron y Tulí dio con sus oficiales la vuelta a las murallas estudiando las defensas. Las líneas mongoles, se extendían muy compactas. Tulí completó su investigación. El ganado de los turcomanos estaba pastando. Irritado por la pérdida de mil de sus mejores hombres —la guardia imperial del Kan—, Tulí se lanzó sobre la mural a de Mery, construyendo un terraplén frente a el a y cubriendo sus ataques con disparos de flechas.
Veintidós días duró este ataque, y durante la calma que siguió envióse un «imán» a los mongoles, que le recibieron con toda cortesía. El «imán» regresó a sus líneas felizmente. Parece ser que este sacerdote no vino en nombre de la ciudad misma, sino por mandato del gobernador, un tal Merik. Tranquilizado por el regreso del «imán», el gobernador envió al mongol tiendas con ricos presentes, vasos de plata y vestidos enjoyados. Tulí, maestro de disimulo, había enviado a Merik un vestido de honor y le invitó a comer en su propia tienda. Convenció al persa de que sería clemente. «Cita a tus amigos y compañeros escogidos —dijo Tulí—, yo encontraré labor para que ellos la realicen y les honraré». Merik envió a un criado para que avisase a sus íntimos, los cuales vinieron y se sentaron junto al gobernador, durante el festín. Entonces Tulí pidió una lista de los seiscientos hombres más ricos de Mery, y el gobernador y sus íntimos escribieron, obedientes, los nombres de los señores y mercaderes más ricos. Seguidamente, ante el horrorizado Merik fueron sus compañeros estrangulados por los mongoles. La lista de los seiscientos nombres, escrita por el propio gobernador, fue llevada a la puerta de Mery por uno de los oficiales de Tulí, que exigieron la entrega de los inscritos. Estos no tardaron en aparecer. Fueron puestos bajo la vigilancia de los centinelas. Los mongoles se hicieron dueños y sus cuadril as de jinetes irrumpieron en las cal es de Mery.
Todos los habitantes fueron alineados en la llanura con sus familias y tantas mercancías como pudieron llevar. La evacuación duró cuatro días.
En medio de la muchedumbre de cautivos, Tulí sentado, vigilaba desde su sillón, sobre un estrado dorado. Sus oficiales separaron a los jefes persas, llevándolos a presencia del mongol. Ante las miradas de los soldados inermes, cayeron cortadas las cabezas de los jefes de Mery. Después, los hombres, las mujeres y los niños fueron separados en tres grupos. Se obligó a los hombres a arrojarse al suelo con los brazos cruzados sobre las espaldas. Esta desdichada multitud fue luego repartida entre los guerreros, que los estrangularon y remataron a cuchilladas, excepto cuatrocientos artesanos que necesitaba la horda y algunos niños que conservaron como esclavos. Los seiscientos habitantes más poderosos tuvieron otra suerte. Fueron torturados hasta que dijeron a los mongoles dónde habían escondido sus tesoros. Las viviendas vacías fueron escudriñadas por los mongoles, que demolieron las paredes. Tulí se retiró. Parece ser que los únicos supervivientes de la ciudad fueron cinco mil mahometanos, que se habían ocultado en las cloacas. Pero no sobrevivieron mucho. Algunas tropas de la horda volvieron a la ciudad y les dieron caza, dejando el lugar vacío de vidas humanas.
Fueron engañadas y asaltadas de esta forma, una por una, muchas ciudades. En un lugar se habían salvado algunos, ocultándose entre el hacinamiento de los cuerpos muertos. Supieron esto los mongoles, cuyos jefes publicaron una orden para que en lo futuro fueran cortadas las cabezas de los habitantes. En la ruina de otra ciudad, algunos grupos de persas iban a salvarse; pero una patrulla de mongoles retrocedió con orden de exterminarlos.
Los nómadas entraron en el campo, acosaron y cazaron a la desdichada gente con menos compasión que si hubieran sido animales. En efecto, esta guerra era muy semejante a la caza de animales. Todo ardid de ingenio era válido para destruir seres humanos. En las ruinas de un lugar, los mongoles obligaron a un almuédano cautivo a convocar a la oración desde un alminar. Los mahometanos que acechaban en sus escondrijos, acudieron en la creencia de que los terribles invasores se habían marchado. Todos fueron exterminados.
Cuando los mongoles abandonaban una ciudad, destruían y quemaban todos aquellos elementos que pudieran conservarse. Procuraban que los que escaparan de sus espadas, murieran de hambre. En Urgench, donde la larga defensa había hecho sufrir a los mongoles, éstos desviaron la presa del río sobre el castillo cambiando su curso de modo que corriese por escombros de casas y murallas. Este .cambio del curso del Amu ha confundido durante mucho tiempo a los geógrafos. Estos detalles son demasiado horribles para divulgarse actualmente. Fue la guerra llevada a su límite extremo, a un límite que casi se alcanzó en la pasada guerra europea. Era el exterminio de seres humanos, sin odio y solamente por dar fin a el os. Gengis arrasó las tierras que eran el corazón del Islam. Los supervivientes de las matanzas vivían tan desalentados, que no se cuidaban de nada, excepto de buscar alimento y escondrijo, temerosos de abandonar los matorrales, hasta verse obligados a huir, por los lobos que acudían al olor de los muertos insepultos. Semejante situación, en las ciudades destruidas, era aborrecible para los seres humanos. Las ruinas eran como una cicatriz sobre el rostro de una tierra antes fértil. Más que nunca, puede decirse que el campo fue arado y el grano sembrado entre sepulcros.
Los nómadas valoraban la vida humana menos que el suelo, que proporciona granos y animales. Fueron destruyendo las ciudades. Gengis Kan había paralizado el movimiento progresivo de la rebelión, había roto la resistencia de que pudiera formarse contra él. No podía permitirse la compasión. «Os prohíbo mostrar clemencia —había dicho a sus mongoles— con mis enemigos, sin orden expresa mía. Sólo el rigor conserva sumisos los espíritus. Un enemigo conquistado no está subyugado, y siempre odia a su nuevo señor». No había empleado iguales medidas en el Gobi, ni tan excesiva crueldad en Catay. Aquí, en el mundo del Islam, aparecía como un verdadero azote. Censuró duramente a Tulí porque éste, después de matar a diez mil partidarios del sultán Jelal-ed-Din, había perdonado a los habitantes del Herat, región que se había rebelado contra su yugo asesinando al gobernador mongol. Otras ciudades se enardecían momentáneamente cuando el joven sultán las visitaba y arengaba. Pero los escuadrones del Kan llegaban pronto a sus puertas. El destino de Herat no fue menos espantoso que el de Mery. Los chispazos de resistencia fueron apagados de modo terrible. Pero en este momento un peligro se había presentado: «la jihad» o guerra santa.
Ahora los devotos mahometanos llamaban al mongol el «maldito». El fuego se extinguía. Los hombres del Islam tenían un caudillo; pero el centro de su mundo yacía en ruinas y Jelal-ed-Din, el único que podía haberlos conservado unidos, asumiendo el mando contra el viejo conquistador mongol, era vigilado por los cuerpos mongoles de exploración y no tenía ni tiempo ni ocasión para reunir un ejército. Cuando llegaron los calores del segundo verano, el Kan condujo la mayor parte de su horda a las alturas arboladas del Hindú Kuch, por encima de los ardientes valles. Permitió a sus hombres construir campamentos de reposo. Los cautivos, nobles y esclavos, jueces y mendigos, fueron enviados a la cosecha de trigo. No había caza durante este tiempo y la enfermedad hacía estragos en la horda. Podían los mongoles permanecer durante un mes o dos en los pabellones de seda de las cortes derrotadas. Los hijos de los «ata-begs» turcos y «amirs» persas eran sus coperos. Las mujeres más hermosas del Islam recorrían sin velo los campos, contempladas ávidamente por los labradores de los trigales, que sólo disponían de harapos con que cubrir sus cuerpos y tenían que arrebatar su alimento a los perros, cuando los guerreros les ordenaban comer. Turcomanos selváticos, ladrones de caravanas, bajaban de las alturas para fraternizar con los invasores y contemplar asombrados la plata, el oro, los infinitos vestidos bordados que se amontonaban bajo los cobertizos, esperando ser conducidos al Gobi. Aquí había médicos (una novedad para los nómadas) que atendían a los enfermos, y hombres doctos que discutían con los catayanos, mientras los merodeadores del Gobi escuchaban tolerantes, comprendiendo a medias y con poco interés.
Pero para Gengis Kan quedaba la inacabable tarea de la administración. A él llegaban correos de los Orkhones en Catay y de Subotai, que corría las estepas rusas. Y mientras estaba dirigiendo las operaciones militares en estos dos frentes, había de hallarse también en contacto con el consejo de los Kanes del Gobi. Pero no satisfecho con los mensajes, Gengis Kan hizo venir a sus consejeros al Hindu-Kuch, y, a pesar de que tenían que realizar el largo viaje por senderos escarpados y por tierras desérticas, ninguno se quejó. Para abrir nuevas vías entre el este y el oeste, el Kan ideó las «yams» o caballos de posta mongoles. Eran los expresos del siglo XIII en el Asia.