En tanto que los dos Orkhones invadían el este del mar Caspio, los dos hijos del Kan caminaban hacia otro mar interior, conocido hoy con el nombre de mar de Aral. Habían sido enviados para recoger noticias del Shah y cortarle la retirada. Conociendo, finalmente, que Mohamed estaba en la tumba, siguieron el extenso Amu, a través de las estepas arcillosas, hacia la ciudad natal de los karesmianos. Aquí se detuvieron los mongoles en largo y penoso asedio.
Careciendo de grandes piedras para sus máquinas lanzadoras, cortaron en bloques troncos de gruesos árboles y remojaron la madera hasta tenerla lo suficientemente pesada para el fin perseguido. En el combate cuerpo a cuerpo, que tuvo lugar una semana dentro de las murallas, los cronistas que emplearon nafta inflamable, nueva arma que pudieron haber tomado de los mahometanos, que la habían empleado, con efectos destructores, contra los cruzados de Europa.
Apresuraron la caída y volvieron a trotar con sus cautivos y botín hacia el cuartel general del Kan. Pero Jelal-ed-Din, hijo valeroso de un padre débil, logró escapar y organizó contra ellos fuerzas de refresco. Entretanto, Gengis Kan había retirado a sus guerreros de las tierras bajas, durante el calor del verano, ardiente y bochornoso calor que acongojaba a los hombres, acostumbrados a las elevadas altitudes del Gobi. Los llevó a comarcas más frías de la parte posterior del Amu.
Para seguir ocupándolos, mientras los caballos pastaban y con objeto de no relajar la disciplina, dio el Kan órdenes para organizar el pasatiempo favorito de la horda: una expedición de caza. La caza mongol no era ni más ni menos que una campaña regular, dirigida contra los animales en lugar de los hombres. Toda la horda tomaba parte en ella y las reglas estaban formuladas por el mismo Kan.
Esto quiere decir que eran inflexibles. Ausente Juchi, el montero mayor, su lugarteniente galopaba inspeccionando y señalando varios centenares de millas en las colinas. Se colocaban gallardetes que indicaban el punto de partida de los diversos regimientos. Asimismo, se escogía y marcaba a lo lejos la «gurtai» o punto reservado de la casa. Seguidamente los escuadrones de la horda, en continuo maniobrar, se movían de derecha a izquierda, vivaqueando bajo las órdenes de los monteros y aguardando la llegada del Kan, precedido de los sonidos de cuernos y címbalos. Estaban colocados en un medio círculo, poco acentuado, cubriendo unas ochenta millas o más del país. El Kan se presentaba con sus altos jefes, con los príncipes y los nietos jóvenes, formando los jinetes una línea casi cerrada, a veces con dos filas de anchura. Todos ellos llevaban las armas y el equipo que utilizaban contra los enemigos humanos; además, escudos de mimbre.
Los caballos caracoleaban audaces. Los oficiales marchaban detrás de sus jefes.
Empezaba el acoso de los animales. Los guerreros no debían utilizar sus armas contra los animales. Era verdaderamente afrentoso dejar que un animal de cuatro patas se deslizase a través de las líneas. Los guerreros pisaban la maleza, esquivando las hondonadas, trepando por las lomas y gritando y alborotando cuando veían salir de entre el monte un tigre o un lobo. El trabajo era más penoso de noche. Al cabo del primer mes de caza reuníase gran cantidad de animales frente al semicírculo de hombres, dentro del campo, encendían fuegos y ponían centinelas. Guardaban también la contraseña usual, y los oficiales hacían las rondas. No era fácil mantener una línea de centinelas cuando todos los cuadrúpedos de las montañas se hallaban en movimiento, con los ojos centelleando, rompiendo el silencio los aullidos de los lobos y los gruñidos de los leopardos. Más penosa todavía era la labor un mes después cuando el círculo se había estrechado y la multitud de animales empezaba a apercibirse de que estaba acosada. El rigor de la caza era inflexible. Si una zorra entraba en la madriguera, había de ser extraída de nuevo con piquetas. Si un oso caía dentro de un agujero de la roca, un hombre debía ir detrás; pero sin dañar al oso. En la caza surgían muchas ocasiones para que los guerreros jóvenes mostraran su pericia y arrojo, especialmente cuando un jabalí solitario o un rebaño se desviaba y atacaba la línea de los guerreros.
Una parte de la línea encontró la ancha curvatura de un río y se detuvo.
Velozmente fueron enviados correos en línea recta frente al semicírculo de los cazadores, con órdenes de mantener el resto de la línea, hasta que pudiera cruzarse el río. Las bestias hostigadas estaban ya, en su mayor parte, próximas.
Los guerreros se apresuraron en sus caballos, y se deslizaron desde las sillas, colgando de la crin o de la cola. Algunos ataron sus colodras de cuero, herméticamente cerradas, y las utilizaron como toscos flotadores. Una vez en la orilla opuesta montaron de nuevo y prosiguió adelante la caza. Acá y allá aparecía el viejo Kan, vigilando la conducta de los hombres y la forma en que los dirigían los oficiales. No decía nada durante la caza; pero recordaba todos los detalles.
Dirigido por los monteros, el semicírculo cerraba sus alas hacia la «gurtai».
Los animales empezaban a sentir la persecución del acoso; el ciervo saltaba a la vista con temblorosos ijares; los tigres se revolvían con la cabeza baja, gruñendo.
A lo lejos, más allá, de la «gurtai», el círculo se cerraba cada vez más. El formidable clamor de los címbalos y el estruendo de las voces iban haciéndose más potentes. Las filas formaban dos y tres extremos. El Kan, cabalgando entre las masas de hombres y bestias furiosas, hizo una señal. Los jinetes partieron en pos de él. Por antigua costumbre, el Kan debía estar el primero entre las bestias copadas. Llevaba una espada desnuda en una mano y su arco en la otra. Ahora ya era permitido usar las armas. Los cronistas dicen que el Kan elegía la más peligrosa de las bestias enemigas, arrojando sus flechas contra un tigre o dirigiendo su caballo contra los lobos. Cuando había dado muerte a varios animales, separábase del círculo y cabalgaba hacia una colina, abarcando con la vista la «gurtai». Sentábase allí, debajo de un pabellón, para vigilar las proezas de los príncipes y oficiales. Era aquella la palestra de los mongoles, donde todos hacían gala de sus capacidades. Como los gladiadores de Roma, no pocos de los que entraban en la liza, salían despedazados o muertos. Dada la señal para la matanza general, los guerreros de la horda saltaban hacia adelante, hiriendo lo que encontraran a su paso. Todo un día podía transcurrir en esta matanza, hasta que los nietos jóvenes de la horda, llegaban al Kan, como exigía la costumbre, para que a los animales supervivientes se les permitiese vivir. Esta súplica era otorgada y los cazadores volvían las flechas a los carcajs.
Estas cacerías adiestraban a los guerreros. El círculo de jinetes se utilizaba también a veces en la guerra contra los hombres. En este año y en un país enemigo, la caza no duró nada más que cuatro meses. El Kan deseaba estar preparado para la campaña de otoño. Quería encontrar a Juchi y Chatagai, a su vuelta del mar interior, con la noticia de la muerte del Shah.
Hasta ahora los mongoles habían marchado, casi sin interrupción, a través del Islam. Habían cruzado ríos y tomado ciudades con la misma rapidez con que un viajero moderno, provisto de criados y de una caravana, podía caminar de un lugar a otro. Mohamed el Guerrero, excesivamente ambicioso en un principio y harto pusilánime al final, había abandonado a su gente para intentar salvar su persona. Había merecido así la deshonra y una sepultura de mendigo. Como el emperador de Catay, había arrojado sus ejércitos en las ciudades para escapar de la caballería mongol, que permanecía invisible hasta la hora de la batalla y entonces maniobraba en silencio terrible, obedeciendo las señales dadas por los estandartes, señales que eran repetidas a los guerreros del escuadrón por los movimientos de brazo de un oficial. Estas señales se utilizaban durante el día, en la confusión de la lucha, cuando la voz humana no podía oírse y los címbalos y timbales podían ser confundidos por los instrumentos enemigos. Durante la noche, las señales se daban subiendo y bajando linternas coloreadas cerca del «tugh» o estandarte del caudillo.
Después de la primera acometida a la línea septentrional del Syr, Gengis Kan había concentrado sus columnas sobre las que creyó ser las principales ciudades del imperio: Bokhara y Samarcanda. Había roto esta segunda línea sin sufrir molestias y había concentrado la horda en lo que puede llamarse la línea tercera, las fértiles colinas de la Persia septentrional y el Afganistán. Hasta aquí la guerra entre mongoles y turcos, infieles y mahometanos, había sido completamente desastrosa para los últimos. Los mongoles parecían a los débiles turcos ser una encarnación de la ira divina, un azote que por sus pecados les llegaba. Gengis Kan hizo lo que pudo para fomentar esta creencia. Tuvo cuidado de limpiar sus flancos hacia el este, cabalgando a través de las altiplanicies que rodean el nacimiento del Amu y enviando otras divisiones para ocupar las ciudades del oeste, por las que Chepé Noyon y Subotai habían pasado, enviando un informe de ellas al Kan. Hecho esto, se había nombrado, a sí mismo, señor de Balkh y había dedicado un verano a la gran cacería, ocupando las rutas comerciales en el centro de los pueblos mahometanos. Mientras tanto, había reunido informes de todo y sabía que aún existían fuerzas intactas para luchar con él, y potencias mayores, más allá del horizonte. Como los chinos, la población entera del Islam se había armado contra el Kan. Perdido su Shah y muerto dos de sus hijos en la batalla contra los mongoles empezaron los guerreros a reunirse bajo sus señores naturales, los príncipes persas y los «sayyids», descendientes de un profeta guerrero. Gengis Kan estaba perfectamente enterado de la situación.
Sabía que la verdadera fuerza estaba delante de él; que quizás un millón de hombres, buenos jinetes y bien armados, estaban dispuestos a moverse en contra suya. En aquel a ocasión necesitaba un caudillo, y éstos andaban dispersados en una docena de reinos, formando un círculo a su alrededor. La horda, en el principio de este segundo año, no podía contar mayor número que doce «tumans», algo más de cien mil hombres. El Idikut de los ugures y el rey cristiano de Amalyk habían pedido volver con sus fuerzas al T'ian shan y les había sido dado el permiso de hacerlo. Los mejores caudillos, Chepé Noyon y Subotai, estaban con dos «tumans» en el oeste. Tilik Noyon, el más fiel de los restantes Orkhones, había sido asesinado en el asalto a Nizapur. Por otra parte, Muhuli estaba ocupado en Catay. El compañerismo de los Orkhones se había aflojado. Gengis Kan sintió que le era necesario el consejo de Subotai. Envió por su general favorito hasta el mar Caspio. Subotai, en contestación a la llamada, regresó a Balkh y conversó unos días con el Kan, volviendo a galope a su cuartel general, que estaba a mil millas de allí. El humor del Kan había cambiado y no tuvo ya pensamiento de cazar.
Reprochó a su hijo mayor, Juchi, la lucha que había retrasado la captura de Urgench y, quizás, permitido la fuga del Jelal-ed-Din. Y el díscolo y provocativo Juchi fue arrojado de la horda. Con sus tropas de escolta cabalgó hacia el norte, por el interior de las estepas, más allá del Mar de Aral. Entonces Gengis Kan ordenó a la horda que avanzara, no para maniobrar y saquear, con el casi indiferente menosprecio de sus enemigos, sino para destruir el poder humano que existía a su alrededor.