Cuando el Shah bajó de las sierras altas hizo rumbo al norte, hacia el Syr, con su hueste, esperando la llegada de la horda para darle la batalla cuando pretendiese cruzar el río. Pero aguardó en vano. Para comprender lo que entonces ocurrió, debemos arrojar una mirada al mapa. Esta parte septentrional del imperio de Mohamed, componíase de fértiles valles y de llanuras áridas y arenosas, cortadas en estratos de arcilla roja, cubiertas de polvo y sin condiciones de vida. Por eso las ciudades existían solamente a lo largo de los ríos y en las colinas. Dos ríos poderosos, que corrían hacia el noroeste, cruzaban este desierto, para desaguar, seiscientas millas más allá en el mar soleado de Aral. El primero de estos ríos es el Syr, el Yaxartes de los antiguos. En sus orillas había ciudades amuralladas, enlazadas por rutas caravaneras, formando una especie de cadena de vidas y viviendas a través de las comarcas. El segundo río, hacia el sur, es el Amu, llamado Oxus en un principio. Y cerca de éste se alzaban las ciudades del Islam, Bokhara y Samarcanda. El Shah, acampado más allá del Syr, no podía conocer los movimientos de los mongoles. Esperaba del sur ejércitos de refresco y los productos de nuevos impuestos. Esta movilización fue, empero, interrumpida por noticias alarmantes. Los mongoles habían sido vistos, descendiendo de los altos puestos, a doscientas millas a la derecha, casi en su camino. Lo sucedido era que Chepé Noyon, abandonando a Juchi, había cruzado las montañas del sur, había burlado los contingentes turcos que vigilaban esta ruta y marchaba ahora, lentamente, alrededor de los glaciares que se hallan en el nacimiento del Amu. A unas doscientas millas de distancia de su ruta, se levantaba Samarcanda. Chepé Noyon no tenía más que veinte mil hombres. Pero el Shah ignoraba este detalle. En lugar de refuerzos, encontraba ahora, el peligro de ser separado de su segunda y principal línea de defensa. El Amu con sus grandes ciudades, Bokhara y Samarcanda. Acuciado por el peligro, Mohamed tomó una resolución que ha sido severamente criticada después por los cronistas mahometanos. Repartió la mitad de sus huestes entre las ciudades fortificadas. Unos cuarenta mil hombres fueron enviados a reforzar las guarniciones a lo largo del Syr. El Shah marchó hacia el sur con la parte más importante de sus fuerzas, destacando treinta mil en Bokhara y dejando el resto en Samarcanda, punto amenazado. Hizo esto, suponiendo que los mongoles no serían capaces de asaltar sus ciudadelas y se retirarían después de unas cuantas correrías y saqueos. Se equivocó en ambas conjeturas.
Mientras tanto, los hijos del Kan habían aparecido en Otrar, en la parte baja del Syr, hacia el norte. El gobernador de esta ciudad, Inalyuk, era el que había ordenado y ejecutado la muerte de los mercaderes mongoles. Conociendo que tenía poca conmiseración que esperar de los mongoles, encerróse en la ciudadela con lo mejor de sus hombres y se sostuvo durante cinco meses. Al fin huyó a refugiarse en una torre, cuando los mongoles hubieron muerto y capturado al último de sus hombres; y cuando le faltaron las flechas, aun arrojaba piedras contra sus enemigos. A pesar de esta resistencia fue capturado vivo y enviado al Kan, el cual ordenó se le echase plata derretida en los ojos y en los oídos. Así fue vengada la muerte de los mercaderes. Las murallas de Otrar fueron demolidas y todos sus moradores capturados. Al mismo tiempo un segundo ejército mongol se acercaba al Syr y tomaba Tashkent. Un tercer destacamento se corrió hacia el extremo norte del Syr, para asaltar las pequeñas poblaciones. La guarnición turca abandonó Jend, cuyos habitantes se rindieron cuando los mongoles colocaron sus escalas y treparon por la muralla. Durante este primer año de guerra, cuando los mongoles entraban en una ciudad, pasaban a cuchillo a los guerreros del Shah y a las guarniciones turcas, y arrojaban del poblado a los moradores, persas, en su mayor parte. Luego saqueaban por completo la ciudad. Los prisioneros eran repartidos; los más jóvenes y vigorosos eran dedicados al trabajo en las operaciones de sitio ante las ciudades cercanas; los artesanos ejecutaban trabajos útiles para los conquistadores. Cuando algún mercader mahometano, enviado de los mongoles, había sido despedazado por los hombres de la ciudad, el asalto mongol era llevado con vigor inusitado; el ataque nunca acababa, y nuevos guerreros ocupaban el lugar de los caídos, hasta que la plaza era tomada y sus moradores morían, heridos por las espadas o las flechas.
Gengis Kan no apareció en los combates a lo largo del Syr. Perdióse de vista, llevando consigo el centro de la horda. Nadie sabía por dónde cruzó el río ni adonde iba. Debió trazar un ancho círculo en el desierto de las Arenas Rojas, porque apareció fuera del erial, marchando lentamente sobre Bokhara, por el oeste. Mohamed no sólo estaba amenazado por sus flancos, sino en peligro de ser separado de sus ejércitos meridionales, de su hijo, de los refuerzos y de las ricas tierras de Korassan y Persia. En tanto que Chepé Noyon avanzaba por el este, Gengis Kan se movía por el oeste. El Shah, en Samarcanda, pudo comprender muy bien que los brazos de una trampa enorme se cerraban en torno principal entre Bokhara y Samarcanda, enviado otro de sus «atabegs» a Bálkh y Kundz. Con sólo sus nobles cortesanos, sus elefantes, sus camellos y las tropas de escolta, abandonó Samarcanda, llevándose sus tesoros y su familia y proyectando volver a la cabeza de un ejército de refresco. Pero en esta creencia también salió defraudado.
Mohamed el Guerrero, llamado por su gente el segundo Alejandro, había sido verdaderamente vencido por la táctica enemiga. Los mongoles, acaudillados por los hijos del Kan, que habían paseado el fuego y la espada a lo largo del Syr, no eran más que pretextos para los verdaderos ataques, llevados a cabo por Chepé Noyon y Gengis Kan. Este sentía tanta impaciencia que no molestó a las pequeñas poblaciones a su paso y sólo pidió agua para sus caballos. Esperaba sorprender en Bokhara a Mohamed. Pero, cuando llegó, supo que el Shah había huido. Estaba enfrente de una de las plazas fuertes del Islam, la ciudad de las academias, cercada por una muralla de doce leguas de circuito (según dice la crónica), a través de la cual corría un río tranquilo, bordeado de jardines y casas de placer. La guarnecían unos veinte mil turcos y una multitud de persas, y era célebre por sus muchos «imans» y «sayyid», esto es, por los sabios del Islam, por los intérpretes del Libro Sagrado. Tenía en su interior el fuego latente del celo, que los devotos mahometanos, desplegaban entonces en una profunda actividad mental. La muralla era demasiado fuerte para tomarla por asalto; y si las masas de los habitantes habían decidido defenderla, pasarían meses antes de que los mongoles pusieran el pie en la ciudad. Gengis Kan había dicho con gran acierto: «La fortaleza de una muralla no es ni mayor ni menor que el valor de sus defensores». En este caso, los oficiales turcos decidieron a su suerte a la gente de la ciudad y escaparon para reunirse con el sultán. Así salieron durante la noche con la soldadesca del sultán por la compuerta y se dirigieron hacia el Amu. Los mongoles les dejaron pasar. Pero tres «tumans» los persiguieron y los encontraron junto al río. Los turcos fueron atacados y casi todos ellos pasados a cuchillo.
Abandonados por la guarnición, los ancianos de la ciudad, los jueces e «imans» resolvieron presentarse ante el extraño Kan, rindiéndole las llaves de la ciudad y recibiendo la promesa de que serían respetadas las vidas de los habitantes. El gobernador, con los guerreros que quedaron, se encerró en la fortaleza, que fue sitiada al momento por los mongoles. Estos arrojaron en su interior flechas inflamadas, prendiendo fuego a los tejados de los palacios. Una ola de jinetes llenó las anchas calles de la ciudad, irrumpiendo en los graneros y almacenes, alojando los caballos en las librerías. Todo esto agudizaba el pesar de los mahometanos, que veían las sagradas hojas del Corán pateadas por los cascos de los caballos. El Kan mismo detuvo las riendas ante un edificio imponente, la gran mezquita de la ciudad y preguntó si era el palacio del emperador; a lo que se le contestó que era la casa de Alá. Inmediatamente subió con su caballo los escalones y, desmontando, entró en la mezquita y caminó hasta el pupitre del lector, con su gigantesco Corán.
Desde este pulpito, el Kan, embutido en su negra armadura de laca y tocado del yelmo, con careta de cuero, dirigió la palabra al concurso de «mullahs» y escolares, que esperaban que el fuego descendiese de los cielos para aniquilar la desmañada figura, del extraño guerrero: «He venido a este lugar —les dijo, para deciros solamente que estáis obligados a proveer de forraje a mi ejército. El país está horro de heno y grano y mis hombres sufren del hambre. Abridles las puertas de vuestros almacenes».[16]
Cuando los ancianos mahometanos abandonaron la mezquita, encontraron a los guerreros del Gobi instalados en los graneros y a los caballos estabulados. Esta parte de la horda, que había realizado una marcha forzada de varios días sobre el suelo del desierto, no iba a detenerse en los umbrales de la abundancia. De la mezquita marchó el Kan a la plaza de la ciudad, donde los oradores acostumbran a congregar el auditorio para disertar sobre temas de ciencia o religión. «¿Quién es este hombre?» —preguntó un recién llegado a un venerable «sayyid»—. «¡Silencio…! —murmuró otro—. Es la ira de Dios que desciende sobre nosotros».
El Kan, que sabía bien cómo debe hablarse a una multitud, subió —dice la crónica— a la tribuna del orador y se dirigió a la gente de Bokhara. Primero los interrogó cuidadosamente acerca de su religión y la comentó gravemente diciendo que era una equivocación hacer la peregrinación a la Meca. «Porque el poder de los cielos no está en un sólo lugar, sino en todos los rincones de la tierra». El viejo jefe que apreciaba con gran penetración la disposición de sus oyentes, avivaba el terror supersticioso de los mahometanos. Ante ellos aparecía como un pagano devastador, como encarnación de un tosco y bárbaro poder, algo grotesco. Bokhara no había visto sino fieles dentro de sus murallas. «Los pecados de vuestro emperador —les aseguró— son muchos. Yo, la ira y el mazo de los cielos, he venido para aniquilarle, como a tantos otros emperadores. No le daré ni protección ni ayuda». Aguardaba a que el intérprete explicara sus palabras. Los mahometanos se le aparecían como los catayanos, hombres constructores de ciudades y autores de libros, útiles para suministrar provisiones, dar riqueza, facilitar informes del resto del mundo, proporcionar labradores y esclavos a sus hombres y artesanos para el Gobi.
«Habéis hecho bien, les dijo en abastecer de provisiones a mi ejército. Entregad ahora a mis oficiales los objetos preciosos que tengáis escondidos. No os inquietéis por lo que esté perdido en vuestras casas, que ya tendremos cuidado de ello».
Los ricos de Bokhara fueron colocados bajo la custodia de los mongoles, que no los dejaron ni de día ni de noche. Algunos, de quienes se sospechaba que no querían manifestar su riqueza oculta, fueron torturados. Los oficiales mongoles pidieron danzarinas y músicos, para que ejecutaran piezas mahometanas. Sentados gravemente en las mezquitas y palacios, con las copas de vino en la mano, contemplaban el espectáculo con que se solaza la gente que vive en las ciudades y jardines. La guarnición de la fortaleza se sostuvo bravamente y, antes que el gobernador y sus acompañantes fueran vencidos, causó al ejército pérdidas que irritaron a los mongoles. Cuando los últimos objetos valiosos hubieron salido de los sótanos y hoyos, los moradores fueron conducidos a la llanura. Los cronistas mahometanos nos relatan vivamente la miseria de su pueblo.
«Fue un día horrendo. Sólo se oían los llantos de los hombres, de las mujeres y de los niños, que iban a separarse para siempre. Las mujeres fueron robadas por los bárbaros, a la vista de quienes no podían librarlas de este infortunio. Algunos hombres, antes que presenciar la afrenta de sus familias, se arrojaron sobre los guerreros y murieron luchando». Diversas partes de la ciudad fueron incendiadas y las llamas se propagaron rápidamente por la seca madera y la arcilla cocida. Una nube de humo cubrió Bokhara, ocultando el sol. Los cautivos fueron conducidos a Samarcanda y, como no podían seguir el paso de los jinetes mongoles, sufrieron terriblemente durante la rápida marcha.
Gengis Kan no se detuvo más que dos horas en Bokhara. Deseaba encontrar al Shah en Samarcanda. En el camino fue alcanzando destacamentos de la horda que operaba en el Syr y sus hijos le dieron noticias de la captura de las ciudades a lo largo de la línea septentrional. Samarcanda era la más poderosa ciudad del Shah, que había mandado construir una nueva y sólida muralla alrededor del circuito de sus jardines. Pero el avance de los mongoles fue tan rápido que el nuevo baluarte no pudo ser terminado. Las antiguas defensas eran bastante fuertes, incluyendo doce puertas de hierro, flanqueadas por torres. Para guardarlas había veinte elefantes armados y ciento diez mil guerreros, turcos y persas. Los mongoles eran menos numerosos que la guarnición y Gengis Kan hizo los preparativos de un largo asedio, reuniendo la gente del país y a los cautivos de Bokhara, para que le ayudaran en el trabajo. Si él hubiera permanecido allí con los hombres o si un jefe como Timur Malik hubiera tenido el mando de la ciudad, Samarcanda habría podido resistir muy bien. Pero los rápidos y metódicos preparativos de los mongoles alarmaron a los mahometanos, que vieron en la lejanía la gran extensión de cautivos y supusieron la horda mucho mayor de lo que era. Inmediatamente salió la guarnición, atraída por una de esas celadas tan frecuentes en la horda, y fue duramente castigada. Las pérdidas sufridas en este encuentro descorazonaron a los defensores y los «imans» y jueces salieron de la ciudad. Por la mañana, los mongoles estaban preparando el asalto de una parte de la muralla y cercaban la ciudad. Treinta mil turcos Kankali, por su propia cuenta, se pasaron a los mongoles. Estos los recibieron amigablemente, les dieron la bienvenida y los degollaron una noche o dos después. Los mongoles nunca confiaron en los turcos de Karesmía, sobre todo en los que de ese modo practicaban la traición.
Los trabajadores más diestros de la ciudad fueron incorporados a la horda. Los hombres robustos fueron escogidos para otras labores. Y el resto de los habitantes volvió a sus casas. Pero un año o dos después todos fueron llamados a la horda. Ye-Lui Chut-sai dice de Samarcanda: «Alrededor de la ciudad, en una extensión de varias millas hay por todas partes flores, arboledas, jardines, acueductos, arroyos, depósitos de agua, estanques en sucesión ininterrumpida. Verdaderamente un lugar delicioso».