De generación en generación, los hombres del Gobi habían tenido la costumbre de enviar las noticias, de un poblado a otro, por medio de mensajeros a caballo. Cuando un hombre galopaba con una declaración de guerra o una noticia, alguien en el «ordu» ensillaba su caballo y llevaba las nuevas a los amigos lejanos.
Estos mensajeros estaban acostumbrados a recorrer cincuenta a sesenta millas en un día. Cuando Gengis Kan extendió sus conquistas, fue preciso mejorar la «yam». Al principio, la «yam», fue únicamente un elemento para el ejército. En intervalos, a lo largo de la línea de marcha, se levantaban campamentos permanentes y, en cada uno de el os, quedaba una reata de caballos con hombres para cuidarlos y unos cuantos guerreros para defenderse de los ladrones. En los sitios que la horda pisaba una vez, no era necesaria guardia más numerosa. Estos campamentos —unas «yurtas», un cobertizo para el forraje y sacos de cebada en el invierno— estaban a veces separados unas cien millas, distribuidos a lo largo de las rutas caravaneras. Por todos los puntos de esta línea de comunicación iban los portadores de tesoros, llevando a Karakorum las joyas, los ornamentos de oro, los jades y esmaltes más preciados y los grandes rubíes de Badakshan. Por estos caminos iban a las tierras del Gobi los esquilmos de la roda. Para los poblados nómadas debió de ser un asombro, siempre creciente, la llegada, cada mes, de la carga de objetos raros y seres humanos que venían de tierras desconocidas; sobre todo cuando los guerreros que habían servido en Korassan, o en el extremo de los mares interiores, volvían a sentarse junto al fuego, en la «yurta» y relataban las hazañas e increíbles victorias de sus hordas.
Pero quizás nada pareciese increíble a sus compatriotas, que habían crecido acostumbrados a ver tesoros a la entrada de sus tiendas, traídos por camellos capturados. ¿Qué pensarían las mujeres de aquel lujo? ¿Cómo ponderarían los ancianos las incursiones de los Orkhones fuera del mundo por ellos conocido? ¿Qué les parecerían las riquezas? ¿Cómo harían uso las mujeres mongolas de los velos de Persia adornados de perlas? ¿Hasta qué punto envidiarían los pastores y los muchachos a estos veteranos que regresaban conduciendo caballos árabes y luciendo en sus sillas la armadura damasquinada de un príncipe o «atabeg»?
Los mongoles no nos han dejado informes de estos pormenores. Pero sabemos que aceptaban las victorias del Kan como un hecho predestinado. ¿No era el Señor un «Bogdo», un enviado de los dioses y hacedor de leyes? ¿Por qué no había de tomar la porción de tierra que se le antojase? Pero Gengis Kan, al parecer, no atribuía sus victorias a ninguna intervención celestial. Había dicho más de una vez: «Hay un sol en el firmamento y sólo un poder de los cielos. Sólo debe existir un Kan sobre la tierra». Aceptó sin comentario la veneración de sus budistas; se sometió sin vacilar al papel de Azote de Dios que le otorgaran los mahometanos. Y siempre lo recordaba cuando veía que, obrando conforme al dictado podía conseguir alguna cosa. Escuchaba los pareceres de los astrólogos; pero ponía en práctica su propio plan. A diferencia de Napoleón, no había fatalismo en él. Ni asumió, como Alejandro, los atributos de un dios. Echó sobre sí la tarea de regir la mitad del mundo, con la misma voluntad y paciencia que había desplegado en su juventud para seguir la pista de un caballo extraviado.
Consideraba los títulos con miras utilitarias. En cierta ocasión ordenó que fuese escrita una carta a un príncipe mahometano fronterizo. La carta fue redactada por un escribano persa, que puso en ella los imponentes títulos y lisonjas estimados por los iranios. Cuando leyó la misiva, el viejo mongol gritó con rabia y ordenó que fuese destruida: «Has escrito tontamente —dijo al amanuense—. Este príncipe podría pensar que yo le temo». Y dictó a otro de sus amanuenses uno de sus mensajes habituales, breve y definitivo y firmó: «El Ka Kan».
Para conservar la comunicación entre sus ejércitos, Gengis Kan unió unas con otras las antiguas rutas caravaneras. Los oficiales se detenían en las estaciones de posta para mostrar sus credenciales y proveerse de caballos, traídos de las yeguadas. Barbudos catayanos, envueltos en grandes capas acolchadas, llegaban sobre carros de dos ruedas, encortinados y sus criados partían en trozos los ricos ladrillos de té, para preparar en el fuego la bebida. Allí se detenían también los sabios ugures, ahora carne y hueso de la horda, con sus altos sombreros de terciopelo y las amarillas capas sobre sus hombros. Más allá de la estación veíanse apresuradas las interminables líneas de camellos, que transportaban por el desierto las telas y el marfil y todas las mercancías del Islam.
La «yam» era telégrafo, ferrocarril y correo a la vez. A los que venían de regiones desconocidas les proporcionaba lo necesario para ir en busca de los mongoles en el Gobi. Judíos de rostro enjuto llevaban a lo largo de la ruta sus asnos y carros cargados. Armenios cetrinos, de barba cuadrada, caminaban contemplando con curiosidad a los silenciosos soldados mongoles, sentados al fuego sobre sus mantas o durmiendo bajo las paredes de una tienda descubierta.
Estos mongoles fueron dueños de los caminos. En las grandes ciudades tenían un «daroga» o administrador de los caminos, con absoluta autoridad en su distrito. Había un empleado, que anotaba los personajes que acudían al puesto y las mercancías que pasaban. Los guardias, en los puestos, estaban reducidos a poco más de una escolta para el jefe. Sus obligaciones eran poco complicadas.
Todo lo que necesitaban del país debía entregárseles. Bastaba que se mostrase un mongol sobre un peludo jaco, con su corta lanza pendiente del hombro y su laqueada armadura asomando bajo el capote de cebellina o gamuza, para que los presentes se le ofreciesen respetuosos. Los habitantes rateros del Asia habían suspendido su actividad al parecer. ¿Quién podía atreverse a robar un caballo de un guardia de postas mongol, aunque éste estuviera dormido o distraído? En los puestos se detenían las fatigadas cuadrillas de artesanos, carpinteros, músicos, alfareros, forjadores, espaderos o tapiceros mahometanos, cautivos de los confines de Karakorum, temblando y vacilando cuando cruzaban los desiertos de los mares interiores sin otra compañía, que un jinete de la horda como guardia y guía. ¿Qué probabilidad tenían de escapar?
Pasados estos puestos veíanse otros grupos curiosos: los lamas de sombreros amarillos, con sus ruedas de oración y los ojos fijos en las cumbres nevadas; los tibetanos tocados de negros capuchones; los sonrientes peregrinos budistas, de ojos oblicuos, que pasaban la vida contemplando los senderos seguidos antiguamente por su dios; los ascetas descalzos; los fakires de luengos cabellos, indiferentes al mundo que los rodea; los sacerdotes nestorianos, vestidos de gris, con sus instrumentos mágicos y recordando a ratos la oración y el ritual. A veces, llegaba un guerrero, sobre un poderoso caballo fatigado, ahuyentando a sacerdotes y mandarines y profiriendo gritos al refrenar su cabalgadura ante las
«yurtas». Estos hombres llevaban despachos para el Kan y corrían sin descansar, ciento cincuenta millas al día, conduciendo velozmente el mejor caballo del puesto.
Tales eran las «yams». Dos generaciones después, Marco Polo las describe como las vio en su viaje a Kambalu, ciudad de los kanes. «Ahora deberéis saber que los mensajeros del emperador, viajando desde Kambalu∗, encuentran cada veinticinco millas de jornada un puesto, que ellos llaman la casa de postas montada. Y en cada uno de estos puestos hay un edificio grande y hermoso, para que todo sea colocado en él. Todas las habitaciones están provistas de hermosos lechos y ricas sedas. Un rey que llegase a una de estas casas, se consideraría bien alojado. En algunos de estos puestos habían cuatrocientos caballos, en otros, doscientos. Aun cuando los mensajeros tengan que pasar por un rastro donde no existan posadas, instalan no obstante los puestos, aunque sea a una mayor distancia, y se proveen de todo lo necesario; de modo que los mensajeros del emperador, venidos desde cualquier región, encuentren todas las cosas dispuestas. Jamás emperador, rey o señor tuvo la riqueza que esto significa. En todos estos puestos se conservan 300.000 caballos y los edificios son más de Kan Baligh, la ciudad del Rey. Kubilai Kan, que fue emperador en tiempos de Marco Polo, residió en la capital china. «Chandu» es Chanda, la «Xanadú» del poema de Coleridge: «En Xanadú edificó Kubla Kan — Un soberbio domo de placer — Donde corre Alph, el río sagrado»
Marco Polo cuenta que tardó seis días en ir de Shandu a Kambalu, y sus jornadas debieron de ser largas.
10.000. Todas las casas son de forma tan maravillosa que es difícil describirlas.
De esta manera, el emperador, en un día y una noche, recibe despachos de lugares que están a diez días de camino. Muchos frutos del tiempo se reúnen por la mañana en Kambalu y a la noche del día siguiente llegan al gran Kan en Chandu. El emperador exime a estos hombres de todo tributo y además les paga.
Aparte de éstos, existen en estos pueblos hombres que, cuando hay que convocar con gran prisa, recorren sus buenas doscientas o doscientas cincuenta millas al día y otras tantas por la noche. Cada uno de estos mensajeros ostenta un ancho cinturón con campanillas, de manera que puede ser oído el tintineo a lo largo del camino. Y así, al llegar el mensajero a los puestos, encuentra a otro hombre, equipado de idéntica manera, que instantáneamente recoge cuanto el primero trae a su cuidado y recibe una tira de papel, que aquél tiene siempre a mano para este cometido. El empleado, en cada uno de los puestos, anota el tiempo de la llegada y partida de cada correo. Los correos toman en el puesto un caballo de los que están preparados y ensillados y parte a todo galope. Y cuando los del puesto próximo oyen las campanillas ya tienen dispuesto otro caballo. La velocidad a que van es maravillosa. No obstante, por la noche no pueden ir tan a prisa como de día, porque tienen que caminar acompañados por hombres que van a pie llevando antorchas. Estos correos están muy bien pagados y no podrían hacer jamás lo que hacen sin ceñirse sólidamente el estómago, la cabeza y el pecho con fuertes vendas. Cada uno lleva consigo una percha de halcón, en muestra de que está obligado a un urgente caminar; de modo que si por ventura, su caballo se inutiliza, está autorizado para desmontar a cualquiera que coincida con él en el camino y a tomarle su caballo. Nadie se atrevería a oponerse, en caso semejante."
Los caminos de postas fueron la espina dorsal de la administración del Kan.
El «daroga» mongol de cada ciudad tenía, naturalmente, la obligación de mantener los caballos y de exigir suministros de la vecindad. Además, en los lugares que no estaban en guerra con el Kan, existía un tributo que había que pagar a la horda. El
«Yassa», el código del Kan, llegó a ser ley de la tierra, reemplazando al Koran y a los jueces mahometanos. Se llevó a cabo un empadronamiento. Los sacerdotes y predicadores de cada religión estaban exentos de tributos. Así lo regulaba el «Yassa». Todos los caballos capturados por la horda eran marcados con el hierro del propietario; el Kan tenía un hierro diferente. Para conservar los rollos del censo y los informes de los «darogas», los industriosos chinos o ugures construyeron la «yamen» o casa de Gobierno. Junto al gobernador mongol instalábase en su oficina algún dignatario del distrito conquistado, el cual para facilitar a los mongoles la información que necesitaban para actuar como mediador.
Únicamente a algún venerable «jeque» de una provincia daba Gengis Kan una tablilla de tigre, signo de autoridad. El «jeque» podía anular cuanto hiciesen los «darogas» e indultar a los condenados a muerte. Esta sombra de autoridad, extendida por el Kan a los gobernantes indígenas, alivió el reino del terror. No había llegado aún el tiempo, que pronto había de llegar, en que todos los pueblos conquistados invocaran el «Yassa», como los mongoles. Sobre todas las cosas, los mongoles eran consecuentes. Después de las angustias de la primera ocupación militar, practicaban a menudo un gobierno tolerante.
Pero Gengis Kan concedía poca atención a lo que no fuese el ejército, los nuevos caminos y la riqueza que afluía a su pueblo. Los oficiales de la horda lucían ahora las más finas cotas de mal a turcas y sus espadas forjadas en Damasco. Excepto para su constante curiosidad, para las nuevas armas y las nuevas ciencias, el Kan hizo poco caso del lujo del Islam y conservaba los vestidos y costumbres del Gobi. A veces, era indulgente; pero caprichoso. Quiso concluir el semiacabado trabajo de conquista. Sus terribles chispazos de genio eran frecuentes. Hizo casi favorito a un médico de Samarcanda, de espantosa fealdad, que le había curado los ojos. El hombre, cada día más atrevido por la tolerancia del Kan, empezó a ser molesto para los oficiales mongoles y exigió para sí una cantante, muchacha de belleza particular, que había sido capturada en la toma de Urgench. El Kan acosado por su insistencia, ordenó que le fuese dada la muchacha. La fealdad del médico suscitó el enojo de la hermosa cautiva, y el hombre de Samarcanda volvió al Kan para suplicarle obligase a la muchacha a obedecerle. Esto irritó al viejo mongol, que lanzó una diatriba sobre el hombre que no podía obtener la obediencia de una mujer y se convertía en traidor. Entonces condenó a muerte al médico.
En el otoño, el Kan había convocado a sus oficiales superiores a consejo ordinario. Pero Juchi, su hijo mayor, no había venido y en su lugar había enviado un presente de caballos, diciendo que estaba enfermo. Algunos de los príncipes de la horda se habían enemistado con Juchi, aplicándole el estigma de su nacimiento y llamándole «tártaro». Hicieron observar al Kan que su primogénito había desobedecido los requerimientos de la «Kurultai». El viejo mongol envió por el oficial que había traído los caballos y le preguntó si Juchi estaba realmente enfermo. «No lo sé —contestó el hombre de Kipchanck—, pero estaba cazando cuando yo le dejé». Irritado el Kan se retiró a su tienda y sus oficiales suponían que marcharía contra Juchi, que había cometido el delito de desobedencia. En lugar de hacerlo, dictó un mensaje a uno de sus amanuenses y lo entregó a un correo que partió hacia el oeste. No estaba dispuesto a dividir la horda y era muy probable —así lo creía— que su hijo no se rebelase contra él. Por eso había ordenado a Subotai que regresase de Europa[17] y trajera a Juchi al cuartel general.