DURANTE este período, Juchi y Chepé Noyon sostuvieron una batalla campal con los mahometanos, bajo el Techo del Mundo. Este trance merece recordarse. El Shah mahometano se hallaba en el campo, delante de los mongoles. Recientes sus victorias en la India, había reunido una hueste de cuatrocientos mil hombres, convocando su «atabegs» y reforzando sus turcos con contingentes árabes y persas. Había conducido la hueste hacia el Norte, buscando a los mongoles, que aun no habían entrado en escena. Encontró y atacó algunas de las patrullas de Chepé Noyon, que no estaban preparadas para la guerra. La aparición de estos mongoles nómadas, adornados con pieles y montados sobre peludos caballos, avivó el contento de los mucho mejor vestidos karesmianos. Cuando los espías de éstos trajeron informes de la horda, el Shah no modificó su opinión: «Esos mongoles no han conquistado hasta ahora más que infieles; pero ahora tienen que habérselas con los estandartes del Islam».
Pronto fueron visibles los mongoles. Destacamento de guerreros descendían de las alturas, hacia el anchi río Syr. Aparecían en los poblados de los valles fértiles ahuyentando los ganados, recogiendo el grano útil y los restos de alimentos. Encendían fuego en las viviendas y descansaban junto al humo. Habían enviado sus carros y ganados, con un destacamento de guerreros, hacia el Norte y, un día después, cabalgaron en dirección a un poblado, a cincuenta millas de distancia. Esta era la avanzada de abastecedores, que iban recogiendo provisiones para el grueso del ejército. Habíalos enviado Juchi, que se aproximaba desde el Este, sobre el «Pe Lu», por un largo desfiladero. Caminando por una ruta más practicable que el grueso de la horda, pasaba las últimas comarcas un poco a la vanguardia de la horda de su padre. El sultán Cuhamed dejó la mayor parte de su ejército en el Syr, y siguió río arriba, maniobrando camino del Este. Ya supiera por sus exploradores el avance de Juchi, ya tropezase casualmente con esta división, el caso es que los ejércitos chocaron en el extenso valle enmarcado por barreras de selváticas montañas. Su ejército era varias veces mayor que la división mongol. Mohamed, contemplando por vez primera las obscuras masas de los guerreros, vestidos de pieles sin escudos ni cotas de mallas, pensó solamente en lanzar su ataque antes de que se escapasen los extraños jinetes. Sus disciplinados turcos se congregaron en buen orden de batalla. Sonaron las largas trompetas y los címbalos.
Entretanto, el general mongol que iba con Juchi advirtió al príncipe que lo mejor sería retirarse inmediatamente e intentar atraer a los turcos hacia el grueso de la horda. Pero el hijo mayor del Kan dio orden de cargar contra los mahometanos. «Si huyo, ¿qué diré a mi padre?» Tenía el mando de la división, y cuando dio la orden a los mongoles éstos prepararon los caballos sin protestar. Gengis Kan jamás hubiese llegado a ser cogido de este modo en el valle, o siéndolo, hubiera retrocedido hasta la tropa que el Shah había distribuido para perseguirle. Pero el impetuoso Juchi lanzó sus hombres adelante, el escuadrón suicida[15] a la cabeza y detrás la pesada caballería de choque, la espada en la mano de la rienda, y las largas lanzas en la diestra. Los escuadrones ligeros cubrían sus flancos. Lanzados de este modo, sin espacio para maniobrar, ni tiempo para llevar a cabo su juego favorito de flechas, los jinetes mongoles lucharon espantosamente, manejando sus pesadas espadas, ligeramente curvas, contra las cimitarras de los turcos. Relata la crónica que las pérdidas mahometanas fueron incontables, y cuando el avance mongol penetró en el centro de los turcos, el Shah mismo estuvo en peligro. En el tiempo que tarda en volar una flecha vio los enastados estandartes de la horda. Solamente los desesperados esfuerzos de sus divisiones de escolta le salvaron de la muerte. Y la vida de Juchi se salvó, según dice también la historia, gracias a un príncipe catayano que servía en sus filas.
Entretanto, los flancos mongoles se habían movido, y Jelal-ed-Din, el hijo mayor del Shah y favorito del ejército karesmiano, verdadero turco, pequeño, delgado, moreno, que no amaba sino la embriaguez y la esgrima dio una carga que obligó a retroceder a los estandartes mongoles. Las huestes se separaron, los mongoles se dieron a practicar uno de sus engaños tradicionales. Encendieron fuego con las hierbas del valle, alimentándolo en forma de altas hogueras, que duraron toda la noche. Entretanto Juchi y sus hombres se habían retirado montando caballos de refresco, haciendo en una sola noche una marcha de dos días. El alba encontró a Mohamed y a sus abatidos escuadrones ocupando un valle lleno de cuerpos muertos. Los mongoles habían desaparecido.
Una incursión en el campo de batalla llenó de dudas a los hasta entonces victoriosos turcos. La crónica nos dice que éstos perdieron 160.000 hombres en esta primera batalla. El número es, sin duda, exagerado, pero evidencia el efecto causado por el empuje mongol. Y es sabido que los guerreros mahometanos se dejan siempre influir mucho por el éxito o el fracaso de los primeros encuentros. En el mismo Shah no tuvo poca influencia la terrible lucha en el valle. «Un terror hacia estos infieles, se apoderó del corazón del sultán, que se hizo cargo de su valor. Si alguien hablaba de ellos delante de él, decía que jamás había visto hombres tan osados y resueltos en los dolores de la batalla, ni tan prácticos en dar golpes con la punta y filo de las espadas». El sultán no pensó ya en buscar la horda en los altos valles. El país, árido siempre, había sido esquilmado por los abastecedores mongoles y no podía sostener un ejército tan numeroso como el suyo. Además, su temor a los extraños enemigos le hizo regresar a las ciudades fortificadas del río Syr. Envió, pues, al Sur por refuerzos, especialmente arqueros. Anunció que había obtenido una victoria completa, y en prenda de ello distribuyó vestiduras de honor entre los oficiales que le habían ayudado.
Gengis Kan, por su parte, escuchó el informe de un correo acerca del primer choque. Ensalzó a Juchi y le envió un refuerzo de cinco mil mongoles, con instrucciones para perseguir a Mohamed. Los mongoles de Juchi, el ala izquierda de la horda, cabalgaba por uno de esos abigarrados jardines del Asia Superior, donde cada arroyo tiene su poblado blanco amurallado y su atalaya. Allí crecían melones y frutas extrañas. Las sutiles torres de los alminares se alzaban entre plantaciones de sauces y álamos. A la derecha e izquierda, suaves collados ofrecían al ganado el pasto de sus laderas. Más allá, las blancas cumbres de las tierras altas parecían alcanzar el cielo. «Kudjan (Khokand) abunda en granadas —anota en su descripción del viaje el observador Ye-Lui Chut-sai—, que son tan grandes como dos puños y de un gusto agridulce. Las gentes cogen el fruto y exprimen su jugo dentro de un vaso, haciendo así una deliciosa bebida, que apaga la sed. Sus sandías pesan cincuenta libras, y dos son una carga pesada para un burro». Después del invierno en los helados puertos, esto era, verdaderamente un lujo para los jinetes mongoles. El río se ensanchaba. Llegaron a una gran ciudad amurallada: Khodjend. Aquí les aguardaban las divisiones de apoyo, unos cinco mil, mientras se dispuso el sitio de esta ciudad. El caudillo de los turcos en la ciudad era un hombre valeroso, Timur Malik, el Señor de Hierro. Habíase retirado a una isla con mil hombres escogidos, y se había atrincherado en ella. Los acontecimientos tomaron entonces un giro particular. Aquí el río es ancho y la isla estaba fortificada. No había puentes. Timur Malik tomó para sí todas las embarcaciones útiles. Los mongoles tenían orden de no dejar ciudad fortificada detrás de ellos. No podían alcanzar la isla con las piedras lanzadas por las máquinas de sitio. Timur Malik no podía ser inducido a salir de su isla. Los mongoles, pues, extendieron el sitio en su forma metódica. Juchi, que deseaba desafiar sin demora al enemigo, pasó el río, dejando de jefe a un «noyon». Espías fueron enviados por delante, y una multitud de gente del país fue reclutada para recoger grandes piedras y llevarlas a la orilla del Syr. Empezó la construcción de un terraplén de piedra, que se adelantaba hacia la isla de Timur Malik. Pero éste no permanecía tampoco ocioso. Escogió una docena de barcos, construyó baluartes de madera a su alrededor, los llenó de arqueros, y bajaba diariamente hacia las orillas para atacar a los mongoles. Los artilleros de Catay idearon un arma eficaz para atacar a los barcos. Primero construyeron ballestas, máquinas de arrojar piedras. Pero en lugar de piedras, los mongoles lanzaban pucheros con fuego sobre los barcos enemigos, jarros o barriles llenos de sulfuro inflamable, y otras invenciones de los catayanos. Timur Malik cambió de barcos, construyendo murallas con rampa y techo y cubiertas de tierra. Abrió troneras (que podemos llamar puertas de flechas) para sus arqueros. La batalla diaria de los navíos contra la artillería se reanudó. Pero el terraplén de los mongoles crecía, y Timur Malik comprendió que no lograría salir de la isla. Llenó con su gente la mayor de las embarcaciones, colocó sus mejores guerreros en los barcos cubiertos y evacuó la isla, aguas abajo, durante la noche, a la luz de unas antorchas, rompiendo una pesada cadena que los mongoles habían extendido a través del Syr.
Pero los mongoles hicieron la misma marcha río abajo. Juchi, que iba a la cabeza, construyó un puente de barcas en la parte inferior del río y envió a sus ingenieros, con tiradores de piedra, a contender con la flotilla. Las nuevas de estos preparativos llegaron al turco, hombre fértil en recursos, que desembarcó su gente sobre una extensión aislada de la ribera. Los mongoles, no encontrándolos en el río, los buscaron y los encontraron. Timur Malik, huyendo con una pequeña escolta de guerreros, vio a todos sus hombres derrotados. Iba solo y se libró, bien montado, de tres mongoles que le perseguían.
Al más próximo de los tres, tuvo la suerte de matarlo arrojando una flecha que hirió en un ojo al jinete. «Tengo otras dos flechas en mi aljaba —gritó a los otros dos perseguidores supervivientes— y no fallarán el blanco». Pero estas dos últimas flechas no fueron necesarias. Escapó durante la noche y se las ingenió de manera que logró alcanzar a Jelal-ed-Din, el hijo del Shah, en el lejano sur. La bravura de Timur Malik fue recordada y repetida por turcos y mongoles. Había resistido durante varios meses a una división entera de la horda. El sitio demostró los recursos de que los mongoles disponían frente a las nuevas contingencias. Pero éste no era más que un incidente en la guerra, que ahora se extendía sobre un frente de mil millas.