Dos problemas tenía que resolver Gengis Kan antes de dirigir su ejército contra los turcos mahometanos. A la conquista de la China, llevó consigo a la mayoría de su confederación nómada. Ahora había de dejar atrás, durante varios años, un extenso imperio, recién constituido, que tenía que gobernar desde el otro lado de las comarcas montañosas. Este problema le ocupó en la primera parte de su camino. Muhuli conservaba Catay, tomado a sangre y fuego, y el príncipe Liao estaba ocupado en restablecer el orden. Gengis Kan gobernaba el resto del imperio, apoyándose en los hombres más notables de las comarcas conquistadas, personajes de alcurnia y ambición. Estos podrían haber causado disturbios durante su ausencia. A cada uno de ellos envió, pues, un correo, con tablitas de plata, llamándolos a la horda. Con el pretexto de necesitar sus servicios, el Kan los llevaba consigo fuera del imperio. Decidió conservar en sus manos, donde quiera que fuese, el gobierno mismo. Por medio de mensajeros se comunicaba con el consejo de los Kanes del Gobi. Uno de sus hermanos quedó en Karakorum como gobernador.
Resuelto este primer problema, quedaba el segundo y más importante: trasladar la horda de doscientos cincuenta mil guerreros desde el lago Baikal a las comarcas del Asia Central o Persia. La distancia es de unas dos mil millas, por una comarca en la cual los viajeros actuales sólo se arriesgan con una caravana bien equipada. Esta marcha sería imposible para un ejército moderno de igual número de hombres. Pero Gengis no dudaba de que la horda podría hacer el camino. Había organizado una fuerza de choque capaz de ir a cualquier parte de la tierra. La mitad de los guerreros no volvieron al Gobi. Pero otros marcharon sobre noventa grados de longitud y regresaron.
En la primavera de 1210. Gengis dio orden de que la horda se reuniera en los pastos de un río del sudoeste. Acaudillados por los diferentes jefes reuniéronse los «tumans», trayendo cada hombre una reata de cuatro o cinco caballos. Grandes rebaños de ganado se esparcieron por los pastizales y engordaron cómodamente durante el verano. El hijo más pequeño del Kan asumió el mando, y a los primeros cierzos del otoño, el Kan mismo salió de Karakorum. El Kan había hablado a las mujeres del Imperio nómada, diciéndoles: «Vosotras no podéis manejar las armas: pero tenéis el deber de conservar bien las «yurtas», hasta el regreso de los hombres. De este modo los correos y los viajeros «noyons» pueden tener un lugar limpio y buen alimento, cuando hagan alto en la noche. La esposa puede hacer así el honor al guerrero».
Durante esta excursión dio a entender a su hueste que él mismo podía no retornar vivo. Al pasar junto a un hermoso arbolado, dijo, mirando un grupo de elevados pinos: «Este es un buen lugar para el corzo y para la caza y también un buen lugar de reposo para un anciano». Dio órdenes que a su muerte el «Yassa», su código, fuese leído en voz alta y viviesen los hombres con arreglo a él.
Para la horda y sus oficiales tuvo otras palabras: «Vosotros iréis conmigo a batir con vuestra fuerza al hombre que nos ha tratado con desprecio. Vosotros tendréis parte en mis victorias. Que el caudillo de diez sea tan vigilante como el caudillo de diez mil. El que falte a su deber será condenado a muerte con sus mujeres e hijos».
Después de conferenciar con sus hijos, con los Orkhones y otros varios jefes, el Kan marchó a revisar los diferentes campos de la horda. Tenía entonces cincuenta y seis años de edad. Surcaban arrugas su ancha frente y tenía la piel curtida. Montaba con las rodillas inclinadas sobre cortos estribos, en la alta silla puntiaguda, sobre un corcel blanco, de andar ligero. En su sombrero de fieltro blanco llevaba plumas de águilas y flámulas de tela roja colgando de cada oreja, a modo de los cuernos de un animal, pero útiles para sujetar el sombrero cuando el viento era fuerte. Su túnica negra, de piel de cebellina, tenía largas mangas e iba sujeta por un cinturón de placas o de tejido de oro. Pasó ante las líneas de los escuadrones concentrados, hablando poco. La horda estaba mejor equipada que nunca. Las divisiones de choque tenían sus caballos protegidos por cueros laqueados, rojos o negros. Cada hombre llevaba dos arcos y una caja de flechas de repuesto, cubierta para protegerla de la humedad. Los yelmos eran ligeros y prácticos, con un colgante de cuero tachonado para proteger el cuello en su parte posterior. Únicamente el regimiento de la guardia del Kan tenía escudos. Junto a los sables, los hombres de la caballería pesada llevaban hachas, colgadas de los cinturones, y una buena cantidad de cuerdas o lazos para impulsar las máquinas de sitio y desatrancar los carros. Los útiles eran pocos: sólo lo estrictamente indispensable. Sacos de cuero con bolsas para el caballo y un puchero para el hombre; cera y limas para afilar la punta de las flechas y conservar los arcos templados. Por último, cada hombre tenía las raciones necesarias, carne curada al humo y leche cuajada, que se podía echar en agua y calentarse.
Comenzó la marcha. Muchos catayanos iban en la horda. Había una nueva división de unos de diez mil hombres cuyo caudillo era catayano, el «Kopao yu» o maestro de artillería. Sus hombres eran prácticos en construir y maniobrar las pesadas máquinas de sitio: ballestas, catapultas y lanzafuegos. Estas máquinas, no eran transportadas enteras, sino en trozos cargados sobre carros. El «ho pao» o cañón lo veremos entrar en acción más tarde.[14]
La horda se movía lentamente en las pequeñas extensiones de terreno, conduciendo los rebaños. Iban alrededor de doscientos mil fornidos guerreros, número demasiado grande para conservarse juntos así como para vivir de los ganados y del país. Juchi, el hijo mayor, fue destacado con un par de «tumans» a unirse con Chepé Noyon, al otro lado del T'ian shan. El resto se extendió caminando por los valles. En los comienzos de la marcha, un incidente llenó de dudas a los astrólogos. La nieve cayó antes de su debido tiempo. El Kan envió a buscar a Ye-Lui Chut-sai y le preguntó el significado de este portento. «Ello significa —contestó el astuto catayano— que el señor del frío y de las tierras invernales vence al señor de los climas cálidos». Los catayanos padecieron durante este invierno. Entre ellos existían hombres prácticos en mezclar hierbas para curar las enfermedades; cuando delante de una tienda había una lanza con la punta clavada en tierra, esto indicaba que un mongol estaba enfermo dentro. Entonces era llamado uno de estos sabios de las hierbas y estrellas para que diese el remedio. La horda llevaba en su compañía a muchos otros no combatientes, intérpretes, mercaderes (que actuaban también como espías) y mandarines, para hacerse cargo de la administración de los distritos conquistados. No se descuidaba nada. Todos los detalles estaban perfectamente estudiados. Incluso los objetos perdidos, de que no habían de cuidarse los hombres, estaban a cargo de un oficial. El metal de las armaduras y sillas se conservaba bruñido y las herramientas completas. Iniciábanse las marchas cuando sonaba el tambor cilíndrico. Los rebaños partían los primeros, seguidos por los guerreros con sus carros. Por la noche se atajaban los rebaños, se clavaba el estandarte del jefe y a su alrededor se levantaba el campamento, recogiendo los guerreros sus «yurtas» que iban en los camellos o en los carros. Hubo que cruzar ríos. Los caballos, atados por las monturas, en número de veinte o más por línea, afrontaban la corriente. En ocasiones tenían los jinetes que nadar agarrados a las colas. Hubo que cruzar ríos helados. La nieve lo cubría todo, incluso las dunas arenosas del desierto. Ajados tamariscos grises danzaban bajo las ráfagas del viento, como espectros de antílopes u ovejas salvajes, arrojados en el sentido de la marcha.
La división de Juchi se dirigía hacia el Sur por puertos de siete mil pies, caminando hacia el «Pelu», gran vía septentrional, sobre Tiaushan. En ésta, que era una de las rutas comerciales del Asia, encontrábanse centenares de velludos camellos, cargados de la nariz a la cola, haciendo repiquetear sus broncas campanillas. Llevaban telas, arroz u otros artículos, e iban seguidos por media docena de hombres y un perro. El grueso de la horda se movía más lentamente hacia el Oeste, atravesando gargantas y lagos helados para bajar al suelo frío de la puerta de Sungarian, paso por el cual todos los clanes nómadas habían salido siempre del Asia. Aquí azotaban los vientos y hacía un frío tan grande que todo el ganado podía congelarse durante un «buran» o tormenta de viento negro. En esta época, la mayor parte del ganado estaba muerto y consumido. Las últimas reservas de forraje se habían agotado. Los carros se habían quedado atrás y solamente los camellos más vigorosos sobrevivían.
"Aun en medio del verano —escribe el catayano Ye-Lui Chut-sai, hablando de la marcha hacia Occidente— masas de hielo y nieve se acumulaban en estas montañas. El ejército, al pasar por este camino, tuvo que abrirse vía por entre el hielo. Los ríos del Oeste de la «Chin shan», (Montañas áureas) corren todos hacia Occidente", Para proteger los cascos de los caballos desherrados, se les forraban con tiras de piel de yak. Los caballos sufrían de falta de forraje y empezaban a sangrar por las venas. Al entrar en las comarcas occidentales, más allá de la Puerta de los Vientos, los guerreros cortaron árboles y maderas para usarla como puentes en las gargantas. Los caballos desenterraban con sus cascos musgo y hierba seca de entre la nieve, y los cazadores salían al campo. En su avance por entre los extremados fríos del Asia superior, doscientos cincuenta mil hombres sufrieron penalidades que hubieran llevado al hospital a una división moderna. Envueltos en sus pieles de oveja y cuero, dormían sobre montones de nieve. En caso de necesidad, las redondas y pesadas «yurtas» les daban abrigo. Cuando les faltaba alimento, abrían a un caballo una vena, bebían una pequeña cantidad de sangre y cerraban luego la herida. Marchaban repartidos sobre cien mil millas de país montañoso. Los trineos se deslizaban en su rastro, marcando el sendero con los huesos de los animales muertos. Antes de que la nieve se derritiese, estaban ya fuera de las estepas occidentales, cabalgando más rápidamente alrededor del yermo lago Balkash, en la época en que las primeras yerbas despuntan, cruzaban la última barrera de Kara Tau, la Comarca Negra. Sobre delgados caballos completaron las primeras doce mil millas de su marcha. Ahora las distintas divisiones iban cerradas por completo y los oficiales de enlace empezaron a galopar de un lado para otro entre los mandos. Los mercaderes marcharon en grupos de dos o tres, para obtener informes. Una pantalla de escuchas caminaba a la cabeza de cada columna. Los hombres repasaban sus equipos, contaban sus flechas, gozaban reunidos alrededor del fuego. Los bardos, arrodillados, salmodiaban sus cantos de los héroes que fueron y de los mágicos maravillosos. A través de los bosques vieron allá abajo la primera frontera del Islam, el ancho río Syr, que venía crecido por las aguas de la primavera.