Hasta entonces el dominio de Gengis Kan, había estado confinado en el Asia lejana; habíase desarrollado en los desiertos y su primer contacto con la civilización había sido Catay. De las ciudades de Catay, Gengis había vuelto a los pastizales de sus llanuras nativas. Después del asunto con Gutchluk y la llegada de los mercaderes mahometanos, le habían dado a conocer la existencia de la otra mitad del Asia. Ahora sabía que más allá de sus dominios existían valles fértiles, donde no caía jamás la nieve, y ríos que nunca se helaban y donde habitaban multitud de gentes en ciudades más antiguas que Karakorum o YenKing. Y de estas gentes del oeste venían caravanas, que traían hojas de acero finamente templadas y las mejores cadenas para cotas, telas blancas, cuero rojo, ámbar gris, marfil, turquesas y rubíes. Estas caravanas, para llegar a él, habían cruzado las barreras del Asia Central, las montañas que se extendían bruscamente hacia el nordeste y sudeste de la «Taghdumbach», el «Techo del Mundo». Desde tiempo inmemorial había existido esta barrera montañosa. Era la montaña «Kaf» de los antiguos árabes, que permanecía despoblada, separando del resto del mundo a los nómadas del Gobi. De cuando en cuando, algunos de los pueblos nómadas, empujados por naciones más poderosas, habían roto esa barrera. Los hunos y los bávaros habían desaparecido en las comarcas lejanas y no habían vuelto. A intervalos, los conquistadores del oeste habían avanzado alguna vez hasta el otro lado de estas comarcas. Diez y siete siglos antes, los reyes de Persia, habían llegado con su caballería, cubierta de cotas de malla, hasta el este, hasta el Indo y Samarcanda, a la vista de los baluartes de «Taghdumhash». Dos siglos después, el arriesgado Alejandro había avanzado con su falange hasta el mismo punto. Así, estas comarcas formaban una especie de división continental gigantesca, que establecía una separación entre los moradores de las llanuras de Gengis Kan y los moradores de los valles del oeste, llamados por los catayanos «Ta-sin», la comarca lejana. Un general catayano, conocedor de muchas cosas, había conducido en otro tiempo un ejército por estas soledades; pero, hasta ahora, ningún ejército se había aventurado hacer la guerra más allá de dichas comarcas.
Pero Chepé Noyon, el más impetuoso de los Orkhones, había acampado en el corazón de esas tierras. Y Juchi había caminado hacia donde el sol se pone, en la región esteparia de las tribus Kipchak; y habían construido dos caminos a través de las altas montañas. De momento, Gengis Kan estaba interesado en el asunto. Las mercancías y, especialmente, las armas de los pueblos mahometanos, más allá de los baluartes del Asia central, eran un gran lujo para la vida sencilla de los mongoles. Gengis alentaba a sus propios mercaderes, súbditos mahometanos, para que enviasen sus caravanas hacia el oeste. Supo que su vecino más cercano por el oeste era el Shah de Karesmia, conquistador de un vasto dominio. A este Shah mandó el Kan enviados y un mensaje que decía: «Te envío mi saludo. Conozco tu poder y la gran extensión de tu imperio y te considero como a mi hijo más estimado. Por tu parte, debes saber que he conquistado Catay y muchas naciones turcas. Mi país es un campamento de guerreros, una mina de plata y no tengo necesidad de otras tierras. Creo que tenemos un interés idéntico en fomentar el comercio entre nuestro súbditos».
Para un mongol de aquella época, ese era un agradable mensaje. Al difunto emperador de Catay había enviado Gengis Kan un explícito y provocativo insulto. A Ala-ed-Din Mohamed, Shah de Karesmia, le envió una invitación a comerciar. Desde luego había menosprecio en llamar al Shah su hijo, calificativo que en Asia significa subordinado; y existía además cierta mordacidad al mencionar los clanes turcos conquistados, puesto que el Shah era turco. Pero los mensajeros del Kan llevaban ricos presentes al Shah, barras de plata, jade precioso y vestidos de pelo de camello blanco. Sin embargo, esa mordacidad le irritó: «¿Quién es Gengis Kan? —preguntó—. ¿Ha conquistado verdaderamente la China?» Los enviados replicaron que, en efecto, así era. «¿Son sus ejércitos tan grandes como los míos?» —preguntó entonces el Shah—. A esto los enviados que no eran mongoles sino mahometanos, respondieron que la hueste del Kan no podía compararse con la suya de lo que el Shah quedó satisfecho, concertando el mutuo intercambio de mercaderes. El negocio marchó bastante bien durante un año, poco más o menos.
Entretanto, el nombre de Gengis Kan llegó a ser conocido en otras tierras mahometanas. A la sazón, el Califa de Bagdad había sido avasallado por el Shah de Karesmia y el Califa estaba persuadido de que su causa podía ser eficazmente auxiliada por ese fantástico Kan que vivía allá en los límites de Catay. Partió un mensajero de Bagdad a Karakorum, y como había de pasar a través de las tierras del Shah, fueron tomadas ciertas precauciones. La crónica nos dice que la autentificación de este mensaje fue escrita sobre el cráneo, con un punzón de fuego, después de haberle cortado el cabello al mensajero. Dejóse crecer el pelo el mensajero, que estudió el mensaje hasta que se lo aprendió de memoria. Todo fue bien. El agente del Califa encontró al Kan mongol; su cabello fue afeitado de nuevo, su identidad confirmada y el mensaje recitado.
Gengis no prestó gran atención. Es seguro que el solitario mensajero y la furtiva llamada no le impresionaron favorablemente. Harto próximo estaba el negocio ultimado con el Shah. Pero la prueba que el mongol hizo de comerciar con el Shah, tuvo un término accidentado. Una caravana de varios centenares de mercaderes de Karakorum fue secuestrada por Inalyuk, gobernador de Otrar, fortaleza de la frontera perteneciente al Shah. Inalyuk informó a su señor de que venían espías entre los mercaderes, cosa que podía muy bien ser exacta. El Shah Mohamed, sin meditar bien el asunto, envió a su gobernador la orden de matar a los mercaderes, todos los cuales fueron, en efecto, condenados a muerte. Este hecho llegó a conocimiento de Gengis Kan, quien, en el acto despachó enviados al Shah, protestando del caso. Y Mohamed mandó matar al jefe de los enviados y quemar las barbas de los demás. Cuando los supervivientes de esta embajada volvieron a Gengis Kan, el señor del Gobi subió a la montaña para meditar sobre el asunto. El asesinato de un enviado mongol no podía quedar impune; la tradición exigía venganza de la afrenta recibida. «No pueden haber dos soles en el cielo —se dijo el Kan— ni dos Kanes sobre la tierra». Entonces envió espías de verdad por entre las comarcas montañosas y lanzó correos por el desierto para sumar hombres a los estandartes de la horda. Por aquellos días envió un breve y ominoso mensaje al Shah. «Has escogido la guerra. Lo que acontezca y lo que de ésta resulte no lo sabemos. Sólo Dios lo sabe». La guerra, inevitable entre estos dos conquistadores, había empezado. El cauteloso mongol tenía su «casus belli».
Para comprender lo que se preparaba, consideremos las comarcas donde se encontraban el mundo del Islam y el Shah. Era un mundo marcial, aficionado a las canciones, para las cuales tenían singulares aptitudes, un mundo acosado por dolores internos, la avaricia, la esclavitud y la excesiva tendencia al vicio y a la intriga. Aquellos hombres dejaban el cuidado de sus asuntos a sus opresores, la custodia de sus mujeres a los eunucos y el cuidado de sus conciencias a Alá. Aceptaban el Corán de diversos modos. Daban limosnas a los mendigos, se lavaban escrupulosamente, se reunían en patios para conversar a la luz del sol, y vivían, en su mayor parte, del favor de los grandes. A lo menos una vez durante su vida, hacían un viaje para ver en la Meca el negro meteorito, bajo el tapiz de terciopelo, la piedra del Kaaba. Los hombres de Islam, durante esta peregrinación, se friccionaban los hombros, renovaban su celo y volvían a sus casas, asombrados de la inmensidad de sus tierras y de las muchedumbres de creyentes. Hacía siglos que su profeta había encendido el fuego que los árabes trasladaron por todo el mundo. Desde entonces, los diferentes pueblos de Islam, habían estado unidos en una causa común: la conquista. Las primeras olas de guerreros se habían extendido hasta España y el África septentrional, Sicilia y Egipto. Con el tiempo, el poder militar del Islam había pasado de los árabes a los turcos. Pero ambos pueblos se habían unido en la guerra santa contra las huestes armadas de los cruzados cristianos, que venían a rescatar Jerusalén. Ahora, en los comienzos del siglo XIII, el Islam se hallaba en el cenit de su poderío militar. Los cruzados, debilitados, habían sido arrojados a las costas de Tierra Santa, y la primera ola de turcos tomaba el Asia Menor frente a la soldadesca del degenerado imperio griego. En Bagdad y Damasco, los Califas, cabezas del Islam, conservaban todo el esplendor de los días de Harun-al-Raschid y los Barmecidas. La poesía y el canto eran artes bellos. Una agudeza constituía el trabajo de un hombre. Cierto astrónomo sagaz, Omar-al-Khayyam, observa que estos hombres, que creían que las páginas del Corán encerraban todo el saber del mundo, se solazaban mirando los grabados en el tazón de una fuente. Sin embargo, el reflexivo Omar no ignoraba el fausto esplendoroso del Islam guerrero: «¡Cuántos sultanes, con sus pompas, han soportado su destino y han andado su camino!»
¡La Corte de Jamshid, el trono de oro de Mohamoud! Omar hace una pausa en sus desconsolados cuartetos para admirar y para meditar sobre las posibilidades del paraíso que esperaban a estos paladines del Islam. Omar y Harun habían descendido hacía tiempo a la tumba; pero los descendientes de Mohamoud, de Ghazna, mandaban en la India septentrional. Los califas de Bagdad habían aumentado su experiencia, condescendiendo con política antes que pelear en la guerra. Pero la caballería de Islam, olvidando sus luchas intestinas y uniéndose contra los enemigos de la fe, no era menos esplendente y animosa que en los días en que Harun se solazaba con sus camaradas. Estos vástagos de príncipes guerreros vivían en un mundo fértil, que producía grano y fruta en abundancia, en donde los ríos bajaban de comarcas selváticas, formadas de arena y arcilla de las sabanas del desierto. Un sol ardiente aguzaba el intelecto y la lujuria. Hábiles armeros trabajaban las armas, hojas de acero que podían curvarse y escudos repujados de plata. Lucían cotas de malla y brillantes yelmos. Cabalgaban en corceles de raza, ligeros, aunque no demasiado resistentes. Conocían los secretos de la nafta llameante y de los terribles fuegos griegos. Su vida tenía muchas diversiones. «Versos, canciones y troveros, vino espumoso y dulce. Los dados y el ajedrez; la caza y el halcón y el leopardo veloz. El campo y el baile y la sala de audiencias y las batallas y banquetes raros. El caballo y los brazos y una mano generosa y la alabanza de mi señor y loador». [13]
En el centro del Islam, Mohamed, Shah de Karesmia se había entronizado como señor de la guerra. Sus dominios se extendían desde la India a Bagdad, y desde el mar de Aral al golfo de Persia. Excepto sobre los turcos Selyuk, victoriosos de los cruzados y sobre la naciente dinastía Mamluk de Egipto, su autoridad era suprema. El Shah era Emperador; y el Califa, que disputaba con él, pero no podía negarle nada, hallábase reducido a la autoridad espiritual de un pontífice. Mohamed Shah del imperio Karesmiano Karesmia apenas aparece en las páginas de la historia. Como Kara K'ital y el Imperio de la China, fue borrado por los mongoles antes de alcanzar el completo fin de su poder, procedía, como Gengis Kan, de un pueblo nómada. Sus antepasados habían sido esclavos, coperos del gran Seluyk, Malik Shah. El y sus «atabegs», o jefes antepasados, fueron turcos. Verdadero guerrero del Turan, tenía algún genio militar, una viva compresión de las cosas políticas y una avaricia sin fin. Sabemos que se gozaba demasiado en la crueldad, condenando a muerte a sus secuaces para satisfacer sus impulsos. Ocurríale matar a un venerable «sayyid» y pedir después al Califa la absolución. Si este no accedía a dársela, denunciaba al Califa y lo sustituía por otro. De aquí nació la disputa que suscitó el envío de un mensajero del Califa a Gengis Kan. Mohamed ostentaba demasiado su ambición y amor de la alabanza. Anhelaba ser llamado «El guerrero», y sus cortesanos le exaltaban como a un segundo Alejandro. A las intrigas de su madre, añadió la opresión, y disputaba con el visir, que administraba sus negocios. El núcleo de su hueste, de cuatrocientos mil guerreros, estaba formado por los turcos Karemianos. Pero a un aviso suyo, podía también disponer de los ejércitos persas. Le seguían elefantes de guerra, extensas filas de camellos y una multitud de esclavos armados. Pero la principal defensa de su imperio estaba en la cadena de grandes ciudades a lo largo de los ríos: Bokhara, centro de las academias y mezquitas del Islam; Samarcanda, de altas murallas y plácidos jardines: Balkh y Herat, corazón de Khorassan. Este mundo del Islam, con sus ambiciosos Shah, su muchedumbre de guerreros y sus poderosas ciudades, era casi desconocido de Gengis Kan.