A diferencia de otros conquistadores, Gengis Kan no se estableció en la parte más exuberante de sus nuevos dominios, en Catay, sino habiendo cruzado de nuevo la Gran Muralla, después de la caída de la China, no se volvió a este país. Dejó a Muhuli de general en jefe y regresó a las estériles llanuras de sus mayores. Aquí tenía sus cuarteles. Entre las ciudades del desierto, escogió Karakorum (las Arenas Negras) por su «ordu». Reunió todo lo que un nómada podía ambicionar. Karakorum era una ciudad extraña, una metrópoli de erial, barrida por los vientos, azotada por la arena. Las casas de barro seco y rodeadas de bardas, estaban colocadas sin formar calles. Alrededor se dilataban los techos de fieltro negro de las «yurtas».
Habían pasado los años de privaciones y caminatas. Extensos establos alojaban en invierno las manadas de caballos escogidos, que ostentaban el hierro del Kan. Los graneros guardaban contra el hambre el mijo y el arroz, para hombres y caballos. Refugiábanse aquí los viajeros y los embajadores de toda el Asia septentrional. Del sur llegaron mercaderes árabes y turcos, con quienes estableció Gengis Kan un tráfico propio. No le gustaba vejar a nadie. Si los mercaderes intentaban abusar de él les confiscaba sus mercancías. Por el contrario, si daban algo al Kan recibían en cambio presentes superiores a lo que le habían dado.
Junto al distrito de los embajadores estaba el de los sacerdotes: viejos templos budistas, angulosas mezquitas de piedra y pequeñas iglesias nestorianas de madera. Cada hombre era libre de practicar su culto, mientras obedeciese los preceptos del «Yassa» y la autoridad del campo mongol. Los visitantes encontraban oficiales mongoles en la frontera y eran acompañados por guías a Karakorum. Las nuevas de su llegada eran llevadas por activos correos de las rutas caravaneras. Desde el momento en que se divisaban los ganados pastando, las negras cubiertas de las «yurtas», las filas de «kibitkas» sobre las rasas y uniformes llanuras, que rodeaban la ciudad del Kan, corrían los huéspedes a cargo del «jefe de la ley del castigo». Obedeciendo a una vieja costumbre de los nómadas, pasaban los visitantes por entre dos grandes fuegos. Ningún daño les acontecía con esto, pero los mongoles creían que si alguna diablura se ocultaba en ellos, el fuego la abrasaría. Después de alojados y alimentados, pedían la venia del Kan y eran conducidos a la presencia del conquistador mongol. Este tenía su corte en un elevado pabellón de fieltro blanco, revestido de seda. A la entrada estaba dispuesta una mesa de plata con leche de yegua, fruta y carne para que todo el que llegase pudiera comer cuanto deseara. Sobre un estrado, al extremo del pabellón y encima de un escabel, sentábase el Kan acompañado por Burtai u otra de sus esposas, que se situaba a la izquierda. Contados ministros le asistían, quizá Ye-Lui Chut-sai con sus vestiduras bordadas, su gran majestad, su larga barba y su profunda voz. Un escribano «ugur», con su rollo de papel y su pincel, un «noyon» [10] mongol, copero honorario. En bancos, alrededor de las paredes del pabellón, sentábanse otros nobles, guardando un decoroso silencio y luciendo un uniforme de la horda, túnica larga y acolchada con colgante cinturón y ajustado sombrero de fieltro blanco. Los «Tarkhans», honrados sobre todos los demás, podían alardear de realizar sus deseos y tomar asiento en las banquetas, con los pies cruzando bajo el cuerpo, y la mano áspera reposando sobre los membrudos músculos de buenos jinetes. Los Orkhons[11] y los jefes de las divisiones podían situarse junto a aquellos teniendo sus mazas. La conversación se hacía en voz baja y despacio y reinaba un silencio absoluto cuando el Kan hablaba. Tan pronto tomo éste había pronunciado unas palabras, el asunto se daba por terminado y nadie podía añadir nada más. Toda discusión significaba una infracción a las buenas maneras. Toda exageración era una falta moral. La mentira acarreaba siempre el castigo, que era aplicado por el «maestro de los castigos». Las palabras debían ser pocas y cuidadosamente exactas. Supónese que los extranjeros llevaban presentes, los cuales, antes de que los viajeros llegasen hasta el Kan, eran recogidos por el capitán de guardia aquel día. Los recién llegados eran también cacheados y advertidos de no tocar el pórtico del pabellón o cualquiera de las cuerdas, cuando estuvieran en la tienda. Para hablar al Kan había que arrodillarse primero. Una vez que se habían presentado en el «ordu», ya no podrían partir hasta que lo permitiera el Kan.
Karakorum, desaparecida hoy bajo las arenas del Gobi, estaba regida por una voluntad de hierro. Los hombres que entraban en el «ordu» se convertían en siervos del «Señor de tronos y coronas». No existía otra ley. «Al unirme a los tártaros —dice el valeroso monje Fray Rubriquis—, pensé haber entrado en otro mundo». Era un mundo que observaba los preceptos del «Yassa» y aguardaba silencioso la voluntad del Kan. La rutina de la vida era toda militar. Imperaba el mayor orden. El pabellón del Kan daba siempre cara al sur, y por este lado se dejaba un espacio libre. A derecha las gentes de la horda tenían señalados sus lugares, lo mismo que los hijos de Israel tenían sus puestos fijos cerca del tabernáculo.
El hogar del Kan había aumentado. En sus tiendas esparcidas por la «ordu», servidas por su propia gente, tenía otras mujeres, además de Burtai, la de los ojos grises. Había tomado por esposas a princesas de Catay y de Liao, a hijas de la familia real turca y a las mujeres más bellas de los clanes del desierto. Apreciaba la belleza de las mujeres tanto como la sagacidad y el valor de los hombres y la resistencia y finura de los caballos. En cierta ocasión, fuéronle descritos por un mongol el rostro y el porte de una muchacha de una provincia conquistada. Y al mongol, que no recordaba con seguridad el sitio donde la viera, dijo impaciente el Kan: «Si ella es realmente hermosa, yo la encontraré».
Cuéntase la amena historia de un sueño que le turbó y en el cual vio a una de sus mujeres conspirando contra él. Hallábase por entonces, como de costumbre, en el campo, y cuando despertó inmediatamente: «¿Quién es el jefe de la guardia a la entrada de la tienda?» Cuando el oficial le hubo dicho el nombre, el Kan le dio la orden siguiente: «Tal mujer es tuya. Te la regalo. Tómala para tu tienda».
Los asuntos de moral los resolvía también a su modo. Una concubina había accedido a las proposiciones de un mongol de su casa. Cuando lo supo, el Kan no condenó a muerte a ninguno de los culpables, pero los arrojó de su lado diciendo: «Obré equivocadamente al tomar por esposa una muchacha de malos instintos».
De todos sus hijos, únicamente reconoció como herederos a los cuatro nacidos de Burtai. Les dio compañeros selectos y los vigilaba, haciendo que les acompañasen, como tutores, oficiales veteranos. Cuando estuvo satisfecho con sus diversas naturalezas y aptitudes, los hizo «Orluks» («águilas»), príncipes de la sangre imperial. Y les fue asignada su función en el ordenado esquema de la vida. Juchi, el primogénito fue nombrado montero mayor (de la caza obtenían aún los mongoles gran parte de su alimento). Chatagai fue jefe de leyes y castigos. Ogotai fue señor del consejo. Y el más joven, Tuli, fue jefe nominal del ejército, conservándolo el Kan a su lado. El hijo de Juchi, Batu, fundó la «horda» áurea que conquistó Rusia, Chatagai heredó el Asia Central, y un descendiente suyo, Babar, fue el primero de las grandes mongoles de la India, Tuli tuvo por hijo a Kubilai, que reinó desde el mar de la China hasta la Europa Central. Este joven Kubilai era el favorito del Kan, que le mostraba todo el cariño de un abuelo. «Observa bien las palabras del muchacho Kubilai; están rebosantes de sabiduría».
Al volver de Catay, Gengis Kan encontró la mitad occidental de su .imperio en plena desmoralización. Los poderosos pueblos turcos del Asia Central, feudatarios del imperio de Kara K'itai, habían caído en poder de un usurpador, hombre de talento, llamado Gutchluk, que era príncipe de los «naimans» y había sido derrotado en tiempos anteriores por los mongoles después de la batalla con los Karaitas. Parece ser que Gutchluk debió su fama a una provechosa deslealtad. Se alió con los poderes más fuertes del lejano oeste y dio muerte a su huésped, el Kan del Catay Negro. En tanto que Gengis estuvo ocupado allende la Gran Muralla, Gutchluk había desorganizado a los valiosos «urgs» y había asesinado al Kan cristiano de Amalyk, súbdito del mongol. Los siempre inquietos «merquitas» habían dejado la horda y se habían incorporado a él. Contra Gutchluk y el efímero imperio[12] por éste establecido en la dilatada región entre el Tibet y Samarcanda, actuó decisivamente Gengis Kan a su regreso a Karakorum. La horda volvió a montar en caballos de refresco y salió contra los «naimans». El señor del Catay Negro fue envuelto y azotado inesperadamente por los veteranos mongoles; Subotai fue destacado con una división para reducir a los merquitas a su deber. El y Chepé Noyon fueron recompensados con el mando de dos «tumans» y la orden de capturar a Gutchluk vivo o muerto. No seguiremos al hábil Chepé Noyon en sus maniobras. Satisfizo el celo de los mahometanos ofreciendo indultar a todos los prisioneros, excepto Gutchluk. Abrió los templos budistas que habían estado cerrados durante la guerra. Después persiguió al efímero emperador por el «Techo del Mundo». Gutchluk fue asesinado y su cabeza enviada a Karakorum, con un rebaño de caballos que el enérgico mongol había cogido por este lado. El asunto, que pudo ser desastroso para el Kan, si hubiera perdido la primera batalla, tuvo dos resultados. La más próxima de las tribus turcas errantes, que se extendían desde el Tibet, a través de las alturas, hasta las estepas de Rusia, entró a formar parte de la horda. Después de la caída de Catay septentrional, estos mismos nómadas estuvieron en posesión de lo que podría llamarse el equilibrio del poder en Asia. Los victoriosos mongoles estaban aún en minoría.
La apertura de los templos dio a Gengis Kan nuevo prestigio. Desde la ciudad de la montaña hasta el valle referíase que había conquistado Catay. La amplia y simbólica influencia del Catay budista envolvió su persona. Por otra parte, a los desconfiados «mullahs» se les garantizó que no serían molestados y quedarían libres de impuestos y tasas. Bajo las cumbres nevadas del Tibet, en el más feroz anfiteatro de odios religiosos, bonzos, mullahs y lamas se instalaron en iguales condiciones y bajo la sombra del «Yassa». Enviados del Kan, barbudos catayanos, proclamando la nueva ley del conquistador, fueron a ordenar el caos, aun cuando habían estado luchando por Catay frente al inflexible Muhuli.
Un correo galopó por la senda de las caravanas hacia el triunfante Chepé Noyon. Llevaba el aviso de que los mil caballos estaban ya en poder del Kan. «Que no se ponga orgulloso por el éxito». Chepé Noyon iba reclutando guerreros en las regiones del Tibet y no volvió a Karakorum. Tenía trabajos más grandes, en otra parte del mundo. Mientras tanto, la caída de Gutchluk produjo en el Norte del Asia un armisticio, tan rápido y decisivo como la caída de una cortina. Desde la China hasta el mar de Aral reinaba un sólo señor. La rebelión había cesado. Los correos del Kan galopaban sobre cincuenta grados de longitud. Decíase que una doncella, con un saco de oro, podía caminar sin peligro de un extremo del imperio nómada al otro.
Pero esta actividad administrativa no satisfacía al emperador. No siguió por mucho tiempo gustando de la caza invernal en las praderas. Un día, en el pabellón de Karakorum, preguntó a un oficial de la guardia mongola qué cosa en todo el mundo proporcionaba la mayor felicidad. «La abierta estepa, un día claro y un caballo ligero —respondió el oficial, después de meditar un poco— y un halcón en el puño para saltar sobre las liebres». «No —respondió el Kan—, aniquilar a los enemigos y verlos caer a nuestros pies, tomar sus caballos y bienes y oír los lamentos de sus mujeres. Esto es lo mejor».
El señor de tronos y coronas era también el Azote. Los movimientos, que en seguida emprendió, fueron la conquista hacia el oeste, que tuvo terribles efectos. A ella llegó del modo más notable.