Cuando el emperador chino huyó con su séquito de la ciudad, dejó en palacio a su hijo el presunto heredero. No quería abandonar el corazón de su país, sin conservar en Yen-King alguna sombra de poder y sin que el pueblo viera a algún individuo de la dinastía. Yen-King estaba fuertemente guarnecida. Pero el caos, previsto por los viejos nobles, empezaba a quebrantar las fuerzas armadas chinas. Algunas de las tropas que escoltaban al emperador, se rebelaron y marcharon a juntarse con los mongoles. En la misma ciudad imperial una curiosa revuelta tuvo lugar. El príncipe heredero, los oficiales y mandarines, se reunieron y juraron nuevamente fidelidad a la dinastía. Abandonados por su monarca, resolvieron llevar por sí mismos la guerra. Apiñados en las calles, expuestos a la lluvia, los leales soldados de Catay prometieron la suerte del presunto heredero de los nobles. El antiguo y arraigado espíritu de lealtad se manifestaba de nuevo en este momento y resurgía a la superficie, acuciado por la huida de un gobernante débil. El emperador envió correos a Yen-King, llamando a su hijo al Sur.
«¡No hagas eso!» —replicaron los viejos chinos. Pero el emperador era obstinado y su deseo seguía siendo todavía la ley suprema de la tierra. El presunto heredero salió villanamente de la ciudad y sólo algunas mujeres de la familia, los gobernantes de la antigua ciudad, los eunucos y la soldadesca permanecieron en Yen-King. Entretanto, la llama encendida por los nobles ideales había producido verdaderos entusiasmos. Las guarniciones y avanzadas mongoles fueron atacadas. Un ejército enviado a la mísera provincia de Liao-tung consiguió un éxito sorprendente, por el verdadero «elan» que le había creado.
Este cambio repentino de las cosas fue conocido por la horda en retirada. Gengis Kan detuvo su marcha y esperó informes detallados (que llegaron pronto de los espías y oficiales que se apresuraban detrás de él). Cuando comprendió claramente la situación actuó sin demora. La división más eficaz fue enviada al sur, hacia el Río Amarillo, con orden de perseguir al fugitivo emperador. Llegó el invierno. Pero los mongoles actuaron velozmente, obligando al señor de los chinos a cruzar el río y a retirarse al dominio de sus antiguos enemigos, los Sung. Aun allí le persiguieron los mongoles, asaltándoles por entre montañas nevadas, cruzando de aceradas lanzas las gargantas y atando con cadenas las ramas de los árboles. Verdaderamente este ejército penetró bastante lejos en un país hostil, estando interceptado de comunicaciones con la horda, aun cuando seguía las huellas del fugitivo imperial, que llamaba en su ayuda a la corte de Sung. Los correos enviados por el Kan alcanzaron la división errante, que se las iba arreglando muy bien y trazaba un ancho círculo en torno a las ciudades de Sung, pasando para su seguridad el Río Amarillo sobre el hielo.
Chepé Noyon fue enviado a todo escape al Gobi para apaciguar a los jefes. Gengis Kan destacó a Subotai para que fuese a observar la situación. Este orkhon desapareció durante algunos meses, enviando informes tan rutinarios como la condición de sus caballos. Al parecer no encontraba nada digno de mención en el norte de Catay. En vista de lo cual se reintegró a la horda, trayendo consigo la sumisión de Corea. Llevado por su propio impulso, se había detenido y había cercado el Golfo de Liao-tung para explorar un nuevo país. Esta propensión a las marchas errabundas acarreó calamidades sobre Europa en tiempos posteriores, cuando Subotai obtuvo un mando independiente.
El Kan permaneció con el núcleo de la horda cerca de la Gran Muralla. Teñía ya cincuenta y cinco años de edad. Al nacer su nieto, Kubilai, volvió a sus pabellones, a sus «yurtas» de fieltro, en el Gobi. Sus hijos eran ya hombres; pero en esta crisis dio el mando de sus divisiones a los Orkhones, a los expertos caudillos de la horda, a los infalibles, cuyos descendientes —merced a sus méritos— no sufrirán jamás el hambre ni el castigo. Gengis había enseñado a Chepé Noyon y a Subotai el manejo de las divisiones montadas, y había probado al veterano Muhuli. De este modo, Gengis Kan, sentado en su tienda, contemplaba como simple espectador la caída de Catay, escuchando los informes de los jinetes, que galopaban sin cesar, no desmontando ni para comer ni para dormir.
A Muhuli le ayudaba Mingan, príncipe de Liao-tung, que dirigía el empuje sobre Yen-King. Con sólo mil mongoles volvió sus pasos hacia el este, reuniendo una muchedumbre de catayanos desertores y fracciones de guerreros errantes. Subotai, cubriendo sus flancos plantaba sus tiendas ante las murallas de Yen-King. Con suficientes hombres para haber resistido el sitio y con un gran depósito de armas y otros elementos de guerra, los catayanos se encontraban demasiado desorganizados para sostenerse. Cuando la lucha dio principio en los suburbios, desertó uno de los generales chinos. A las mujeres de la casa imperial, que le suplicaron marchar con él, las dejó abandonadas. El saqueo empezó en las calles de los mercaderes, y las infortunadas mujeres erraron desesperadamente entre los grupos de algarera y terrorífica soldadesca. Prendió el incendio en distintas partes de la ciudad. En el palacio veíanse los eunucos y esclavos cruzar veloces por los corredores, llevando en sus brazos gran cantidad de vestidos, de oro y plata. La sala de audiencias quedó desierta, y los centinelas dejaron sus puestos para reunirse con los saqueadores. Wang-Yen, el otro general en jefe, príncipe de la sangre real, había recibido poco antes un decreto del Emperador fugitivo, perdonando a todos los criminales y prisioneros de Catay y aumentando los gajes de los soldados. ¡Fútil medida de última hora, que no le sirvió de mucho al solitario Wang-Yeng! La situación era desesperada, y el general en jefe se preparó a morir según la tradición exigía. Retiróse a sus habitaciones y escribió un memorial al emperador, reconociéndose reo y digno de la muerte, por no haber sido capaz de defender a Yen-King. Esta despedida, que así puede llamarse, la escribió sobre sus vestidos. Después llamó a su servidumbre y repartió entre ella sus trajes y riquezas, ordenó al mandarín que le preparase una copa de veneno y siguió escribiendo. A poco rogó a su amigo que abandonase la cámara y bebió el veneno. Yen-King yacía envuelta en llamas. Los mongoles corrían sobre un escenario de indefinible terror. El metódico Muhuli, indiferente al pasado de la dinastía, se ocupaba en recoger y enviar al Kan los tesoros y pertrechos de la ciudad. Entre los oficiales cautivos, enviados al Kan, encontrábase un príncipe de Liao-tung, que había servido a los catayanos. Era alto, la barba le llegaba hasta la cintura, y la atención del Kan se fijó en su voz penetrante y limpia. Preguntó el nombre del cautivo y supo que era Ye-Lui Chut-sai «¿Por qué defendiste a la dinastía, que era enemiga secular de tu familia?» —le preguntó el Kan—. «Mis padres y varios de mi familia sirvieron a China —replicó el joven príncipe—, y yo no sería digno si hubiera obrado de otro modo». Esto satisfizo al mongol. «Has servido bien a tu primer señor, y puedes también servirme lealmente. Sé uno entre los míos». A algunos que habían abandonado a la dinastía los condenó a muerte, creyendo que no debían ser perdonados. Y fue Ye-Lui Chut-sai quien le dijo después: «Has conquistado un gran imperio desde la silla, pero no podrás gobernarlo de este modo». Ya sea que el victorioso mongol comprendiese la verdad de estas palabras o que pusiera en práctica lo aprendido de los catayanos, es el caso que poseía elementos tan importantes como las máquinas de guerra, que lanzaban piedras y fuego, y se mostraba propicio a los consejos. Para los distritos conquistados de Catay escogió gobernadores de entre los hombres de Liao-tung. Hubo de comprender que la fértil y humana tierra de Catay no podía transformarse en el desierto estéril que los mongoles querían. Agradábanle las artes mercantiles de los chinos, su filosofía y su jerarquía de esclavos y mujeres. Admiraba el valor de los mandarines, que habían sostenido la guerra después de la deserción de su señor; y en el coraje y sabiduría de estos hombres vislumbraba algo provechoso para él. Ye-Lui Chut-sai, por ejemplo, sabía nombrar las estrellas y explicar sus portentos. Al trasladar a Karakorum los tesoros de las ciudades, llevóse también Gengis sabios de Catay. Dejó el gobierno militar de sus nuevas provincias y la posible conquista de Sung, a Muhuli, ensalzándolo públicamente y otorgándole un estandarte bordado con las nueve colas de yak. «En esta región —explicó a sus mongoles— el mandato de Muhuli debe obedecerse como el mío». Ningún cargo más elevado pudo confiarse al veterano. Y Gengis Kan, como de costumbre, solemnizó su pacto. Muhuli quedó tranquilo en sus nuevos dominios con parte de la horda.
La razón de que el mongol diese este paso es tema de conjeturas. Deseaba, sin duda alguna, fortalecer sus fronteras occidentales. Acaso comprendió que la sujeción de toda China exigía trabajos de muchos años. Pero es indudable que su interés por una tierra extraña cesaba después de la conquista militar.