Al otro lado de la Gran Muralla todo era diferente del Asia septentrional. Existía una civilización de cinco mil años, con relaciones escritas, que alcanzaba treinta siglos de antigüedad y habitantes que dedicaban su vida tanto a la contemplación como a la lucha. En otro tiempo, los aborígenes de estos hombres fueron nómadas, un pueblo de jinetes peritos en el manejo del arco. Durante tres mil años, en lugar de emigrar, habían construido ciudades, y laborado mucho. Se habían multiplicado rápidamente. Y cuando los hombres aumentaron y se apiñaron, construyeron murallas y se dividieron en diferentes clases sociales. A diferencia del Gobi, los hombres de allende la Gran Muralla eran esclavos y labriegos, escolares, soldados y mendigos, mandarines, duques y príncipes. Tenían un emperador, el hijo del Cielo «Tien Tsi» y una corte, las nubes del Cielo. En el año de 1210, año de la oveja en el calendario de los doce animales, ocupaba el trono la dinastía Chin o dinastía áurea y estaba la corte en Yen-King, cerca de la Pekín moderna. Catay era como una anciana sumida en meditaciones, adornada quizás con vestidos excesivamente trabajados, rodeada de muchos niños, poco cuidados; las horas de sus ortos y ocasos estaban ordenadas; salía en carros cuidados por sirvientes y oraba a las tablas de la muerte; sus vestidos eran de seda flotante muy coloreados, aun cuando los esclavos iban descalzos y vestían de algodón. Los altos dignatarios llevaban quitasoles sobre las cabezas. En las entradas de las viviendas se disponían pantallas, como protección contra los diablos errantes. Los hombres inclinaban la cabeza según ritual y se esforzaban por hacer su conducta perfecta.
Hacía un siglo que los bárbaros, catayanos y chinos, habían bajado del norte y se habían concentrado en grandes masas de hombres más allá de la llanura. Pronto adoptaron las costumbres de Catay, lucieron sus ropajes y siguieron su ritual. Dentro de las ciudades había lagos espléndidos con lanchas, donde los hombres podían sentarse. Regalábanse con vino de arroz, oyendo las melodías de las campanillas de plata, agitadas por mano de mujer. También podían reunirse bajo el techo de una pagoda y escuchar las llamadas de un gongo, invitándoles al templo. Estudiaban en libros de bambú, escritos en tiempos inmemoriales y discutidos en largos festines, en los días de oro de «Tang». Eran los hombres de China súbditos de una dinastía, siervos del que se sentaba en el trono. La tradición los regía y les enseñaba que el deber principal era obedecer a la dinastía. Sin embargo podían, como en los días del señor K'un (Confucio), gritar ante el cortejo imperial, cuando el emperador pasaba en un carruaje frente al cortejo sabio: «He aquí la concupiscencia, y la virtud viene detrás». O también algún poeta andariego, abstraído en embriagadora contemplación de la belleza de la luz de la luna sobre el río, podía caerse en el río, podía caerse en el agua y ahogarse y no ser, por ello, menos poeta. La persecución de la perfección es un asunto trabajoso. Pero el tiempo no importaba nada en Catay. El pintor se satisfacía dando a la seda un toque de color, poniendo un pájaro sobre una rama o una montaña nevada. Un detalle, pero perfecto. Los astrólogos en sus departamentos, entre las esferas y cuadrantes, anotaban los movimientos de las estrellas. El cantor de la guerra era también un contemplativo. Véase: «Ningún canto de pájaro desciende ahora de las silentes murallas. Únicamente suena el viento en la dilatada noche, donde los espectros de la muerte rondan por la obscuridad. La pálida luna se refleja sobre la nieve al caer. Los fosos de las murallas se congelan con sangre y cuerpos en las duras aristas del hielo. Toda flecha se gasta, toda cuerda se rompe. Las fuerzas del caballo de batalla declinan. Así es la ciudad de Han-li bajo el yugo del enemigo». Así el cantor, viendo un cuadro en la muerte misma, interpretaba la resignación, que es la herencia de Catay.
Sus máquinas de guerra eran veinte carros, antiguos e inútiles, tirados por caballos. Tenía también piedras rodantes, ballestas que la fuerza de diez hombres no podía manejar, catapultas que precisaban doscientos hombres para tensar las sólidas cuerdas. Poseían el «fuego que vuela» y el fuego que explota en tubos de bambú. Las empresas guerreras habían sido un arte en Catay, desde los días en que los regimientos y los carros maniobraban sobre las inmensidades del Asia. Erigíase un templo en el campo al general en jefe que meditaba tranquilamente sus planes. Kwanti, el dios de la guerra, no carecía de adeptos. La fuerza de Catay estaba en la disciplina de sus adiestradas masas y en sus enormes reservas de hombres. En cuanto a su debilidad, un general catayano había escrito ominosamente hacía diez y siete siglos: «Un caudillo puede acarrear la desgracia de su ejército, por intentar gobernarlo como a un reino si ignora las condiciones con que el ejército tiene que habérselas. Esto es lo que se ha llamado embarazar un ejército y ocasiona desasosiego entre los soldados. Y cuando un ejército está inquieto y desconfía, la anarquía es el resultado y la victoria se frustra».
La debilidad de Catay consistía en su emperador, que permanecía en Yen-King y dejaba el ejercicio del mando a sus generales. La fuerza de los nómadas detrás de la muralla, estaba en el genio militar de su Kan que acaudillaba el ejército en persona. El caso de Gengis Kan era muy semejante al de Aníbal en Italia. Tenía un número limitado de guerreros. Una única y decisiva derrota podía volver a los nómadas a sus desiertos. Una victoria dudosa no garantizaba nada. Su éxito debía ser decisivo, sin gran pérdida de hombres; pues podía ser obligado a maniobrar sus divisiones frente a ejércitos acaudillados por maestros en táctica.
Entre tanto, fuera de Karakorum Gengis era todavía el «Capitán contra los rebeldes» y el súbdito del Áureo Emperador.
En el pasado, cuando la fortuna de Catay era ascendente, los emperadores habían cobrado tributo a los nómadas de allende. Después, las dinastías de Catay compraron la paz a los nómadas, regalándoles productos, como plata, seda, cueros trabajados, jades tallados y caravanas cargadas de granos y vino. Para manifestar su honor o, en otras palabras, para salvar su cabeza, la dinastía de Catay llamaba presentes a estos tributos. Pero en los años anteriores de poderío, los presentes exigidos a los Kanes nómadas eran llamados tributos. Las rapaces tribus no habían olvidado estos magníficos presentes ni las onerosas exacciones de los oficiales catayanos, ni las extrañas expediciones de las gentes de «sombrero y cinturón», en los límites de la Gran Muralla. Así los pueblos del Gobi Oriental eran, en aquellos momentos, súbditos nominales del Áureo Emperador, administrados en teoría, por el ausente capitán de las Marcas occidentales. Gengis Kan había entrado en el cuadro de los oficiales como «Capitán contra los rebeldes». En momento oportuno, los funcionarios de Yen-King, ajustándose a las condiciones usuales, le enviaban emisarios para recoger el tributo de caballos y ganado, tributo que Gengis no pagaba. Como se observará la situación era típicamente china y la actitud de Gengis Kan puede describirse en dos palabras: observar esperando.
En el curso de sus campañas por el interior del Gobi, Gengis había topado con la Gran Muralla y examinando detenidamente sus flancos de ladrillo y piedra, sus torres sobre las puertas y su grandiosa plataforma superior, sobre la cual podían galopar de frente seis jinetes. Más recientemente había llevado su estandarte, desplegándolo de puerta en puerta, a lo largo del sector más cercano. A estas circunstancias ni el Capitán de las Marcas occidentales ni el Áureo Emperador prestaron la más mínima atención. Pero las tribus fronterizas, los pueblos que servían de tope y vivían a la sombra de la muralla ayudando al monarca de Catay en sus excursiones cinegéticas, se dieron cuenta exacta de este acto audaz y creyeron comprender que el Áureo Emperador estaba acobardado ante el jefe nómada. En rigor, éste era efectivamente el caso. Dentro del recinto amurallado de sus ciudades los millones de habitantes de Catay estaban, aunque no totalmente, seguros de su cuarto de millón de guerreros. Pero el Áureo Emperador que se hallaba en lucha continua con la antigua casa Sung, allá en el Sur, hacia el sol del Océano, por el Yang-tsé, mandó emisarios a los mongoles para recabar la asistencia de los jinetes nómadas. Gengis Kan envió velozmente varios «tumans». Chepé Noyon y algunos otros Orkhones mandaban las divisiones de caballería. Lo que hiciesen en favor del Áureo Emperador se desconoce. Pero utilizaron muy bien sus ojos y llevaron a cabo investigaciones minuciosas. Tenían toda la habilidad de los nómadas para recordar límites, y cuando volvieron a la horda, en el Gobi, llevaban una idea precisa de la topografía de Catay. También trajeron relatos maravillosos. En Catay, dijeron, los caminos cruzan fácilmente los ríos sobre plataformas de piedra. Hay «kibitkas» de madera que flotaban sobre los ríos. Todas las ciudades importantes tienen murallas, demasiado altas para que pueda saltar un caballo. Los hombres de Catay se adornaban con vestidos de nanquín y seda de todos colores. En lugar de viejos cantores son jóvenes poetas los que distraen a la corte, no recitando roncamente leyendas de héroes, sino escribiendo palabras sobre un biombo de seda, palabras que describen la belleza de la mujer. Todo es muy maravilloso.
Los oficiales de Gengis Kan anhelaban lanzarse sobre la Gran Muralla. Pero en aquella ocasión haber dejado partir los selváticos clanes contra Catay, hubiera significado el desastre del Kan y una calamidad para los hogares. Si abandonaba su nuevo imperio para sufrir una derrota en Catay, otros enemigos acudirían a invadir presto el dominio mongol. El desierto de Gobi era suyo. Pero si miraba al sur, al sudoeste y al oeste, veía enemigos formidables. A lo largo de la «Nan-lu», vía meridional de las caravanas, encontrábase el extraño reino de Hia, el llamado reino de los ladrones: aquí bajaban de las montañas los magos y rapaces tibetanos, para asaltar y despojar a los catayanos. Más allá se extendía el poder del Catay Negro, especie de imperio montaraz, y hacia el oeste vagaban las hordas errantes de Kirguises, que habían obstruido el camino de los mongoles.
Contra todos estos molestos vecinos, Gengis Kan envió fracciones de su horda, divisiones montadas acaudilladas por los Orkhones. El mismo en persona marchó en sucesivas estaciones a la comarca de Hia, haciendo una guerra de guerrillas, en país abierto, que convenció a los jefes de este reino de lo conveniente que era concertar la paz con Gengis, paz que fue robustecida por un lazo de sangre, ya que una de las mujeres de la familia real fue enviada al Kan como esposa. Otros lazos se anudaron en el oeste. Todas estas eran prevenciones en términos militares, movimientos destinados a despejar los flancos. Gengis ganó aliados entre los jefes y rehizo la horda, dándole experiencia, cosa muy deseable en campaña.
Mientras tanto, el monarca de Catay murió. Su hijo, personaje alto y soberbiamente barbado, se interesaba principalmente por la pintura y la caza. Se llamaba asimismo Wai Wang, título imponente para un hombre vulgar. A su debido tiempo, los mandarines de Catay dispusieron las listas de tributos para el nuevo monarca. Fue enviado un oficial a las llanuras del Gobi para recoger los tributos de Gengis Kan. Con él iba también la proclamación del nuevo soberano, Wai Wang, y un edicto imperial que había que recibir de rodillas. Pero el mongol alargó la mano y permaneció sentado, sin darlo a leer al intérprete.
«¿Quién es el nuevo emperador?» —preguntó. «Wai Wang»— le fue respondido. Y en lugar de inclinar su cabeza hacia el sur, el Kan escupió. «Pensé —dijo— que el hijo del cielo sería un hombre extraordinario. Pero un imbécil como Wai Wang es indigno de un trono. ¿Por qué he de humillarme ante él?» Dicho esto montó sobre su caballo y partió. Aquella noche, los Orkhones fueron convocados a su pabellón con sus nuevos aliados: el «Idikut de los halcones arrebatadores» y el «León principal» de los turcos occidentales. Al día siguiente fue llamado ante el Kan el enviado catayano a quien se dio un mensaje para el Áureo Emperador. «Nuestro dominio —decía el mongol— está ahora tan bien ordenado, que podemos visitar Catay. ¿Está tan bien ordenado el del Kan áureo que puede recibirnos? Iremos con un ejército que es cómo un océano rugiente. No nos importa encontrar amistad o guerra. Si el Kan áureo prefiere ser nuestro amigo, le permitiremos el gobierno de sus dominios bajo nuestro mando. Si prefiere la guerra, ésta durará hasta que uno de nosotros dos quede victorioso y el otro derrotado».
Ningún mensaje más insultante podía haberse enviado. Gengis Kan comprendía que el momento era propicio para la invasión. En tanto que el viejo emperador vivió, habíase considerado ligado, acaso por una alianza feudal, a Catay. Pero con Wai Wang no tenía ya relación.
El enviado regresó a Yen-King, donde residía la corte de Wai Wang. A éste le irritó la respuesta de Gengis Kan.[8] Al Capitán de las Marcas occidentales se le preguntó qué estaban haciendo los mongoles; a lo que el Capitán contestó que estaban haciendo muchas flechas y reuniendo caballos. El Capitán de las Marcas occidentales fue condenado a prisión. Transcurría el invierno. Los mongoles construían grandes cantidades de flechas, juntaban caballos. Desgraciadamente para el Áureo Emperador, hicieron bastante más. Gengis Kan envió mensajeros y presentes a los hombres de Liaotung, en la parte septentrional de Catay. Sabía que estos, guerreros no habían olvidado que fueron conquistados por un Áureo Emperador anterior. El mensajero encontró al príncipe de la dinastía, Liao, y concertó un pacto con él. La sangre fue derramada y las flechas rotas para sellarlos. Los hombres de Liao (literalmente: hombres de hierro), invadirían el norte de Catay y el Kan mongol les restituiría sus antiguas posesiones, promesas a que Gengis Kan se obligó por escrito. Eventualmente hizo al príncipe Liao gobernante de Catay bajo su imperio.