El consejo se había celebrado en 1206. En el mismo año el oficial de Catay, el capitán de las marcas occidentales, cuya obligación era el vigilar a los bárbaros, más allá de la gran muralla y cobrar los tributos, informó al emperador chino que la «quietud absoluta dominaba en los reinos lejanos». Como consecuencia de la elección de Gengis Kan, los pueblos turcomongoles se encontraban unidos por primera vez desde hacía varias centurias. En el fervor de su entusiasmo, creían que Temujin, ahora Gengis Kan, era en realidad un «bogdo», un enviado de los dioses, dotado de poder celestial. Pero ningún entusiasmo podía contener a estas hordas anárquicas. Habían vivido demasiado tiempo regidas por la costumbre de la tribu. Las costumbres varían tanto como la naturaleza de los hombres. Para refrenarlas, Gengis Kan usaba la organización militar de sus mongoles la mayoría de los cuales eran veteranos por ahora. Pero anunció, además, que había promulgado el «Yassa» para regirlos. El «Yassa» era un código, una combinación de sus deseos con las costumbres más prudentes de la tribu. (Véase nota III: «Las leyes del Gengis Kan»).
Ante todo mostraba claramente su aversión al robo y al adulterio, que eran penados con la muerte. Al que robaba un caballo podía castigarle con la muerte. Decía que le disgustaban los muchachos desobedientes a sus padres y los hermanos más pequeños que no acataban a los mayores. Decía que el esposo no debe tener secretos para su esposa, y que la esposa debe estar sometida a su esposo. Enfurecíale la negativa del rico a ayudar al pobre y la de los inferiores a respetar a los superiores. Contemplando a un gran bebedor —la bebida era un vicio mongol—, dijo: «Un hombre ebrio está como si hubiera recibido un golpe sobre la cabeza; su sabiduría y destreza no le aprovechan. No debería beberse más que tres veces al mes y aun sería mejor no beber nunca. Pero ¿quien puede abstenerse totalmente?»
Otra debilidad de los mongoles era el miedo a los truenos. Durante las grandes tormentas del Gobi, este miedo se apoderaba de ellos de tal modo que en ocasiones se arrojaban a los lagos y ríos para escapar a la furia de los cielos. Al menos así lo afirman acreditados viajeros como Fray Rubriquis. El «Yassa» prohibía el baño o contacto con el agua durante toda tormenta. Aunque era hombre impulsivo, Gengis Kan quiso contener en su pueblo la tendencia dominante a la violencia. El «Yassa» prohibía las luchas entre mongoles. En otro punto fue también inexorable. Mandó que no pudiera haber otro Gengis Kan. Su nombre y los de sus hijos no podrían ser escritos más que en oro. No podrían los hombres del nuevo emperador pronunciar voluntariamente el nombre del Kan. Deísta, elévase Gengis sobre los andrajosos y truhanescos chamanes del Gobi. Su código trata con tolerancia las materias de religiones. Los devotos, los pregoneros de las mezquitas, estaban exentos de cargas públicas. Y en efecto, un abigarrado conjunto de sacerdotes deambulaban por los campos mongoles. Lamas errantes rojos y amarillos, movían sus ruedas de oración. Algunos de ellos usaban «piedras pintadas con el retrato del verdadero diablo cristiano», según nos dice Fray Rubriquis. Y Marco Polo relata que antes de las batallas, Gengis Kan ordenaba que los astrólogos hiciesen presagios. Los adivinos sarracenos se equivocaban al profetizar. No así los nestorianos, que lograban mayor éxito con dos perritos, señalados con el nombre de los caudillos rivales, los cuales caían uno sobre el otro al tiempo que se leían en voz alta las líneas del libro de los Salmos. Aun cuando Gengis Kan escuchaba a los adivinos y oía atentamente las salmodias de un astrólogo catayano, después no parecía regresar de ninguna aventura del modo que habían indicado las predicaciones de aquellos magos.
El «Yassa» castigaba de un modo harto sencillo a los espías, los sodomitas, los testigos falsos y los hechiceros. Todos eran condenados a muerte. La primera disposición del «Yassa» es notable: «Está ordenado que todos los hombres creerán en un Dios, creador de cielos y tierra, único donador —cuando le place— de las riquezas y de la miseria, de la vida y de la muerte, y cuyo poder sobre todas las cosas, es infinito». Aquí se ve un reflejo de las enseñanzas de los primitivos nestorianos. Pero esta .disposición no se publicó. Gengis Kan no deseaba trazar una línea divisoria entre sus hombres o excitar los gérmenes siempre latentes de antagonismo doctrinal. Un psicólogo podría decir que el «Yassa» aspiraba a tres cosas: obediencia a Gengis Kan, unión de los clanes y castigo cruel de los delitos. Le importan los hombres más que la propiedad, y, desde luego, ningún hombre podía ser condenado como reo a menos de ser cogido «in fraganti» o confesar su delito. Recuérdase que entre los mongoles, pueblo analfabeto, la palabra era cosa solemne. Entre los nómadas es más frecuente que en otros pueblos que el culpable confiese su delito. Ejemplos hubo de alguno que llegó al Kan y confesó su crimen pidiendo ser castigado.
En los últimos años de la vida de Gengis, la obediencia al Kan fue absoluta. Un general de una división, estacionada a mil millas de la corte, sometióse a ser relevado de su mando y ejecutado por una simple orden del Kan, llevada por un correo ordinario. «Son más obedientes a su señor que cualquier otro pueblo —dice el valeroso Fray Carpini—. Le tributan la mayor reverencia y jamás le engañan, ni de palabra ni de obra. Raramente riñen ni disputan y jamás acontecen heridas y muertes violentas. No se encuentran por ninguna parte ladrones ni salteadores, de modo que sus casas y carros, en donde todas sus mercancías y tesoros se conservan, nunca se cierran y atrancan. Si algún animal de los hatos se descarría, el que lo encuentra lo deja o lo lleva a los oficiales que tienen a su cargo esos servicios. Entre ellos son corteses y a pesar de que los abastecimientos se proveen sin restricciones. Son muy sufridos en las privaciones, y aun cuando ayunen durante un día o dos, no cesan de cantar y hacer gracias. Cuando viajan, soportan el frío y el calor sin quejarse. Nunca riñen y, aunque beben a menudo, jamás disputan al hacerlo» (Esto, evidentemente, era una cosa sorprendente para el viajero fuera de Europa). «La embriaguez es honrosa entre ellos. Cuando un hombre bebía en demasía y vomitaba, volvía de nuevo a beber. Con los otros pueblos son excesivamente soberbios y despóticos, mirando, no obstante, a los hombres nobles con contento. Vimos en la corte del Emperador, al Gran Duque de Rusia, al hijo del Rey de Georgia y a muchos sultanes y a otros grandes hombres, que no recibían honor o respeto, y aun los tártaros designados para atenderlos, a pesar de lo humilde de su condición, marchaban siempre delante de estos cautivos ilustres y ocupaban los lugares más importantes. Son irritables y desdeñosos para con los otros hombres, y aun falaces. Cualquier mal que intenten realizar, lo ocultan de modo que nada probase contra ellos. Y las matanzas de otras gentes no las toman en consideración». '
Se .ayudan unos a otros para destruir a los demás. Un eco del «Yassa». Estos hombres de los antiguos clanes, hambrientos de guerra, sólo podían ser contenidos de un modo. Abandonados a sí mismos hubieran vuelto pronto a sus antiguas excursiones de exterminio mutuo luchando por el botín y las tierras de pastos. El pelirrojo Gengis Kan, había sembrado el viento y se sometía a recoger tempestades. Pero logró contenerlas y guiarlas, como lo demuestran sus actos subsiguientes. Se había destetado entre los nómadas y sabía que el camino para conservar las cabezas de unos y otros era guiarlos a la guerra en otra parte. Esto era como enjaezar la tempestad y dirigirla.
La crónica nos da un reflejo de Gengis y de su época, antes de que el prolongado banquete de la «kurultai» llegase a su fin. En la falda de Deligun Budak, la montaña que sombreaba su vivienda, y debajo del estandarte de las nueve colas, ahora familiar, dirígese a los Burchi-kun y a los jefes que se han comprometido a aliarse con él:
«A estos hombres, que compartirán conmigo lo bueno y lo malo del futuro, cuya lealtad será clara como el cristal de roca, anhelo llamarles mongoles. Yo deseo que levanten su poder por encima de todas las cosas que respiran sobre la tierra».
Tenía imaginación para ver esta asamblea de espíritus desenfrenados, unidos en una horda; los sabios y misteriosos ugures, los fornidos Karaitas, los intrépidos yakka mongoles, los feroces tártaros, los silenciosos y sufridos hombres de las tundras nevadas, los cazadores, todos los guerreros del Asia superior, reunidos en un clan gigantesco, del cual él era el jefe. Habían estado unidos brevemente antes, bajo los monarcas Hiungnu, que asolaron Catay. Pero se construyó la Gran Muralla para cerrarles el paso, Gengis Kan tuvo el don de la elocuencia y suscitó en ellos hondas emociones. Y nunca desconfió de su habilidad para acaudillarlos. Tenía ante sus ojos una visión de conquistas en tierras desconocidas. Y así se esforzó por movilizar esta nueva horda. Invocó el «Yassa». A los guerreros de la horda les estaba prohibido abandonar a sus camaradas, los de su tienda. A los hombres de la tienda les estaba prohibido dejar detrás a un hombre herido. Asimismo estaba prohibido a cualquiera de la horda huir delante del estandarte, retirándose de la batalla, o dedicarse al pillaje antes de que fuese dado el permiso por el oficial encargado del mando. (La irreprimible inclinación de los hombres en las filas era saquear en cualquier momento todo lo que fuese posible).
Y el observador Fray Carpini acredita que Gengis Kan hizo cumplir esta parte del «Yassa», pues describe a los mongoles no abandonando nunca el campo, mientras el estandarte está enhiesto o hay un enemigo vivo. La horda misma no era azarosa reunión de clanes. Tenía, como legión romana, una organización permanente, unida de diez en diez mil hombres, «aumans», que formaban una división de caballería. Al frente de los ejércitos figuraban los Orkhones, los mariscales del Kan, el infalible Subotai, el viejo práctico Muhuli, el fiero Chepé Noyon, once en total. Las armas de las hordas —excepto las lanzas, pesadas armaduras y escudos— se conservaban en arsenales, custodiados por ciertos oficiales, y eran cuidadas y limpiadas, hasta que los guerreros llamados a campaña, se reunían y eran revistados por los «gur-khans». El sagaz mongol no quiso tener varios cientos de miles de hombres inactivos y armados, repartidos sobre un millón de millas cuadradas de llanuras y montañas. Para entretener los cuerpos de la horda, el «Yassa» ordenaba que el invierno, entre la primer nevada copiosa y las primeras hierbas, fuese dedicado a la caza. Hacíanse expediciones en persecución del antílope, del ciervo y del asno salvaje. En la primavera celebrábanse los consejos, a los que eran convocados los más elevados personajes. «Aquellos que en lugar de venir a oír mis instrucciones, permanezcan ausentes en sus cantones, correrán la suerte de la piedra que se arroja al agua: perecerán».
No hay duda que Temujin tomó elementos de las tradiciones ancestrales y aprovechó las costumbres existentes. Pero la construcción de la horda, como una organización militar permanente, fue obra suya. El «Yassa» le concedía el látigo de una autoridad inexorable. Gengis Kan tenía bajo su mando una fuerza de guerra, una masa disciplinada de fuerte caballería, capaz de movimientos ligeros en cualquier país. Antes de él los antiguos persas y los parthos habían tenido quizás tan numerosos cuerpos de caballería; pero carecieron del arte de destruir con los arcos y el bárbaro valor de los mongoles. La horda era un arma capaz de grandes destrucciones, si la manejaba rectamente y se la refrenaba. Gengis había resuelto dirigirla contra Catay, el antiguo e inalterable imperio, que se extendía allende la gran muralla. (Véase la— nota IV: «La fuerza numérica de la horda mongola»).