El primer efecto de la victoria karaita fue reforzar la alianza contra Temujin. Los jefes nómadas estuvieron bien inspirados al aliarse con un poder creciente, que significaba mayor protección y riqueza para ellos. A Wang Kan envió el indignado mongol un elocuente reproche: «¡Oh Kan, padre mío! Cuando fuiste perseguido por tus enemigos, ¿no envié mis cuatro héroes en tu ayuda? Viniste a mí sobre un caballo ciego, con vestidos andrajosos, y tu cuerpo estaba nutrido con carne de una sola oveja. ¿No te di entonces abundancia de ovejas y caballos? En tiempos pasados, tus hombres conservaron el botín de la batalla, que por derecho era mío. Entonces todo estaba perdido para ti, todo lo habían tomado tus enemigos. Pero mis hombres te lo restituyeron. Entonces en el Río Negro juramos no escuchar las malignas palabras de los que podían dividirnos, sino entrevistarnos y hablar del asunto. Yo no he dicho: «mi recompensa es insignificante, necesito una mayor». Cuando la rueda de un carro se rompe, los bueyes no pueden seguir adelante. ¿No soy yo una rueda de vuestra «kibitka?». ¿Por qué tenéis enojo de mí? ¿Por qué me atacáis ahora?»
En estas palabras puede oírse un eco de satisfacción. Y el reproche hiere al hombre irresoluto que no conocía su propio pensamiento, al Preste Juan, montado sobre un caballo ciego. Temujin prosiguió haciendo lo mejor que podía hacer para lograr tenaz su propósito. Envió correos a los clanes próximos. Bien pronto los kanes de sus propios dominios y sus vecinos estuvieron de rodillas junto al caballo blanco del Kan mongol, con los pies recogidos decorosamente, los largos capotes adornados con bandas, las bronceadas caras alineadas, observando por entre el humo del fuego de la «yurta». Era el consejo de los kanes. Cada uno hablaba a su vez. Allí estaban los Burchikun, los «ojos grises», muchos de los cuales habían conocido la derrota por obra de Temujin. Algunos deseaban atacar a los poderosos Karaitas y someter al Preste Juan y a su hijo. Los más audaces abogaron por la guerra, y ofrecieron dar el bastón de caudillo a Temujin. Esta opinión prevaleció. Temujin, al aceptar el bastón, dijo que sus órdenes debían ser obedecidas en todos los clanes y que debía permitírsele castigar lo que él viese digno de castigo. «Desde un principio os he dicho que las tierras limitadas por los tres ríos deben tener un dueño; No lo comprendisteis. Ahora, cuando Wang Kan os trata como me ha tratado a mí, me elegís por caudillo. Os he dado cautivos, mujeres, «yurtas» y ganado. Ahora yo conservaré para vosotros las tierras y costumbres de nuestros antepasados».
Durante aquel invierno, el Gobi estuvo dividido en dos campos rivales. Las gentes del Este del lago Baial se armaron contra la confederación occidental. Por esta época Temujin estuvo el primero en el campo, antes de que las nieves bajasen a los valles. Con sus nuevos aliados avanzó, sin avisar, hacia el campo de Wang Kan. La crónica nos da cuenta de un divertido ardid puesto en práctica por la astucia nómada. Temujin envió a las líneas enemigas a un mongol, que llegó quejándose de los malos tratos y diciendo que la horda mongola estaba todavía a bastante distancia del campo. Los Karaitas, nada crédulos, despacharon varios jinetes hacia los espesos montes, para que, con el guerrero fugitivo, viesen lo que de verdad había en la referencia. No lejos del campo karaita, el guerrero mongol, que miraba a su alrededor, vio flamear el estandarte de los clanes de Temujin, al otro lado de una loma por la que iban trepando. Consideró que sus acompañantes estaban bien montados y podían escapar al galope, si divisaban el estandarte. Desmontó, pues, y se puso a dar vueltas alrededor de su caballo. A sus acompañantes, que le preguntaron lo que hacía, dijo: «Mi caballo tiene una piedra en uno de los cascos». Y durante el tiempo que el sagaz mongol tardó en quitar al caballo la piedra imaginaria, llegó la vanguardia de Temujin, que hizo prisioneros a los Karaitas. El campo de Wang Kan fue atacado. Empezó la lucha encarnizada.
Al anochecer, los Karaitas estaban destrozados. Wang Kan y su hijo, heridos, habían desaparecido. Temujin entró en el campo, repartió entre sus hombres las riquezas de los Karaitas, monturas cubiertas de suave seda de colores, cueros rojos, bruñidos y templados sables, con las hojas y las tazas de plata. Estas cosas no podían servirle a el para nada. La tienda de Wang Kan, adornada con telas de oro, la dio entera a los yegüerizos que le habían notificado el avance karaita, la primera noche, cerca del Gupta. Persiguiendo al núcleo de los Karaitas logró envolverlos con sus guerreros y les ofreció conservarles la vida, si se rendían. «Los hombres que luchan por salvar a sus señores son héroes. Sedlo entre los míos y servidme». Los restos de los Karaitas se reunieron bajo su estandarte. Temujin prosiguió hacia su ciudad del desierto, Karakorum, las Arenas Negras.
Su primo Chamuka, el astuto, fue hecho prisionero y conducido a su presencia. «¿Qué suerte te aguarda?» —le preguntó Temujin—. «La misma que hubiera caído sobre ti, si te hubiera hecho prisionero —respondió, sin vacilar, Chamuka—: La muerte lenta». Referíase al tormento chino del despedazamiento lento, tormento que consiste en cortar, el primer día, las falanges de los dedos meñiques, continuando después, día por día, con las extremidades. Seguramente los descendientes de los Burchikun no carecían de valor. Temujin, sin embargo, siguiendo la costumbre de su gente que prohíbe derramar la sangre de un jefe de alto linaje, mandó estrangular a Chamuka con una cuerda de arco, hecha de seda o ahogarlo entre fieltros fuertes.
El Preste Juan, que había entrado con repugnancia en la guerra, huyó a la desesperada, y fue muerto por dos guerreros de una tribu turca. Relata la crónica que su cráneo fue colocado sobre plata y permaneció en la tienda del jefe como un objeto de veneración. Su hijo también sucumbió del mismo modo. (Véase al final, la nota II: «El Preste Juan de Asia»).
Un jefe nómada puede considerarse satisfecho con los frutos de semejante victoria. Los resultados de una conquista nómada son siempre los mismos: hacinamiento de despojos, ociosidad y, por consiguiente, reyertas, disensiones, individuos que abandonan el imperio de los nómadas. Temujin se reveló diferente. Poseía ya el núcleo de un reino en las tierras de los Karaitas, que cultivaban el suelo y habían edificado ciudades de barro seco y bardas, pero permanentes. Haciendo toda clase de esfuerzos para conservar a los Karaitas asentados y reconciliados, lanzó sus hordas a nuevas conquistas, sin un momento de reposo. «El mérito de una acción consiste en acabarla» —dijo a sus hijos.
Durante los tres años siguientes a la batalla que le dio el dominio del Gobi, Temujin lanzó a sus veteranos hacia los valles de los turcos occidentales, de los naimanes y ugures, pueblos de una cultura superior. Estos pueblos habían sido enemigos del Preste Juan, y pudieron haberse unido para resistir a Temujin. Pero éste no les dio tiempo a realizar lo que estaba reservado para él. Desde las montañas blancas del Norte, a lo largo de la gran muralla, a través de las viejas ciudades de Bishbalik y Koten, galopaban sus oficiales. Marco Polo dice de Temujin: «Cuando conquistaba una provincia no hacía daño a la gente ni a la propiedad, sino que colocaba a alguno de sus hombres en el país, en tanto que él conducía al resto a la conquista de otras provincias. Y cuando los que habían sido conquistados por él se enteraban de lo bien y de la seguridad con que los protegía contra todos los demás, y cómo no sufrían daño y veían cuan noble príncipe era, unían su corazón y su alma y llegaban a ser sus fieles seguidores. Y cuando hubo conquistado una multitud tal, que parecía cubrir toda la tierra, empezó a pensar en la conquista del mundo».
El destino de sus antiguos enemigos no sería, sin duda, tan deseable como éste. Habiendo deshecho la potencia armada de un clan hostil, Temujin se apoderó de todos los hombres nobles de la familia reinante y los condenó a muerte. Los guerreros del clan fueron repartidos entre los hombres más formales; las mujeres más apetecibles fueron desposadas por los guerreros y otras fueron hechas esclavas. Los chiquillos vagabundos fueron adoptados por madres mongolas y las tierras y ganados del clan derrotado fueron devueltas a sus primitivos propietarios.
En este aspecto, la vida de Temujin fue moldeada por sus enemigos. En la adversidad había adquirido el vigor físico y la astucia lobuna que parecía guiarle instintivamente hacia lo cierto. Ahora era ya lo bastante fuerte para hacer conquistas según sus propósitos. En la primera derrota de los que se enfrentasen con sus armas, demostraría ser señor indulgente.
Iba penetrando en nuevas partes del mundo, por las viejas rutas de las caravanas y de las ciudades del Asia Central. Y una gran curiosidad le acuciaba. Observó que entre los prisioneros había hombres ricamente vestidos y de austera presencia, que no eran guerreros. Supo que eran sabios astrólogos que conocían las estrellas, físicos que sabían el uso de las hierbas como el ruibarbo y que curaban las dolencias que aquejaban a las mujeres. Cierto ugur que había servido a un jefe derrotado fue traído a presencia de Temujin. Tenía un pequeño objeto de oro curiosamente labrado. «¿Por qué tienes eso?» —preguntó el mongol—. «Yo deseo — respondió aquel hombre fiel—, cuidar de él hasta la muerte de quien me lo ha confiado». «Eres un sujeto leal —advirtió el Kan—, pero tu amo ha muerto. Sus tierras, todo lo que él poseía es ahora mío, Dime para qué sirve esa prenda». «Cuando mi señor deseaba cobrar un tributo en dinero o en grano, comisionaba a uno de sus hombres y les hacía una marca con este sello, para demostrar que eran en realidad emisarios suyos».
Inmediatamente Temujin ordenó se le fabricase un anillo. Se le hizo de jade verde. Perdonó al cautivo ugur y le dio un puesto en la corte, con encargo de enseñar a los muchachos la escritura de los ugures, que era una forma de siríaco aprendida probablemente de los padres nestorianos hacía mucho tiempo.
A sus paladines, a aquellos que ayudaron en los tiempos críticos, dio Temujin la mayor recompensa. Fueron creados «tarkhan» y elevados sobre los demás. Tenían derecho a entrar en todo tiempo en el pabellón real, sin ceremonia alguna. Elegían antes que los demás su parte en el botín de guerra y estaban exentos de tributos. Aun más: nueve veces podía serles perdonada la pena de muerte. Cualquier tierra que eligiesen era suya. Estos privilegios eran hereditarios en sus descendientes hasta la novena generación.
En la mente de los nómadas no había nada más codiciable que ser compañeros de los «tarkhanes». Estaban envalentonados por la victoria, por las incidencias de aquellos tres años en tierras nuevas. Y si se contenían era por respeto al Kan. Alrededor de la persona del conquistador se habían juntado los espíritus más salvajes de toda el Asia, todos los guerreros turcomongoles desde el mar hasta Tian Shan, donde Gutchluk regiría pronto el Catay Negro (Kara K'itai). Por el momento los odios de clan se olvidaron. Budistas, chamanistas, idólatras, mahometanos y nestorianos vivían como hermanos, esperando los acontecimientos. Algo aconteció, en efecto, y fue que el Kan mongol abolió las limitaciones de sus antepasados. Convocó la «kurultai», el consejo de los kanes, para que eligieran un hombre que mandase sobre todos los pueblos del Asia superior, un emperador. Explicóles que podían escoger uno de ellos para tener autoridad sobre los demás. Como es natural, después de los acontecimientos de los tres últimos años, le elección de la «kurultai» recayó sobre Temujin. Además, el consejo decidió que debía llevar un título digno. Un adivino anunció en la asamblea que este nuevo hombre debía ser Gengis Ka Kan, el más grande de los gobernantes, el emperador de todos los hombres.
El congreso fue grato al Kan, y ante la insistencia unánime de los kanes, Temujin aceptó su nuevo título.